Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

domingo, 30 de abril de 2017

KARLA GABRIELA BARAJAS RAMOS (México, Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 1982)


DESAPARECIDA

-Qué pasó con Blanca, ¡con Blanca!- grité y doña Guille no se sobresaltó-. Discúlpeme, recorrí Piedras Negras, La Laguna, Querétaro, Iguala, Veracruz, Chiapas; denuncié formalmente, busqué en los hospitales, en las calles; en el Servicio Médico Forense, y mi esposa no estaba en sus cámaras frías con montones de cadáveres sin identificar, ni en hospitales...
“San Cayetano es mi última esperanza, dónde más busco su cuerpo vivo o muerto, no sé si es libre, come o respiraba. Es una desaparecida entre miles de mujeres de niños y niñas. Para las autoridades es una cifra, para mí es la persona con que habla en las noches y se reía de mis chistes malos, quien me abrazaba aunque estuviera sudado. Estoy seguro ella no se fue voluntariamente, se la llevaron”
- No regresará-, respondió doña Guille mientras restregaba un trapo percudido sobre la mesa de plástico desquebrajado donde derramé café-.No es la primera vez que abandona a su familia. Blanca heredó la locura, las ansias de vivir fuera de San Cayetano, la búsqueda, el escape.
Los silencios largos me permitían ver sus gestos sobreactuados, sus arrugas, sus movimientos temblorosos en manos y piernas como si doña Guille tuviera Parkinson. Enfatizaba su condición de enferma con párpados entrecerrados y el recorrido lento de la vista hacia las paredes de lodo y paja.
-Es el destino de hombres cabrones; sucumbir ante el látigo de mujeres triplemente desgraciadas-, sentenciaba doña Guille viendo la argolla en mi dedo anular. Me condenaba sin conocerme.
“El padre de Blanca, Marco pagó los lujos de su mujer Estela, zapatos, vestidos… Él trabajaba en Magón, Ponciano, Nicolás Bravo; y otros pueblos cercanos a San Cayetano. Hay sequías prolongadas, hambre, Blanca y su madre Estela tuvieron comida hasta cuando el pueblo entero moría a falta de alimento. Es pueblo viejo, los pueblos se mueren, la gente se va.”
Doña Guille me contemplaba, sentada a la mesa con la taza de café en las manos y con cara pálida, me estremecí, salí a su banqueta para estirar las piernas. Encendí el cigarro.
Blanca alguna vez me contó de San Cayetano, de su amor a la familia que por miedo dejó y por vergüenza no volvió a ver. Doña Guille me tocó el hombro.
-Le aconsejo que se vaya, esa mujer dio señales inequívocas de maldad desde la adolescencia. Cuando su padre le regaló un viaje, su madre Estela y ella viajaron a la capital y regresaron con la Blanquita parada en zapatillas rojas y con el capricho de estudiar en la Ciudad de México. ¿Con qué ojos mi divino tuerto?, contestó su padre a la petición. Es cruel la vida, ¿sí sabe?, Marco perdió un ojo, y la lengua meses después en una pelea de cantina. Buscaba a Blanca como usted.
“Le dio harto coraje a la Blanquita que su papá no le pagara la secundaria, ni la apoyara con eso de irse a la capital. Hizo berrinches, dejó de comer, se cortó el cabello lacio, le llegaba hasta las nalgas, lo dejó a la altura de los hombros. El temperamento lo heredó de la madre.”
-A Blanca la conocí en Guadalajara- le confesé a mi informante, no sé por qué-. Me contó que siendo adolescente escapó del lugar porque en San Cayetano había asesinatos, fanatismo, sacrificios humanos… eco de muertos en aire, agua, tierra... a la gente no le importaba, a su familia incluida.
El silencio luego de esto se prolongó, cada uno cansado de hollar en recuerdos. Doña Guille me hizo compañía entonces, habló en voz baja de cómo Blanca (asesorada por un tal Arcadio) visitó un burdel ubicado en la periferia de San Cayetano, un lugar oculto entre la maleza del camino donde traficaban con niñas, las explotaban, maltrataban y enviaban a la ciudad, o fuera de Chiapas.
-Blanquita encontró a Rebeca, la madrota del Rodeo, le dijo que buscaba trabajo en una casa de citas. A la hora se arrepintió porque una de las chicas sangraba de un brazo, pedía la llevaran con un doctor, la Rebeca, tenía un carácter de los mil diablos, la arrastró del pelo y la encerró en el cuarto de tierra en donde guardaban las cajas de cartón y botellas de cerveza.
Según el hombre, Blanca se echó a correr, se encerró en una habitación llena de catres; atracó la puerta de madera con una silla. Entre varias mujeres empujaron, y ésta se desquebrajó.
-Encontraron a la chica dentro de la habitación, comenzó a caminar en dirección a ellas pero sus pies parecían no tocar el suelo, dicen que era como un ángel pero caído, la mirada dura lo decía. Rebeca la jaló de la cintura y le metió una cachetada. Blanca la vio fijamente y luego dijo: No quiero estar aquí.
“Dicen que la habitación se llenó de un olor a naftalina, humedad y luego animal muerto; las mujeres del lugar sintieron frío, ni con copas de tequila les regresó el calor. Cuando Blanca desapareció frente a ellas en la habitación se pusieron a rezar. Ahora estás, ahora no estás. Quienes cuidaban en el patio, del otro lado de la ventana la vieron aparecer entre los árboles corriendo, avisaron que a lo lejos estaba Blanca. El miedo y el mareo les impidió correr tras de ella pesé a las órdenes de Rebeca.
“En Blanca moraba el demonio, la llamaron La Diabla. Al final se quedaron viendo el horizonte, y a una Blanca desapareciendo por segunda ocasión entre los árboles. A ellas también les hubiera gustado irse aquella mañana. Los trabajadores de Rebeca estuvieron hasta las nueve de la noche buscándola sin éxito.
“La Rebeca prohibió que se hablara de eso pa no afectar el negocio, pero al final en el interior de la casa donde se juntaban lo mismo civiles que policías, la historia se contó hartas veces en una especie de visita guiada: Entre estos nueve catres hacinados se paró la Blanca y el espejo comenzó sudar… aquí quedaron las zapatillas rojas de la niña… la vimos más allá de la maleza por el camino que dejaron bueyes, arrieros, trocas por esta ventana. Desapareció entre los árboles –dijo doña Guille señalando con el índice varios puntos de la calle en una especie de transe-. El pueblo entero lo supo. Desapareció. No preste atención a rumores- aconsejó doña Guille sacándome del embrujo- usted es hombre culto. La anciana dejó ver una sonrisa huecas, fingidas. Estaba exasperada.
“Nadie más que el cabrón de Arcadio le contó a Marco la verdad; y a qué costo, sufrió demasiado. Fue buen padre, no se merecía eso. Usted tampoco se merece la muerte que tendrá si encuentra sus respuestas en alguno de los habitantes de esta colonia. Márchese. Aquí nadie es feliz, nadie quiere salir de este pueblo, y Blanca le aseguro no quiere regresar.”
Aún busco a Blanca entre las ruinas de este lugar.


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sábado, 29 de abril de 2017

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viernes, 28 de abril de 2017

LUISA VALENZUELA (Buenos Aires, 1938)


El peor peligro

En el circo más de una vez le advirtieron al arriesgado malabarista, el que usa las antorchas como si fueran inofensivos palos, que se cuidara. Cuidate, le decían cada tanto sus compañeros que no solían ser prudentes; cuidate, que estás jugando con fuego.
Él no quiso escucharlos y se casó no más con la ardiente ecuyere. Así le fue…

De: “Zoorpresas  zoológicas” (2013)

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jueves, 27 de abril de 2017

YASUNARI KAWABATA (Japón, Osaka, 1899-Zushi, 1972)


NIEVE

Durante los últimos cuatro o cinco años, Noda Sankichi se había recluido en un hotel de Tokio de muchos pisos, desde la noche de Año Nuevo hasta la mañana del día 3. Aunque el hotel tenía un nombre grandioso, Sankichi lo llamaba el Hotel de los Sueños.

–Papá se fue al Hotel de los Sueños –decían su hijo o su hija a las visitas que iban a la casa en Año Nuevo. Y estas lo consideraban una broma para encubrir su paradero.

