Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

sábado, 31 de mayo de 2014

BEATRIZ FERRO

MI JARDÍN HIZO LO QUE QUISO
        
Mi jardín hizo
lo que quiso.
 
Planté un geranio,
brotó un narciso.
Planté un rosal,
salió un peral.
 
Mi jardín hizo
lo que quiso.
 
Sin previo aviso
cubrió de hiedra
la oscura reja,
la blanca piedra.
 
Podé el ciruelo,
creció hasta el cielo.
Las amapolas
salieron solas.
 
En vez de flores
de campanillas
él decidió
darme frutillas.
 
No es caprichoso
ni prepotente.
Es un jardín
independiente.

 
CARAMBA
 
-Caramba,
¡cómo salta este niño!
No puedo lavarlo
ni puedo vestirlo.
Con cuatro saltitos
se sube al altillo,
con seis largos brincos
se trepa al membrillo.
Lo traigo a la rastra,
le grito, le chillo,
le canto, le silbo
o le hago un cariño
pero él nunca para.
Qué cosa. No deja
de saltar mi niño.
 
(Protesta
y se asombra,
chirriando
y saltando
la mamá del grillo.)
 
Beatriz Ferro: reconocida escritora y editora argentina de literatura para niños. Falleció en 2012.


CARLOS EDMUNDO DE ORY (España, Cádiz, 1923-Francia, Thezy-Glimont, 2010)

“Hipérbole del amoroso”
 
Te amo tanto que duermo con los ojos abiertos.
Te amo tanto que hablo con los árboles.
Te amo tanto que como ruiseñores.
Te amo tanto que lloro joyas de oro.
Te amo tanto que mi alma tiene trenzas.
Te amo tanto que me olvido del mar.
Te amo tanto que las arañas me sonríen.
Te amo tanto que soy una jirafa.
Te amo tanto que a Dios telefoneo.
Te amo tanto que acabo de nacer.
 
“Dame”
 
Dame algo más que silencio o dulzura
Algo que tengas y no sepas
No quiero regalos exquisitos
Dame una piedra
No te quedes quieto mirándome
como si quisieras decirme
que hay demasiadas cosas mudas
debajo de lo que se dice
Dame algo lento y delgado
como un cuchillo por la espalda
Y si no tienes nada que darme
¡dame todo lo que te falta!
 “En Un Café”
 
He vuelto ahora sin saber por qué
a estar triste más triste que un tintero
Triste no soy o si lo soy no sé
la maldita razón porque no quiero
He vuelto ahora sin saber por qué
a estar triste en las calles de mi raza
He vuelto a estar más triste que un quinqué
más triste que una taza
Estoy sentado ahora en un café
y mi alma late late
de sed de no sé qué
tal vez de chocolate
No quiero esta tristeza medular
que nos da un golpe traidor en una tarde
Pide cerveza y basta de pensar
El cerebro está oscuro cuando arde.
Nota: la presente selección de textos procede del aporte de difusión cultural  que realiza Concha Rodríguez de la Calle (Sevilla, España).

viernes, 30 de mayo de 2014

NARRATIVA HISPANOAMERICANA (Bolivia-Ecuador-Puerto Rico)

VENCER Y VENCER
 
El nuevo Papa andaba buscando apoyo en la feligresía católica para que las enseñanzas del cristianismo se pongan en práctica en la vida cotidiana, de forma permanente. En el infierno, el Rey del Averno estaba muy preocupado por el asunto, pero uno de sus archidemonios le dijo:
-No se preocupe jefecito, los católicos son muy cómodos, casi toda la semana están con nosotros, y sólo el domingo andan arrepintiéndose de sus pecados y rezando para que Dios les perdone. Así, vencemos por 6 a 1.
-Entonces, presionaremos para que el juicio final caiga en medio de la semana, así la mayoría de los católicos pasaran a nuestro equipo, dijo el Rey de la oscuridad, con una sonrisa llena de satisfacción, pensando en una victoria doble. 
 
Iváng Prado Sejas
(Tarata, Cochabamba, Bolivia) 
 
Escritor boliviano, ha publicado: Cuentos en dos Minutos (Brasil-Uruguay), Inka Kutimunña (Premiado), El Crepúsculo en la Noche de los Tiempos, Sueños del Padre, Samay Pata, Las Amazonas, Poder y Gloria  y otros. Participa en varias antologías nacionales como “I Antología del cuento maravilloso en Bolivia” y “I Antología del cuento fantástico en Bolivia”. Ha publicado dos poemarios: Arawi Valluno y Mujer Eterna. Es Presidente del PENBOLIVIA/COCHABAMBA, y es Coordinador General de SUPERNOVA, Sociedad de Escritores de Narrativa Fantástica y Ciencia Ficción.
 
