Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

viernes, 30 de noviembre de 2012

PARA COMPARTIR: SUSANA THÉNON (1935-1991)


“Canto Nupcial (título provisorio)”


me he casado
me he casado conmigo
me he dado el sí
un sí que tardó años en llegar
años de sufrimientos indecibles
de llorar con la lluvia
de encerrarme en la pieza
porque yo -el gran amor de mi existencia-
no me llamaba
no me escribía
no me visitaba
y a veces
cuando juntaba yo el coraje de llamarme
para decirme: hola ¿estoy bien?
yo me hacía negar
llegué incluso a escribirme en una lista de clavos
a los que no quería conectarme
porque daban la lata
porque me perseguían
porque me acorralaban
porque me reventaban
al final ni disimulaba yo
cuando yo me requería
me daba a entender
finamente
que me tenía podrida
y una vez dejé de llamarme
y dejé de llamarme
y pasó tanto tiempo que me extrañé
entonces dije
¿cuánto hace que no me llamo?
añares
debe de hacer añares
y me llamé y atendí yo y no podía creerlo
porque aunque parezca mentira
no había cicatrizado
solo me había ido en sangre
entonces me dije: hola ¿soy yo?
soy yo, my dije, y añadí:
hace muchísimo que no sabemos nada
yo de mí ni mí de yo
¿quiero venir a casa?
sí, dije yo
y volvimos a encontrarnos
con paz
yo me sentía bien junto conmigo
igual que yo
que me sentía bien junto conmigo
y así
de un día para el otro
me casé y me casé
y estoy junto
y ni la muerte puede separarme.

PARA COMPARTIR: MANUEL J. CASTILLA (Salta, 1918-1980)


Gente en los sueños
Los sueños tienen gente.
y uno, dormido, es como una casa
que de golpe se llena de personas.
Hay veces que ellas y uno, todos, caminamos y hablamos
y nos oímos apenas como si conversáramos desde lejos.
Uno habla con los amigos muertos.
Y cuando se recuerda
se hunde en un espejo, de espaldas,
las manos llenas de ademanes vacíos.
Y un día brillante queda lejos y solo.

PARA COMPARTIR: GUSTAVO MARTÍN COLIVORO (Comodoro Rivadavia, Chubut, 1974)

 

PURO HIELO

a veces ruega el mundo de tu cuerpo

que se amontone tu pelo

esta mañana

hablar o fundir las distancias

hundir como preámbulo en tus manos

mi eterna daga de instantánea miel

derretir por cada línea de tu cuello

millones de compases diferentes

suena el vals de ayer

pero resuena más que el mar embravecido

el hielo renuncia ante nuestras plegarias

la humedad es entera

la sed se cura con tus labios

la noche es puro hielo evaporado.

jueves, 29 de noviembre de 2012

ARTE DE NIÑOS – EXPOSICIÓN

 

En nuestra Sala “Libertad Sad de Toujas” puede visitarse la exposición “ARTE DE NIÑOS” compuesta por la obra de los asistentes al TALLER DE DIBUJO Y PINTURA PARA NIÑOS que dictara la prof. Beatriz Jaure.

La muestra permanecerá abierta desde el 28 de Noviembre hasta el 22 de Diciembre y puede visitarse en el horario de atención de nuestra Biblioteca.

Las obras expuestas comprenden técnicas de lápiz, lápiz color, tiza pastel y témpera y pertenecen a niños de 4 a 11 años que en el transcurso del presente ciclo han participado del taller ofrecido en nuestra Biblioteca.

Participan en esta muestra las obras de:

  • Mássimo Bistolfi
  • Juan Pablo Quiles
  • Julieta Melina Gómez
  • Celina Abigail Gómez
  • Martina Elisa Álvarez Castro
  • Camila Micaela Velasco Musa
  • Laura Belén Velasco Musa
  • Nicolás González Navarro
  • Julieta González
  • Tobías Escudero
  • Ana Vasconcelos
  • Lucía Martínez
  • Ema Gerry Yllanes
  • Ana Páez

“Cuando la sensibilidad respira inocencia,

la realidad se vuelva mágica”

martes, 27 de noviembre de 2012

PARA COMPARTIR: LAURA DEVETACH

 

La leyenda del hueco del Diablo

Cuentan que el diablo estaba harto de navegar encerrado en una botella. Pero esperaba que se le diera la buena porque sabía que siempre que llovió, escampó.
Y así fue. Un día la botella se hizo pedazos en una roca y el diablo salió como loco haciendo tumbacabezas.
Enseguida se puso a buscar un buen lugar para vivir. Era pretencioso y haragán, quería verlo todo desde arriba y que lo transportaran, lo cuidaran.
Cuando vio pasar a la hermosa muchacha, no dudó más. Se le prendió como un abrojo en el pelo. Imposible de desenredar. Se acomodó muy contento sobre la espalda y así andaba, de patas cruzadas.
Criticaba todo lo que veía, decía groserías a los demás y se tiraba pedos con el mayor desparpajo.
La muchacha vivía llena de rabia y de vergüenza, sin poder sacárselo de encima. Trató de ocultarlo, de esconderse, de parar el planeta, pero todo fue inútil.
El diablo le comía la comida, le enturbiaba el agua y se le metía en los sueños.
Entonces la muchacha decidió hacer huelga de soledad. Se recluyó durante mucho tiempo dispuesta a no comer ni hacer nada de nada.
El diablo se las vio feas porque si había algo insoportable para él era el hambre. Tuvo tanta hambre que le crujía el estómago y, berreando lastimeramente, se lo contó a la muchacha.
Le contó que tenía un hueco en el estómago. Un hueco que le dolía mucho.
—Ay Ay Ay —dijo ella—. Veremos qué se puede hacer.
Y se puso a pensar durante un rato largo.
—Hay que vomitar —dijo por fin—. Vomitá, vamos.
El diablo se puso los dedos en la garganta con temor. Entre arcadas, vomitó sobre la tierra.
Ella miró con gesto de asco y vio que había vomitado el hueco. Era un círculo hondo, muy hondo, la boca de una bolsa sin final. La pura oscuridad.
Miró al diablo. Estaba pálido, pero daba ínfimas señales de reponerse con celeridad de diablo.
Ella pensó que no había tiempo que perder.
Venciendo el miedo se asomó al hueco y miró muy interesada. —Así debe ser estar ciego —se dijo aturdida por los oscuro.
El aturdimiento le dio la idea. Miró al diablo de reojos.
—Oh —gritó, fingiendo sorpresa.
—¿Qué? —preguntó el diablo, inquieto.
—Hay... se ve...
Su voz temblaba y sintió que la tensión la hacía balancearse en el borde. Pero bien valía la pena el riesgo.
—Nunca me imaginé —siguió diciendo mientras se inclinaba hacia el hueco—. Nunca, nunca me imaginé que vería esto.
—¿Qué? —dijo el diablo inquieto—. ¿Qué ves en mi hueco? —y se precipitó hacia el borde como queriendo proteger todo lo que allí existía.
Entonces ella se plantó sobre la tierra y con las palmas de las manos ensanchadas para que no le fallaran, dio un golpe firme sobre el diablo y lo perdió para siempre.
El llanto le surgió a borbotones y sin permiso, salpicó al hueco. Y la tierra volvió a quedar áspera y tersa como de costumbre.

lunes, 26 de noviembre de 2012

PARA COMPARTIR: LILIANA CINETTO

 

La lechuga resfriada

Yo no sé qué le pasa a mi lechuga.

Desde ayer que estornuda y estornuda.

Seguro se ha enfermado

y eso le habrá pasado

por andar por ahí siempre desnuda.

 

El mapa del pirata

Una vez, cuentan que un pirata

en un arcón halló un antiguo mapa.

—¿Será de algún tesoro?

—se preguntaba el loro

al verlo saltar en una pata.

 

Chisme

¿Será cierto lo que me han contado,

que una vez en un supermercado

un pepino atrevido

dijo algo indebido

y el tomate se puso colorado?

domingo, 25 de noviembre de 2012

PARA COMPARTIR: LUIS BENÍTEZ

 

ANOCHE ALGUIEN DERRIBÓ
UN ÁRBOL QUE CUMPLÍA TRES MIL AÑOS


Anoche alguien derribó un árbol
Que cumplía 3.000 años
Erguido sobre el campo.
En la noche sus astillas ardieron
Calentando a los hombres ateridos
Y en la niebla el resplandor
Indicaba el sitio de su muerte,
El mismo de su larga vida,
El mismo de su corta hoguera.
Ayer su sombra
Se alargaba hasta la casa distante,
Cruzaba el arroyo
Que cuando él brotó
No estaba.
Hoy un pozo
Con colgajos de raíces,
Con fragmentos de ramas y cortezas
Indica dónde floreció
A través de los siglos
Su savia poderosa.
En su copa anidaron
Animales que ya no existen,
Y bajo sus ramas
Estallaron infinitas tormentas.
Sus altos brazos
Surgían de entre las nubes bajas.
Entre sus raíces
Primitivos hombres
Se escondieron de las fieras,
Y luego se ocultaron tesoros,
Cartas de amor,
Objetos robados,
Y alguien talló
Con cortaplumas
Palabras que no se leen.
Anoche alguien derribó un árbol
Que cumplía 3.000 años
Erguido sobre el mundo.

sábado, 24 de noviembre de 2012

PARA COMPARTIR: ESTEBAN GONZÁLEZ (Laguna Blanca, Chaco)

 

A la mínima expresión
Primer Premio "Compilación de Poesías" 2001
Certamen Literario Provincial  "Alfredo Veiravé".
(Selección)

En ciertos momentos
los silencios son peligrosos.
Nos tientan los secretos
que esconden las sábanas.

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El presente nos asusta
porque es el futuro
que imaginamos
con sueños incumplidos

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Tengo ochenta y cuatro
razones para soñar.
Una para dormir.

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El mismo adiós que libera,
otras veces,
encadena.

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Gracias por el fuego...
Gracias por el agua...
Gracias por el aire...
Pero devuélveme la risa.

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Si lloviesen deseos
desearía perdones.
Si lloviesen perdones                   

tomaría algunos,
devolvería otros.

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Adán besó a Eva,
los dioses enrojecieron.
Juan besó a Pablo
quedaron perplejos.

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Compartimos la almohada
Pero no los insomnios
ni los sueños.

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Cuando reconozcas cada uno de mis ruidos
y te acostumbres a mis silencios
te aturdirá mi ausencia
y extrañarás mi presencia.

