Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

sábado, 31 de diciembre de 2016

ROBERTO ABAD (México, Cuernavaca, 1988)


EL GRAN ESCAPE

Horas antes de la primera función en la nueva ciudad, mientras Rubinstein promocionaba el circo con el altavoz en las calles, decidimos, desde nuestras jaulas, pensar en cada paso del escape. El objetivo era pedir ayuda en el exterior.

Uno de los payasos de nariz azul, quien parecía haberlo pensado antes que todos, me dijo: hagamos dos cosas, que los enanos pongan más dinamita en el cañón y, en lugar de la red, que apunten hacia la carpa, así podrás perforarla, caer por fuera y huir. Roque, el trapecista, basándose en su experiencia en las alturas, comentó que el plan era factible. Acepté.

Mr. Salgado, quien antecede mi participación con actos de ilusionismo, extendería la duración de sus trucos para que los enanos prepararan el cañón tras bambalinas. Lo llenaremos de explosivos, luego lo traeremos de vuelta para que puedas meterte, dijo uno de ellos –Dalman–. Cuando demos la señal, que serán unos redobles, encenderemos la mecha, dijo el otro –Portman–. Entonces volarás por los aires como un pájaro, expresó el gigante Keppler, con su voz pausada y lenta, tratando de asimilar lo que implicaría dejar el circo. La contorsionista Mélany y el fortachón Campeón de Loreto escribieron un mensaje de auxilio en un trozo de papel. Tienes que llevarlo al dueño de otro circo, dijo Laura, la mujer barbuda, y agregó: quizás alguien más se interese por nuestro talento.

Con cierta nostalgia en la mirada, que se reprodujo en todos los rostros, dimos por concluida la junta.

Sabíamos de la ambición del tirano Rubinstein, que se hacía llamar nuestro amo y dueño; nos utilizaba para superarse y superar a cualquier circo existente. Tiene a los leones y tigres de bengala de su lado. No hay forma de acabar con él; escapar es la única alternativa. El espectáculo del circo ha rebasado los límites de lo artístico. Si la gente viene a vernos no es por la maestría de las actuaciones, sino por el riesgo continuo de morir en cualquier momento. Siempre, aparentemente, por un error de ejecución. Pero, al final, él decide quién vive y quién no. Estoy cansado.

Lo hará de nuevo esta noche. Rubinstein escogerá a uno de nosotros.

 

Se han abierto las puertas del circo. Espío desde los barrotes de mi jaula; la gente de la nueva ciudad ocupa los asientos con una calma metódica que cumple un par de pasos: comprar palomitas de maíz y tomar fotografías de la carpa. Las tres llamadas que anticipan el inicio del espectáculo suceden rápidamente. Ahora, la media luna está repleta de personas de todas las edades. Rubinstein sale a escena con un sombrero negro, un saco rojo brillante y grandes botas cafés que le llegan hasta las rodillas.

Luego de captar las miradas de los espectadores, hace la presentación habitual: habla de la historia del circo, de los animales que ha recolectado a lo largo y ancho del mundo; describe lo que el asistente está a punto de atestiguar, y dice: éste es un circo en el que cualquier cosa puede ocurrir, sólo tienen que desearlo. Es una señal, pienso, una provocación que incita a la muerte. Debo concentrarme.

Rubinstein ingresa a la zona de las jaulas y nos quita los candados y las cadenas conforme llega nuestro turno en el escenario. Los payasos son los primeros. Con música alegre, llevan a cabo un sketch que provoca pocas risas. Ellos saben lo mucho que molesta a Rubinstein no ver a la gente feliz. Regresan a su jaula deprimidos. Sigue el turno de Laura, quien muestra su barba y deja que la toquen, que la maltraten. Después Campeón de Loreto, Mélany, Keppler y, finalmente, Mr. Salgado…

Ha llegado el momento. Como lo anticipó en la reunión, sus trucos son lentos y parecen aburrir al público. Cuando Mr. Salgado vuelve a la jaula, me guiña un ojo. Todo está listo para el gran escape.

Y con ustedes, ¡Élmer, el hombre bala!, grita Rubinstein. Entra por mí. Su aliento es fétido. Lo miro, por primera vez, de frente. Sonríe mostrándome su dentadura de plata y entonces me avienta al escenario. Me coloco el casco, las gafas; saludo a la gente, subo las escaleras para entrar al cañón. Antes de ocultar la cabeza, miro a los artistas: en su rostro está puesta la esperanza y eso me conmueve. Y a la vez me apena. Se han dejado llevar por la desesperación. Por la idea utópica de la libertad.

Hay algo que no saben: la culminación de esta noche será similar a las anteriores, salvo por un detalle. Me he anticipado a Rubinstein. Qué importa hacerlo a su modo o al mío. La dinamita no me hará atravesar la carpa –eso es imposible considerando que está reforzada–, sino que el estallido me volará en mil pedazos por todo el circo. Ése es el escape que he escogido. Suenan los redobles. Allá voy.