 
EL MONSTRUO DEL LAGO
 
Popococha amaneció devastada por la muerte del milenario monstruo del lago, único espécimen en el mundo -gracias al cual el pueblo le debe su lugar en los mapas- y que, según la leyenda, se alimentaba de chicas vírgenes. Para sorpresa de todos, que esperaban una homilía emotiva sobre la criatura, el padre Mora salió con una dura crítica a las mujeres y a la falta de valores. El monstruo había muerto de hambre.

Miguel Antonio Chávez
(Guayaquil, 1979, Ecuador)
 
Narrador y poeta. Autor del libro de cuentos Círculo vicioso para principiantes(2005), Primera mención del concurso de cuentos Revista Hogar 2004. Sus cuentos y microcuentos, respectivamente, constan en las antologías internacionales Editorial Nuevo Ser (2005) y Microrrelatos del mundo hispanoparlante (2006). Miembro fundador del grupo cultural Buseta de papel.
 
  
901 Brujerías
 
La acusaron de ser bruja porque la vieron surcar el cielo una noche. Cuando iban a quemarla, alzó vuelo. Iracundo, el inquisidor gritó que no dejaran escapar al endriago diabólico. En ese momento, dos sacerdotes, una monja y un seminarista se elevaron para atraparla.

Emilio Del Carril
(Puerto Rico, 1959)
 
Escritor. Fue coordinador de la Maestría en Creación Literaria de la Universidad del Sagrado Corazón en Puerto Rico. Algunos de sus cuentos han sido incluidos en las antologías Los otros cuerpos y Salta que salta. Ha publicado trabajos en diversas revistas literarias. Se especializa en diseñar y dictar cursos de auto-publicación, novela corta, minirrelatos, memorias y cuento. Su primer libro, 5 minutos de para ser infiel, fue éxito de ventas en librerías de su país. Su nuevo libro En el reino de la Garúa, utiliza la técnica del metarelato para crear un libro de microcuentos.

martes, 27 de mayo de 2014

OLIVERIO GIRONDO (Buenos Aires 1891-1957)

SIESTA

Un zumbido de moscas anestesia la aldea. 
El sol unta con fósforo el frente de las casas, 
y en el cauce reseco de las calles que sueñan 
deambula un blanco espectro vestido de caballo. 

Penden de los balcones racimos de glicinas 
que agravan el aliento sepulcral de los patios 
al insinuar la duda de que acaso estén muertos 
los hombres y los niños que duermen en el suelo. 

La bondad soñolienta que trasudan las cosas 
se expresa en las pupilas de un burro que trabaja 
y en las ubres de madre de las cabras que pasan 
con un son de cencerros que, al diluirse en la tarde, 
no se sabe si aún suena o ya es sólo un recuerdo 
¡Es tan real el paisaje que parece fingido! 
 
¿DÓNDE?

¿Me extravié en la fiebre?
¿Detrás de las sonrisas?
¿Entre los alfileres?
¿En la duda?
¿En el rezo?
¿En medio de la herrumbre?
¿Asombrado a la angustia,
al engaño,
a lo verde?

No estaba junto al llanto,
junto a lo despiadado,
por encima del asco,
adherido a la ausencia,
mezclado a la ceniza,
al horror,
al delirio.

No estaba con mi sombra,
no estaba con mis gestos,
más allá de las normas,
más allá del misterio,
en el fondo del sueño,
del eco,
del olvido.

No estaba.
¡Estoy seguro!
No estaba.
Me he perdido.

lunes, 26 de mayo de 2014

PATRICIO ELEISEGUI (Sierra de la Ventana, Buenos Aires, 1978)