–Es un lindo lugar. Debe de estar pasándolo muy bien allí –decían algunos de ellos. Sin embargo, ni siquiera su familia sabía que Sankichi verdaderamente soñaba en ese Hotel de Sueños.

La habitación del hotel era la misma cada año. Era la Habitación Nieve. Y otra vez, sólo Sankichi sabía que llamaba de ese modo a una habitación señalada por un simple número. Cuando llegaba al hotel, corría las cortinas de la habitación, de inmediato se metía en la cama y cerraba los ojos. Durante dos o tres horas, se quedaba así acostado, tranquilo. Es cierto que buscaba descanso de la irritación y fatiga de su trajinado y agitado año, pero incluso cuando el irritante cansancio se había disipado, una lasitud más profunda surgía y lo dominaba. Lo sabía y esperaba a que ese cansancio alcanzara su punto máximo. Al tocar el fondo de esa fatiga, su mente se aturdía, y era entonces cuando el sueño empezaba a subir a la superficie.

En la negrura que cubrían sus párpados, diminutos puntos de luz del tamaño de granos de trigo empezaban a danzar y flotar. Los granos eran de un matiz suave, dorado, transparente. A medida que el dorado se iba enfriando y pasaba a una desvaída blancura, se transformaban en copos de nieve volando hacia la misma dirección y con pareja lentitud. Eran copos que se deshacían como polvo a la distancia.

“Este Año Nuevo, otra vez, la nieve se ha hecho presente.”

Con ese pensamiento, la nieve se convertía en una pertenencia de Sankichi. Caía en su corazón. En las tinieblas de sus ojos cerrados, la nieve se volvía próxima. Cayendo pesada y veloz se transmutaba en copos como peonías. Los enormes copos con forma de pétalos caían más lentamente que los que se dispersaban como polvo. Sankichi estaba envuelto por esa silenciosa y apacible ventisca.

Ahora sí podía abrir los ojos.

Al hacerlo, las paredes de la habitación se habían convertido en un paisaje nevado. Lo que había visto detrás de sus párpados era sólo nieve que caía, lo que veía en la pared era el paisaje en el que la nieve había caído. Era un vasto campo con sólo cinco o seis árboles desnudos y copos como peonías cayendo. A medida que la nieve se acumulaba, la tierra y las hierbas se volvían invisibles. No había casas ni signos de vida humana. Era una desolada escena, y sin embargo Sankichi, en su cama con acolchado eléctrico, no sentía el frío del campo helado. Pero el paisaje nevado era lo único que existía. El propio Sankichi no estaba allí.

“¿A dónde iré? ¿A quién llamaré?” Si bien esas ideas le venían a la mente, no eran suyas. Era la voz de la nieve.

La planicie nevada, en la que nada se movía salvo la nieve que caía, de pronto, espontáneamente, se borró, para dar lugar al escenario de un desfiladero de montaña. A lo lejos, se elevaba la montaña. Un arroyo corría a su pie. Y aunque la estrecha corriente parecía paralizada en la nieve, se deslizaba sin una onda. Un bloque de nieve que había caído de la orilla iba flotando. Detenido por una roca que sobresalía en medio de la corriente, se derretía en el agua.

La roca era una gran masa de cuarzo color amatista. En la punta de esa masa de cuarzo, aparecía el padre de Sankichi. Su padre sostenía en sus brazos a un Sankichi de unos tres o cuatro años.

“Padre, es peligroso estar parado sobre una roca tan angulosa, tan aserrada. Te puedes lastimar la planta de los pies.” Desde la cama, el Sankichi de cincuenta y cuatro años le hablaba a su padre en el paisaje nevado.

La roca estaba coronada por un racimo de cristales de cuarzo puntiagudos que amenazaban lastimar los pies del padre. Con las palabras de Sankichi, su padre cambió el peso del cuerpo adoptando una postura más segura. Cuando lo hizo, la nieve acumulada en la punta de la roca se estremeció y cayó a la corriente. Quizá atemorizado por esto, el padre aferró a Sankichi contra su cuerpo.

“Es extraño que esta estrecha corriente no haya quedado tapada bajo un manto de nieve”, dijo el padre.

Había nieve sobre su cabeza y en sus hombros y también en los brazos, que sostenían a Sankichi.

La escena de la nieve sobre la pared empezó a desplazarse, río arriba. Ahora un lago ocupaba su lugar. Era pequeño, estaba en lo profundo de las montañas pero, como fuente de una corriente tan pequeña, resultaba demasiado grande. Los blancos copos como peonías, al hacerse lejanos, se teñían de gris. Pesadas nubes flotaban distantes. Las montañas en la costa lejana se confundían.

Sankichi fijó la vista durante un momento en los copos como peonías que caían y se derretían en la superficie del lago. Por las montañas de la lejana playa, algo se desplazaba. Y se aproximaba cruzando el cielo gris. Era una bandada de pájaros. Sus alas eran amplias y de color nieve. Y como si la misma nieve se hubiera convertido en alas, al pasar volando ante los ojos de Sankichi, no hubo ruido de aleteos. ¿Eran alas extendidas en silencio, como olas lentas? ¿Era la nieve la que sostenía a las aves?

Intentó contar cuántas aves eran, y eran siete, u once. Perdió la cuenta. Pero eso le pareció divertido.

–¿Qué pájaros son? ¿Cuántos son?

–No somos pájaros. ¿Acaso no ves quiénes van montadas sobre las alas? –respondió la voz de una de las aves de nieve.

–Ah, comprendo –dijo Sankichi.

Montadas sobre los pájaros atravesando la nevada, todas las mujeres que Sankichi había amado se le aparecían. ¿Cuál de ellas había hablado primero?

En su sueño, Sankichi podía evocar libremente a quienes lo habían amado en el pasado. Desde la noche de Año Nuevo hasta la mañana del día 3, en la Habitación Nieve del Hotel de los Sueños, con las cortinas corridas, haciéndose llevar las comidas a su cuarto, sin abandonar la cama, Sankichi se comunicaba con estas almas.


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miércoles, 26 de abril de 2017

CLARICE LISPECTOR (Ucrania, Chechelnik, 1920-Brasil, Río de Janeiro,1977)


