Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

domingo, 23 de febrero de 2014

IDEA VILARIÑO (Montevideo, Uruguay, 1920)

POR QUÉ

Por qué
aún
de nuevo
vuelve el viejo dolor
me rompe el pecho
me parte en dos
me cubre de amargura.
Por qué
hoy
todavía.

COMPARACIÓN

Como en la playa virgen
dobla el viento
el leve junco verde
que dibuja
un delicado círculo en la arena
así en mí
tu recuerdo.

ESTOY AQUÍ

Estoy aquí
en el mundo
en un lugar del mundo
esperando.
Ven
o no vegas
yo
me estoy aquí
esperando.

DÓNDE

Dónde el sueño cumplido
y dónde el loco amor
que todos
o que algunos
siempre
tras la serena máscara
pedimos de rodillas.


UNO SIEMPRE ESTÁ SOLO

Uno siempre está solo
pero
a veces
está más solo.

QUIÉNES SOMOS

Quiénes somos
qué pasa
qué extraña historia es esta
por qué la soportamos
si es a nuestra costa
por qué nos soportamos
por qué hacemos el juego.

ALGUNO DE ESTOS DÍAS

Alguno de estos días
se acabarán las bromas
y todo eso
esa farsa
esa juguetería
las marionetas sucias
los payasos
habrán sido la vida.

HASTA CUÁNDO

Hasta cuándo los gestos
las señas las palabras
la sabida comedia
la mascarada atroz
esta triste aventura
de ser cálido y fuerte
y andar entre las cosas
inanimadas frías
a cuyo estado un día
llegaremos sin duda.

PABLO DE SANTIS (Buenos Aires, 1963)

EL ÁRBOL

Nuestros antepasados plantaron el árbol a la entrada del pueblo. Siempre estuvo afuera de la aldea o en el centro a la vez. No llamaba la atención por sui pobre follaje ni por su tronco retorcido, sino por sus frutos. Nunca se sabía cuándo iba a ocurrir, si en primavera o en invierno, dentro de quince días o dos años.
Yo mismo he visto una manzana, y al año siguiente un racimo de uvas, y luego una naranja casi amarilla. También aparecieron frutos que no sabíamos cómo llamar, y que tal vez en otras regiones fueran habituales. Algunos estaban cubiertos de espinas, otros eran grises y de olor nauseabundo. Nadie se atrevió a probarlos.
Pero llegó el día en que el árbol agotó las formas y los colores. Este esfuerzo retorció aún más sus ramas y le dio a su tronco un aspecto de fósil. El último invierno, antes de quebrarse en la tormenta, antes de que nosotros hiciéramos una hoguera con sus ramas, para que no quedara ni una sola huella del árbol, dio su último fruto: un ahorcado.

LOS FAROS

Si de algo está orgullosa nuestra isla, es del mantenimiento de nuestros faros. Para evitar que la corrosión marina atacara los muros y llenara de herrumbre las piezas de hierro, se trasladaron los faros al interior de la isla, bien lejos del mar. Ahí levamos a nuestros hijos durante las noches para mostrarles cómo las lámparas iluminan nuestros campos. Sólo muy de vez en cuando visitamos las costas y respiramos aliviados al ver que nuestros faros están bien lejos de esas olas enormes y de esos vientos imposibles. Antes de volver a la ciudad nos aventuramos entre las rocas para llevarnos de recuerdo los restos de algún naufragio.

EL SÓTANO DE LA BIBLIOTECA

Para caminar por los túneles, usamos libros como antorchas.
Cuando la luz está por apagarse, damos vuelta la página.

LA GLORIA

Arrastrábamos un enorme peso por el desfiladero, bajo la lluvia. Pensábamos que eran piezas de artillería, que detendrían el paso del enemigo. Al dejar caer las lonas, descubrimos las estatuas de mármol. “General, ¿detendrán estas estatuas al enemigo?”, preguntamos. “No, respondió, ni tampoco nosotros. Pero antes de morir instalaremos nuestro monumento fúnebre”.

Las estatuas eran tan hermosas que nos lanzamos al combate con alegría.

sábado, 22 de febrero de 2014

MARCO DENEVI (1922-1998)

UN CUENTO DE HADAS
Había una vez un bípedo implume -1-… -narraba el Ruiseñor.
-¡Basta de cuentos de hadas! –lo interrumpió el Ganso- Los bípedos implumes no existen. Oigan esto. Había una vez un ganso…
Y a lo lejos ya asomaba la escopeta de un cazador.

Nota:-1- Así llamó Platón al hombre.

TODO A SU TIEMPO
A las exequias del León concurrieron devotamente todos los animales. Todos,  hasta los Caracoles. Pero los Caracoles llegaron los últimos.
-¿Para qué tanta prisa? –decían en el camino a quienes marchaban más rápidamente que ellos.
Cuando por fin llegaron hicieron muchos aspavientos, se echaron a llorar, repartieron pésames a diestra y siniestra, preguntaban a todo el mundo cómo había ocurrido aquella terrible desgracia.
Hasta que el León, de un feroz zarpazo, los hizo papilla.
-No tolero aguafiestas en la ceremonia de mi coronación –dijo el nuevo Rey de la Selva.