JACARANDÁ
¡Hoy duerme abajo del jacarandá! ¡Hoy lo juro por lo que más quiera que ese hijo de puta duerme abajo del jacarandá! ¿Cómo me va dejar el revoque así? ¡Mirá cómo me dejó la pared! ¡Malagradecido de mierda! Son todos iguales, mirá. Caen cagados de hambre en la caja de una camioneta, con la cabeza tapada de piojos, sin saber lo que es un puto cepillo de dientes ¡Y mirá cómo te pagan! Afanándote las bolsas de porlan cuando te tirás a dormir una siesta: ¡así te pagan! Manoteándote del cordel la tanga de tu mujer. Y después los ves clavarse unas pajas a la sombra de los andamios ¡Tirados abajo de la mezcladora del pedo que se agarran al mediodía! Porque estos hijos de puta chupan hasta acalambrarse mientras le dan a la faldita parrillera. Y después, lógico, no pueden sostener ni un fratacho. ¡Para qué mierda le conseguí la carpa, digo yo! ¡Lo tendría que haber dejado a la intemperie a ese indio! Mirá lo que es el patio de la obra, la puta que lo parió. ¡Me lo llenó de pendejos! Porque a la semana que lo puse a picar paredes ¡el desgraciado se trajo a toda la prole de Asunción! Y no digo uno o dos: ¡siete pendejos me metió acá adentro! Y encima también se trajo a la gorda tartamuda esa, que lo único que hace es gastar detergente y romper los platos que le doy para que lave. ¡Diez platos rompió la mogólica en un día! ¡No pero de hoy no pasa! Decí que mi mujer es otra boluda que no valora un carajo. Se cree que la guita la cago. Un día ¡Juro por Dios que un día! la voy a poner a ella a mirarle la concha a todas las catingas del conurbano que caen en mi consultorio. A ver qué mierda hace y la cara que pone cuando se le aparezcan diez pendejas con la placenta colgando de la argolla porque abortaron para la mierda. ¡La quiero ver ahí! Esa yegua va a entender lo que es ver a indios como este llevándose ladrillos a escondidas para hacerse su puto rancho. Lo lindo que es ver a este hijo de puta mamado y amasándose la verga por abajo del vaquero blanco de cal porque tu hija ¡sí, tu hija! salió en pelotas al patio a buscar un toallón. ¡Pero hoy lo curo a ese desgraciado! Hoy le voy a sacar la ganas de no laburar un domingo porque la noche anterior se la pasó culeando con la gorda. ¡Y encima culeando adelante de los pibes! Porque estos negros son así: se calientan cojiendo con los pibes mirando. Mirá, es como si los estuviera viendo… ¡Pervertidos de mierda! ¡Ignorantes! Seguro que hasta manotean a algún pendejo y lo ponen a chuparle las tetas a la gorda mientras el padre se la mete. ¡Viven calientes estos indios de mierda! Pero claro… después se encuentran con un pelotudo como yo, que les arranca los pibes del útero por un revoque, y así van tirando. Así viven. ¡Y encima el revoque te lo dejan para la mierda! ¡Ah no! ¡Pero de hoy no pasa este hijo de puta! ¡Hoy duerme abajo del jacarandá! ¡Él, la gorda y los pendejos! ¡¿Que mierda me calienta si me vuelven a mear las plantas?! ¡Hoy duerme abajo del jacarandá ese hijo de puta!

JOSEPH BRODSKY (1940-1996)

Ulises a Telémaco

Querido Telémaco,
la Guerra de Troya
ha terminado. No recuerdo quién venció.
Los griegos, debe ser: los griegos, quién si no,
puede dejar en tierra extraña tantos muertos…
De todos modos, el camino que me lleva al hogar
resulta que se alarga demasiado.
Como si Poseidón, mientras perdíamos el tiempo,
hubiera dilatado el espacio.
Ignoro dónde estoy y lo que veo ante mí.
Al parecer, una isla, sucia, arbustos,
casas, gruñir de cerdos, un jardín
abandonado, cierta reina, hierba y pedruscos…
Telémaco, querido, en verdad
todas las islas se parecen una a otra
cuando es tan largo el viaje: el cerebro ya
va perdiendo la cuenta de las olas,
el ojo, tiznado de tanto horizonte, echa a llorar,
la carne de las aguas obtura el oído.
No recuerdo ya cómo acabó la guerra,
ni cuántos años tienes hoy recuerdo.
Hazte hombre, Telémaco, y crece.
Sólo los dioses saben si hemos de encontrarnos.
Tampoco ahora ya no eres el chiquillo
ante el cual detuve aquellos toros.
Hoy, de no ser por Palamedes, estaría a tu lado.
Pero tal vez sea mejor así: pues sin mí
te has librado de los males de Edipo,
y en tus sueños, Telémaco, ignoras el pecado.
De “No vendrá el diluvio tras nosotros” (Antología 1960-1996)
Versión de Ricardo San Vicente (1972)
Nota: Joseph Brodsky nació en San Petersburgo en 1940.Premio Nobel de Literatura en 1987.Murió en Nueva York en 1996

jueves, 22 de mayo de 2014

MARÍA CRISTINA RAMOS (San Rafael, Mendoza, 1952)

¿Y el botón?

Hasta que llega de noche

el botoncito canchero,
nácar de luz la sonrisa,
media flor en el sombrero.

Y todos quieren saber

qué riesgos ha desafiado,
qué monstruos lo han perseguido,
¡pobre botón extraviado!

Pero el botón, calladito,

se sonríe de costado,
como suele sonreír
un botón enamorado.