SILENCIO
Es tan vasto el silencio de la noche en la montaña. Y tan despoblado. En vano uno intenta trabajar para no oírlo, pensar rápidamente para disimularlo. O inventar un programa, frágil punto que mal nos une al súbitamente improbable día de mañana. Cómo superar esa paz que nos acecha. Silencio tan grande que la desesperación tiene vergüenza. Montañas tan altas que la desesperación tiene vergüenza. Los oídos se afilan, la cabeza se inclina, el cuerpo todo escucha: ningún rumor. Ningún gallo. Cómo estar al alcance de esa profunda meditación del silencio. De ese silencio sin memoria de palabras. Si es muerte, cómo alcanzarla.
Es un silencio que no duerme: es insomne; inmóvil, pero insomne; y sin fantasmas. Es terrible: sin ningún fantasma. Inútil querer probarlo con la posibilidad de una puerta que se abra crujiendo, de una cortina que se abra y diga algo. Está vacío y sin promesas. Si por lo menos se escuchara al viento. El viento es ira, la ira es vida. O nieve. La nieve es muda pero deja rastro, lo emblanquece todo, los niños ríen, los pasos resuenan y dejan huella. Hay una continuidad que es la vida. Pero este silencio no deja señales. No se puede hablar del silencio como se habla de la nieve. No se puede decir a nadie como se diría de la nieve: ¿oíste el silencio de esta noche? El que lo escuchó, no lo dice.
La noche desciende con las pequeñas alegrías de quien enciende lámparas, con el cansancio que tanto justifica el día. Los niños de Berna se duermen, se cierran las últimas puertas. Las calles brillan en las piedras del suelo y brillan ya vacías. Y al final se apagan las luces más distantes.
Pero este primer silencio todavía no es el silencio. Que espere, pues las hojas de los árboles todavía se acomodarán mejor, algún paso tardío tal vez se oiga con esperanza por las escaleras.
Pero hay un momento en que del cuerpo descansado se eleva el espíritu atento, y de la tierra, la luna alta. Entonces él, el silencio, aparece.
El corazón late al reconocerlo.
Se puede pensar rápidamente en el día que pasó. O en los amigos que pasaron y para siempre se perdieron. Pero es inútil huir: el silencio está ahí. Aun el sufrimiento peor, el de la amistad perdida, es sólo fuga. Pues si al principio el silencio parece aguardar una respuesta -cómo ardemos por ser llamados a responder-, pronto se descubre que de ti nada exige, quizás tan sólo tu silencio. Cuántas horas se pierden en la oscuridad suponiendo que el silencio te juzga, como esperamos en vano ser juzgados por Dios. Surgen las justificaciones, trágicas justificaciones forzadas, humildes disculpas hasta la indignidad. Tan suave es para el ser humano mostrar al fin su indignidad y ser perdonado con la justificación de que es un ser humano humillado de nacimiento.
Hasta que se descubre que él ni siquiera quiere su indignidad. Él es el silencio.
Puede intentar engañársele, también. Se deja caer como por casualidad el libro de cabecera en el suelo. Pero, horror, el libro cae dentro del silencio y se pierde en la muda y quieta vorágine de éste. ¿Y si un pájaro enloquecido cantara? Esperanza inútil. El canto apenas atravesaría como una leve flauta el silencio.
Entonces, si se tiene valor, no se lucha más. Se entra en él, se va con él, nosotros los únicos fantasmas de una noche en Berna. Que entre. Que no espere el resto de la oscuridad delante de él, sólo él mismo. Será como si estuviéramos en un navío tan descomunalmente grande que ignoráramos estar en un navío. Y éste navegara tan largamente que ignoráramos que nos estamos moviendo. Más de eso, nadie puede. Vivir en la orla de la muerte y de las estrellas es una vibración más tensa de lo que las venas pueden soportar. No hay, siquiera, un hijo de astro y de mujer como intermediario piadoso. El corazón tiene que presentarse frente a la nada sólito y sólito latir alto en las tinieblas. Sólo se escucha en los oídos el propio corazón. Cuando éste se presenta completamente desnudo, no es comunicación, es sumisión. Además, nosotros no fuimos hechos sino para el pequeño silencio.
Si no se tiene valor, que no se entre. Que se espere el resto de la oscuridad frente al silencio, sólo los pies mojados por la espuma de algo que se expande dentro de nosotros. Que se espere. Un insoluble por otro. Uno al lado del otro, dos cosas que no se ven en la oscuridad. Que se espere. No el fin del silencio, sino la ayuda bendita de un tercer elemento, la luz de la aurora.
Después, nunca más se olvida. Es inútil intentar huir a otra ciudad. Porque cuando menos se lo espera, se puede reconocerlo de repente. Al atravesar la calle en medio de las bocinas de los autos. Entre una carcajada fantasmagórica y otra. Después de una palabra dicha. A veces, en el mismo corazón de la palabra. Los oídos se asombran, la mirada se desvanece: helo ahí. Y desde entonces, él es fantasma.


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martes, 25 de abril de 2017

SANTIAGO KOVADLOFF (Buenos Aires, 1942)


MI CASA, ESTA MUJER

Mi casa es esta mujer que ahora duerme a mi lado. Como ella, con ella, todo a mi alrededor reposa. Cuando ella despierte, también lo harán las cosas. Volverán a abrirse las puertas, correrá el agua otra vez, los pasos avivarán la vieja escalera, caerá de nuevo la luz sobre las plantas. Yo retornaré a mi mesa, a las palabras, y su voz, como un halo, circundará mi día. Cuando ella se haya ido a su trabajo, alzaré los ojos de la página, y un tapiz, un clavel, un amuleto inesperado en la cocina de la casa repetirán el nombre de esta mujer que todo lo pobló con su presencia y el acierto de sus manos. Ella es mi casa, puerta mayor de acceso al sentido de estos cuartos. Si el egoísmo o la indiferencia quiebran nuestro encuentro, la casa se oscurece. Como una dura denuncia de soledad sin remedio, las paredes se cargan de presagios, se repliega el color de cada cosa, la casa se vacía, y habitarla es quedar a la intemperie. Mi casa es esta mujer que ahora duerme a mi lado. Cuando ella anda lejana, todo es lejano en la casa; con ella se van en tropel las cosas de mi entorno, y estar aquí se vuelve una tortura; acosa cada sitio, cada paso lastima, rincones y objetos se hacen inservibles. Y la casa recuerda, en un susurro triste, que alguna vez supimos ser mejores. Si renace la alegría, renace la casa. Cuando la lucidez o el deseo vuelven a reunirnos, la casa otra vez se ilumina: tienen sentido mis papeles, cada cuarto es la evidencia de un proyecto. La casa entera es una fiesta y por la vieja escalera vuelve a correr el aliento suave y denso de la vida.

De: “Una biografía de la lluvia” (2004)


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lunes, 24 de abril de 2017

LILIANA LUKIN (Buenos Aires, 1951)


PARAÍSO PERDIDO

Estamos condenados.
No supimos crear el olvido.
De: “Malasartes” (1981)
 
Todo lo demás
son cuentos de hadas
jardines de invierno
pájaros embalsamados por el miedo.

De: “Abracadabra” (1978)

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domingo, 23 de abril de 2017

MARCELO GILL (Paraguay, Asunción, 1985)


GÉNEROS

Amor, lo nuestro empezó como una novela rosa. Todo era hermoso y cursi, solo existíamos nosotros dos, ¿Lo recuerdas?. Pero eso no habría de dudar mucho tiempo.
Pronto nuestra novela rosa se volvió oscura: una novela negra.  Los celos me torturaban, me mordía las uñas, te seguía en secreto a todas partes. Hasta que una noche te descubrí, perra.   Y nuestra novela policial terminó con dos cuerpos y un charco de sangre a mis pies.
Anoche, cuando tu fantasma empezó a rondar nuestra casa, comprendí que así terminaba lo nuestro: como un pésimo cuento de terror.
PELIGROS DE LA METAFORA

El escritor llega a su departamento. Arroja el saco en la cama y hace lo mismo con el cinto. Cuando lo ve tirado en la cama piensa que parece una víbora. Alguna vez podría usar esa imagen en algún texto. Se sienta en el borde de la cama, y mientras se libera de los zapatos; el cinto salta, se enrosca en su cuello, hunde la hebilla en su carne y lo mata.


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sábado, 22 de abril de 2017

VALERIA CORREA FIZ (Santa Fe, Rosario)


AÚN A LA INTERPERIE

Pero no voy a contar ninguna historia. Odio las historias. No voy a mover la lengua, la boca, los pelos blancos del bigote, los labios para nadie en las casas de piedra.

A mis pies, los pastos crecidos. Arriba, algunas nubes, dos quebrantahuesos.

Siempre a esta boca mía le gusta estar moviéndose. Boca sin sosiego ni dientes, le digo. No sirve para masticar: con las encías peladas recibe comida de mi mano y no se mueve. Espera a que el alimento se disuelva contra el paladar, en la saliva. No se mueve, no mastica nunca. Boca vieja.

Las nubes se cierran sobre mi cabeza por sobre las casas de piedra obstruyendo la tarde. Se desplazan juntas como los quebrantahuesos, igual que ahora mis labios que se mueven hacia el habla. Desde afuera se ve el movimiento: se separan, se humedecen un poco. Se prepara la lengua.

¿Qué va a decir la lengua? (esa no es la pregunta).

La lengua de la cabeza, la sin dientes que me susurra cosas entre las sienes, la lengua mental, esa nunca se detiene. Algunas veces, la lengua mental, la sin dientes, tuvo cuchillos. Porque cortaba con las palabras a los habitantes de las casas de piedra. A mi María cuando lo del niño, por ejemplo. O a mi María cuando lo del no niño. Siempre a mi María. Y al (no) niño.
Las nubes se fueron. Los quebrantahuesos se fueron. Todos me dejaron. Soy solo yo, rojo en el atardecer, el único habitante del cuadro. Siempre. Así, día tras día. Invierno, primavera, verano, otoño. Digamos, invierno tras invierno rumiando gargajos, como si fueran una medicina para el alma sola.
Hasta hace un par de años atrás, algunos de nosotros éramos viejos y estábamos juntos en el caserío cerca del fuego por las noches, todos juntos recién llegados al pueblo. Todos nosotros jóvenes con las espaldas dobladas por el trabajo. Hambrientos. Con el alma temblorosa esperando la lluvia para el sembradío. Amenazados por los lobos. Heridos, tantas veces heridos por el trueno, la escasez, el miedo. Por la lengua mental y todo lo que cortaba, ¿cortaba o arrasaba la carne del alma? (esa no es la pregunta). Y sin embargo, hacia esas noches ásperas del antes-antes viajo. Me gusta volver a esas noches pretéritas, recordarlas.