LECTURA SUGERIDA CCCXVIII


“¡¿Adónde está la corona?! Y otras historias reales” de Silvia Schujer
Ilustraciones: Roberto Cubillas
Atlántida. Buenos Aires. 2015

Leer en verano

¿Este verano, vas a leer?


Hay personas que lo están haciendo.
Foto del artista Steve McCurry que va retratando personas leyendo alrededor del mundo.

ROSARIO CASTELLANOS (México, México DF, 1925-Israel, Tel Aviv, 1974)


EN EL FILO DEL GOZO
 
I
Entre la muerte y yo he erigido tu cuerpo:
que estrelle en ti sus olas funestas sin tocarme
y resbale en espuma deshecha y humillada.
Cuerpo de amor, de plenitud, de fiesta,
palabras que los vientos dispersan como pétalos,
campanas delirantes al crepúsculo.
Todo lo que la tierra echa a volar en pájaros,
todo lo que los lagos atesoran de cielo
más el bosque y la piedra y las colmenas.
(Cuajada de cosechas bailo sobre las eras
mientras el tiempo llora por sus guadañas rotas.)
Venturosa ciudad amurrallada,
ceñida de milagros, descanso en el recinto
de este cuerpo que empieza donde termina el mío.
 
II
Convulsa entre tus brazos como mar entre rocas,
rompiéndome en el filo del gozo o mansamente
lamiendo las arenas asoleadas.
(Bajo tu tacto tiemblo
como un arco en tensión palpitante de flechas
y de agudos silbidos inminentes.
Mi sangre se enardece igual que una jauría
olfateando la presa y el estrago.
Pero bajo tu voz mi corazón se rinde
en palomas devotas y sumisas.)
 
III
Tu sabor se anticipa entre las uvas
que lentamente ceden a la lengua
comunicando azúcares íntimos y selectos.
Tu presencia es el júbilo.
Cuando partes, arrasas jardines y transformas
la feliz somnolencia de la tórtola
en una fiera expectación de galgos.
Y, amor, cuando regresas
el ánimo turbado te presiente
como los ciervos jóvenes la vecindad del agua.

Leer en verano

¿Este verano, vas a leer?


Hay personas que lo están haciendo.
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LECTURA SUGERIDA CCCXVII


“Lobo Rojo y Caperucita Feroz” de Elsa Bornemann
Ilustraciones: Cynthia Orensztajn
Colección: “Serie Álbum Infantil”
Loqueleo-Santillana. Buenos Aires. 2015

jueves, 29 de diciembre de 2016

ÉMILE VERHAEREN (Bélgica, Sint-Amands, Amberes, 1855- Francia, Ruan, 1916)

 
LA NOCHE

Cuando en las infinitas llanuras oscurece,
Con taciturnos bloques y pesados martillos
Las sombras edifican sus muros y sus torres,
Escoriales de plata y ébano revestidos.
El cielo prodigioso domina con sus astros
-Bóveda oscura donde brillan ojos de llama-
Y se yerguen soberbios hacia ese techo ardiente
Las hayas y los pinos, como enormes pilastras.
 
Como blancos sudarios ante encendida antorcha,
Se ven brillar los lagos bajo luces confusas,
Y las granjas cercadas por setos cuadrilongos
Aparecen entonces igual que inmensas tumbas.
Y así con sus rincones y sus fúnebres salas,
Construida de espanto y de sombras espesas,
La noche es como alcázar de emperador sombrío
Que se asoma, en silencio, a un balcón de tiniebla

LECTURA SUGERIDA CCCXVI


“A filmar canguros míos” de Ema Wolf
Ilustraciones: Tabaré
Colección: “Pan Flauta”
Sudamericana. Buenos Aires. 2009

miércoles, 28 de diciembre de 2016

LECTURA SUGERIDA CCCXV


“El sapo más lindo” de Ricardo Mariño
Ilustraciones: Alicia Charré
Colección: “Alfaguara Infantil”
Alfaguara. Buenos Aires. 2009

AMADO NERVO (México, 1870-Uruguay, 1919)


DESPUÉS

Te odio con el odio de la ilusión marchita:
¡Retírate! He bebido tu cáliz, y por eso
mis labios ya no saben dónde poner su beso;
mi carne, atormentada de goces, muere ahíta.
 
Safo, Crisis, Aspasia, Magdalena, Afrodita,
cuanto he querido fuiste para mi afán avieso.
¿En dónde hallar espasmos, en dónde hallar exceso
que al punto no me brinde tu perversión maldita?
 
¡Aléjate! Me invaden vergüenzas dolorosas,
sonrojos indecibles del mal, rencores francos,
al ver temblar la fiebre sobre tus senos rosas.
 
No quiero más que vibre la lira de tus flancos:
déjame solo y triste llorar por mis gloriosas
virginidades muertas entre tus muslos blancos.