Y se columpia en un hilo,

y se acomoda la flor,
y sube a ocupar su puesto
silbando un silbo de amor.

martes, 20 de mayo de 2014

SILVINA BULLRICH (1915 - 1990)

EL LOBIZÓN

Hoy tuvo lugar la autopsia. Como ustedes supondrán, he recobrado mi libertad. El informe médico es categórico: Diego murió de una lesión cardiaca en la noche del 20 al 21 de septiembre. También agrega que el ejercicio y la bebida despertaron la enfermedad ya latente en él.

 

Habíamos ido a remar al Tigre por la mañana, luego Diego pasó la tarde con Elvira y por la noche volvimos a reunirnos en su casa para comer. Elvira no pudo quedarse; me alegro por ella. De lo contrario se hubiera visto mezclada en esta absurda suposición de crimen.

 

Cuando íbamos a lo de Diego comíamos y bebíamos demasiado, y aquella noche con mayor razón, puesto que no había ninguna mujer. Por eso, al cabo de un rato, agotado el tema político, entramos en el terreno de los cuentos picarescos, y de ahí, ayudados por el alcohol, resbalamos a las confidencias. Eramos cuatro hombres jóvenes, despreocupados; no creíamos ni en Dios ni en el diablo; mucho menos en fantasmas y supersticiones. Yo pronuncié palabras tan irreverentes sobre las pueriles creencias de la humanidad que Diego, el más serio de todos, el mayor también, me interrumpió bruscamente:

 

-Si te hubiera ocurrido en la vida lo que me ocurrió a mí, quizá vacilaras antes de afirmar que solo existe lo que ven nuestros ojos.

 

E inmediatamente, sin esperar siquiera nuestras preguntas, nos contó lo que hoy transcribo, lo que todos olvidamos intencionalmente durante el interrogatorio por respeto a la memoria de nuestro amigo. Como me reservo el derecho de ocultar su apellido, ese secreto, que mis compañeros tampoco revelarán, ha sido sepultado con él. M e apresuro a decir que considero este relato como uno de los tantos casos de sugestión colectiva tan estudiada por la psicología actual. El lector podrá comprobarlo por sí mismo. Lo cierto es que su muerte y la investigación que la siguió (fui el último en retirarse de la casa de Diego, y su muerte, según los informes médicos, ocurrió a las tres de la madrugada, hora en que yo lo dejé creyéndolo dormido) han desequilibrado mi sistema nervioso. Dicen que la mejor manera de librarse de un obsesión es verterla sobre el papel. Quiero hacer la prueba. Después me iré al campo. Si, indudablemente, necesito una temporada de reposo.

 

 

Relato de Diego.

Mi infancia transcurría feliz en aquella casa del barrio de Flores, cuya fealdad pasaba inadvertida por su semejanza con las casas vecinas. Era una construcción de un solo piso, sencilla, vulgar, de la cual se desprendía todo el tedio de las familias burguesas que resuelven sin problemas espirituales.

 

Era un cubo simétrico, revocado de un color crema, casi ocre, detestable. Encima de las puertas y de las ventanas, rectángulos de mosaicos verdes aumentaban la fealdad de la última vivienda en la que fui dichoso. Había un patio al frente; un corredor que corría a lo largo de la casa lo unía con un patio del fondo. Siete casas iguales completaban la cuadra. El barrio había crecido, pero conservaba una trasplantada tristeza provinciana que se acentuaban los domingos. Ese día,, en nombre del descanso dominical, me prohibían toda actividad. Yo permanecía asomado a la ventana, mirando, entristeciéndome paulatinamente, la calle desierta, el verde oscuro y terroso de las plantas del patio y todas las gamas del color ocre declinando en los revoques groseros. Contaba los mosaicos que coronaban las puertas de las casas vecinas, las divisiones de cada mosaico: sumaba, restaba, no me detenía sino en cifras pares, y luego volvía a empezar indefinidamente. A veces el carrito rojo y verde del manisero ponía una nota de color en la monotonía de nuestra calle; yo, para retenerlo un rato más, corría a comprar cinco centavos de maní; quería respirar un olor distinto, preciso, ese olor a tostado, acogedor, del maní caliente (en casa había siempre olor a ropa recién planchada y a jabón amarillo) y luego lo miraba alejarse al son de la áspera corneta del manisero.

 

Me detengo en estos detalles porque su misma trivialidad me recuerda que en un tiempo fui niño sin importancia, igual a todos los niños. Me gustaban los días de sol y las noches de luna. Después -¿no lo han advertido ustedes?- en las noches de luna llena no me atrevo a cruzar el umbral de mi casa.