Volvió un quebrantahuesos. ¿La hembra? Sí, el ave más pequeña de las dos, las más clara. La más fiel, la más constante se va y regresa aquí. Siempre. El macho no. El macho no siempre vuelve. Como yo que, a veces, tantas veces, muchas veces, demasiadas veces no estuve aquí. Como cuando lo de mi María y el (no) niño. Hoy tampoco estoy aquí, en este atardecer de montaña. Hoy estoy pero como si no estuviera: estoy recordando.

Toda la historia de este pueblo es hoy mi historia. Debería contarla para dejarla atrás o empujarla hacia adelante, hacia el precipicio donde se mueren las nubes, hacia el final del pueblo. El precipicio que mira en los ojos de los suicidas. Debería empujarla y ponerle una piedra encima, una lápida, y que le crezcan los pastos. Que la cubra el moho. Pero no voy a contarla porque yo odio las historias (mi historia, nuestra historia, la historia). Hilvanar las palabras, ¿hasta cuándo?

Cuándo, esa es la pregunta.

El quebrantahuesos desconoce la pregunta. Vuela y no la sabe. Los pastos no la pronuncian. Crecen. Las casas de piedra la no conocen. Resisten. Las nubes la ignoran. Se desplazan. Mi María no hablaba de esa pregunta. ¿Y el niño que apenas vivió tres días sin siquiera abrir los ojos? Ojos mudos.

Se perderá mi historia (nuestra historia), pero ¿cuándo? No sé. ¿Cómo? No sé. ¿Dónde? ¿Por qué? No sé.

Pero llegará el final. Contundente como el granizo sobre los campos.

El final, que es magma, y que es principio, esmegma. Siempre la historia es circular como el vuelo del quebrantahuesos, pero no en este caserío de montaña. Todos los que habían venido hasta estas casas de piedras (esmegma) se fueron yendo hacia la noche (son magma). Yo también iré hacia la noche, detrás de la noche, a por la noche bajando la montaña.

Iré solo.

¿Iré hacia ellos? ¿Hacia mi María, el (no) niño, hacia los otros? Hacia ellos bajaré. ¿Quién me llevará? ¿Quién bajará mi cuerpo dentro de la tierra, al corazón de la tierra, si estoy solo?
Mis ojos giran trescientos sesenta grados. Norte, sur, este, oeste, ¿de dónde llegará el rayo que me reclame?
Las casas de piedra, erguidas y agarradas al terreno, han resistido el trueno, la helada, los lobos. Ahora se borran los contornos de las casas en lo oscuro de esta noche sin luna que las
devora. La boca de la noche, la desdentada boca de la noche que se lo traga todo.
Se tragó a mi María y a nuestro niño, a las otras gentes. ¿Hace ya cuánto? ¿Cómo? Salieron de nuestra casa (la primera a la izquierda), no se movían: la noche los vino a buscar al caserío. De pronto, los pies fríos. Los pulmones y el corazón callados. Se fueron yendo: el niño primero, los ojos que nunca pudo abrir, los puños cerrados. No caminaban. Las médulas frías, las sienes frías, los labios azules.

Yo he besado el azul, he acariciado con estos dedos el color más triste.

Para siempre yo los vi irse bajo la tierra con estas pupilas sin pestañear, con estos ojos que no ven nada ahora. Los vi irse jóvenes (el niño nunca abrió los ojos, los ojos de mi niño para siempre encadenados al magma de la tierra). Los vi irse viejos, mujeres, hombres, buenos y malos. ¿Buenos y malos? (Qué más da: esa no es la pregunta). No tenían nada. Tenían penes, vaginas, mocos, cacas blandas. Tanto cansancio en las venas. Más dueños de sus dolores que de la muerte.

Antes, mis ojos veían lágrimas cuando la carne, cuando la carne del alma se cortaba, como cuando lo de mi María y el niño. María, la de los pechos llenos de leche. Humores blancos como el cielo del alba. Ahora mis ojos son esta opacidad del cristalino, humor vítreo de la ceguera. Apenas distinguen las nubes y los rapaces cuando vuelan en círculos bajos.
Oigo gritar a los quebrantahuesos. Las cabezas grises se confunden con las nubes.
Todo es nubes en este caserío de montaña. Se adivinan aún de noche: una tonelada de algodón blanco atragantada en la garganta del cielo. Y yo. ¿Yo cuándo, llaga de mi lengua, yo cuando veré a mi María y al niño?

Pero no voy a contar mi historia, nuestra historia. No habrá historia. Quedan y quedarán: casas de piedra, pastos crecidos, nubes sobre un caserío de montaña en una noche sin luna.
Un quebrantahuesos que grita. Ahora, dos. No dicen mi nombre. No todavía.
Todo lo que propicia el encuentro hacia abajo, hacia el corazón de la tierra (es magma) está inmóvil. Yo (esmegma), aún a la intemperie.

De: “La condición animal” (2016)

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viernes, 21 de abril de 2017

TOMÁS ONAINDÍA (Venezuela, Caracas, 1953)

 
El INNOMINABLE

Fue un episodio tan trágico que todos convinieron en que no debía quedar memoria de él. Los cronistas recibieron la orden de destruir todo lo escrito y no mencionarlo nunca más. Lo que sabemos nos ha llegado de boca en boca atravesando los siglos. Se dice que hubo un rey que perdió el sueño. De noche vagaba por el castillo presa de una desazón que lo corroía mientras escuchaba los ronquidos de caballeros y criados. El grito resonó en todo el castillo, si el rey no puede dormir, sus siervos tampoco. Los amanuenses fueron despertados y tuvieron que hacer cientos de copias del edicto que los mensajeros llevaron hasta la última aldea del reino. El soberano pronto descubrió que su orden no era obedecida. Los peores castigos, las amenazas de ejecutar a cualquiera que fuese sorprendido durmiendo no bastaron. Entonces el rey ordenó que resonaran sin descanso trompetas y clarines, pero al cabo de unas horas los músicos caían sin aliento. Las campanas, exclamó el rey, que todas las campanas del reino tañan día y noche. Luego movilizó a la artillería con la orden de que los cañones se relevasen disparando salvas. En todas las regiones habitadas del reino el estruendo se mezclaba con el llanto y los gritos de los niños asustados. Los pájaros volaban sin poder posarse hasta que caían muertos como pedruscos de granizo. La reina convocó a galenos, curanderos y hechiceras. No hubo pócima que el rey no probase, pero ninguna venció su desvelo. Las gentes huían, abandonaban el reino e invadían las tierras vecinas en busca de silencio. No se sabe qué mano empuñó la daga. Se dice que pudo ser la reina al ver enloquecer y morir al más pequeño de sus hijos.

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jueves, 20 de abril de 2017

SUSANA VILLALBA (Buenos Aires, 1956)