EL GUARDIÁN DEL REINO
Los Monos dijeron:
-¿Quién mejor que la Jirafa para vigilar si se aproxima un enemigo?.
La nombraron, pues, guardiana del reino.
Y mientras la Jirafa vigilaba el horizonte, ellos, sentados en el suelo, discutían acaloradamente.
A la noche todos los Monos estaban muertos, envenenados por los escorpiones, mordidos por las víboras, devorados por las chinches, asesinados por las arañas, comidos por las pulgas.
Entretanto la Jirafa seguía vigilando los remotos horizontes.

domingo, 16 de febrero de 2014

PEDRO LIPCOVICH (Buenos Aires, 1950)

NIÑOS ENVUELTOS

La costumbre de conservar los niños envueltos en vinagre asusta a los niños propiamente dicho que, cuando van a dormir, se imaginan sumergidos en un frasco y tienen pesadillas. En generaciones anteriores, cuando la ingestión de niños envueltos no podía diferirse porque no existía la receta que permite enfrascarlos, los niños podían constatar de inmediato con todos sus sentidos, incluido el del gusto, que la designación “niños envueltos” no se refería a ellos y sólo daba cuenta del humor de algún antecesor, aunque ¿por qué ese humor había sido preservado a lo largo de las generaciones?
Hoy los adultos les explicamos a los niños que los niños que se apilan unos sobre otros bajo el líquido no son más que un relleno de carne rodeado por hoja de repollo. Ellos nos creen o creen creernos pero alguno, el hijo del farmacéutico, les revela la existencia de fetos encerrados en frascos con formol en las vitrinas. Todavía les decimos que no es lo mismo, todavía levantan sus caritas para oírnos pero basta que un solo adulto, un solo instante, flaquee en su convicción, para que nuestra palabra caiga.

ME ENTRAÑA

A veces te extraño, me dice eso. A veces te extraño y a veces te entraño, me dice y me mete dentro de sí, por esa abertura que eso tiene allí mismo donde los seres humanos tienen el ombligo. Te entraño, y eso emite prolongaciones que me hacen entrar mientras yo me preservo inerte, todo blanco y sin forma. Adentro, les aseguro, no hay miedo. El miedo es cuando estoy afuera y eso me dice: A veces te extraño.

ORLANDO VAN BREDAM (Villa San Marcial, Entre Ríos, 1952)

UN POCO DE ORDEN

En mi barrio hay un dicho muy conocido:” Fulano va y viene como tonto que perdió el vuelto”. En realidad, yo no soy un tonto. No pertenezco a esa clase inequívoca, sino a la raza sublime de los locos. De chico me tomaron por loco y desde entonces hice todo lo posible para que mi fama no decayera. A los nueve años corrí con una cuchilla a un vecino de mi edad porque se atrevió a hablar mal de mi padre, santo varón, oficial del ejército argentino, para más datos, del cual conservo siempre sus palabras:” Orden y disciplina y mucho rigor, eso es lo que se necesita en este país para que los cosas anden bien”.