 

Eramos siete hermanos varones; yo era el menor. Cuando llegaban personas de visita me palmeaban amistosamente, exclamando: “¡Este es el ahijado del presidente!”.

 

Yo me enorgullecía; tenía en la cabecera de mi cama, junto a una imagen en colores de la Virgen de Luján, un retrato del presidente, en el cual rezaban estas palabras: “Para Diego…de su padrino”. La firma estampada al pie impedía dudar de la autenticidad de la dedicatoria. Aún creía que ser el séptimo hijo varón era un motivo de orgullo; mi madre, sin embargo, oponía ciertas resistencias al entusiasmo de los vecinos, y cuando le era posible eludía el tema. Era hija de un chacarero de Entre Ríos y la gente de esa región es supersticiosa.

 

Una tarde, a las pocas semanas de haber muerto mi abuelo, yo estaba ocupado en mi juego predilecto. Consistía en deslizarme sin ser visto bajo la mesa del comedor, y allí, al amparo de la amplia carpeta de felpa granate que la cubría, permanecía horas y horas, soñando que era un indio refugiado en su carpa, en esa carpa que nunca habían querido traerme los Reyes Magos. Yo tenía diez años; ya no creía en los Reyes, pero todavía me fascinaban las aventuras y continuaba gozando de mi carpa improvisada.

 

En una cabecera de la mesa mi madre colocaba su maquinita de coser; en la otra mi tía hacía un eterno solitario, moviendo de tanto en tanto, mientras luchaba con el deseo de hacerse trampa a sí misma, el dial de la radio colocada sobre el aparador. En mi familia, como en todas las familias modestas, el comedor era la mejor pieza de la casa y el lugar de reunión. Yo soportaba los chillidos de la radio pensando que era el viento que rugía entre las montañas. Pero no debo detenerme en estos detalles; sé que lo hago por cobardía, para demorar la confesión que hoy quiero hacerles.

 

Diego apuró su vaso de whisky y continuó, dando a sus palabras un ritmo nervioso, acelerado. Aquella tarde mi padre entró en el comedor como todos los días al regresar de la oficina. Besó a mi madre en la frente y luego dijo con ese acento categórico de amo que usan todos los empleados humildes dentro de su casa:

 

-Ya está todo resuelto; a principios de mes nos vamos a Entre Ríos.

 

El ruido de la máquina de coser de mi madre cesó bruscamente.

 

-¡No! –exclamó mi madre-. ¿Lo dices en serio? ¡No es posible!.

-¿Por qué no va a ser posible? Tus hermanos son unos incapaces y no me inspiran fe; quiero ir yo mismo a regir tu campo. Ya verás cómo lo hago rendir.

-Pero es una extensión muy chica –arguyó mi madre- . y si pierdes tu empelo, a la vuelta no encontraras otro. Recuerda que este te lo dio el padrino cuando bautizamos a Diego pero ahora las cosas no están fáciles para el partido.

-¿Y crees que voy a seguir pudriéndome en una oficina por cuatrocientos miserables pesos? Ni siquiera alcanzan para mantener a mi familia, y eso que nunca voy al café. Ya estoy harto de ahogar entre cuatro paredes los mejores años de mi vida.

-Pero antes era pero. El taller solo daba gastos…-Bueno; pediré licencia sin goce de sueldo y después veremos. Pero tengo confianza en el campo. El tuyo es alto, rico…

-La casa es casi un rancho…

-¿Acaso esto es un palacio?.

 

Entonces mi madre pronunció la frase decisiva, sorprendente. Resistiendo por primera vez a una orden del marido, exclamó:

 

-No, yo no me voy. No quiero irme… No puedo… por Diego.

 

¿Por mí? ¿Por qué podía ser yo un impedimento para ese viaje? ¡Si nadie tenía tantas ganas como yo de vivir en el campo! Quería correr el día entero al aire libre, como los chico ricos durante los meses de vacaciones.

 

-No puedo admitir que una leyenda entupida destruya nuestras vidas –rugió mi padre-. Sería completamente absurdo…

-Pero ¿de què se trata? –inquirió mi tía.

Mis padres parecieron titubear; por fin mi madre contestó:

-Diego es el menor de siete hermanos varones…

-¿y…?

-Tengo miedo –sollozó mi madre-, miedo de las noches de luna llena.

 

Hubo un silencio denso, cargado de respuestas y de interrogantes. Y yo, de pronto, recordé la única oportunidad en que mi madre ma había tratado con rudeza, casi con crueldad. Era, en efecto, una noche de luna llena. Hacía mucho calor; en los cuartos la atmósfera era irrespirable. Yo, sin sospechar que cometía una falta grave, salí al patio en procura del aire fresco que corría bajo el parral. De pronto vi aparecer a mi madre; estaba pálida, había en sus ojos una expresión de angustia, casi de terror.