PARA COMPARTIR: JUAN DRAGHI LUCERO(1897-1994)

Juan Huakinchay


Si oyera que alguien preguntara por el hombre más cabal y de razón de que tuviera noticia yo respondería: -Se llama Juan Huakinchay. -¿Juan Huakinchay?
-Ésta es su historia. Nació a la sombra del Padre Ande, en las Lagunas de Huanacache, las hoyadas que atesoraban las aguas cerreras y la pasión de Cuyo. Su padre murió en edad temprana, en la travesía a San Luis y dejó sola en el terrible mundo a una joven viuda con dos tiernos hijitos. A padecer incontables pobrezas quedaron la madre y los dos frutos de su vientre; así, en diario luchar, fueron pasando los tiempos... Con puchitos y sobritas se mantenían, anudando necesidades y, de una manera y otra seguían la cadena. En las noches de invierno la solitaria viuda apelaba a contar larguísimos cuentos hasta lograr que sus dos niñitos, olvidando las hambres por seguir fantasías, durmieran en la ceniza. Entonces los tapaba con cueros de ovejas para protegerlos del frío. Ella se encomendaba a los Santos y les pedía el compadecer a sus miserias y desamparo. Muy de noche se acostaba entre cuentos y lanas sueltas, no para dormir, ¡para pedirle al Tata Dios que atendiera sus humildes quejas...! Una ayudita para sus pichoncitos desnudos, una miradita de compasión en el perdido mundo y, ya en el entresueño, ella misma, doblándose en Deidad milagrosa y protectora, se respondía ¡ella misma!, ofreciéndose ayudas y consuelos dulcísimos. Con estos engaños del alma aguantaba las noches tan largas, tan frías... Al rayar el alba ella y sus hijitos iban a la laguna y ayudaban a los pescadores a destripar y limpiar los pescados. Con esto más el lavado de ropas y costuras por un rancho y otro, les quedaba un alguito para ir comiendo, para ir tirando...
En tiempo propicio los tres cosechaban vainas de algarroba madura; en callanas de piedra las molían hasta conseguir la harina para las tortitas de patay. Con los restos de la molienda conseguían la añapa y el mate de algarroba. Mucha provisión de pan indio guardaban para los días restantes del año. La majadita de cabras, con ser escasa, les daba leche, y leche con patay comían por desayuno, por almuerzo y por toda cena. No carneaban sino las cabras más viejas, las que ya no rendían cría, para no mermar la tan chiquita hacienda. Así cuidaban con desvelo las cabritas nuevas en vías del multiplico. En la más trabajosa miseria lo pasaban, y nunca por nunca se vio en ese limpio y bien tenido ranchito ni una parranda, ni junta de gentes. Apenas si llegaba el compadre Ruperto con la comadre Loreto en ancas a saber de sus vidas, con una cabra carneada y la azuquita y la yerbita en a bolsa de los vicios.
Poco a poco el tierno niño fue ganándose a mocito, y un buen día se propasó a tender sus propias redes en la laguna y supo manejar la maniobra de su balsa de totora hasta conseguir la ansiada cosecha de esas aguas en reposo. Buena carga de pescados comenzó a llevar a su choza y allí, con su madre y hermanita, preparaban los bagres y truchas, ya limpios, en "sartas" que acondicionaban en fresquísimas "chihuas" de esponjada totora. Al anochecer cargaba sus dos mulas y emprendía su larga marcha a San Juan o a Mendoza. Caminaba el pobre mocito leguas y leguas con el fresco y el aconsejar de la desvelada noche. Un día más y otra noche de sostenido marchar y era entrar a Mendoza por la Calle de los Pescadores hasta llegar a la Plaza Mayor para gritar: "¡Ricos pescados!" Allí lograba vender su mercancía y con el producido se aviaba de bastimentos para su casa. Estos viajes los hacía todas las semanas, sin merecer una tregua. Con sus ahorritos consiguió comprar las dos mulas prestadas y, para más, el bueno de su padrino le regaló tres ovejas y le prestó un carnero y con esto fue creciendo la majadita de "añares de los Huakinchay. En un tremendo forcejeo pudo el mocito hacerse de dos vaquitas, y muy grande fue su alegría cuando vio que iban a dejarle terneritos. El padre les había dejado unas pocas cabras, que también fueron en aumento y más con la compra de una que otra cabrita...
Tantos trabajos y privaciones, tanto aspirar y soñar aposentaron una mirada triste y lejana en el mocito Huakinchay. Él creía en su chiquitura que "los del gobierno" eran los dueños de las tierras y de las aguas, y que tenían potestad para todos los desmanes en disfavor de los pobres. Cuando veía a un policiano se le encogía el corazón al considerar que toda su suerte y la de su familia estaban en las manos de esa autoridad. De tanto prudenciar, creía siempre haber faltado a alguien y apenas si levantaba la vista del suelo y hasta hablaba bajito. ¡Pobre Juan Huakinchay! No sabía ni la O por lo redonda, pero lograba sacar sus propias cuentas con los dedos y así fue contando centavo tras centavo hasta lograr completar muchos pesos. Tenía luces propias para su cabal manejo, mas sus medios y recursos andaban siempre cortos para las necesidades de los suyos. Nunca pudo comprarse un pañuelo de seda como los otros laguneros pescadores, que gustaban fantasear airosamente. Jamás gastó un cuartillo en vino o aguardiente ni en otra tentación de pulpería, y cuando pasaba por frente de una "chingana", apuraba el paso de sus mulas para no ver ni oír las risadas de las mujeres perdidas ni a los mozos calaveras, que lo llamaban con nombre y apelativo a que fuera "a una gustadita". Bajaba la cabeza el pobre y pasaba de largo, escondiendo la cara, mezquinando el mirar y aguantando las burlas y cuchufletas de los "muy hombres". Si un alguito medio le sobraba era para llevarle un regalo a la pobre de su madre y a su hermanita, tan humildes y temerosas como él.
Los tiempos fueron pasando con su arrastrar de cadenas, mas un día el mocito Huakinchay llegó a contar diecinueve floridas primaveras... Y se ganó a lindo mozo moreno, de ojos negros con encendidas lumbres; cabello ensortijado sobre la ancha y espaciosa frente. Delgado pero de duras y sufridas carnes. Si hubiera podido vestir bien, los hubiera aventajado a los mozos más atrayentes y de liviana sangre. Su mirar humilde, cautivador, aposentaba la confianza.
Pero aconteció durante tres años que no cayó una gota de lluvia y se secaron los pastos de los llanos y los ríos Mendoza y San Juan, faltos de nieves en sus nacimientos, negaron sus aguas. Las haciendas comenzaron a consumirse de hambre y apenas si pudieron salvarse las que pastaban en las húmedas orillas de las lagunas, pero como todos criaban ganados, cundieron los pleitos y tropelías por cuestiones de pasturaje. Los más pudientes y encaradores emplazaron a sus cabras, ovejas y vacunos en las riberas mismas de las lagunas y con aires chocarreros celaron sus haciendas y corrieron las ajenas a los peladeros del campo. No pocos acudieron a la justicia, pero la autoridad ni quería ni podía andar por esos apartados campos enderezando enredos inacabables. Las hacienditas de los Huakinchay se morían de flacas, vagando por los yermos arenosos... Ante tanta desavenencia y atrasos, el mozo Huakinchay y su madre acordaron vender los pocos animalitos flacos que les restaban, pero como todos hacían lo mismo, poco, muy poco pudieron sacar de las ventas. Para mayor atraso, toda la gente de esos tendidos campos acudió a las lagunas con miras de pescar para tener qué echarle a la olla, con lo que esquilmaron esas aguas antes llenas de peces. Se acababa la pesca y un penoso día el hambre se presentó al ranchito de los Huakinchay.
-No hay más, mi madre -salió diciendo el mozo después de sacar amargas cuentas-, que tendré que ausentarme en busca de un trabajito. No se apenen por mí, que yo sabré desenvolverme y hallar un quehacer para estas manos. Al mes cabal volveré... -Al otro día, en anocheciendo, ensilló su flaca mulita y, bendecido por su madre, encaró la travesía en dereceras del poblado.
Al mes volvía el hijo con buenas nuevas: -Hallé trabajo, mi madre -es que le dice a modo de saludo a la pobre viejita cuando se apeaba-. Reciba estos avíos y este dinerito y aguántese hasta dentro de tres meses que hey de volver con nuevas ayudas-. Se acostó en su chocita al lado de su santa madre y toda la noche hablaron esas dos almas de las miserias de la vida, pero el mozo alimentaba grandes esperanzas y consoló a la pobre con animadas pinturas para los tiempos del venir. De madrugada, después del matecito de despedida y ya bendecido, se ausentó de nuevo el hijo querencioso.
Juan Huakinchay había tenido la suerte de hallar trabajo en la gran finca de los Herrera. Por su habilidad y apego a las tareas, por lo serio y cumplido y por un algo cautivante que de él se desprendía, fue entresacado de la pionada por acuerdo de la señora patrona. Esa poderosa señora pasaba por trances muy amargos: su marido había caído en cama un año atrás, doblegado por el terrible mal de "tis" y tuvo ella misma que desenterrar fuerzas y recursos para ponerse al frente del establecimiento de campo, porque los dos hijos que tenía andaban ausentes: uno en Santiago de Chile y el otro por Buenos Aires. Nada que se sabía de ellos. Ni escribían ni allegaban noticias. Se murmuraba que se habían ido a loquear con mujeres de mala vida.
Los trabajos que al principio se le señalaron a Juan Huakinchay fue desmontar una gran manga enmalezada y revenida y emparejar dos altos médanos que el viento había levantado con arenas errantes. El mozo enyugó bueyes, aró con arado de palo y puntera de hierro hasta no dejar montes y, con rastras de cuero de buey, emparejó los altos y niveló con buen ojo los bajos. Por último ahondó el desagüe para cortar las reveniciones y, ya a fines de agosto, sembró "alfa" y muy luego se vio verdear alegremente esas recobradas tierras.
Pero sobre esa gran finca revoloteaba la lechuza. El dueño de todo, 20 años mayor que su señora esposa, empeoraba sin remedio. Apenas si se le oía el resuello porque la fatiga, la del tísico, lo socavaba hasta dejarlo amarillo y hecho una osamenta. Al fin murió consumido en brazos de su esposa, que casi enloqueció en su desdicha. Fue aquí, en esta pesarosa desgracia, donde el pioncito Huakinchay mostró sus recursos y buena disposición al prestar toda su habilosa ayuda a la desolada señora. Para las diligencias del entierro y del acompamiento no durmió el mozo al acudir con su comedimiento y solicitud a las mil dificultades que se presentaron. Mas, apenas enterrado el que fue dueño de todo, se notó en la pionada un desgano para el trabajo y el mayor descaro en las raterías, anuncios del derrumbe de la gran casa de campo. Muchos antiguos piones se fueron a otras fincas, llevándose las herramientas y otros, los que se allanaron a quedarse, maliciando que la paga se atrasaría, mermaron sus labores y descuidaron sus deberes. Para mayor descalabro, los cuatreros comenzaron a aportillar los cercos y ya se hizo patente el robo de vacunos... El mozo Huakinchay, aunque nadie se lo pidió, acudía con sus oficios y ayudas, pero el desvalido no tenía poderes. Él mismo se atrevió a ofrecer sus comedimientos a la abatida señora y pedirle la venia para tal o cual medida. Él la veía en abatimiento y consumirse en un vano llorar y quejarse en su desamparo. Es que la pobre no sabía, no atinaba a encarar tanta lucha contra los atacantes. Crecían sus gastos por trabajos mal hechos y nadie le pagaba lo que le debían por pastaje, por venta de bueyes y los productos de sus sembradíos. Sabía que los cuatreros encaraban las mangas y arreaban por docenas sus vacunos a Chile, y, por último, comenzó a caerle un avenegra con papeles sellados y embrollas de juzgados por escrituras mal hechas...
Al fin la pobre viuda cayó en la cuenta que allí hacía falta un hombre. ¡Un hombre! Aquel sábado era día de pago para los diez peones que le restaban, pero no había un peso en el arcón. La señora patrona, perdida en las penas y en dolorida soledad, llamó a Juan Huakinchay y le contó sus cuitas. Retorcía sus brazos la atribulada en un sin hallar qué hacer.
-¡Por vida suya, mozo, haga lo imposible por cobrar esta cuenta del matancero. Me debe ocho novillos y no me los quiere pagar.
Tomó el mozo el papel con la cuenta, lo guardó en su tirador y salió sin decir palabra. Montó a caballo componiéndose el pecho y echándose el sombrero a la nuca...
Al anochecer volvía Juan Huakinchay y entregaba a su patrona un rollo de pesos. -No me quería pagar el matancero y nos avanzamos en palabras... Tuve que sacar el cuchillo.
-¡Sacar el cuchillo!
-Nunca lo había hecho, señora, pero si no volvía con plata los peones se irían; además, hay que pagar al herrero, al talabartero ¡y al proveedor!
Dos golpes en la puerta y entra descaradamente el avenegra con un montón de papeluchos en la mano. Se encajaba anteojos y vestía de negro. ¡Si parecía un cuervo!
-Señora -dijo encarándola con el sombrero puesto y echando humazón con su cigarro-; han aparecido en el jujao estos dos expedientes más con impuestos atrasados, y esta otra demanda sobre no sé qué embrollas que cometió su marido, ahora años...