EL DILUVIO
Por mi culpa llueve, por mi grandísima sed, por tanto fuego que apagar, porque el vacío es el infierno invoca una materia celeste que lo colme, que ahora lo desborda, desvaría el agua. Estalla y truena. Y en la tierra no suena a derrumbe sino a hueco, lo nunca levantado, concluido, el óxido que no creció en el tiempo sino al nacer en abandono, en la pereza del desmoronamiento original. Un barro de ciudad que no respira, no pudre, no germina, no religa la pegajosa cercanía. Ese fastidio que se seca, se agrieta y cae. Supura lo que resta. Concentra el agua sobre sí como un tropismo a sumergirse, corazón de sed eterna.
Eso que suena a quebrarse, lo que parece azul que se desgarra no es lo que pretendió llegar al cielo. Es el rumor de lo que arrastra por llegar a tiempo con el mundo.
Tropieza, chapotea, se resbala, se adhiere en muchedumbre de pelos pegados a la cara. Si algo faltaba llega el frío. Esa melancolía que es especie, como quien dice aquí nace el hornero, los mojados, los vientos, la tacuara, los que miran pasar un río inmóvil que sin embargo arrastra por su peso.
Pésame dios mío un corazón municipal, la hilera de cajones, el raid, el ascensor, la página borrada igual que una mirada, la bruma del video que zumba como un tiempo de hotel al paso que mañana tampoco voy a dar.
Después, ahora es para siempre. La calle un río, los techos no se ven, el aire es agua, la ventana da a un cielo de agua. Al fin es todo el fin de una vez, definitivamente gris. Nada más que anegamiento, una saturación. Hasta que vuelva a aparecer una raza disputando la foto en una nota de color. El miedo al reptil, dice Animal Planet, es a nuestro pasado pisado el agua, caminado. Respirando por pasillos y trámites bancarios de neón en corredor inmobiliario.
Confieso no haber sabido derivados, nada estaba en su lugar, cada cuenta no daba, saldaba por mi culpa, por mi grandísima ignorancia remitía, sangraba por su margen, drenaba en acueductos. Confieso la fatiga de un lento alud horizontal.
Confieso vivir en una calle de adoquines con casa de regalos, almacén, tapicería, deambular en agua turbia, recuerdos que se empastan en una alcantarilla en remolino de papel. Pesa mirar el resto acumulado, nada se pierde, se transforma en la espuma grumosa de llantas y lavarropas arrumbados.
Me arrepiento del musgo, del reflejo en la pared, de los gatos durmiendo en guardabarros, de la botella rota, filo pulido en el run run, en un pulmón de arena. Me arrepiento del asma, de las piedras, de las gaviotas rebuscando en la basura, de su lengua chillona y de las hojas
de otoño sobre el zinc. Me arrepiento de hablar y del silencio. Yo pecadora de murmullo confieso la desidia en lo que escurre, obsolescencia, laxitud, la grasa de los días en el vidrio.
Por mi grandísima ausencia de sentido de proporciones con la tierra pido a las nubes una pausa, al cielo luz, al agua aire. El mundo no entra en caja, no da, todo el paisaje no cabe en una inspiración, no tengo nada que decir que no se haya viciado, vaciado en un hastío programático.
Pantallas refractaban en un campo tan feudal, un descarrilamiento de fibra óptica, es demasiado tarde, demasiado pronto, ropa usada de mother, sistema clonado a otro pirata, decimal, decimonónico en su forma de medir lo majestuoso por el modo de caer, como la tempestad.
Confieso que Dios estaba harto de nosotros hartos de no ser más que nosotros. Fue el diluvio. Cayó el cielo como cae un mundo de agua para borrar no la vergüenza de su crimen sino de su evidencia. Hartos del mar, revueltos en la arena, perdida la posibilidad de decidir de qué se es náufrago. Pasillos de hojas, ventanillas, colectivos, sucesiones, nichos, subtes, cajeros automáticos. Estalla una burbuja y surge otra. Los cómplices torpes, los hinchados. Manada de búfalos corriendo
hacia su propia costumbre de correr, hacia el agua hasta que el agua se sature de nosotros.
Fue diluvio, confieso haberlo visto desde un octavo piso, después en el cable, en diferido ahora por la noche confieso no poder dejar de repetirlo, desear que no termine hasta empezar, si la palabra empezar fuera completamente sola. Un virus terminal en el lenguaje hasta que surja alguna novedad. No tengo nada que decir, confieso ser vulgar, contarme historias con la punta de la almohada apretada entre los dedos en medio de la noche que cada noche cae un poco más.
Confieso agazapada la violencia del reptil, su misma frialdad, su límite de barro, el terror si no aparece el sol en todo el día. La tormenta ni siquiera interrumpía alguna idea que no había sobre algo mejor que hacer o no. Y ni siquiera fue el diluvio de verdad. Todo a medias en medio de otra historia en que los tiempos no coinciden. El tiempo del alcohol, el de los viajes, el de una inundación en Laferrere, el tiempo que se tarda, dice el diario, en llegar del Ñunquijo al hospital, solicitan un caballo. Me pregunto el tiempo que tarda en escurrir el palier de planta baja. Me pregunto cómo se ve la lluvia en el medio del mar. Miro los peces en escuadra y ni una sola palabra armó la formación.
Ni un solo pensamiento, todo es agua, la nieve amarilla de los plátanos, el kiosco, el cartel de Interama, la parabólica montada en la autopista. Los autos comienzan a flotar. De pronto me doy cuenta de que el sauce no cayó sino que lo cortaron y el mundo se vacía un poco más. Nada está quieto y nada va ni desemboca ni el río es más que un discurrir sobre los cuerpos en el fondo. Cada naufragio hizo su costa de aguas movedizas y del agua para acá sólo la idea de que somos los que estamos.
Detenidos en el barro. Empantanados en creer que el pensamiento se sostiene bajo el viento. El alma hace en la casa mundo y fuera un barrio volviéndose dibujo impresionista. Borroso por la lluvia el diario de una vida en intersticio en que los tiempos precipitan al cielo a pronunciarse: Si se escribe una ley es porque existe un corazón con dientes de caimán.
Mientras tanto el big bang transmite en vivo, el universo se despliega cuando ya se desintegra en otra parte. La cabeza, la boca, el coletazo del pasado, de mañana la mordida. La noche es una piel que el día va dejando. La noche se estrangula, el vacío se expande como pantalla que se apaga de pronto el mundo termina como empieza, con un corto circuito.
Una tormenta sobre otra, bajo los pies y sobre la cabeza agua como noche. Un tiempo en el costado de la sombra. La vieja historia de llegar cuando apagan las luces, cuando empieza a llover, caer como una vieja película quemada. No es la memoria sino estado de conciencia de ser cuerpo, barro, orilla de un confín, precisamente ahora, siempre. Nunca. No diluye, concentra el momento de nosotros: siempre nunca.
Confieso haber creído que la lluvia se empoza en la mirada. No es el que mira, la lluvia es un lugar que sólo entiende un cuerpo sin término de sitio, un alma sin orilla. Una manera del mundo suspendido refluye en un sentido propio. Y no es nosotros. Y es, en el sentido de que el
agua devuelve la parte que no traga.
Pésame de cada corazón lo que se encharca, los sueños ofendidos, la tierra merecida, la palabra perdida por obra u omisión, pero de todo corazón me pesa el cielo que boquea.
Yo me confieso intrascendente, breve, líquida, revuelta, inconsistente en este ahora y en el agua herrumbre innecesaria, cruz en el mapa de un viaje que siempre está empezando en su final.
De:”Plegarias” (2004)

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miércoles, 19 de abril de 2017

RUBEM FONSECA (Brasil, Juiz de Fora, Minas Gerais, 1925)