En la primaria me sentaba en el primer banco y señalaba a los gritos las deslealtades de mis compañeros con nuestra maestra, un verdadero ángel, del que todos abusaban, hasta que decidí intervenir. Me llevé un rebenque, una gomera y una sevillana. En muchos casos, sólo bastaba mostrarles mi arsenal para que no molestaran en clase. “No tenga miedo, señorita- le decía a mi maestra- así la van a respetar”. Lo más suave que se animaron a decirme pero llenos de miedo fue “loco”, “caballo loco” y torpezas similares. “No te preocupés- me alentaba mi padre- en este país cada vez que querés poner un poco de orden te llaman loco”.
El que en realidad iba y venía como tonto que perdió el vuelto, era don Pessoa, el vecino de al lado, hombre que tenía cara irremediable de tonto y su mujer hacía también todo lo posible para que su fama no decayera. Con ese fin le ponía los cuernos con otro vecino, un tal Esteban, un vivillo de aquellos que mi padre soñaba con tener en el cuartel y ranearlo todo el día. “A este sinvergüenza lo corrijo en unas horas, es una pena que el servicio militar sólo dure uno o dos años, inmorales como éste merecen estar toda la vida salto de rana”. Mi madre escuchaba en silencio y bajaba la cabeza. Cada vez que mi padre se exaltaba durante una comida, mi madre bajaba la cabeza y hasta creo que asentía mecánicamente. Mi padre argumentaba, y a mí me fascinaba escucharlo cuando argumentaba. Decía que la verdadera función del ejército argentino en este país, era devolverle la decencia que se había perdido por culpa de los políticos y los sindicalistas. Cuando Onganía derrocó a los radicales, mi padre nos hizo brindar a mi madre y a mí por los buenos tiempos que se venían. Fue claro:”Todos tenemos que colaborar con la nueva Argentina, aún los niños en las escuelas, impidiendo que el mal avance, porque el único refugio seguro es el hogar y la fe en Dios”. Todas estas ideas que yo escuchaba en el almuerzo o la cena, fueron templando mi carácter, mi orgullosa condición de loco. Tenía que ayudar a mi padre en esta gesta, ayudar al país, no sólo en la escuela cuando denunciaba los atropellos de mis compañeros, sino también en la calle. Yo tenía catorce años y la energía y el entusiasmo que me contagiaba mi padre hacían que me sintiera un elegido para grandes obras que la humanidad ,después de tildarme de loco como a todo genio, reconocería. Todos me pedirían perdón y caerían rendidos a mis pies. Imaginaba estatuas en las plazas y calles con mi nombre en homenaje a quien había salvado a todos de la ignominia ( me gustaba esta palabra que había aprendido de mi padre) y el libertinaje. Fue entonces que en la secreta penumbra de mi habitación fundé el Comando de Moralidad Barrial. Me dedicaría a hacer lo que mejor hacía: denunciar la obscenidad, los malos hábitos, enderezar el mundo, en fin.
Todas las mañanas, mi madre corría apenas las cortinas de la ventana del comedor y miraba hacia la calle. Alrededor de las nueve, el vivillo de Esteban pasaba en su auto y se llevaba a la vecina que lo esperaba, para disimular, a la vuelta de la esquina. Mi madre no hacía ningún comentario, sólo le brillaban los ojitos con malicia y me pedía que dejara de observarla, que éstas son cosas de adultos. Puntualmente, después de almorzar, le decía a mi padre:”Hoy también”. Mi padre suspiraba con fingida angustia y se lamentaba:”Es un pobre infeliz, él se va a las ocho y el gavilán le cae al nido a las nueve”. Yo me hacía el que no entendía nada pero una idea brillante, como toda idea de un genio loco, me visitaba la cabeza.
Escribí en una hoja de cuaderno:”Su mujer lo engaña con Esteban. Firmado: Comando de Moralidad Barrial” y la pasé por debajo de la puerta. Esperé, no sabía exactamente qué esperaba, pero sí una reacción violenta. Había leído en la revista “Así” que llegaba todas las semanas a mi casa y desvelaba a mi madre, infinidad de crímenes pasionales, hombres heridos en su amor propio que no habían dudado en acuchillar o balear a sus mujeres e incluso a los amantes para lavar la afrenta. Mi padre ,mientras hacía alusión al caso Pessoa, se golpeaba las cartucheras y exclamaba: “A mí, ninguna mujer me humilla tanto”. Mi madre componía una sonrisa y bajaba la vista.
No se vaya a pensar que el temor a un desenlace trágico me produjo algún remordimiento, no, para nada, me excitaba la idea de escuchar tiros y gritos del otro lado del muro. Pero nada sucedió ese día, ni el otro, ni el siguiente, de modo que comenzó a fastidiarme la paciencia de Pessoa y decidí cambiar el método. Suponía entonces que la mujer de Pessoa había visto primero el papel y lo había roto antes de que llegara su marido. Estaba muy lejos de pensar a los catorce años en la cobarde complicidad que es capaz de construir una pareja por comodidad o vaya a saber por qué.
Cambié el método. Esta vez tiré un papelito con la misma denuncia en el fondo de la casa, cerca del galpón donde Pessoa por las tardes se entretenía desarmando radios a transistores. Tampoco sucedió nada, al contrario, su mujer salía cada vez más confiada, más segura de que nada ni nadie podría impedirle disfrutar la mañana junto a su Esteban. Mi madre la veía también regresar a través de la cortina del comedor y se decía:”Qué descarada, esta vez se quedó tres horas”.
Por unos meses me olvidé del asunto, cambié de tema, mi madre dejó de espiar a mi vecina y por las mañanas se iba de compras al centro. En esos años, mi madre era muy bonita, mucho más joven que el oficial y mi padre no parecía tener muchas ganas de conversar con ella. Uno de los pocos temas que preocupaban a ambos eran nuestros vecinos y cuando se perdió ese interés se perdió el diálogo.
Una tarde, aburrido y enojado conmigo mismo, decidí hacer un ataque a fondo y preparé una flotilla de aviones de papel con la típica denuncia:”Su mujer lo engaña con Esteban. Firmado: Comando de Moralidad Barrial”. Me acerqué al muro y los arrojé a todos como en una batalla final, para terminar con tanta ignominia.

Tampoco sucedió nada en la casa de Pessoa, en cambio, con asombro y perplejidad, vi a mi madre recoger un avioncito que había cambiado su rumbo con el viento en contra y romperlo casi con desesperación. Ese día dejó de existir el Comando de Moralidad Barrial.