La señora no tuvo fuerzas para contestar una palabra. Clavó su mirada en Juan Huakinchay, clamándole sus ayudas. Hubo un entenderse en las miradas. Fue lo bastante para que el mozo, componiéndose el pecho avanzara fieramente hacia él avenegra, lo tomara de un brazo y lo sacara a empujones puerta afuera. Quemantes rescoldos parece que le volcó al oído porque el cuervo montó en su yegua y salió a media rienda.
Volvió Juan Huakinchay a la alcoba de la señora, la que hacía trece montoncitos de dinero sobre la mesa. -Vea, mozo -le dice, entregándole ese dinero-; estos diez montoncitos son para los peones, éste para el herrero, éste para el talabartero y éste último para el pulpero proveedor. Vaya, págueles a todos y vuelva... que quiero hablarlo.
Salió el mozo muy resoluto y repartió con vistosa alegría los pagos, tal como se lo habían ordenado. Y todos se fueron contentazos y hablando bien de la señora patrona. Huakinchay se quedó mirándolos alejarse; luego retornó a la alcoba de la señora. Entró para quedarse vacilante con el sombrero en las manos. Desconocida inquietud lo desasosegaba hasta las raíces. La tarde moría en un caliente anochecer.
La señora se dio vuelta para mirarlo un largo rato; tomó resuellos como para decir algo novedoso en un apenado repechar, pero, de repente, se le quebró el aguante y corrió a un rincón y rompió a llorar... Ahí se plantaba el pobre mozo, sin saber qué hacer; trabado y empujado por los más opuestos enviones. Se avergonzaba de ser poco hombre.
Poco a poco se va serenando la señora. Se enjuga las lágrimas, compone su cara y trata de alegrarse, de ser atrayente... Pasito a pasito se acerca a Juan Huakinchay. Se le arrima mucho, mucho, y con voz que le subía de los profundos de su carne, le dice al oído: -¡Si fueras un mozo travieso!... Levantó su mirar el sorprendido mozo y vuelve a bajar los ojos al encontrarse con los encendidos de la señora; mas la fuerte mujer lo toma del mentón y lo obliga a mirarla. Un turbión de sangre le nubla el mirar. Tiembla el hombre joven; en vano quiere rehacerse en un gritar llamando a la raíz de su hombría. Tormentas de la sangre en hervideros le ahogan todo decir y maniobrar. Vergüenzas y aleteos de fuego estremecen el corazón ansioso. Esperanzas y congojas lo azotan, pero ve luz en su estrella... La mujer, más sabedora y segura, le arrima la última ayuda, una de esas que ladean al hombre más tímido y arisco: le toma la mano al mozo en flor y con ofrendas del más avenido cariño, la lleva a las curvas de su pecho, al tiempo que le entrega todo el mirar y gloria de sus ojos rendidos...
Esa noche, mientras los peones se emborrachaban con la paga, nació un nuevo Juan Huakinchay. También la alta dama se perdió en los resplandores. La pareja, abrazada y en transporte, salió al jardín a perderse en los floreceres... Asomaba sobre el ardido oriente la luna mestiza y las arboledas, alumbradas sus vivas orillas, cobijaron al amor escondido. Innombrable encantamiento bajaba de los escarnecidos cielos. Las hondas novedades de remansados cariños se desparramaban, alumbradoras. El mozo veía abrirse la flor de la vida y ella, la que se agostaba en funeraria viudedad, se alzó con furia de reverdecimientos, con los retenidos ardimientos en galopes de gozos. Huakinchay, el mozo, se detenía a oír los repiques de enloquecidos campanarios. Sus sentidos y todo su entender danzaba en las fiestas del alumbrar desconocido. -¡Soy feliz!- se gritaba, recogiendo los flecos de sus dorados ponchos. -¡Es la noche de mi memoria!- se repetía mirando a la dama rendida en su pecho. Dos noches y un día pasaron. El lunes de mañanita el nuevo encargado Juan Huakinchay, se presentó a sus compañeros más que desconocido. Tomó disposiciones a lo dueño de casa y tiró planes para enderezar la finca. Los piones lo oían con la boca abierta, pero lueguito marcharon a cumplir órdenes con el Encargado a la cabeza, que daba el ejemplo trabajando a la par de ellos, sin mermar una fatiga y cuidando con celo las herramientas. Se resembraron los potreros enmontados; se enlagunaron las manchas salitrosas; se anivelaron las mangas para el resiembre. Tomáronse animales a guarda y luego de apartarse los vacunos para engorde, se vendieron los bueyes y caballos viejos. Recompusiéronse las compuertas de las acequias regadoras y se cerraron los portillos de los cercos. En la devorada viña se replantaron las fallas con mugrones y estacas y se repusieron los cabeceros y rodrigones. Reabriéronse los cegados desagües, se ahondaron las sangrías y volvieron a tupirse las trincheras de tamariscos, pero, por sobre todo, se pagaron y se cobraron las cuentas. La descompuesta máquina comenzó a retomar el buen camino y la antigua finca de los Herrera sobrepasó esplendores pasados; pero con tanto trajín y desvelo, Huakinchay echó en olvido a su madre y hermana.
No faltaron malas lenguas que hablaron de la viuda rica y del mozo aprovechado. Más de una seña maliciosa sorprendió Huakinchay entre los peones y más de una risada lastimante soportó la dueña de casa. Como culebras de ofensivo y lastimante mirar se alzaron hablas enemigas, pero una pureza de sentimientos a la vista de todos y un duro trabajar respondieron a los murmurantes del mundo. Al año la gran finca se mostraba recobrada; crecidas ganancias permitían atesorar sobrantes para enfrentar posibles malos tiempos.
La señora afincada y su Encargado habían cambiado de vida. Se los veía juntos por las tardes, recorriendo a caballo los cultivos y quedándose a merendar algunas veces a la sombra del sauzal que bordeaba al acequión de cantarínas aguas. Los domingos cenaban bajo el parral encatrado que sombreaba al gran patio del que pendían farolitos chinescos. La negra cocinera les servía la cena y se retiraba a dormir. Quedaban los dos a dulces hablas como zorzal y calandria.
El mozo había cambiado mucho. Ya no bajaba la cabeza ante los hombres ni mezquinaba el mirar en vías de humillación. El amor lo enfrentó a la Vida para mirarla tal cual es, con sus cargas de pesares y sus instantes de gozo. Calmo en el hablar y seguro en los tratos, se ganó a hombre el mozo y como hombre supo manejar sus pasos en la vida. El vuelco de su suerte no lo mareó, pero le trajo, si, un aire soñador y confiado, como un merecido desquite de las humillaciones pasadas.
-El hombre- se confesaba en sus apartes -recibe las buenas y las malas con mano abierta: estoy en la buena hasta que Dios me dé su campaña-. Así guiaba sus pasos por la nueva senda. Dos años pasaron como en un sueño.
De golpe se resquebrajó su suerte: primero llegó el hijo que estaba en Chile y luego, como de acuerdo, el que se había alejado a Buenos Aires. Llegaron sabiendo lo que acontecía en la casa de la madre. Se pusieron terribles con el Encargado. Orgullosos y soberbios, no perdieron ocasión de humillarlo delante de la pionada. Con paciencia de santo trató de congraciarse el mozo Huakinchay, pero fue un vano batallar. A cada atención suya le respondían con desaires y fuertes agravios. Se allanó la madre a hacerles comprender a sus hijos quién era el verdadero salvador de los caudales de la familia Herrera, pero aquí chocó ella con la muralla de los celos, con los azotes de las palabras heridoras.
La pobre viuda y amante se halló en guerra y comprendió que estaba cercada por la enemistad. Oyó de sus hijos las duras palabras del honor y de la dignidad de la alta familia Herrera. Ella era la viuda de un gran caballero; tenía a su resguardo el ilustre del apellido del muerto esposo y debía velar por el nombre de sus hijos que querían andar con la frente bien alta. -¿Vinieron esos hijos -les gritó ella en arrebato- a cuidar sus bienes cuando murió el padre? ¡Qué hacían esos hijos pródigos cuando yo me debatía sola entre los cuervos? ¿Quién me defendió en mi desamparo? ¡Loqueando con perdidas andaban los tales hijos, mientras ese pobre pión apuntalaba estas ruinas! ¡Como si no supiera yo y todo el mundo las andanzas de mis hijos!- Todo fue en vano. Un creciente rencor, un odio que se salía por los ojos, los hacía aborrecer al piojo resucitado de Juan Huakinchay. El mozo sintió en honduras tanta ofensa enemiga... Recompuso su recado y aprontó su mulita.
-No te vayas, Juan -le rogaba la señora, a solas con él en un clamar desesperado-. Yo puedo vender la finca, darles lo que les corresponde a mis hijos y con el resto tenemos para casarnos los dos y ganar un lugar escondido, bien lejos, donde nadie nos conozca. En otra parte sabremos labrar vida nueva. Anímate, Juan. Vamonos.
-No, señora -respondía el hombre de prudenciado cavilar-. Usted se debe a sus hijos y con ellos debe seguir su vida. Yo llegué un día de las lagunas y a las lagunas me vuelvo. Soy un ave de paso, sin nido ni arraigo... No se apure, mi señora. Todo se arreglará con el tiempo. Usted, mi señora, verá llegar la vejez rodeada por sus buenos hijos y nadie tendrá que señalarla con el dedo.
Hubo ruegos, lloros y hasta amenazas, pero nada torció al hombre de levantado proceder. Al otro día, muy de madrugada, se fue Juan Huakinchay en la misma mulita que había venido hacía dos años. Con el mismo recado se iba. No quiso regalos ni favores. Y se fue para siempre, con toda la pena del alma y la derrota en su corazón amante. A los dos días llegó a su olvidado ranchito.
Fiel al recuerdo de un cariño sin par, se ganó el derrotado al silencio y al retiro, pero muy luego se vio enfrentado a dura lucha. El abandono en que había dejado a los suyos, le costaba ahora lamentados arrepentimientos. En llegando echó de ver que la inocentona de su hermana había caído en las celadas del amor engañoso. Un mozo picaflor de la vecindad lograba sus favores y la convencía que se amancebara con él y abandonara a la madre. De una sola mirada abarcó Juan Huakinchay el derrumbe de su hogar y aunque lo invadió la rabia y los furores de venganza, se retiró a pensar al lado de la laguna, tal como lo acostumbró su padre. Mucho se calentó la cabeza el pobre, hasta que al fin, manso como era, tomó la determinación de procurar arreglo a las buenas. Se avino a ir al rancho del burlador de mujeres y se rebajó a manejar razones que le daban asco. Diose cuenta a los pocos tiros que había que comprarlo y a buen precio. Le ofreció plata y una majadita de cabras para que, con recursos y pie de crianza, formara su hogar. Con esto, con la promesa de más y tupidas ayudas y protecciones, logró Huakinchay que no se derrumbara su resquebrajada casa. Consiguió del mujerero que se matrimoniara con su hermana y hasta que se aquerenciara al hogar. Por interés lo hizo el pícaro y más cuando Huakinchay lo habilitó para una siembrita del trigo y le allegó dos vaquillonas. Al nacer el primer hijo ya estaba conquistado el picaflor y dejó de andar ronciando a las chinitas por ai. Huakinchay fue el padrino de su sobrinito y se aficionó tanto a esa criatura que legró apaciguar su alma atribulada. Luego llegaron una niñita y otro varoncito y tuvieron al tío más querencioso de la tierra.
Pero era la viejita de su madre la que lo desvelaba al verla tan corta de salud. El hijo arrepentido pasaba largas horas de la noche junto al fogón, jurándole a la madre que nunca se había olvidado de ella, sino que las cartas que le mandó las había tirado a la laguna el pícaro mensajero. Y la santa viejita, toda creída en las palabras del hijo, le repetía: -Sí, m'hijo. Sí... -Y Juan Huakinchay se secaba las lágrimas al reconocerse un ingrato y un falso. Así lo pasaban hasta el tercer canto del gallo en que se dormían en la quietud de esos campos.
Juan Huakinchay labraba su campito y celaba sus escasas haciendas con el porfiar que da la pobreza, pero su gusto y contento era jugar con sus sobrinitos y esperanzarse en tiempos mejores con la viejita de su madre, al tiempo que vigilaba a su cuñado, que al fin terminó por ser el marido más fiel y casero. -¡No hay como su casita, compadre!- le decía Juan Huakinchay, viendo criarse a los niñitos y el multiplico de las haciendas, -Así es- le respondía su compadre y cuñado, pasándole la tabaquera para que armara el cigarro.
Cuando murió la viejita de su madre se enfrentó Juan Huakinchay a la tremenda soledad. Sintió los derrumbes del mundo y sus tupidas tristezas lo llevaron a apartarse al borde de la laguna, a hablar solo con sus recuerdos. A representarse momentos de dicha, a hundirse en las amarguras con recuerdos pesarosos.
Tomó la costumbre el caviloso de irse sólito y, sentado al borde mismo de esas inmensas aguas remansadas, alejarse del mundo en el corcel de sus pensares.
Se veía niño en la silenciosa inmensidad de esos campos, ayudando a la mamita en su luchar diario... En un nacer de resplandores contemplábase en la gloria de su único amor. Se vio en pareja con ella, perdiéndose los dos por el sendero de los cantos perdidos... Y después, en un llorar de campanas, se veía en su mulita, retornando a su choza donde aposentaba el amargor de las cuatro velas, lloradoras de la muerte de su madrecita que él olvidó -¡Ay, ay!- se repetía.
Una noche no volvió a la casa. Salieron a buscarlo con candiles y lo hallaron muerto frente a la laguna. Sus ojos ¡tan abiertos! retenían dos imágenes de mujeres que derramaban consuelos al triste.
NOTA: Cuento  de El Hachador De Altos Limpios, Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1966.