 
RELATO DE ACONTECIMIENTO

En la madrugada del día 3 de mayo, una vaca marrón camina por el puente del río Coroado, en el kilómetro 53, en dirección a Rio de Janeiro.
Un autobús de pasajeros de la empresa Única Auto Ómnibus, placas RF 80-07-83 y JR 81-12-27, circula por el puente del río Coroado en dirección a São Paulo.
Cuando ve a la vaca, el conductor Plínio Sergio intenta desviarse. Golpea a la vaca, golpea en el muro del puente, el autobús se precipita al río.
Encima del puente la vaca está muerta.
Debajo del puente están muertos: una mujer vestida con un pantalón largo y blusa amarilla, de veinte años presumiblemente y que nunca será identificada; Ovídia Monteiro, de treinta y cuatro años; Manuel dos Santos Pinhal, portugués, de treinta y cinco años, que usaba una cartera de socio del Sindicato de Empleados de las Fábricas de Bebidas; el niño Reinaldo de un año, hijo de Manuel; Eduardo Varela, casado, cuarenta y tres años.
El desastre fue presenciado por Elías Gentil dos Santos y su mujer Lucília, vecinos del lugar. Elías manda a su mujer por un cuchillo a la casa. ¿Un cuchillo?, pregunta Lucília. Un cuchillo, rápido, idiota, dice Elías. Está preocupado. ¡Ah!, se da cuenta Lucília. Lucília corre.
Aparece Marcílio da Conceição. Elías lo mira con odio. Aparece también Ivonildo de Moura Júnior. ¡Y aquella bestia que no trae el cuchillo!, piensa Elías. Siente rabia contra todo el mundo, sus manos tiemblan. Elías escupe en el suelo varias veces, con fuerza, hasta que su boca se seca.
Buenos días, don Elías, dice Marcílio. Buenos días, dice Elías entre dientes, mirando a los lados, ¡este mulato!, piensa Elías.
Qué cosa, dice Ivonildo, después de asomarse por el muro del puente y ver a los bomberos y a los policías abajo. Sobre el puente, además del conductor de un carro de la Policía de Caminos, están solo Elías, Marcílio e Ivonildo.
La situación no está bien, dice Elías mirando a la vaca. No logra apartar los ojos de la vaca.
Es cierto, dice Marcílio.
Los tres miran a la vaca.
A lo lejos se ve el bulto de Lucília, corriendo.
Elías volvió a escupir. Si pudiera, yo también sería rico, dice Elías. Marcílio e Ivonildo balancean la cabeza, miran la vaca y a Lucília, que se acerca corriendo. A Lucília tampoco le gusta ver a los dos hombres. Buenos días doña Lucília, dice Marcílio. Lucília responde moviendo la cabeza. ¿Tardé mucho?, pregunta, sin aliento, al marido.
Elías asegura el cuchillo en la mano, como si fuera un puñal; mira con odio a Marcílio e Ivonildo. Escupe en el suelo. Corre hacia la vaca.
En el lomo es donde está el filete, dice Lucília. Elías corta la vaca.
Marcílio se acerca. ¿Me presta usted después su cuchillo, don Elías?, pregunta Marcílio. No, responde Elías.
Marcílio se aleja, caminando de prisa. Ivonildo corre a gran velocidad.
Van por cuchillos, dice Elías con rabia, ese mulato, ese cornudo. Sus manos, su camisa y su pantalón están llenos de sangre. Debiste haber traído una bolsa, un saco, dos sacos, imbécil. Ve a buscar dos sacos, ordena Elías.
Lucília corre.
Elías ya cortó dos pedazos grandes de carne cuando aparecen, corriendo, Marcílio y su mujer, Dalva, Ivonildo y su suegra, Aurelia, y Erandir Medrado con su hermano Valfrido Medrado. Todos traen cuchillos y machetes. Se echan encima de la vaca.
Lucília llega corriendo. Apenas y puede hablar. Está embarazada de ocho meses, sufre de helmintiasis y su casa está en lo alto de una loma. Lucília trajo un segundo cuchillo. Lucília corta en la vaca.
Alguien présteme un cuchillo o los arresto a todos, dice el conductor del carro de la policía. Los hermanos Medrado, que trajeron varios cuchillos, prestan uno al conductor.
Con una sierra, un cuchillo y una hachuela aparece João Leitão, el carnicero, acompañado por dos ayudantes.
Usted no puede, grita Elías.
João Leitão se arrodilla junto a la vaca.
No puede, dice Elías dando un empujón a João. João cae sentado.
No puede, gritan los hermanos Medrado.
No puede, gritan todos, con excepción del policía.
João se aparta; a diez metros de distancia, se detiene; con sus ayudantes, permanece observando.
La vaca está semidescarnada. No fue fácil cortar el rabo. La cabeza y las patas nadie logró cortarlas. Nadie quiso las tripas.
Elías llenó los dos sacos. Los otros hombres usan las camisas como si fueran sacos.
El primero que se retira es Elías con su mujer. Hazme un bistec, le dice sonriendo a Lucília. Voy a pedirle unas papas a doña Dalva, te haré también unas papas fritas, responde Lucília.
Los despojos de la vaca están extendidos en un charco de sangre. João llama con un silbido a sus auxiliares. Uno de ellos trae un carrito de mano. Los restos de la vaca son colocados en el carro. Sobre el puente solo queda una poca de sangre.

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martes, 18 de abril de 2017

ALICIA STEIMBERG (Buenos Aires, 1933-2012)


LA CONVERSACIÓN DE LOS SANTOS

-¿No vio un peine grande color violeta? -le pregunté a Juanita.
-¿Un peine grande color violeta?- repitió ella, que con seguridad lo tenía en su poder desde el día anterior-. No, señora, no lo he visto.
Busqué y busqué, mientras Juanita también buscaba o fingía buscar conmigo. Finalmente se me hizo tarde y salí sin el peine.
-Cuando se pierde algo en la casa hay que pedirles que lo encuentren a San Cosme y San Damián -dijo Juanita desde la puerta mientras yo esperaba el ascensor -. Si está en la casa va a aparecer.

Tomé a Juanita porque no se presentó ninguna otra candidata, y a pesar de su aspecto de trotacalles. Era un poco regordeta, de piel oscura y pelo teñido de rubio, boca pintada de rojo bermellón, los ojos invisibles tras los anteojos oscuros, oblicuos, con cristales como espejos. Cuando se sentó frente a mí se alzó los anteojos y los dejó apoyados en lo alto de la cabeza. Tenía ojos pardos, muy brillantes y curiosos. Era de la provincia de Corrientes, de un lugar cerca de Goya. No sabía quién era su padre, y dijo que su madre le pegaba con una escoba. No sabía cuantos hermanos tenía. Sus abundantes pechos casi le hacían estallar la remera blanca que decía KANSAS CITY.
-Si me hubiera visto cuando llegué a Buenos Aires, señora. Flaca como un palo y con las zapatillas rotas, y la valija de cartón atada con un piolín. Pero tuve la suerte de encontrarme con el Tuerto, que tenía una agencia. Me dijo que me iba a conseguir trabajo enseguida, y me llevó a su casa. 
-¿Una agencia? -pregunté con inquietud. 
-Cuando una acaba de llegar -replicó Juanita -, ¿quién la va a tomar sin referencias?
-¿Las referencias las daba el Tuerto?
-No, las daba una amiga del Tuerto que sabía hablar como una señora. El Tuerto le pagaba para que diera las referencias, no mucho, pero ella igual sacaba bastante con las propinas que le daban en el baño de damas del cine Metropolitan.
Yo estaba cada vez más inquieta, porque ni siquiera le había pedido referencias a Juanita, pero sí a muchas otras que vinieron antes, y quien sabe cuántas veces me las habrían dado las amigas del Tuerto.
El día de su llegada a Buenos Aires, cuando Juanita se encontró con el Tuerto, él la llevó a tomar un licuado de banana con leche en un barcito cerca de la estación.
-Me quedé una semana en la casa del Tuerto, y el sábado me llevó al baile. Allí oí decir que el Tuerto explotaba a las mujeres, pero no es cierto, señora. A mí nunca me mandó con un hombre. Me daba bien de comer, me regaló ropa. No quería que fuera a pedir trabajo así, flaca y mal vestida como había venido de Corrientes. 
Juanita levantó la tapa de la pulida cacerola donde se cocinaba el guiso, dejando salir una nube de vapor con un aroma delicioso, pinchó algo adentro con un tenedor y volvió a taparla. Sonrió, descubriendo su perfecta dentadura. ¿Era verosímil que el Tuerto la hubiera tenido una semana en su casa, engordándola, vistiéndola, pintándola, nada más que para ponerla a trabajar de sirvienta?
Francisco y yo nos sentamos a la mesa impecablemente tendida. El había sacado un Cabernet muy bueno, demasiado para el guiso que íbamos a comer.
-Es que no pude encontrar otro que teníamos -explicó-. Juanita, ¿usted no vio una botella...?
Absurdo preguntarle a Juanita si no había visto una botella que jamás pudo haber salido sola del barcito a dar un paseo por la casa, puesto que el único que abría el barcito era Francisco. Yo no bebo otra cosa que agua.

-Hoy se le perdió la billetera -le dijo San Cosme a San Damián.
-También el cepillo de pelo con mango de plata -dijo San Damián.
-Ayer no encontraba la lapicera de oro -dijo San Cosme.
-Y hoy buscaba una prenda interior de encaje -prosiguió San Damián.
-¿Dónde estará el segundo tomo de su Diccionario de la Mitología Griega? -preguntó San Cosme.
- Está en el cuarto de Juanita -respondió San Damián.
-¿Quién es Juanita?
-La joven correntina que trabaja para ella.
-Tal vez se lo escondió por puro gusto.
-No. Lo estaba leyendo Francisco cuando Juanita apareció en ropa interior en la puerta del living, y él la siguió a su cuarto.
-No me digas que viste eso, Damián.
-Si no viera lo que pasa en los hogares, ¿cómo podría encontrar los objetos perdidos?
-No está bien que un santo vea ciertas cosas.
-Para ti es fácil hablar así por la forma en que nos hemos dividido el trabajo: tú tomas los pedidos y yo me dedico a buscar. 
-¿Y encuentras algo de lo que pierde la señora?
-A veces sí. Un reloj pulsera en el cajón de los cubiertos, un perfume francés en la heladera. Juanita los deja unos días en esos lugares, y si la señora no los reclama los roba definitivamente. La señora cree que es ella misma la que pone las cosas en lugares insólitos porque sufre de stress.
-¿No habría que hacer una denuncia?
-Eso no nos corresponde a nosotros, Cosme. Sólo tenemos que encontrar lo perdido. Ahora debo ocuparme de esa vieja señora de Temperley que perdió otra vez los anteojos.