sábado, 15 de febrero de 2014

MEMPO GIARDINELLI

LA NECESIDAD DE VER EL MAR
  
A Osiris Chiérico y Carlos Llosa
Le juro, Carlitos, no hay nada más hermoso y poético que caminar de noche, sin prisa, por las calles que uno quiere, luego de haber trabajado todo el día, y seducido por la posibilidad cierta, incitante, de pararse en una esquina para tomar una ginebrita acodado contra el estaño. Mire, uno se siente como elevado para habitar en otras órbitas, excitado como esas degeneraditas que andan por ahí cuando ven un padrillo alzado, en el campo, con semejante mercadería colgando. Y todo lo demás (lo demás es la casa de uno, las cuentas, la oficina, los viajes en micro y la andanada de preguntas que uno evita hacerse cada día) pierde sentido; o, en todo caso, lo readquiere pero de modo que todo eso deja de ser obsesionante y lo único que a uno le interesa es que el tiempo pase, la vaciedumbre mental, la probable neutralidad que otorga el alcohol cuando sube lentamente. Entonces, uno se va sintiendo liviano, breve, casi religioso. Y aparecen las ganas de ver el mar. Y ése es el mejor momento.
Para mí, en cambio, lo que usted propone, lo que describe es medio como un julepe, ¿sabe, Osiris? Me asaltan las inseguridades, tengo miedo de estar soñando y que la amistad sólo sea un espejismo provocado por la ginebra. Le digo: no me preocupan ni la Tota ni las nenas, ni el laburo que siempre llevo atrasado en la oficina, ni la suspensión que pende sobre mi cabeza como un sombrero invisible al que no le doy pelota. No, es algo más profundo: son miedos producto de mi ignorancia, de la cantidad de años que viví equivocado, de los negocios que no me salieron (la banca en la quiniela, el oficio de arbolito en Palermo, algunas otras cosas en el barrio de las que mejor no acordarme). Pero claro, todas son suposiciones intelectuales que no tienen sentido ante su invitación. Siempre hay una manera más sencilla de decir las cosas. Usted es amable, Osiris. La amabilidad es una cualidad que no siempre se valora en los amigos. Acepto.
Se acomodaron junto a la barra, entre un gordito de ojos semicerrados y un sujeto con cara de gallina que una vez por minuto perdía el equilibrio, se destartalaba, se recomponía y volvía a quedarse quieto, mustio, mirando fijamente la larga hilera de botellas de vino que estaba detrás del gallego que atendía. Osiris pagó las tres primeras ginebras, que bebieron en obstinado silencio, mientras Carlitos fumaba, tranquilo, pensando que lo verdaderamente agradable era estar así, sin pensar. Un rato después, luego de un informulado, tácito acuerdo, volvieron a la calle y caminaron hacia el centro porque Osiris dijo que en Viamonte y Carlos Pellegrini servían muy bien la ginebra, una expresión que Carlitos no entendió, ni se detuvo a analizar, porque confiaba en su amigo como un niño en su madre, sentía que lo quería entrañablemente y nada más le importaba.
Esa vez pagó Carlitos y bebieron cuatro copitas, mientras Osiris le explicaba que a lo largo de Carlos Pellegrini, y de su continuación, Bernardo de Irigoyen, conocía por lo menos siete bares donde servían una excelente ginebra. Quería invitarlo, desde luego, porque esa noche se sentía emocionado, vea, después de casi dos años de trabajar juntos, todas las tardes despidiéndonos con frases hechas, no podemos desperdiciar esta oportunidad de reconocernos, de fortalecer la amistad, de compartir la magia de estar juntos y jurarnos que somos almas gemelas y que cada uno es lo que más importa para la vida del otro, porque le juro, Carlitos, desde esta noche yo le pertenezco con la fidelidad de una novia enamorada, o mejor, con la de un perro fiel.
Carlitos dijo: me abruma, Osiris, pero lo entiendo y vale la recíproca. Sellaron el pacto con una quinta ginebra, bebida más ceremoniosamente, y Osiris salmodió nuevamente la enumeración de los bares que conocía a lo largo de esa calle, codeó a Carlitos y salieron a la vereda. Caminaron lentamente, aspirando el aire de la noche, intercambiándose una calidez novedosa con la que combatían el implacable frío que caía sobre Buenos Aires, en pleno agosto, y se alejaron tomados del brazo, la mano de Osiris en el codo doblado de Carlitos, y éste fumando un cigarrillo mientras observaba la punta del Obelisco y calculaba, infructuosamente, su altura.
Se detuvieron, puntuales, desprevenidos, en cada uno de los bares que propuso Osiris. Compartieron los pagos sin discutir, como hacen los amigos, hablaron del pasado de cada uno, reconociendo gustos y aficiones comunes, y se contaron historias de terceros, acaso convencidos de que se amaban y eso era todo, no hacía falta seducirse con monólogos brillantes, relatos extraordinarios y anécdotas asombrosas. Osiris, simplemente, habló de su vocación de solitario y del extraño modo que el destino tenía para relacionarlo con las mujeres. Se había casado tres veces. A su primera esposa, Carmen, la había conocido una noche, durante una recepción en la Embajada de China, mientras bebía whisky escocés y comía canapés franceses. Detrás de él, una voz lo había subyugado. Tenía un timbre indescriptible, algo así como el zumbido del vuelo de un tábano, como el susurro de una multitud que ingresa a una cancha de fútbol, como el sincopado ritmo marcado por un tenor en el allegro assai de la novena sinfonía de Beethoven. No había querido darse vuelta; y si la voz se alejaba, él retrocedía, mientras se decía que debía conocer a esa mujer, a la que ya amaba más que a nada en el mundo. Un mes después, se casó con ella. Y luego de tres meses se separaron, porque usted comprenderá, Carlitos, que Carmen hablaba toda la mañana, toda la tarde, toda la noche, me volvía loco hablándome, y todo porque yo le había dicho que me gustaba su voz.