 

-¿Qué haces ahí? –me preguntó con voz ahogada, sin acercarse.

 

Se apoderó de mí el miedo que emanaba de ella y escapé por la puerta de la cocina. Entonces oí un grito desolado; pensé que a mi madre le había ocurrido algo y volví junto a ella. La encontré abrumada en la mecedora de mimbre, llorando, la cara hundida entre las manos. Me acerqué a besarla; se estremeció como si la rozara un reptil.

 

-¡Vete –gritó-, vete, maldito!

La palabra no guardaba proporción con lo inofensivo de mi travesura.

-No te pongas así, mamá –supliqué-. Tenía calor, quise tomar aire. Si te desespera tanto, no lo haré más, te prometo que no lo haré más.

 

Mi madre alzó la cabeza, me miró largamente; luego pasó sus manos por mi cabello oscuro y espeso, por mis orejas grandes, muy separadas del rostro; por mis deformes dientes de chico que asomaban entre mis labios entreabiertos.

 

-Este pelo… estas orejas… estos dientes…-murmuró.

 

Me eché a reír.

-No es para tanto; a lo mejor, las chicas me encuentran buen mozo lo mismo.

 

Ella sonrió y entramos en la casa. Fiel a mi palabra, no volví a salir al patio por las noches. Pero ya en el comedor, mi padre había roto el silencio con estas enigmáticas palabras:

 

-Es por esa grotesca leyenda del lobizón.

Hubo otro silencio. Mi tía lo cortó:

-No deja de tener razón. En el campo la situación del chico podría ser difícil.

-En este mundo todo tiene remedio- sentenció mi padre.

-¿Cuál? –preguntaron a un tiempo mi madre y mi tía.

-Es muy sencillo. Como Mario está haciendo el servicio militar, todos creerán que tenemos seis hijos varones. Más adelante habrá tiempo de buscar otra solución. Podemos mandar a Diego a un colegio de Buenos Aires, por ejemplo.

 

En ese instante entraron dos de mis hermanos y la conversación cambió de rumbo. Yo había comprendido que un destino excepcional y poco envidiable pesaba sobre mí, pero ¿cuál?. No me atrevía a interrogar. Sabía que cualquier pregunta agravaría el pesar de mi madre, ya resignada a la obediencia. Los primeros meses que pasamos en Entre Ríos fueron tales como yo los había imaginado. El aire del campo borraba nuestras palideces de niños de suburbio, crecíamos todos alegres y robustos. Nuestra felicidad hubiera sido completa de no ser por las nubes que arrojaban sobre ella las preguntas de los vecinos:

 

-¿Así que son seis varones?¿No hubo ninguna mujer? De todas maneras es una linda familia.

 

La mano de mi madre temblaba sobre la máquina de coser. Pero si todas las dichas son inestables, ninguna lo es tanto como la que está basada sobre una mentira. Un día, inexorablemente, llegó Mario. Habían licenciado a los conscriptos por razones de economía, y él había corrido a juntarse con nosotros, sin suponer que su llegada trastornaría la alegría del hogar y me robaría para siempre la paz interior. Al principio no advertí diferencia en el trato de los amigos de la casa. Sin embargo, poco a poco los unos se alejaban, los otros se despedían en cuanto me veían aparecer. Cuando pasaba por las calles del pueblo, los chicos, de la mano, me seguían cantando: “Juguemos en el bosque que el lobo ya se fue…”. Yo apresuraba el paso, y a la vuelta le pedía a mi madre que me diese cualquier trabajo en el campo, pero que no me mandase al pueblo. Y en las noches de luna llena mi madre aseguraba desde temprano las trancas de las puertas y ventanas.

 

Una extraña nerviosidad empezaba a apoderarse de mí; sentía que se preparaba un acontecimiento terrible, que nada podría detener. A menudo, cuando estaba solo, murmuraba: “El lobizón… lobizón”, buscando el sentido de esa fatídica palabra.

 

Los niños, como las personas mayores, no tardan en informar a sus amigos de los acontecimientos desagradables que corren respecto a ellos. Una riña a propósito de un barrilete me trajo la aclaración deseada.

 

-Guardátelo- gritó mi compañero, más débil que yo, abandonando entre mis manos el pájaro de papel- guardátelo si guieres; total, a mí no me importa: soy un chico normal, puedo jugar con quien se me dé la gana. Y nunca más voy a jugar contigo, nunca, ¿sabes? A mi papá no le gusta que juegue con un lobizón.