Los sábados a la noche, mientras Juanita bailaba con un hombre, siempre había otro que le mostraba un cuchillo. Me lo contó Juanita en la cocina mientras revolvía el guiso. Y agregó:
-Usted también habrá sido joven, señora. A usted también le habrá gustado ir a bailar.
Entonces yo tenía treinta y cinco años, y nunca había oído hablar de mi juventud en pasado, y mucho menos como dudando de que esa juventud hubiera existido alguna vez. Fingiendo indiferencia le contesté:
-Por supuesto, mija, cómo no me voy a acordar.
Unos días después de la desaparición del peine volví a casa más temprano que de costumbre y Juanita no estaba en la cocina. La encontré en su cuarto, con la puerta abierta y en ropa interior, sentada en la cama deshecha y con la respiración anhelante. Estaba tratando de recuperar el habla cuando se abrió la puerta del placard, y tuve miedo de ver salir de allí al hombre del cuchillo, o al que bailaba con Juanita y también tendría un cuchillo, pero el que salió trabajosamente del placard fue Francisco.

A Juanita la eché esa misma tarde, pero el incidente no precipitó el divorcio. Al contrario, reavivó fugazmente las llamas de la pasión entre Francisco y yo. Tiempo después nos separamos, en buenos términos. Sin embargo, nunca puedo evocar a Francisco sin verlo salir de ese placard, triste y ofendido, como si yo tuviera que pedirle disculpas a él.

De: “Vidas y vueltas” (1999)



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lunes, 17 de abril de 2017

FERNANDO G. TOLEDO (Mendoza, San Martín, 1974)


10
«Entonces prefiero quedarme quieto»
Solía decirme a mí mismo Quieto
Como un animal que oye una canción
Quieto como la estrella que de niño
Elegí para mí entre las del cielo
«Hacia dónde voy cuando no me muevo»
Preguntaba como si no pudiera
Saber que el tránsito es a la distancia
Lo mismo que la palabra al silencio
Pasajero del punto de partida
Que despide a los trenes detenidos
Voy a seguir aunque ya nunca avance
Seguir como un reflejo que persiste
Después de que el espejo se ha quebrado.

De: «Viajero inmóvil»(2009).


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domingo, 16 de abril de 2017

LILIAN ELPHICK (Chile, Santiago de Chile)


AGRADECIMIENTOS

Agradezco que no me hayas amado como lo hubiera querido. Somos dos fantasmas que no tienen de dónde agarrarse. Hubiéramos besado el aire, dado abrazos al espacio vacío. Y no hay nada peor que enamorarse de la transparencia

De: “Ojo travieso” (2007)


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sábado, 15 de abril de 2017

ROQUE LARRAQUY (Buenos Aires, 1975)


FAIRY
BUENOS AIRES, 1938
El licenciado Fairy tiene la habilidad de tragarse una rana viva y hacer que las patas delanteras asomen por los agujeros de la nariz. La gracia no supera el minuto; durante ese lapso la rana se refriega con deleite contra la campanilla del licenciado, liberando una sustancia que humecta el conducto. Conforme el numerito se repite en cenas, asados y un vernissage inolvidable, la garganta de Fairy, expuesta a las emisiones química del anfibio, alcanza un alto nivel de lubricación.

Su esposa lo abandona. Esto conduce al licenciado a un pico de exposición social. Repite su acto con el guante de un amigo. Se mete la mano en la boca y saluda con los dedos desde su nariz, pero el público pide una rana. La saca de una lata, deja que sola le salte a los labios, se los cierra en la cabeza y la absorbe. Por error, el viaje concluye en el estómago. La concurrencia se entrega a comentarios en torno al tracto digestivo de Fairy. Algunos sugieren purgantes, otros una visita a un médico de guardia. Otro compadece a la rana. Con la rana desovándole en las tripas, Fairy asiste a la destrucción de su vida social.

Esa misma noche vomita los huevos y se toma el trabajo de enviarlos en una probeta a su ex esposa por correo. Las manos de la mujer se vuelven viscosas apenas abre la probeta. A causa de esta afección, que resulta ser crónica, ya no puede tocar a nadie. En las ectografías de la Colección Solpe se las ve cubiertas por un banco de renacuajos en fulgor de 3 a 5 watts.

De:“Informe sobre ectoplasma animal” (2014)

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viernes, 14 de abril de 2017

RUTH KAUFMAN (Buenos Aires, 1961)


Poquitos rincones
encuentro en los mapas
que no haya tocado
mi cuerpo de plata.
Bajo con las lluvias
acaricio el suelo
y en pocas semanas
¡de nuevo en el cielo!
A un solo lugar
jamás he llegado
por más que mil veces
lo haya intentado.
Le ruego a las nubes
le suplico al viento
¿por qué nadie quiere
llevarme al desierto?
De:”Los Rimaqué”


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jueves, 13 de abril de 2017

RODOLFO LOBO MOLAS (Catamarca, San Fernando del Valle de Catamarca,1954)


OLVIDO

Por las ramas azules
baja el viento del silencio
inaugurando atardeceres,
anudando cadenas
de frío.
Los pájaros se quedan
sin infinito
y las manos
se desangran
por el río.
Adentro llueve angustia
en las maderas,
afuera está la niebla.
Y el olvido.

De:”Los pájaros de la lluvia”

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miércoles, 12 de abril de 2017

ANA MARÍA SHUA (Buenos Aires, 1951)


ME ENCANTAN LOS DENTISTAS

Yo tengo una amiga con más dientes
de los que usa la mayoría de la gente.
Tenemos muchas cosas en común:
nos gusta la ensalada con atún,
los domingos canjeamos revistas,
y a las dos nos encantan los dentistas.
Mi amiga es tan prolija y obediente
que jamás se comería un caramelo
por cuidar de sus muelas y sus dientes.
En su vida probó una golosina
porque sabe que el azúcar es dañina.
Y siempre se limpia con hilo dental
para que nada le vaya a hacer mal.
Pero a veces su mamá la reta un poco:
"Diana Laura, perdoname que insista:
aunque luego te cepilles bien a fondo,
no está bien que te comas al dentista.
¿Por qué no te portás como tu amiga,
que es ejemplo de buena educación?
Aunque vea un odontólogo sabroso
se conforma con darle un mordiscón".
De:“Las cosas que odio y otras extravagancias” (1998)

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martes, 11 de abril de 2017

RICARDO JESÚS MEJÍAS HERNÁNDEZ (Venezuela, Maracay, 1968)


EL ORNITÓLOGO

Su canto era único, perfecto. Acudía diariamente a escuchar esa melodía, lo llevaba al éxtasis. Era la única especie que no poseía.
Pensó muchas veces la manera de llevársela, claro, sin levantar sospechas.
Aquel día parecía ideal, el pasillo estaba solo.
Aquel día nada salió bien, la soprano no quiso entrar a la jaula. No pudo llevarla viva.

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lunes, 10 de abril de 2017

ELENA CASERO VIANA (España, Valencia, 1954)

 
ERA UN DÍA DE ESOS

La luz apacible. Tímida. El aroma del primer café de la mañana. La contemplación del inicio de la vida en las calles del barrio.
Los sonidos familiares: la salida apresurada de la vecina con los niños. El ladrido afónico del perrillo de Carmen. El chirrido de los hilos del tendedero de la del quinto. La primera llamada para entrar al colegio de la esquina. “Do-mi-sol-do. Do-sol-mi-do”. El mismo acorde que suena en el teatro antes de comenzar un concierto. Esos momentos de soledad calmada.
Era, sí, un día de esos que apenas duraban, que se repetían escasamente. Uno de esos en los que ella no salía de casa, que gustaba de permanecer envuelta en el silencio, sin escuchar la radio, ni ver la televisión, hasta la tarde.
Un día de esos en los que la luz va dando paso a una penumbra angustiosa, lentamente, como un collar frío de perlas que ahoga el cuello, hasta que el silencio se rompe de manera abrupta con el ruido de una llave en la cerradura.