Un par de años después, una noche como ésta, salí a caminar y me metí en un piringundín de la calle Libertad. Era un sótano acogedor, tranquilo, había poca gente y sólo se escuchaba un piano, suavecito, emitiendo correctamente melodías de Cole Porter. Le juro que me sentía espléndidamente. De pronto, no lo va a creer, una voz gruesa, como un bajo femenino, empezó a tararear y a hacer be-bop. Era como una cascada de agua que caía susurrando, un viento leve. No miré hacia el pequeño escenario. Pero cuando empezó a cantar “Sentimental Journey” creí que me volvía loco. Me puse de pie, caminé hasta otra mesa junto al escenario y me senté a escuchar. Alguien comentó que se llamaba Olga. Era la mujer más fea que usted se pueda imaginar: hasta tenía bigotes. Pesaba como un camión liviano. Pero uno cerraba los ojos y esa voz, cálida como ninguna, le hacía correr un frío por la espalda.
Cuando terminó de cantar, me fui, jurándome que volvería. Y así fue como me convertí en habitué de ese sótano. Durante una semana, me hice presente todas las noches. La voz de esa mujer me fascinaba: impostaba como los dioses, o como uno se imagina que los dioses deben impostar cuando cantan, si es que cantan. Pero al cabo de esa semana, tuve que viajar a Córdoba, por unos asuntos de la empresa para la que entonces trabajaba. Estuve afuera poco más de un mes. El día que regresé, por la noche, terminé de redactar mis informes y me dirigí al sótano. Olga cantó como nunca: cada tema era un himno. Ella misma estaba hermosa, imponente, segura como si hubiera sido la Fitzgerald presentándose en el Carnegie Hall. Cuando finalizó su actuación, descendió del escenario y caminó directamente hacia mi mesa. “Cuánto hace que no venía”, me dijo. Y yo supe que estaba loco por ella.
Llegaron a San Juan y Bernardo de Irigoyen. Después de dos ginebras, fueron juntos al baño y orinaron en silencio, mirando fijamente sus respectivos mingitorios. Osiris terminó primero, pero no se movió. Con una expresión preocupada y una voz ronca, que parecía un lamento, preguntó: ¿Usted se imagina, Carlitos, lo que son tres meses de vivir con una gorda bigotuda que canta todo el día, toda la tarde, toda la noche, que no hace otra cosa que cantar hasta que uno no sabe ni cómo se llama? Carlitos dijo que lo entendía, debía haber sido insoportable, a veces uno necesita silencio, también, quizá porque el silencio es una bella forma del amor. Y como Osiris se había quedado triste, se acercó, le puso una mano sobre el hombro, le dijo vamos Osiris y salieron del baño y caminaron hacia la calle.
El frío de la noche los reanimó. Hicieron algún comentario referido a las virtudes de la ginebra para contrarrestarlo, ignoraron a un sujeto de saco raído que se acercó, les pidió unas monedas para tomar algo caliente y les dijo compañeros, y siguieron andando, fieles a esa vereda, como empecinados en quererse más y más el uno al otro. En algún momento se abrazaron y Carlitos dijo que la verdad es que las mujeres lo complican todo, aunque estuvieron de acuerdo en que son necesarias. Osiris propuso, entonces, desviarse hasta la calle Lima, donde conocía un bar en el que servían la ginebra helada; le parecía interesante beber un par de ellas, para después tomar una caliente, con un cafecito, lo cual, estaba seguro, debía producir una inigualable sensación de bienestar. A Carlitos le pareció una idea brillante y se lo dijo.
Al llegar a Lima, Osiris meneó la cabeza afirmativamente, puso un dedo sobre el esternón de Carlitos y lo golpeó varias veces mientras decía Rosa María era peruana, a veces su recuerdo me persigue, me cagó la vida. Rosa María había sido su tercera mujer. Carlitos señaló el bar, en la mitad de la cuadra, y le dijo venga, Osiris, venga y cuente pero no se me ponga triste, esta noche no, ¿no ve que somos felices?
Bebieron las dos ginebras heladas, se informaron de la técnica del patrón, quien conservaba la botella en un balde de hielo como si fuera champán, y luego Osiris, con voz monótona, relató cómo había conocido a Rosa María, en un cóctel de despedida de fin de año que había ofrecido una importante agencia de publicidad. En cuanto uno llegaba, Carlitos, lo abarajaban con una fuente de empanadas minúsculas, rellenas con carne, papas y muchísimo picante, tan ricas como yo jamás había probado. Esas empanadas eran un poema, créame; sólo unas manos privilegiadas podían haberlas preparado: destilaban ternura, calor, aroma. Su sabor era como un perfume dulce que se impregnaba en el paladar. Uno tenía la sensación de que hasta masticaba con el cerebro. Me volví loco, Carlitos, me bajé como dos docenas. Y no pude resistirme a la tentación: sentí unos incontenibles deseos, una necesidad, una cierta desesperación por conocer a quien las había preparado. ¿Me entiende, Carlitos? ¡Tenía que verle las manos! Yo estaba enamorado de esa mujer, sin conocerla.
El patrón dijo “convida la casa” y les sirvió otra vuelta. Estaba frente a ellos, acodado sobre el mostrador, escuchando atentamente el relato. Carlitos le pidió que bebiera con ellos. El hombre, sonriente, se atusó el bigote y se sirvió una copita. Improvisaron un brindis. Carlitos le explicó que hacía un montón de cuadras que venían compartiendo ginebras, que no había nada en toda esta parte del mundo como la ginebra para estrechar una amistad y que no pensaban variar de bebida porque las costumbres que unían a los verdaderos amigos debían ser pocas pero arraigadas. Osiris estuvo de acuerdo y dijo: Carlitos, usted es un filósofo. Brindaron nuevamente, los tres, y el patrón preguntó qué pasó con esa mujer, cómo era, ¿la conoció?, y Osiris dijo sí, claro, me casé con ella aunque era diez años mayor que yo y sólo medía un metro veinte y fue la que más me duró, como tres años, porque era una cocinera formidable, también hacía un locro que era para terminar en cuatro patas y pidiendo perdón, y un carnero a la huancayaqueña que si usted lo probaba después no le hacía falta conocer nada más en el mundo; pero la macana era que aparte de cocinar no sabía hacer nada, usted me entiende, nada de nada, y encima a todas las comidas les ponía mucho picante, vea, en esos años engordé veinticinco kilos, desde entonces soy tan gordo, y me quedó el hígado a la miseria.