viernes, 23 de noviembre de 2012

PARA COMPARTIR: MARÍA HORTENSIA LACAU (1910-2006)

 

Los aburridos


El sol, aburrido
de ser dorado,
pidió a la luna
su fino velo plateado.
La luna, aburrida
de ser plateada,
le dijo al sol si le daba
su linda aureola dorada.
Llegó la luna
en su coche
de noche
y terciopelo,
y entregó al sol su velo
de plata sola,
y el sol le dio a la luna
su gran aureola.
Llegó la luna en su coche
de noche,
y desde entonces,
sí, señoría,
Ya no se sabe cuándo es de noche,
ya no se sabe cuándo es de día.
¡Qué picardía!

Te esperamos

 

El Sábado 24 de Noviembre a la hora 20.30, te invitamos a compartir la vernissage de “…ADEMÁS DE LOS OJOS” de Leticia Rossi, con la copa Portal Andino y el acompañamiento selecto de “ENSAMBLE DE CUERDAS” del  IMAyE  Instituto de Música  Arte y Ensamble en una noche de sonidos de chelos y violines.

Te esperamos en Piérola 267, Sala “Arq. Alfredo Pedro”, Biblioteca Sarmiento.

Actividad de ingreso libre y gratuito

¿Vas avenir?

jueves, 22 de noviembre de 2012

PARA COMPARTIR: ANTONIO DI BENEDETTO (Mendoza 1922 – Buenos Aires 1986)


Caballo en el salitral

El aeroplano viene toreando el aire.
    Cuando pasa sobre los ranchos que se le arriman a la estación, los chicos se desbandan y los hombres envaran las piernas para aguantar el cimbrón.
    Ya está de la otra mano, perdiéndose a ras del monte. Los niños y las madres asoman como después de la lluvia. Vuelven las voces de los hombres:
    ­¿Será Zanni..., el volador?
    ­No puede. Si Zanni le está dando la vuelta al mundo.
    ­¿Y qué, acaso no estamos en el mundo?
    ­Así es; pero eso no lo sabe nadie, aparte de nosotros.
    Pedro Pascual oye y se guía por los más enterados: tiene que ser que el aeroplano le sale al paso al "tren del rey".
    Humberto de Saboya, príncipe de Piamonte, no es rey; pero lo será, dicen, cuando se le muera el padre, que es rey de veras.
    Esa misma tarde, dicen, el príncipe de Europa estará allí, en esa pobrecita tierra de los medanales.
    Pedro Pascual quiere ver para contarle a la mujer. Mejor si estuviera acá. A Pedro Pascual le gusta compartir con ella, aunque sea el mate o la risa. Y no le agrada estar solo, como agregado a la visita, delante del corralón. No es hosco; no está asentado, no más: los mendocinos se ríen de su tonada cordobesa.
    Se refugia en el acomodo de los fardos. Tanta tierra, la del patrón que él cuida, y tener que cargar pasto prensado y alambrado para quitarle el hambre a las vacas. Las manos que ajustan y cinchan dan con los yuyos que han segado en el camino: previsión medicinal para la casa. Perlilla, tabaquillo, té de burro, arrayán, atamisque... Mueve y ordena los manojos y la mezcla de fragancias le compone el hogar, resumido en una taza aromática. Pero se adueña del olfato la intensidad del tomillo y Pedro Pascual quiere compararlo con algo y no acierta, hasta que piensa, seguro: "...este es el rey, porque le da olor al campo".