 

Solté el barrilete. Me precipité sobre el niño, lo así con ambas manos por el cuello de la camisa y lo sacudí enloquecido, sin saber lo que hacía, gritando:

 

-¿Qué es un lobizón? ¿Qué es?… dímelo o te mato.

El chico callaba aterrorizado. Insistí persuasivo.

-Si me dices que es un lobizón te doy el barrilete… Mira, ahí está, es tuyo.

-Tú eres un lobizón… Tú.

-¿Por qué yo? ¿Por qué yo y no tú?

-Suéltame y te lo digo.

-No; no te suelto hasta que me hayas dicho qué es un lobizón.

-El séptimo hijo varón –respondió mi amigo- el que se convierte en lobo en las noches de luna.

-Pero yo no me convierto en lobo –protesté- ¿Cuándo me has visto convertido en lobo?

-Yo no te he visto, pero don prudencio dice que te vio y también doña María la curandera, y

-Mienten –grité desesperado- ¡Mienten! Mírame bien ¿tengo algo de lobo?

-No sé… el pelo tan oscuro… las orejas y los dientes tan grandes…

 

Pasé una mano temblorosa por mi cabello, efectivamente negro y áspero, como el pelo de un lobo; toqué mis orejas grandes, que de pronto me parecieron puntiagudas.

 

-Mienten –repetí, pero ya sin convicción.

-Es que tú mismo no lo sabes –argumentó mi amigo-; cuando vuelves a ser hombre, no recuerdas que has sido lobo.

 

Yo continuaba murmurando “mienten…”

 

-Ya ves que tus padres te hacían pasar por el sexto hijo… No querían que supiéramos que eras el sétimo… Por algo será.

 

Su lógica me abrumaba. Todo era verdad. Recordé el terror de mi madre al verme de noche en el patio y la conversación que había sorprendido, oculto bajo la mesa del comedor.

 

-Y desde que has llegado –insistió mi amigo, ya dueño del barrilete- anda un lobo por la región y ha comido muchas ovejas. En el puesto La Blanqueada han muerto cuatro. Y dicen que había huellas de lobo junto al arroyo del Gato.

 

Yo no quería oír más. Corrí hasta mi casa, sacudido por horribles sollozos; y al ver a mi madre junto al brocal del pozo, le tendí los brazos y caí a sus pies, exhausto. Mi madre me hizo acostar y dormir gran parte del día. Cuando me desperté era de noche. En el cielo brillaba una luna clara, redonda. A los lejos aullaba un lobo ¡Un lobo! Me levanté sin reflexionar, como hipnotizado. Hoy sé que era el resultado inevitable de las palabras oídas por la tarde, pero en ese momento era la víctima de una poderosa alucinación. Me asomé a la ventana; el aullido se repitió más preciso, más prolongado. Hoy sé que era un perro que aullaba junto a su amo agonizante. Pero aquella noche supe que era un lobo. Entonces, entregado a mi destino, no sé si crédulo o histérico, o acaso realmente lobo, me incliné sobre el alféizar y lacé un aullido lastimero. Dos de mis hermanos, que dormían en el mismo cuarto, despertaron sobresaltados.

 

-¿Qué haces? –preguntó Juan, levantándose para detenerme.

-No te muevas –murmuró Pedro-. No te muevas; es el lobizón.

 

La sombra de mi cabeza se dibujaba en el suelo; era la cabeza de un lobo. Mis uñas se clavaban como garras en la palma de mis manos; luego sentí que mis dedos se estiraban, perdían sus articulaciones. Me pareció que los dientes crecían afilados y me desfiguraban la boca, que el cabello me cubría la frente. Lancé otro aullido y salté por la ventana. Vi luz en el cuarto de mi madre, pero no me detuve. Eché a correr por el campo dormido bajo la luna culpable. A mis espaldas oí gritar: “¡El lobizón, el lobizón!… ¡Deténganlo!…”

 

Me encontraron medio muerto junto al puesto de La Blanqueada. Mis ropas de dormir estaban desgarradas por los cardos: me sangraban los labios y las palmas de las manos. Dicen que aquella noche un lobo se comió a una oveja, pero no fui yo… podría jurar que no fui yo… Aunque, en realidad, dicen que cuando el lobizón vuelve a ser hombre olvida que ha sido lobo… Pero yo nunca me hubiera olvidado… No, claro que no me hubiera olvidado.

 

Diego miró el cielo de verano, donde brillaba una luna redonda. Se llevó las manos a la cabeza, hundió los dedos en su cabello, se acarició las orejas. Luego agregó:

 

-Váyanse. Me ha hecho mal recordar esto… Es como si hubiera revivido aquella noche atroz.