Cuando salieron de ese bar, luego de despedirse del patrón con el mismo afecto con que se saludan las tías viejas, Osiris aseguró que había hablado mucho, discúlpeme Carlitos, a veces uno se embala y no se da cuenta, pero Carlitos dijo no faltaba más, ha sido un placer escucharlo, y caminaron sin rumbo hasta que llegaron a Plaza Constitución y reconocieron que estaban cansados. Se sentaron en un banco y miraron cómo los micros giraban en torno de la plaza, como si ellos fueran el centro de una calesita gigantesca, hasta que Osiris dijo qué bien se está acá, ¿no, Carlitos? y Carlitos dijo sí, pero hace frío, yo necesito otra ginebra, muchas, porque tengo miedo de que me empiecen a joder los recuerdos. Entonces se pusieron de pie y caminaron por Juan de Garay hasta que encontraron un bar cuyos vidrios estaban empañados o sucios (un punto que discutieron brevemente), y finalmente ingresaron y pidieron ginebras, mientras Carlitos hablaba de su recuerdo más querido, aquel 17 de octubre del ’45 cuando se apareció la vieja y me dijo Carlitos hay que ir a la plaza a ver si lo sueltan al coronel, y yo no entendía nada, era un muchacho que sólo se entusiasmaba con las minas y el escolaso, pero me fui con la vieja y con toda la gente de la pensión; había uno que se llamaba Ruiz, que tocaba un bombo que no sé de dónde lo había sacado, y otro, Josecito, que armó un cartel con un palo de escoba y una foto de Perón, y todos cantaban y gritaban y todo el país estaba en las calles, vea, Osiris, había una fe bárbara en esa gente, de modo tal que yo supe que desde entonces y para siempre sería peronista.
Osiris lo miraba, asintiendo, y cuando vio los ojos húmedos de Carlitos dijo pero qué cosa, carajo, qué maravilla, a mí me pasó lo mismo en el ’33, cuando murió Yrigoyen, mire, yo era un pendejo así y el viejo me dijo vení Osiris que vas a ver lo que es el pueblo, y me llevó al entierro del Peludo y ahí estaba todo el mundo, llorando su muerte, mirando con bronca para los costados porque estaba lleno de milicos por todas partes, si hasta parecía que la gente había salido a la calle nada más que para manifestar su repudio a los justistas oligarcas, mire si habrá sido grande Yrigoyen que hasta en la muerte arrastraba a las multitudes.
Se quedaron en silencio durante un rato, bebiendo, lenta, perseverantemente, una copita tras otra. Carlitos preguntó si era feliz, y Osiris pensó un rato, movió la cabeza y dijo que si había interrogantes para los que no tenía respuestas, ése era uno de ellos, que lo único que podía decirle era que en ese momento, circunstancialmente, se sentía el hombre más feliz de la tierra y que sólo le faltaba ver el mar para largarse a llorar de felicidad. Carlitos se entusiasmó y juró que era verdad, que si pudieran ver el mar en ese momento todos los problemas de sus vidas se esfumarían, porque el mar purifica los espíritus, según creo haber leído por ahí, y debe ser cierto, seguramente lo que sucede es que cuando uno lo mira adquiere una exacta dimensión de sí mismo, el mar es una manera de demostrarnos qué pequeños somos. Osiris terminó otra copita y sentenció: un filósofo, usted es un filósofo, Carlitos, mientras Carlitos, como si no lo hubiera oído, continuaba diciendo que el mar era un espejo que devolvía el verdadero tamaño de los hombres, y Osiris dijo qué grande, y los dos dijeron a coro qué ganas de ver el mar, pero qué ganas, al mismo tiempo que Carlitos se dirigía al petiso que atendía el mostrador para pedirle otra vuelta de ginebra.
Cuando estuvieron servidos nuevamente, Osiris enarcó las cejas y, soltando un eructo, puso una mano sobre el brazo de Carlitos: Necesito verlo –aseguró, convencido de que era el único tema de que se podía hablar en todo el país–, necesito sentir el agua salada en la boca, que me corran las gotas de mar por las comisuras, se bifurquen en mi barba y caigan sobre mi panza. Carlitos lo miró, asombrado, y comentó puta, es cierto, a mí me pasa lo mismo, qué macana que Buenos Aires no tenga mar, es lo que siempre digo: ésta es una ciudad adorable pero es una ciudad vacía, a quién se le habrá ocurrido fundar semejante ciudad sin mar, es una injusticia, eso es lo que pienso, pero Osiris seguía mirándolo sin verlo, y repetía sentir el gusto del mar, el gusto salado del mar, necesitamos ir ahora mismo, Carlitos, tenemos que ir al mar.
Pagaron la consumición y salieron, presurosos, sosteniéndose para evitar los tropiezos que les imponía el alcohol, y caminaron dos cuadras buscando la estación terminal de alguna compañía de transportes, hasta que Osiris señaló, triunfante, con un dedo y dijo allá está, Micromar.
Compraron pasajes a Mar del Plata en el primer ómnibus de la medianoche, uno que partía veinte minutos más tarde. Aprovecharon la espera, eufóricos como niños que se van de vacaciones, para beber otra copita, brindaron por el afecto que se tenían, por el deseo de que Buenos Aires algún día tuviera mar, por Perón, por Balbín, por las tres mujeres de Osiris, por el encanto de las noches de invierno y por la fidelidad de la ginebra, esa multifacética novia de los hombres que están solos. Antes de partir, Osiris sugirió que Carlitos debía avisarle a la Tota, pero Carlitos sonrió, dijo subamos nomás y después le explicó que ella no podría entenderlo, que él no sabría convencerla por teléfono, que las mujeres jamás pueden entender estas cosas y que él se había enamorado hacía muchos años pero sabía que había circunstancias imposibles de compartir con ella. Y que en última instancia estaba ansioso y feliz y le importaba un carajo de la Tota.
Viajaron tomados de la mano, mirando cada tanto el ensombrecido paisaje de la noche sobre la campiña. Bebieron varias copas de ginebra en cada una de las paradas del ómnibus –Chascomús, Dolores, Maipú– y finalmente arribaron a Mar del Plata, sin haber dormido, ojerosos pero alegres, confiados, apenas con las corbatas flojas y los sobretodos desprendidos. En la vereda de la estación terminal estiraron los brazos, soltaron algunas breves carcajadas y aspiraron, ruidosamente, el aire que venía de las playas. Caminaron a la máxima velocidad que les permitía la torpeza, agitados, tropezando algunas veces, mientras hacían comentarios acerca de la claridad que se insinuaba sobre el mar.