    ¿Eso, el tren del rey? ¿Una maquinita y un vagón dándose humo ? No puede ser; sin embargo, la gente dice...
    Pedro Pascual desatiende. Lo llama esa carga de nubes azuladas, bajonas, que están tapando el cielo. Se siente como traicionado , como si lo hubieran distraído con un juguete zampándole por la espalda la tormenta. No obstante, ¿por qué ese disgusto y esa preocupación? ¿No es agua lo que precisa el campo? Sí, pero... su campo está más allá de la Loma de los Sapos.
    La maquinita pita al dejar de lado la estación y a Pedro Pascual le parece que ha asustado las nubes. Se arremolinan, cambian de rumbo, se abren, como rajadas, como pechadas por un soplido formidable. El sol recae en la arena gris y amarronada y Pedro Pascual siente como si lo iluminara por dentro, porque el frente de nubes semeja haber reculado para llevarle el agua adonde él la precisa.
    Ahora Pedro Pascual se reintegra al sitio donde está parado. Ahora lo entiende todo: la maquinita era algo así como un rastreador, o como un payaso que encabeza el desfile del circo. El "tren del rey", el tren que debe ser distinto de todos los trenes que se escapan por los rieles, viene más serio, allá al fondo.
    Es distinto, se dice Pedro Pascual. Se da razones; porque en el miriñaque tiene unos escudos, y dos banderas. . . ¿Y por qué más? Porque parece deshabitado, con las ventanillas caídas, y nadie que se asome, nadie que baje o suba. El maquinista, allá, y un guarda, acá, y en las losetas de portland de la estación un milico cuadrado haciendo el saludo, ¿a quién?
    La poblada, que no se animaba, se cuela en el andén y nadie la ataja. Los chicos están como chupados por lo que no ocurre. Los hombres caminan, largo a largo, pisan fuerte, y harían ruido si pudieran, pero las alpargatas no suenan. Se hablan alto, por mostrar coraje, mas ni uno solo mira el tren, como si no estuviera.
    Después, cuando se va, sí, se quedan mirándole la cola y a los comentarios: "¡ Será ! . . . "
    Antes que el tren sea una memoria, llega de atrás el avioncito obsequioso, dispuesto a no perderle los pasos.
    Tendrá que arrepentirse, Pedro Pascual, de la curiosidad y de la demora; aunque poco tiempo le será dado para su arrepentimiento.
    A una hora de marcha de la estación, donde ya no hay puestos de cabras, lo recibe y lo acosa, lo ciega el agua del cielo. Lo achica, lo voltea, como si quisiera tirarlo a un pozo. Lo acobarda, le mete miedo, trenzada con los refusilos que son de una pureza como la de la hoja del más peligroso acero.
    Pedro Pascual deja el pescante. No quiere abandonar el caballito; pero el monte es achaparrado y apenas cabe él, en cuclillas. El animal humilde, obediente a una orden no pronunciada, se queda en la huella con el chaparrón en los lomos.
    Entonces sucede. El rayo se desgarra como una llamarada blanca y prende en el alpataco de ramas curvas que daban amparo al hombre. Pedro Pascual alcanza a gritar, mientras se achicharra. Ruido hace, de achicharrarse.
    El caballo, a unos metros, relincha de pavor, ciego de luz, y se desemboca a la noche con el lastre del carro y el pasto que le hunde las ruedas en la arena y en el agua, pero no lo frena.
    Clarea en el bajo, mas no en los ojos del animal.
    Ha huido toda la noche. Afloja el paso, somnoliento y vencido, y se detiene. El carro le pesa como un tirón a lo largo de las varas; sin embargo, lo aguanta. Cabecea un sueño. La pititorra picotea la superficie del pasto y a saltitos lleva su osadía por todo el dorso del caballo, hasta la cabeza. El animal despierta y se sacude y el pajarito le vuela en torno y deja a la vista las plumas blancas del pecho, adorno de su masa gris pardusca. Después lo abandona.
    El cuadrúpedo obedece al hambre, más que a la fatiga. El pasto mojado de su carga le alerta las narices. Hunde el casco, afirma el remo, para darse impulso, y sale a buscar.
    Huele, tras de orientarse, si bien donde está ya no hay ni la huella que ayuda y el silencio es tan imperioso que el animal ni relincha, como si participara de una mudez y una sordera universales.
    El sol golpea en la arena, rebota y se le mete en la garganta.
    No es difícil ­todavía­ beber, porque la lluvia reciente se ha aposentado al pie de los algarrobos y el ramaje la defiende de una rápida evaporación.
    El olor de las vainas le remueve el instinto, por la experiencia de otro día de hambre desesperada, pero el algarrobo, con sus espinas, le acuchilla los labios.
    El atardecer calma el día y concede un descanso al animal.

    La nueva luz revela una huella triple, que viene al carro, se enmaraña y se devuelve. La formaron las patitas, que apenas se levantan, del pichiciego, el Juan Calado, el del vestido trunco de algodón de vidrio. El pasto enfardado pudo ser su golosina de una noche; estacionado, su eterno almacén. Muy elevado, sin embargo, para sus cortas piernas.
    Muy feo, además, como indicio del desamparo y la pasividad del caballo de los ojos impedidos. Ahí está, débil, consumiéndose, incapaz de responder a las urgencias de su estómago.
    Una perdiz se desanuda del monte y levanta con sus pitidos el miedo que empieza a gobernar, más que el hambre, al animal uncido al carro. Es que vienen volteando los yaguarondíes. La perdiz lo sabe; el caballo no lo sabe, pero se le avisa, por dentro.
    Los dos gatazos, moro el uno, canela el otro, se tumban por juego, ruedan empelotados y con las manos afelpadas se amagan y se sacuden aunque sin daño, reservadas las uñas para la presa incauta o lerda que ya vendrá.
    El caballo se moja repentinamente los ijares y dispara. El ruido excesivo, ese ruido que no es del desierto, ahuyenta a los yaguarondíes, si bien eso no está en los alcances del carguero y él tira al médano.
    La arena es blanda y blandas son las curvas de sus lomadas. Otra, de rectas precisas, es la geometría del carro que se esfuerza por montarlas.
    Sin embargo, en esa guerra de arena tiene un resuello el animal. Ofuscado y resoplante, tupidas las fosas nasales, no ha sondeado en largo rato en busca de alimento, pero el pie, como bola loca, ha dado con una mancha áspera de solupe. La cabeza, por fin, puede inclinarse por algo que no sea el cansancio. Los labios rastrean codiciosos hasta que dan con los tallos rígidos. Es como tragarse un palo; no obstante, el estómago los recibe con rumores de bienvenida.
    El ramillete de finas hojas del coirón se ampara en la reciedumbre del solupe y, para prolongar las horas mansas del desquite de tanta hambruna, el coirón comestible se enlaza más abajo con los tallos tiernos del telquí de las ramitas decumbentes.
    El olor de una planta ha denunciado la otra, mas nada revela el agua, y el animal retorna, con otro día, hacia las "islas" de monte que suelen encofrarla.
    Un bañado turbio, que no refleja la luz, un bañado decadente que morirá con tres soles, lo retiene y lo retiene como un querido corral.
    Las islas y las isletas se pueblan de sedientos animales en tránsito; disminuye su población cuando unos se dañan a otros, sin llegar a vaciarse.
    El caballo se perturba con la vecindad vocinglera y reñidora, aunque nadie, todavía, se ha metido con él. Un día guarda distancia, condenándose al sol del arenal; al otro se arriesga y puede roer la miseria de la corteza del retamo.

    De las islas se suelta la liebre. Ahonda su refugio el cuye. El zorro prescinde de su odio a la luz solar y deja ver a campo abierto su cola ampulosa detrás del cuerpo pobrete. Sólo en el ramaje queda vida, la de los pájaros; pero ellos también se silencian: viene el puma, el bandido rapado, el taimado que parece chiquito adelante y crece en su tren trasero para ayudar el salto.
    No busca el agua, no comerá conejos. Desde lejos ha oteado en descubierto el caballo sin hombre. Se adelanta en contra del viento.
    A favor, en cambio, tiene el aire una yegua guacha, libre, que no conoció jamás montura ni arreo alguno. Acude a las islas, por agua.
    La inesperada presencia del macho la hace relinchar de gozo y el caballo en las varas vuelca la cabeza como si pudiera ver, armando sólo un revuelo de moscas. En los últimos metros, la yegua presume con un trotecito y al final se exhibe, delante, cejada, con sus largas crines y su cuerpo sano.
    En el caballo resucita el ansia carnal. Si ella postergó la sed, él puede superar la declinación física.
    Se arrima, se arriman él y su carro. La hembra desconfía de ese desplazamiento monstruoso, no entiende cómo se mueve el carro cuando se mueve el macho. Corcovea, se escurre al acercamiento de las cabezas que él intenta, como un extraño y atávico parlamento previo.
    Brinca ella, excitada y recelosa; se aturde por el ímpetu cálido que la recorre. Y aturdida, conmovida, descuidada, depone su guardia montaraz y rueda con un relincho de pánico al primer salto y el primer zarpazo del puma.
    Como herido en sus carnes, como perseguido por la fiera que está sangrando a la hembra, el caballo enloquece en una disparada que es traqueteo penoso rumbo adentro del arenal.

    Corta fue la arena para el terror. La uña pisa ya la ciénaga salitrosa. Es una adherencia, un arrastre que pareciera chuparlo hacia el fondo del suelo. Tiene que salir, pero sale a la planicie blanca, apenas de cuando en cuando moteada por la arenilla.
    Gana fuerzas para otro empujoncito mascando vidriera, la hija solitaria del salitral, una hoja como de papel que envuelve el tallo alto de dos metros igual que si apañara un bastón
    Más adelante persigue los olores. Huele con avidez. Capta algo en el aire y se empeña tras de eso, con su paso de enfermo, hasta que lo pierde y se pierde.
    Ahora percibe el olor de pasto, de pasto pastoso, jugoso, de corral. Lo ventea y mastica el freno como si mascara pasto. Masca, huele y gira para alcanzar lo que imagina que masca. Está oliendo el pasto de su carro, persiguiendo enfebrecido lo que carga detrás. Ronda una ronda mortal. El carro hace huella, se atasca y ya no puede, el caballejo, salir adelante. Tira, saca pecho y patina. Su última vida se gasta.
    Tan sequito está, tan flaco, que luego, al otro o al otro día, como ya no gravita nada, el peso de los fardos echa el carro hacia atrás, las varas apuntan al firmamento y el cuerpo vencido queda colgado en el aire.
    Por allá, entretanto, acude con su oscura vestimenta el jote, el que no come solo.

Un setiembre

    Lavado está el carro, lavados los huesos, más que de lluvia, por las emanaciones corrosivas y purificadoras del salitre.
    Ruina son los huesos, caídos y dispersos, perdida la jaula del pellejo. Pero en una punta de vara enredó sus cueros el cabezal del arreo y se ha hecho bolsa que contiene, boca arriba, el largo cráneo medio pelado.
    Sobre la ruina transcurre la vida, a la búsqueda de la seguridad de subsistencia: una bandada de catitas celestes, casi azules los machos, de un blanco apenas bañado de cielo las hembras.
    Con ellas, una pareja de palomas torcazas emigra de la sequía puntana. Ya descubren, desde el vuelo, la excitante floración del chañar brea, que anchamente pinta de amarillo los montes del oeste.
    Sin embargo, la palomita del fresco plumaje pardo comprende que no podrá llegar con su carga de madre. Se le revela, abajo, en medio de la tensa aridez del salitral, el carro que puede ser apoyo y refugio. Hace dos círculos en el aire, para descender. Zurea, para advertir al palomo que no lo sigue. Pero el macho no se detiene y la familia se deshace.
    No importa, porque la madre ha encontrado nido hecho donde alumbrar sus huevos. Como una mano combada, para recibir el agua o la semilla, ]a cabeza invertida del caballito ciego acoge en el fondo a la dulcísima ave. Después, cuando se abran los huevos, será una caja de trinos.

PARA COMPARTIR: CÉSAR BISSO (Santa Fe, 1952)

 

Amanece
El origen del día
no es obra del sol. Lo construye el sueño
del labrador
cuando sale en busca
de la tierra encendida.