De: “Luna de perigeo”

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domingo, 9 de abril de 2017

JUAN JACINTO MUÑOZ RENGEL (España, Málaga, 1974)


HISTORIAS CRUZADAS I

Eva está sola en la casa del árbol del bien y del mal, cuando la ancianita llama a la puerta y le ofrece la manzana envenenada.

Adán la encuentra desnuda en el suelo, ya sin pulso. Piensa que la vida sin ella no tiene ningún sentido, y en un arrebato de amor, rabia y miedo, muerde también la manzana.

Y ahí acaba la Historia.

De: “El libro de los pequeños milagros”

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sábado, 8 de abril de 2017

LUZ CASSINO (Buenos Aires, 1957)

 
LA PIEL Y LAS PALABRAS
 
¿Y si te encuentro, amor,
Y nos desordenamos
La piel y las palabras?
 
¿Y si te miro, amor,
En espacios de ayer,
En labios de mañana?
 
Ya sabemos los dos
Que el nunca y el jamás
Han sido desterrados,
Que puedo dormir sola
Y acariciarme el alma
Y que prefiero el cuenco
Que le hacen las caderas
A este cuerpo ovillado
Que tus brazos rodean.
 
¿Y  si digo, amor,
Que aún y a pesar nuestro
Te quiero y más te quiero?.

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Hoy te recomendamos leer a JOSÉ MAURO DE VASCONCELOS.
Recorrer su obra te dará placer.

viernes, 7 de abril de 2017

JOSÉ GONZÁLEZ GÁLVEZ (México, Coatzacoalcos, 1954)

 
HÁBITO DE MAR

Se me antoja
tu aroma de madera turca
tu piel apanterada
corazón de ave dormida
que gorjea sueños de nueva luna.
Tu carne herida
despliegue de corales
artificio de vuelos sincopados.
Se me antoja
tu cuerpo de sirena diluida.
tu sombra que me asombra
filtro plateado
en mi retina oscura.
Como una medusa
recorro tu vientre
transparencia de agua
diluvio que todo lo circunda
filamento de algas
fuente de sal
principio y nada.


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Hoy te recomendamos leer a LAURA ESQUIVEL.
Recorrer su obra te dará placer

jueves, 6 de abril de 2017

CECILLIA FIGUEREDO (Entre Ríos, Concordia, 1976)


No pensabas que el desamor
pudiera ser de este modo:
mover la dirección de la luz
hacia espacios mudos
de todo lo anterior.
La misma luz que se concentra
en un racimo de uvas verdes al sol
y que pudiste ver como por hendijas.
La misma luz que te alcanzó
para permanecer en los días desmedidos.
¿Pero acaso no sabías, aún,
Que todo el oro de los días
Se desvanece también de modo inexplicable?
Hay palabras que son
como una uva opaca
e inmóvil
en el centro de un plato
vacío.

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Hoy te recomendamos leer a ANTONIO GALA.
Recorrer su obra te dará placer.

miércoles, 5 de abril de 2017

DANIEL FRINI (Córdoba, Berrotarán, 1963)


LAS CAUSAS OCULTAS

—¡Me tenés podrida con llamarme «La Bruja» delante de tus amigotes! ¡Tengo nombre, carajo! ¡Si querés que sea bruja, entonces vas a ver! ¡Mirá cómo salgo gritando: «¡Soy una bruja, soy una bruja!» —le dijo Elizabeth How a su marido, mientras salía a la calle, a grito pelado, rompiendo la calma veraniega de aquel 15 de julio de 1692 en la tranquila villa de Salem, en la colonia de Nueva Inglaterra.

De: “Manual de autoayuda para fantasmas” (2015)

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Hoy te recomendamos leer a ÁNGELES MASTRETTA.
Recorrer su obra te dará placer.

martes, 4 de abril de 2017

ISABEL WAGEMANN (Chile, Valdivia, 1972)


ESPAGUETI

Abro el refrigerador y no veo nada que pueda gustarte. Mantequilla, yogures, media berenjena. ¿Qué cocino con esto? Me limo las uñas, las pinto. Reviso páginas de comida a domicilio. Voy al baño. Observo mi sexo. Te gusta así, rubio, largo, ensortijado. Y a mí lo que me gusta es gustarte. No lo pienso más. Decidido. Pongo la mesa. Ni plato, ni tenedor, ni cuchara. Tan solo unas tijeras.

De: “69. Antología de Microrrelatos Eróticos II” Altazor (Lima, 2016)


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Hoy te recomendamos leer a RUBEM FONSECA.
Recorrer su obra te dará placer.


lunes, 3 de abril de 2017

DIEGO M. EGUIGUREN (Perú, Lima, 1989)


BAJO UN CIELO DE CENIZA

He permanecido aquí,
en la blanca tempestad,
desolado y descifrando
a qué se debe este fracaso,
a qué se debe este final.
Puede que las respuestas
no las encuentre
bajo un cielo de ceniza
y que maldiga el futuro
que se fue detrás de ti,
pero al haber ya
comprendido que,
al menos contigo,
en el amor más vale nunca
que tarde,
he preferido contemplar
el panteón que hay sobre
mí.


AUTORES RECOMENDADOS 93


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Hoy te recomendamos leer a ISABEL ALLENDE.
Recorrer su obra te dará placer.

domingo, 2 de abril de 2017

Literatura Infantil

2 de Abril DÍA INTERNACIONAL DEL LIBRO INFANTIL


Desde 1967, el 2 de abril, coincidiendo con la fecha del nacimiento del escritor danés Hans Christian Andersen, el IBBY (International Board on Books for Young People-Organización Internacional para el Libro Juvenil)  promueve la celebración del “Día Internacional del Libro Infantil” con el fin de promocionar los buenos libros infantiles y juveniles y la lectura entre los más jóvenes.
¡Felíz Día de Lectura para todos los jóvenes, los niños y las familias!
¡Un Libro nos convoca y nos espera!

sábado, 1 de abril de 2017

ANA MARÍA MATUTE (España, Barcelona, 1925-2014)


POLVO DE CARBÓN

La niña de la carbonería tenía polvo negro en la frente, en las manos y dentro de la boca. Sacaba la lengua al trozo de espejo que colgó en el pestillo de la ventana, se miraba el paladar, y le parecía una capillita ahumada. La niña de la carbonería abría el grifo que siempre tintineaba, aunque estuviera cerrado, con una perlita tenue. El agua salía fuerte, como chascada en mil cristales contra la pila de piedra. La niña de la carbonería abría el grifo del agua los días que entraba el sol, para que el agua brillara, para que el agua se triplicase en la piedra y en el trocito de espejo. Una noche, la niña de la carbonería despertó porque oyó a la luna rozando la ventana. Saltó precipitadamente del colchón y fue a la pila, donde a menudo se reflejaban las caras negras de los carboneros. Todo el cielo y toda la tierra estaban llenos, embadurnados del polvo negro que se filtra por debajo de las puertas, por los resquicios de las ventanas, mata a los pájaros y entra en las bocas tontas que se abren como capillitas ahumadas. La niña de la carbonería miró a la luna con gran envidia. “Si yo pudiera meter las manos en la luna”, pensó. “Si yo pudiera lavarme la cara con la luna, y los dientes, y los ojos”. La niña abrió el grifo, y, a medida que el agua subía, la luna bajaba, bajaba, hasta chapuzarse dentro. Entonces la niña la imitó. Estrechamente abrazada a la luna, la madrugada vio a la niña en el fondo de la tina.

De: “Los niños tontos” (1956)

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Hoy te recomendamos leer a JUAN RULFO.
Recorrer su obra te dará placer.

CINE EN LA BIBLIOTECA


CINECLUB LIBERTARIO presenta:
LOS CLÁSICOS NUNCA PASAN DE MODA

Este domingo se viene TAXI DRIVER
De esta manera quedará inaugurado el ciclo dedicado al director estadounidense Martin Scorsese.

Siempre se puede ver una vez más...los esperamos! 

DOMINGO 2 / 20:00 / BIBLIOTECA SARMIENTO