Al fin llegaron, acezantes, y se pararon en la Rambla. Contemplaron la inmensidad del horizonte, alertados, envueltos en un silencio extraordinario. De pronto, Osiris abandonó su quietud y comenzó a caminar lentamente hacia la orilla, mientras musitaba qué increíble, qué increíble, y Carlitos lo seguía, sin poder contener las lágrimas. Se metieron hasta que el agua les cubrió los zapatos, los tobillos, olvidados del frío del amanecer, respirando estrepitosamente, conmovidos por la emoción, y Osiris quiso agacharse, cautelosamente, pero enseguida comprendió que le sería imposible, por el tamaño de su panza y por la borrachera. Entonces Carlitos le dijo permítame y se inclinó para atrapar una pequeña ola con la mano, dejó que el agua retornara y le empapara totalmente el puño y después se irguió. Miró a Osiris y le acercó la mano a la boca. Metió sus dedos entre los dientes y le mojó la lengua. Chupe, Osiris, chupe, le rogó, temblando, lloroso, mientras Osiris jugueteaba con la lengua y exclamaba, con los ojos cerrados y la voz quebrada por su propio llanto, qué maravilla, compañero, qué maravilla.

martes, 4 de febrero de 2014

LECTURAS DE ARCHIVO: ANTONIO PAGES LARRAYA

ESTACIÓN COLONIA ALVEAR

Nunca olvido esas estaciones rurales
donde los hombres se agazapan
en mudez planetaria
y opulentas mujeres
amamantan sus crías.
El agrio olor de las letrinas
vence a los eucaliptus
y las vidas se entinieblan de pena
prisioneras del tren
que parece haber muerto
en un recodo ignoto.
Cae el sueño como un soldado
que vuelve con heridas a su casa.
Ladra un perro
a la extraña noche sin luna.
De pronto es más hostil el frío
y más ancha y prodigiosa la llanura
que ahora respira lentísima
sin que un cardo se alce en la negrura
ni un charco alumbre
ni se espante un ñandú.
Todas las miradas tienden hacia las vías
crispadas en vigilia.
A solas
la ausencia nos siembra
espinas amarillas.

ANTONIO PAGES LARRAYA

Nota: El texto seleccionado fue tomado del Suplemento “Cultura” de Diario Los Andes,  Mendoza, 5 de Diciembre 1999.

lunes, 3 de febrero de 2014

LECTURAS DE ARCHIVO: ALICIA DUO

LA CURANDERA

No se va el dolor.
Alguno le precisa que para todo hay un remedio,
que allá, en aquel rancho,
alguien posee el don de curar  males.
El hombre, de simple pantalón y en alpargatas,
pedalea en la antigua bicicleta.
Esquiva, en el apuro, perros hambrientos,
piedras filosas, los espinos.
Por fuerza ha de encontrar  el cierre de la herida.
El consejo del amigo es, de algún modo, una esperanza.
Entra en la habitación de tierra apisonada.
detrás el humo de un cigarro, que escupe y que mastica,
la vieja no lo ve,
pero jura que percibe, con claridad acostumbrada,
la ojeadura del mal, la envidia, lo torcido.
Ella lo escucha, asintiendo a cada queja,
le hace la cruz sobre la frente,
lo ensaliva y le asperja el cuerpo
con las hierbas, mojadas, pegadizas.
Lo arrodilla a la fuerza y le prende una vela
en cada mano.
“Ya estás curao” le espeta y presurosa
le saca las monedas y el billete.
Él se aleja otra vez, con ese giro
de cadena circular ya muy cansada,
y bajo el cuello, hay una soga que ahora no molesta.
Su camino de vuelta es prolongado.
Busca algún árbol que domine el horizonte,
para largar la cuerda hacia la rama.
Equilibrado sobre la bicicleta,
patea lejos las dos ruedas,
que lo llevan más rápido a otro viaje.
El corte de garganta le saca el aire de la tarde,
el aliento del ay que no pronuncia.
Ahora sí que está seguro
que no tiene el dolor de recordarla.

ALICIA DUO

Nota: El texto seleccionado fue tomado del Suplemento “Cultura” de Diario Los Andes,  Mendoza, 12 de Mayo 2002.