Los girasoles
Con frecuencia miraba atentamente.
Nada parecía tan estremecedor
que aquellas órbitas amarillas
extraviadas en los muros del crepúsculo.
Nada se parecía tanto a un sueño
y sin embargo
el majestuoso silencio del campo
sorprendió al niño desamparado. Entonces tuve miedo
y regresé llorando a los brazos de mi madre.

Mirares
Crepúsculo en fuga sobre el río.
Mi mirar sólo advierte tu mirar
y nos quedamos en silencio
mientras el horizonte se azula
en busca de otro cielo.
Dos pájaros de vuelo breve
encienden el amor
bajo la brisa de enero.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

PARA COMPARTIR: RAÚL ARÁOZ ANZOÁTEGUI (1923-2011)

 

De Pasar la vida

Mira, somos

iguales que antes...

Mira,

somos iguales que antes,

cuando dijimos

que nos queríamos

Sólo los otros,

ahora,

son diferentes.

Mira el alma

y no añores.

No cambies, nunca, el ayer

por el hoy.

Deja el ayer, en su sitio,

bien como está.

(No le quites tampoco,

la piel del recuerdo).

Es natural

que así sea este júbilo

de saber hasta dónde,

la vida,

nos conmueve.

Mira,

qué pronto,

los árboles crecieron

en la casa.

Cómo tuvimos que podar

los sueños, para que la luz

entrara,

de lleno.

martes, 20 de noviembre de 2012

PARA COMPARTIR: ¿Medianera o puente? La cuestión de mediar entre las personas y los libros

 

Texto de la ponencia presentada por la autora en la Biblioteca Infantil y Juvenil “Juanito Laguna” (UTE-CTERA) (Buenos Aires, 6 de junio de 2012).

Por Iris Rivera

Linternas locas que van
son las palabras
agujereando nieblas
rompiendo reglas
y desarmando jaulas…

Bichos sin dueño oficial
son las palabras
que atacan o se mueren
cuando las quieren atar
y hay que soltarlas.

Frutas sin descascarar
son las palabras.
No es fácil mantenerlas
y hay que morderlas igual
si son amargas.

Lluvia que insiste en caer
son las palabras.
Hacen brotar cardales
riegan trigales
perforan los paraguas.

Las palabras, qué cosa seria. Cosa seria, graciosa, tierna, difícil de tragar… Las palabras, objetos sonoros tan materiales como la arcilla de quien modela, como las notas del músico, como los pasos de baile del que danza, como… Objetos con consistencia, con peso y espesor. Nos brotan fácil, como agua de la fuente… cuando la fuente no está tapada. O nos brotan… difícil, como si los conductos estuvieran atacados de algún tipo de sarro. O ni siquiera salen, como si el manantial se hubiera vuelto cauce seco. Las palabras, esos objetos que suenan son flechas cuando hieren, sogas cuando atan, puentes cuando unen, abismos si separan, sopapos si sacuden, caricias si calman, llaves que abren, candados muy capaces de encerrar.

Manantial de palabras somos las personas, un manantial de fuerza y de fluidez ingobernable. Nuestro lado de adentro, ese sueño cumplido del misterio propio. Misterio para los otros y misterio para nosotros mismos. Somos complejos y también capaces de expresar nuestra complejidad: con gestos, con acciones, con canciones, pintando, dibujando, bailando mal o bien y a veces, sólo a veces, con palabras.

Por eso debe ser que la palabra dicha (o escrita) viene con la esperanza de suscitar respuesta, es palabra que pide vuelto de palabra… y si no pide, espera. Espera sin pedir.

Me pidieron que venga y que suelte palabras. Han esperado pidiendo. Me toca el vuelto. A ver qué salen a decir esas locas bajitas (o altitas), las palabras.

Palabra escrita, guardada, puesta en hoja: libro (libros). Libros hechos para ser abiertos: sus tapas, sus hojas… y sus palabras. Literatura puesta en libro: arte. Esa particular forma del arte que llamamos —para darle algún nombre— literatura infantil(ya encontraremos uno mejor, va haciendo falta buscarlo). Literatura infantil, se anima a decir una y las palabras se corren. No se van, pero se hacen a un costado como en un vagón lleno cuando entra un pasajero más. Las palabras le hacen sitio a las imágenes, esa otra forma del arte. A las imágenes y a su especial manera de decir. Ellas también afloran del manantial interno, ellas también pronuncian, se pronuncian en nombre de la creación, de la belleza. Ellas también expresan y esperan vuelto. Y hasta son muy capaces de suscitar palabras.

Mirar las imágenes de un libro no es solo ver, es detenerse a ver, demorarse en ver. Y leer un texto no es solo leer, también es detenerse y demorarse, es re-leer.

Mirar y re-mirar, leer y re-leer. Y, la escuela, gran oportunidad. La oportunidad grande o La gran ocasión, como la llama Graciela Montes (1). Una biblioteca como la “Juanito Laguna” también es esa Gran Ocasión. Ocasión de encuentro entre niños y niños, entre adultos y adultos, entre adultos y niños. Encuentro para y en el leer —imágenes y palabras—, para y en el hablar de las múltiples lecturas posibles a las que cada obra artística da lugar. La Gran Ocasión de leer y decir, de escuchar decir, de decir y ser escuchados, de recibir palabra e imagen y devolver imagen y palabra. Palabras e imágenes de las que convocan sentires, de las que organizan pensares, y nos provocan a decir.

Entrar, por la vía del arte, al misterio de las otras personas y al grande, gran misterio de nosotros mismos. ¿Y los libros? Los libros como excusa, como puerta de entrada a esta ronda que nos comunique, como elemento indispensable de esa ocasión grande y propicia que es la escuela, que es la biblioteca.

Propicia ¿desde dónde? Muy probablemente desde la escucha. Escuchar tampoco es sólo oír, es también demorarse en oír. Para dejarme alcanzar por las voces de los otros, hago silencio de mí. La escucha, ese ejercicio. Mis ideas previas, mis palabras se callan, se a-callan para poder recibir las palabras del otro, para hacerle lugar a lo que tiene de único, de diferente, de singular. Y voy a la sorpresa, a lo que no esperaba, a lo que hay en el otro de imprevisible para mí, a lo que contiene, a lo que lo contiene y lo desborda, a lo que es.

El otro es otro adulto o es un niño. Yo misma soy el otro de los otros. Y, en el medio de todos, esa esperanza de ida y vuelta llamada diálogo: las palabras. Que son flechas cuando hieren, sogas si atan, puentes si unen, abismos si separan, sopapos si sacuden, caricias si calman, llaves que abren, candados muy capaces de cerrar con doble vuelta.

Grandes ocasiones, la escuela, la biblioteca y allí, ¿qué puede hacerse con un libro que empieza…

“Celina tiene una calle en el bolsillo. Está ovillada como una pelota de piolín. La despliega y la vuelve a ovillar. El ovillo tiene un montón de cuadras y también una plaza. Celina piensa que algún día su ovillo tendrá el largo necesario para medir la panza del mundo”.

Así escribe Laura Devetach en La plaza del piolín (2).

¿Y qué se hace con un libro que dice…

“—Esposo, ¿oyes ese ruido?
El campesino bajó unas carnosas hojas de alcaucil que estaba a punto de llevarse a la boca.
—La verdad, mujer, no escucho otra cosa que el ruido de las lechugas creciendo —respondió el hombre. Y ensartó su tenedor en la ensalada.”

Así escribe Liliana Bodoc en Sucedió en colores (3).

¿Y qué hacer con otro libro que dice…

“—Lo que pasa es que no sos más que un cobarde.
—Así será. No tengo miedo de pasar por cobarde. Podés agregar, si te halaga, que me has llamado hijo de mala madre y que me he dejado escupir. Ahora ¿estás más tranquilo?
Pero La Lujanera me sacó el cuchillo que yo sabía cargar en la sisa y me lo puso, como fula, en la mano. Para rematarla, me dijo:
—Rosendo, creo que lo estás precisando.”

Así dice Jorge Luis Borges en “Historia de Rosendo Juárez” (4).

¿Y qué hacer con otro libro que dice…

“El Ogro había llevado a la princesa hasta su casa-cueva. La tenía atada a una silla y en ese momento estaba cortando leña: pensaba hacer princesa al horno con papas. Las papas ya las tenía peladas.”

Así escribe Ricardo Mariño en Cuento con Ogro y princesa (5).

Y con esto… ¿qué se hace?

“—¡Qué extraño! —dijo la muchacha, avanzando cautelosamente—. ¡Qué puerta más pesada! —La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.
—¡Dios mío! —dijo el hombre—. No tiene picaporte del lado de adentro. ¡Nos han encerrado a los dos!
—A los dos no. A uno solo —dijo la muchacha.
Pasó a través de la puerta y desapareció.”

Así escribe el inglés Ireland en “Final para un cuento fantástico” (6).

¿Y cómo tomar la manera que tiene Juan Rulfo de contar la inundación que se llevó a una vaca?

“Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana (la Tacha), con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas las más grandes.
Según mi papá, ellas se han echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas…”

“Es que somos muy pobres” se llama este cuento de Rulfo (7).

Una se encuentra con libros así y puede decir ¡Qué bueno!

El Ogro la tenía atada a una silla y estaba cortando leña: pensaba hacer princesa al horno con papas. Las papas ya las tenía peladas.

A una le dan ganas de compartir estos tesoros. Y una puede decir: Sírvanse lo que quieran…

Celina tiene una calle ovillada, una pelota de piolín. Algún día su ovillo tendrá el largo necesario para medir la panza del mundo.

La pucha, qué valioso… podría decir una.

—Esposo, ¿oyes ese ruido?
—Mujer, no escucho otra cosa que las lechugas creciendo.

A esto hay que cuidarlo, se podría pensar.

No sos más que un cobarde.
—Así será. Me has llamado hijo de mala madre y me he dejado escupir.
Pero La Lujanera me puso el cuchillo en la mano:
—Rosendo, creo que lo estás precisando.”

¿Hay que cuidar este tesoro o hacerlo circular?

—¡Dios mío! No tiene picaporte del lado de adentro. ¡Nos han encerrado a los dos!
—A los dos no. A uno solo…

Desesperarse una, caray… me llueven tantos libros, tantas preocupaciones.

Que la vaquita era para dársela a la Tacha, con el fin de que tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como mis otras dos hermanas, las más grandes.

Cuidarlo y compartirlo. Cuidarlo mientras se lo comparte, mientras se lo hace circular. Qué difícil. Y sí, son los problemas de tener un tesoro propio que, al mismo tiempo, resulta que es de todos. Es lo difícil de tener una vaquita, como tenía la Tacha… y de si importa poco o mucho el hecho de tenerla o no.