Permanecimos callados, sin atrevernos a dar un paso.

-Váyanse –insistió Diego-. Quiero dormir.

 

Cerró los ojos. Yo fui el último en irse. No sé si permanecí junto a él por espíritu de compañerismo o por curiosidad. Una espuma sanguinolenta escapaba de su boca; pero eso lo vi después, en el recuerdo. Estaba fascinado por sus manos velludas, crispadas, rígidas sobre el brazo del sillón. Pensaba que estaban convirtiéndose en garras, pero no sabía -¿Cómo podía saberlo?- que eran las manos de un muerto.


jueves, 15 de mayo de 2014

NARRATIVA MEXICANA DE HOY

Jorge Daniel Ferrera Montalvo
(Mérida, Yucatán, 1990)

Estado del Tiempo
Esta mañana nos reportan que tiempo actualizó su información de estado: Ahora tiene una situación sentimental, con probabilidad de truenos en tres o cuatro meses. Los pronósticos no auguran buenos vientos.
 

Andrea González

(México DF, 1991)

Vértigo cotidiano
Las nubes flotaban encima de nuestra casa; rosaban el tejado. Blancas, suaves y copiosas, se dejaban arrastrar por el viento y desparramaban su sombra sobre nosotros, como un rebaño inalcanzable de globos. Dejaban un rastro apenas perceptible de humedad en la superficie del techo oxidado. El reloj, el sol, el viento, el maullido de la gata, todo marcaba las seis. Frente a la ventana abierta, Flay y yo nos tendimos sobre los camastros y vimos pasar las nubes. Poco a poco la luz se volvió más tenue y el aire más helado. Vimos aparecer uno tras otro los luceros silvestres. Los cantos y los rugidos de la tierra despertaron al perro. Mamá y papá cerraron las puertas con llave. El perro se puso a ladrar, presa del vértigo y del miedo. Las luces artificiales inundaron la casa. Papá ordenó que cerráramos la ventana. Cuando nos acercamos, percibimos el olor a hierba y flores muertas. Poco a poco la casa descendió hasta tocar la tierra.

Roberto Omar Román
 (México D.F. 1965)
 
El hereje
Cuando llegó al infierno se alegró de que fuera un inmenso glaciar habitado por pacíficos seres desnudos. Caminó y, a la orilla de un lago de fuego, descubrió a tres hombres apresurados en abordar una canoa.
Preguntó qué sucedía.
Vamos a salvar a un pobre diablo que se está ahogando en el cielo.

 
Roberto Abad
( Cuernavaca, Morelos, 1988)
 
Naturaleza desafortunada
Aquella vez que intentó autosatisfacerse, sintió pena de su naturaleza. Pobre hombre manos de tijeras.

Román Guadarrama
(Nueva Rosita, Coahuila, 1963)
 
La infancia del verdugo
 Desde niño no dejaba títere con cabeza.

miércoles, 14 de mayo de 2014

LEANDRO MURCIEGO (Buenos Aires, 1970)

NOSOTROS Y LOS OTROS
Dame tu mano,
háblame con caricias profundas
capaces de tocar el alma,
mírame…no te detengas,
pero mírame bien
que en este tiempo
de ciegos insensibles
tu me sonríes con los ojos.
Dame un abrazo grande, fuerte
de esos que paran el tiempo,
que se hacen coraza y hogar
y que muestran que afuera
no hay nada más que valga
ni la más pequeña de las penas.
 
 
REVUELTA
Algo cambió  no fue dentro mío.
De pronto, se confundieron
todos los sentidos,
las palabras se ahuecaron
y los “te quiero” se hicieron posesivos,
cambiaron las direcciones de las manos
de todas las calles de la ciudad,
los atardeceres comenzaron a menguar
y los dedos dejaron de ver
para comenzar a acusar.
 
 

sábado, 10 de mayo de 2014

Frase

“NO HAY PEOR VIOLENCIA CULTURAL QUE EL PROCESO DE EMBRUTECIMIENTO QUE SE PRODUCE CUANDO NO SE LEE”
 
Mempo Giardinelli

BEATRIZ VALLEJOS (Santa Fe, 1922 – Rosario, Santa Fe, 2007)

PASAJE DE LUZ
La sombra de las hojas
Ilumina las naranjas.
 
UN PICAFLOR ASENTADO EN UNA RAMA BAJO LA LLOVIZNA
Largo tiempo estuvo así.
Bebimos el tenue
silencioso tornasol.
Y recién entonces
levantó vuelo.
 
PÁJARO CANTOR
Una
gota
de lluvia
en el pico
afina
la distancia.