LECTURAS DE ARCHIVO: RICARDO ADURIZ

IGUAL QUE  EN UN ESPEJO

Del mismo modo en que un espejo te devuelve,
con nitidez rayana en lo indecible,
la imagen de otro cuerpo que se acerca,
así la muerte vive en las palabras
igual que en un espejo.

Crece y se adentra
con precisión, entre las sílabas de azogue,
hasta tomar la forma de un castillo
de naipes, que una paciente mano ordena
y otra, con imprevista ira, derriba
cuando le place al Dueño.

Así, la vida tiembla
en las palabras, herida en la constancia
que da granos de uva a los racimos,
luz a la vid, sarmientos a la exigua
parra que se entreteje ante la boca
bruñida del sediento. La muerte, como un trago,
que brinda un licor ácido al que sueña.

Vino que paladeas en la espera
como si fuese el último
sorbo; noches y días, con la Dama adentro
del espejo de Troya
de tu alma: esa casa de sombras
en la que, a pesar tuyo y sin quererlo, habitas
haciendo solitarios. Cumpliendo, mejor dicho,
-paciencia y barajar- vida y oficio.

RICARDO ADURIZ

Nota: El texto seleccionado fue tomado del Suplemento “Cultura” de Diario La Nación,  Buenos Aires, 17 de Octubre 1999.

domingo, 2 de febrero de 2014

LECTURAS DE ARCHIVO: ANTONIO ALIBERTI

LA PRIMERA MIRADA

La primera mirada es decisiva;
no hay que asombrase
si sobre la mesa el pan no humea.

En el centro del mantel
la jarra ha sido reemplazada
por el grito,
y así la escena familiar
se repite indefinidamente.

Si el cielorraso se agrieta
y llueven filigranas de cal
sobre las cabezas,
no hay de qué preocuparse.

Al fin y al cabo
el deterioro es el signo de este siglo
y aún nos queda el patio trasero
donde poder mudar nuestra prosapia.

ANTONIO ALIBERTI

Nota: El texto seleccionado fue tomado del “Suplemento Cultura” de Diario La Prensa,  Buenos Aires, 22 de Enero 1989.

LECTURAS DE ARCHIVO: ENRIQUE MOLINA

EN EL CIELO INFINITO

Finalmente, ¿qué quedará de lo que fue nuestro instante?
¿La imagen de una ola, de una boca, de una
lágrima?
¿Qué será de nuestras posesiones más queridas
luego de interrogar desesperadamente
cada materia y forma de este mundo
que no dejó de exaltarnos, sin tregua,
con la sentencia de estar
sólo de paso,
de saber que todo amor se desvanecerá,
que el agua de los ríos se llevará también nuestra esperanza
de perdurar?

Y el gesto de mirar por la ventana, de pasarse la mano
por la cara,
el torbellino de los amores, ciertas partidas,
el eco innumerable de los viajes,
del vino, de las diarias comidas,
la velada a la vera de los muertos,
el cielo ciego del olvido, la luz de la memoria.

¡Oh Dios! Fue todo tan hermoso y tan trágico
que de algún modo ha de quedar un eco,
un reguero de sueños y nostalgias en la otra orilla.
Algo que vibrará como una luz perdida
en el cielo infinito.

ENRIQUE MOLINA

Nota: El texto seleccionado fue tomado del Suplemento “Cultura” de Diario La Nación,  Buenos Aires, 6 de Abril 1997.

LECTURAS DE ARCHIVO: ROBERTO JUARROZ

POEMAS

[]
El día en que si saberlo
hacemos por última vez una cosa
-mirar una estrella,
atravesar una puerta,
amar a alguien,
escuchar cierta voz-
si algo nos advirtiera
que nunca volveremos a hacer eso,
probablemente la vida se detendría
como un muñeco son niño ni resorte.

Sin embargo, cada día
hacemos algo por última vez
-mirar un rostro,
llamarse con su propio nombre,
terminar de gastar un zapato,
probar un temblor-
como si la primera vez o la milésima
pudiera preservarnos de la útima.

Nos haría falta un tablero
con todas las entradas y salidas marcadas,
donde se anuncie claramente, día por día,
con tizas de colores y con vocales
qué le toca terminar a cada uno,
hasta cuándo se hace cada cosa,
hasta cuándo se vive
hasta cuándo se muere.

[]

Todo texto, toda palabra cambia
según las horas y los ángulos de día o de la noche,
según la transparencia de los ojos que los leen
o el nivel de las marcas de la muerte.

Tu nombre no es el mismo
mi palabra no es la misma
antes y después del encuentro,
antes y después de volver a pensar
que mañana no estaremos.

Cualquier cosa es distinta
si se mira de día o de noche,
pero se vuelven aún más distintas
las palabras que escriben los hombres
y las palabras que no escriben los dioses.

Y no hay ninguna hora,
nI la más promisoria o lúcida o ecuánime,
ni siquiera las hora sin carteles de la muerte,
que pueda equiparar los reflejos,
ajustar las distancias
y hacer que las mismas palabras
digan las mismas cosas.

Todo texto, toda forma, se quiera o no se quiera,
es un mudable, tornasolado espejo
de la furtiva ambigüedad de la vida.
Nada tiene una sola forma para siempre.
Ni siquiera la eternidad es para siempre.

ROBERTO JUARROZ

Nota: Los textos seleccionados fueron tomados del Suplemento “Cultura” de Diario La Nación,  Buenos Aires, 31 de Julio 2005.