Literatura infantil, ya buscaremos un nombre mejor para la vaquita de la Tacha. Un tesoro de arte, una torre de libros de los que acaso yo conozca algunos, pero varios o muchos, no. Una torre de libros y La Gran Ocasión… o una altísima torre deyonosequehacer, de preocupaciones, pero…

Hay gente que, leyendo, se aleja de la costa
y se zambulle en un bote sin fondo.
Hay gente que, leyendo, contradice la ley de gravedad.

Una torre de libros es capaz de aplastarme aunque no se derrumbe.
Pero si en uno de esos libros yo me encuentro, era ése el que importaba.
Una torre de libros puede usarse para alcanzar y ver.

Una torre de libros puede caerme encima
pero el libro que importa
es ese al que entro pez y salgo pájaro.

Puedo llegar a un libro con la cabeza alerta y la espalda agobiada
o me puedo acercar con el gusto y el olfato y el tacto.
Hay libros que se esmeran en provocar.

Una torre de libros puede caerme encima
pero del libro que importa salgo pájaro
habiendo entrado pez.

Hay gente que, leyendo, se aleja de la costa
y se zambulle en un bote sin fondo.
Hay gente que, leyendo, contradice la ley de gravedad.

Cuando atravieso un libro y el libro me atraviesa…
… era ése el que importaba.

Leer esta vaquita de la Tacha no es sólo leer, también es mirar… y detenerse y demorarse, es remirar, es releer. No importa cuántos libros de la torre alcance yo, cuántos libros me alcancen. Importa estar buscando el libro que importaba.

Importaba e importa con miras al encuentro entre adultos y adultos, entre niños y niños, entre adultos y niños.

Leer y hablar, leer y decir y escuchar decir, decir y ser escuchados, recibir palabras y devolver palabras, esas linternas locas, esos bichos sin dueño, esas frutas con cáscara, esa lluvia que insiste, que insiste en caer… y que es capaz de atravesar los techos y los paraguas.

Les cuento ahora de un trabajo que hicimos con María Inés Bogomolny y Mirta Goldberg. Se trata de una guía para mediadores que se presentó hace cosa de tres años en la Feria del Libro de Buenos Aires. La guía acompañaba a dos DVD que contenían ocho episodios del programa Ver para leer (conducido por Juan Sasturain y emitido por Telefé) y se distribuyó en todas las escuelas de nivel medio del país y en la Bibliotecas Populares, a través del Ministerio de Educación y la CONABIP (8).

De ese trabajo van algunos párrafos sobre otro arte: el arte de mediar entre los libros y las personas. Van para ustedes, gente que le pone el cuerpo y la voz a ese difícil arte lleno de sorpresas, hecho para quienes aman cultivar el asombro, mediadores entre el arte y las personas:

“La escena del lector a solas con un libro no es la única posible. La escuela, por ejemplo, es un lugar social por lo que el encuentro con otros la convierte en un espacio privilegiado para los intercambios y para distintas prácticas relacionadas con la palabra: hablar, escuchar, leer, escribir.

Es que allí nos encontramos dentro de una ‘comunidad de lectores’ y así tenemos la oportunidad de escuchar lo que otros piensan de aquello que estamos leyendo o escribiendo, como también la de aportar nuestra opinión.

Aidan Chambers (9) se refiere a este ‘hablar juntos’ como un momento de ‘despegue’ hacia lo que, hasta el momento de la charla, nos era desconocido. Al escuchar lo que otros dicen del texto que estamos leyendo, descubrimos lo que no se nos hubiera ocurrido pensar a solas. Nuestro pensamiento se une y se entrama con el de los otros. Y así, de nuestro solitario ‘texto pensado’, que es un tejido, va surgiendo el ‘texto conversado’, otro tejido que crece a lo ancho de la lectura en grupo, a lo largo en el tiempo del encuentro, y que sigue creciendo en nuestro tiempo interno cuando nos lo ‘llevamos puesto’. Entonces, ese ‘despegue’ del que habla Aidan Chambers, es también profundización: encontramos otras ‘capas’ en el texto, y otras capas en nosotros mismos (en los distintos niveles de profundidad que tenemos las personas).

Para un docente, para un bibliotecario hay una interesante distancia entre pensar la lectura como un hábito (el tan trillado ‘hábito de la lectura’) y pensarla como un ‘lugar habitable’, un ‘espacio a habitar’ en el que no necesariamente estaremos solos aunque también podamos estarlo si queremos y tenemos la oportunidad.

Palabra dicha, palabra escuchada, palabra pensada, palabra escrita, palabra leída: cinco momentos en el ciclo, siempre en movimiento, de la palabra. A ese ciclo entramos cuando nacemos y a él nos incorporamos a medida que nos vamos volviendo hábiles, competentes en el uso de la palabra en todas sus formas.

No podemos referirnos a la lectura prescindiendo de los otros momentos del ciclo. Es importante ver que en ‘la conversación’ sobre libros se ponen en juego todos ellos funcionando de a pares: mientras alguien habla, los demás escuchan… y tanto el habla como la escucha se refieren a libros (a la escritura) y a lo que nos pasa cuando entramos en ellos (a la lectura).

Nuestra historia como lectores es también nuestra historia como hablantes, oyentes, escribientes, pensantes. Es la historia del ciclo que la palabra hace en nosotros todo el tiempo.

¿Cómo favorecer el desarrollo de estas competencias en las personas de cualquier edad? Sacándolas al ruedo, poniéndolas en juego con todo lo que la expresión ‘poner en juego’ implica. No se trata de un juego de preguntas y respuestas donde hay uno que sabe y los otros tienen que dar con la respuesta correcta. Es otra clase de juego, como el de la vida donde las respuestas son siempre provisorias y las preguntas siempre se están reformulando. No es lo mismo un interrogatorio que un diálogo. No es lo mismo responder a las preguntas que nos hacen que decir en voz alta las preguntas que nos hacemos. No es lo mismo alguien que pide que contestemos sus preguntas que otro que nos habilita para formular las nuestras.

Mediar es, de alguna manera, estar en el medio entre las personas y los libros. Claro que se puede estar “en el medio” a la manera de una medianera… o a la manera de un puente.

Al docente, al bibliotecario, al adulto que trabaja para volverse puente es al que damos el nombre de mediador.

Al tomar conciencia de esto, es fácil ver que un mediador no es un docente o un bibliotecario con una formación de base y nada más. Es alguien que se entrena, se nutre con miras a una función para la que, por ahora, no viene preparado desde su formación. Buena parte de ese entrenamiento, de esa nutrición, tiene que ver con leer, leer, leer y otra buena parte, con compartir lecturas con sus pares, y otra buena parte con experimentar, generar escenas de lectura con sus grupos, y otra buena parte con compartir esas experiencias con sus pares. Muchas partes, dirán ustedes… ah, pero todas buenas. Todas buenas partes.

¿Cómo y cuándo intervenir? ¿Cómo y cuándo preguntar? ¿Cómo y cuándo callar?

De los criterios que pone en juego el mediador, depende el éxito de la experiencia. Y por éxito entendemos que las personas resulten contagiadas de entusiasmo por probar, por explorar, por conocer.

La primera condición del mediador es la escucha. Y escuchar no es lo mismo queoír, así como ver no es lo mismo que mirar. Un mediador no se conforma con que las personas vean, las invita a mirar. Un mediador no recibe la palabra del otro ‘como quien oye llover’: la escucha.

Y «esa escucha —dice Cecilia Bajour (10)— se extiende no sólo a lo dicho con palabras sino también a los signos transmitidos por gestos elocuentes. Escuchar también pasa por leer lo que el cuerpo dice».

La característica por excelencia del mediador es la valoración de la palabra del otro, cualquiera sea esa palabra. Un mediador no es alguien que detenta el poder sobre las lecturas ajenas: es nada más —y nada menos— que un lector dentro de una comunidad de lectores. Es un lector generalmente más entrenado o con mayores competencias, por eso es quien coordina, pero sus mismas competencias le hacen ver que un texto literario no tiene una sola lectura, sino un abanico de lecturas posibles y que cuanto más conversemos sobre él, más podremos abrir ese abanico. Un mediador es un lector con derecho a opinar, pero no alguien que tiene la palabra última… en principio porque, tratándose de leer literatura, no existe la llamada ‘última palabra’.

El mediador necesita «aceptar al otro en su diferencia, su lectura y su visión del mundo con esa diferencia —dice Cecilia Bajour— aunque no coincida con ella». Esta democracia de la palabra pone a un costado también la sobreprotección. Son posibles y deseables las escenas en que los lectores quedan —según sostiene esta misma autora— «inquietos o en estado de pregunta» (11). Y está claro que no se refiere a la pregunta de un cuestionario, sino a la incertidumbre, a las preguntas internas que generan la literatura, el arte, la vida.”

Un mediador no es alguien que abandona el grupo a su suerte, lejos de eso, es un coordinador que todo el tiempo hace cosas desde el acompañamiento:

Valora los saberes de su grupo y lo hace saber… Qué hubiera hecho el padre de Marina, que es cerrajero, si se quedaba encerrado del lado de adentro ¿no?

Un mediador toma lo que alguien dijo y lo devuelve al grupo… ¿Oyeron lo que dijo Lautaro? Dijo que no existe un piolín tan largo para darle la vuelta al mundo…

Amplía, sugiere, acompaña… Las vacas saben nadar, sí pero cuando el río crece arrastra ¿o no?…

Respeta los silencios. Que alguien no intervenga en la conversación no quiere decir que no esté pensando, sintiendo…

Está presente, pero sin protagonizar ni monopolizar, da su opinión y escucha las consideraciones del grupo en relación con ella: yo no creo que Rosendo fuera un cobarde ¿o sí?

Repregunta y estimula a repreguntar: ¿Y cómo te das cuenta de que las lechugas no hacen ruido cuando crecen?

Admite que los alumnos le pregunten a él o entre ellos: Lucila pregunta si los ogros comen gente y si existen de verdad, yo no sé qué piensan ustedes…

Abre la discusión cuando parece cerrarse: Javier dice que cómo vas a hacer un ovillo con una calle… Eso digo yo, cómo…

Convida (lee un fragmento, cuenta algo acerca de un libro, lo muestra…), y acepta ser convidado: Ah, miren… Brenda sacó un libro de princesas de la biblioteca… y no son las de Disney, ¿quieren ver?…

Genera, incentiva, da curso a las iniciativas que surgen: ¿Acá quieren hacer la pelea de Rosendo Juárez? Bueno, ¿quién hace de la Lujanera?

Contagia su entusiasmo por leer, descubrir, conocer: No saben el libro que me regalaron para mi cumpleaños! Trata también de un cuarto cerrado. No, no lo traje hoy. Lo traigo mañana si quieren. ¿O les cuento una parte?

Un mediador no es medianera, es puente. Se va convirtiendo en puente. El caso es cómo hacerlo. He ahí la cuestión. ¿Cómo hacerlo? He ahí la pregunta. Y ojalá pueda mostrar que, cuando uno tiene una pregunta, no es que le falta algo, sino que tiene algo. La punta del ovillo de cualquier respuesta es una pregunta. Uno no pregunta cualquier cosa. Su pregunta tiene que ver con algún principio de respuesta que está teniendo.

Por eso, como una forma de mostrar la importancia de tener una pregunta, y para dejar que entren otras voces a este monólogo que habla de diálogo, elegí dos situaciones de taller con adultos para compartir hoy. Ambos ejemplos se refieren a lectura de textos que son las pistas por las que circula este oficio que elegí, el de escribir.

Va la primera:

“¿Cómo sé si un texto es malo o bueno?”, pregunta Cintia.

Devuelvo la pregunta al grupo: “¿Cómo sé si un texto es bueno o malo?”

Cintia misma arriesga una respuesta:

“Cuando un texto me parece malo es porque siento que voy rápido por la superficie. El que es bueno, en cambio, se ahonda, se va para adentro. Es como que la palabra que está escrita deja de importar porque se va, se va, se va para adentro”, explicaba.

Fue muy importante que Cintia tuviera esa pregunta y que la formulara aunque no tengamos ni nos apuremos por tener una respuesta todavía.

La punta del ovillo de cualquier respuesta es una pregunta. Uno no pregunta cualquier cosa. Cuando uno tiene una pregunta, no es que le falta algo, sino que tiene algo. Por eso echo a rodar entre nosotros, hoy acá, la pregunta de Cintia: “¿Cómo sé si un texto es malo o bueno?”

Y voy a la segunda situación:

Mary, integrante de otro taller, cuenta que levantó una baldosa del patio de su casa con la intención de tener tierra para plantar allí una parra. La parra nunca prosperó, pero un día quiso hacer puré de calabaza, entonces apartó las semillas —para que no quedaran en el puré— y las tiró en esa tierra de la baldosa levantada. Al tiempito empezó a crecer una planta. Era un lugar con poca luz, debajo de una escalera. Mary ayudó a la planta a enredarse en la baranda. Un día se fue de vacaciones y, a la vuelta, encontró que la planta había dado un zapallo enorme. Empezó a buscar entre las hojas y encontró más. En total, esa planta le dio 118 kilos de zapallo.

Lo curioso fue que las semillas eran de zapallo calabaza… pero salieron zapallos de Angola, de los que se usan para dulce. No faltó en el barrio quien empezara a hablar del “zapallo milagroso”. Hasta llegó gente de otros barrios a “comprar” un frasco del dulce interminable que Mary ya no sabía a quién más regalar.

Ana, otra integrante del taller que por suerte es bióloga, explicó que, cerca de la casa de Mary, tuvo que haber otra planta de distinta variedad de zapallo, y el viento o los insectos produjeron una polinización cruzada entre zapallo de Angola y zapallo calabaza.

El primer comentario que surgió en el grupo fue: “parece un cuento de García Márquez”. Y lo parecía. Pero Mary prometió documentar con fotos sus dichos. Y en el encuentro siguiente puso las fotos sobre la mesa. El dulce “milagroso”, no lo puso… porque ya no le quedaba ni un frasco.

La conversación en el grupo derivó en comparar lo frondoso y lo mutante de aquella planta de zapallo con la escritura literaria. Nos dimos cuenta de que ambos —el zapallo y la escritura— se parecen en la manera de germinar, de brotar y de crecer. Uno (el que escribe) levanta una baldosa de su patio interior para plantar una parra, pero resulta que la parra no prospera. La baldosa levantada está debajo de una escalera, en un sitio con poca luz. Uno plantó parra, pero la parra no brota. Es lamentable, pero qué se le va a hacer. Entonces uno se distrae del asunto, se pone por ejemplo a pisar puré. Pero la baldosa quedó levantada. Y la tierra quedó expuesta a que ahí caiga de todo, hasta lo que uno deshecha. Me olvidé de la baldosa, me olvidé de la parra. En una de esas veo que empieza a brotar zapallo, y bueno, paciencia… o a lo mejor está bien, tendré zapallo. Me entusiasmo, lo riego, le ayudo a enredarse en la baranda de mi escalera. Y la vida continúa de tal manera que un día hasta me voy de vacaciones. Pero la planta sigue creciendo ahí. Y a mi regreso, yo que había querido parra, tengo… superproducción de zapallo. Ajá. Entonces me imagino pisando 118 kilos de puré… pero, no… resulta que tampoco. Porque los zapallos son de los de dulce.

¿Cómo pasó esto? ¿Cómo pasó? Mi tierra se negó dos veces a dar lo que yo esperaba. Primero no dio parra, después me cambió la variedad de zapallo. ¿Cómo pudo pasar?

¿Cómo funciona este poder de decisión que tienen los canteros de uno? ¿Qué vientos y qué insectos vuelan? ¿Cómo suceden semejantes polinizaciones cruzadas?

Uno se queda perplejo con esto. Para sorpresa ya tiene bastante, pero resulta que la cosa no terminaba ahí. Ni mucho menos. Porque el producto de semejante proceso imprevisible, desemboca en otro quizá más azaroso, más asombroso todavía. Desemboca en quien degusta el dulce de zapallo. En un lector. Y un lector es alguien que también tiene patio, baldosa levantada, vientos inmanejables, insectos sin gobierno y polinizaciones de lo más cruzadas.

Lo que yo voy pensando por ahora es que estos textos-zapallo, que son los que produce la literatura, no permanecen nunca iguales a sí mismos. Mutan. Apenas se los da por terminados ya ni siquiera son zapallo, ya son textos-cebolla. Se ofrecen a sus lectores desde sus muchas capas. Cada lector llega a la capa que llega. Y un mismo lector, en una lectura futura, puede llegar a una envoltura más profunda de la cebolla. Porque el texto es cebolla y el lector también (el lector también tiene capas). El lector frente al texto es cebolla frente a cebolla. Y entonces, el texto-cebolla le muestra al lector-cebolla sus propias capas.

Cuando hablo de texto-cebolla es que estoy hablando de literatura. A la literatura se la reconoce, entre otras cosas, porque es cebolla… por oposición a otros textos de los que se podría decir que son papa. Y digo textos-papa peyorativamente. Textos-papa desde la cáscara hasta el corazón. Papa compacta. Pienso en las capas de la cebolla y veo que, cuando la cebolla brota, brota desde lo de más adentro.

Yo no podría explicar lo que esto significa. Si lo quiero explicar, me quedo corta. Explicarlo sería decir poco, decir menos. Por eso elijo decirlo así. Los textos-papa brotan desde la cáscara; los textos-cebolla, desde el corazón. Lo digo así, lo sugiero, lo insinúo, lo dejo en la entrelínea porque no lo quiero reducir, es profundo, no lo quiero aplanar. Por eso elijo esta manera de decir que no explica, pero toca el corazón de la cebolla… Por eso elijo la manera de la literatura.

La literatura, ese yacimiento de palabras elegidas y combinadas con arte. Ésas que los artistas que admiramos logran pescar al vuelo cuando pasan zumbando, y las limpian, las pelan, las revuelven, las agitan, las trituran, las liberan, las emperejilan y nos las sirven al plato como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas, así lo dijo de bien Pablo Neruda.

Tienen sombra, transparencia, peso, plumas… así lo dijo. Brillan como piedras de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío…así lo dice el tal Pablo y así son las palabras, así cantan. Cantan belleza cuando no desafinan, cantan verdad cuando no mienten. Cuando no engañan, cantan la justa.

Linternas locas que van
son las palabras
agujereando nieblas
rompiendo reglas
y desarmando jaulas…

Bichos sin dueño oficial
son las palabras
que atacan o se mueren
cuando las quieren atar
y hay que soltarlas.

Frutas sin descascarar
son las palabras.
No es fácil mantenerlas
y hay que morderlas igual
si son amargas.

Lluvia que insiste en caer
son las palabras.
Hacen brotar cardales
riegan trigales
perforan los paraguas.


Notas

(1) Montes, Graciela. La gran ocasión. La escuela como sociedad de lectura. Ilustraciones de Saúl Oscar Rojas. Coordinador del Plan Nacional de Lectura: Gustavo Bombini. Diseño gráfico: Rafael Medel. Buenos Aires, Plan Nacional de Lectura, Ministerio de Educación Ciencia y Tecnología, 2007 (segunda edición).

(2) Devetach, Laura. La plaza del piolín. Ilustraciones de Nancy Fiorini. Buenos Aires, Editorial Alfaguara, 2001. Colección Infantil; Serie Naranja.

(3) Bodoc, Liliana. Sucedió en colores. Ilustraciones de Matías Trillo. Buenos Aires, Grupo Editorial Norma, 2004. Colección Torre de Papel, serie Torre Azul.

(4) Borges, Jorge Luis. “Historia de Rosendo Juárez”. En: El informe de Brodie (1970).

(5) Mariño, Ricardo. Cuento con ogro y princesa. Ilustraciones de Laura Cantón. Buenos Aires, Ediciones Colihue, 1987. Colección El Pajarito Remendado. Existe edición entregada con el periódico Página/12 (Buenos Aires, 1999).

(6) Ireland, I.A. “Final para un cuento fantástico”.

(7) Rulfo, Juan. “Es que somos muy pobres”. En: Pedro Páramo / El llano en llamas. Barcelona, Seix Barral, 1983. Colección Literatura Contemporánea.

(8) Bogomolny, María Inés y Goldberg, Mirta. Ver para leer desde la escuela y la biblioteca. Coordinación general de la guía: María Inés Bogomolny. Lectura crítica y colaboración autoral: Iris Rivera. Buenos Aires, Fundación YPF, 2009.

(9) Chambers, Aidan. Dime. México, Editorial Fondo de Cultura Económica, 2007. Colección Espacios para la lectura.

(10) Bajour, Cecilia. “Oír entre líneas: el valor de la escucha en las prácticas de lectura”. Conferencia pronunciada por la autora en la 5ª Jornada de Reflexión sobre la Lectura y la Escritura organizada por la Secretaría de Educación del Distrito y Asolectura (Bogotá, Colombia, 6 de octubre de 2008). Publicada en Imaginaria N° 253 (Buenos Aires, 2 de junio de 2009).

(11) Bajour, Cecilia. “Oír entre líneas: el valor de la escucha en las prácticas de lectura”. Op. cit.

Fuente: Revista de Literatura Infantil y Juvenil IMAGINARIA 234