Lecturas de verano

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martes, 27 de diciembre de 2016

RAFAEL ALBERTI (España, Cádiz, 1902-1999)

 
ESPANTAPÁJAROS

Ya en mi alma pesaban de tal modo los muertos futuros que no podía andar ni un solo paso sin que las piedras revelaran sus entrañas.
¿Qué gritan y defienden esos trajes retorcidos por las exhalaciones?
Sangran ojos de mulos cruzados de escalofríos.
Se hace imposible el cielo entre tantas tumbas anegadas de setas corrompidas.
 
¿Adónde ir con las ansias de los que han de morirse?
La noche se desploma por un exceso de equipaje secreto.
Alabad a la chispa que electrocuta las huestes y los rebaños.
Un hombre y una vaca perdidos.
 
¿Qué nuevas desventuras esperan a las hojas para este otoño?
Mi alma no puede ya con tanto cargamento sin destino.
El sueño para preservarse de las lluvias intenta una alquería.
Anteanoche no aullaron ya las lobas.
¿Qué espero rodeado de muertos al filo de una madrugada indecisa?

LECTURA SUGERIDA CCCXIV


“Desierto de mar y otros poemas” de María Cristina Ramos
Colección: “El barco a vapor”
SM. Buenos Aires. 2009

Foto del artista Steve McCurry

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lunes, 26 de diciembre de 2016

HORACIO QUIROGA (1878-1937)


EL CONDUCTOR DEL RÁPIDO


Desde 1905 hasta 1925 han ingresado en el Hospicio de las Mercedes 108 maquinistas atacados de alienación mental

Cierta mañana llegó al manicomio un hombre escuálido, de rostro macilento, que se tenía malamente en pie. Estaba cubierto de andrajos y articulaba tan mal sus palabras que era necesario descubrir lo que decía. Y, sin embargo, según afirmaba con cierto alarde su mujer al internarlo, ese maquinista había guiado su máquina hasta pocas horas antes.

En un momento dado de aquel lapso de tiempo, un señalero y un cambista alienados trabajaban en la misma línea y al mismo tiempo que dos conductores, también alienados.

Es hora, pues, dados los copiosos hechos apuntados, de meditar ante las actitudes fácilmente imaginables en que podría incurrir un maquinista alienado que conduce un tren.

Tal es lo que leo en una revista de criminología, psiquiatría y medicina legal, que tengo bajo mis ojos mientras me desayuno.

Perfecto. Yo soy uno de esos maquinistas. Más aun: soy conductor del rápido del Continental. Leo, pues, el anterior estudio con una atención también fácilmente imaginable.

Hombres, mujeres, niños, niñitos, presidentes y estabiloques: desconfiad de los psiquiatras como de toda policía. Ellos ejercen el contralor mental de la humanidad, y ganan con ello: ¡ojo! Yo no conozco las estadísticas de alienación en el personal de los hospicios; pero no cambio los posibles trastornos que mi locomotora con un loco a horcajadas pudiera discurrir por los caminos, con los de cualquier deprimido psiquiatra al frente de un manicomio.

Cumple advertir, sin embargo, que el especialista cuyos son los párrafos apuntados comprueba que 108 maquinistas y 186 fogoneros alienados en el lapso de veinte años, establecen una proporción en verdad poco alarmante: algo más de cinco conductores locos por año. Y digo ex profeso conductores refiriéndome a los dos oficios, pues nadie ignora que un fogonero posee capacidad técnica suficiente como para manejar su máquina, en caso de cualquier accidente fortuito.

Visto esto, no deseo sino que este tanto por ciento de locos al frente del destino de una parte de la humanidad, sea tan débil en nuestra profesión como en la de ellos.

Con lo cual concluyo en calma mi café, que tiene hoy un gusto extrañamente salado.

Esto lo medité hace quince días. Hoy he perdido ya la calma de entonces. Siento cosas perfectamente definibles si supiera a ciencia cierta qué es lo que quiero definir. A veces, mientras hablo con alguno mirándolo a los ojos, tengo la impresión de que los gestos de mi interlocutor y los míos se han detenido en extática dureza, aunque la acción prosigue; y que entre palabra y palabra media una eternidad de tiempo, aunque no cesamos de hablar aprisa.

Vuelvo en mí, pero no ágilmente, como se vuelve de una momentánea obnubilación, sino con hondas y mareantes oleadas de corazón que se recobra. Nada recuerdo de ese estado; y conservo de él, sin embargo, la impresión y el cansancio que dejan las grandes emociones sufridas.

Otras veces pierdo bruscamente el contralor de mi yo, y desde un rincón de la máquina, transformado en un ser tan pequeño, concentrado de líneas y luciente como un bulón octogonal, me veo a mí mismo maniobrando con angustiosa lentitud.

¿Qué es esto? No lo sé. Llevo 18 años en la línea. Mi vista continúa siendo normal. Desgraciadamente, uno sabe siempre de patología más de lo razonable, y acudo al consultorio de la empresa.

– Yo nada siento en órgano alguno -he dicho-, pero no quiero concluir epiléptico. A nadie conviene ver inmóviles las cosas que se mueven.

-¿Y eso?-me ha dicho el médico mirándome-. ¿Quién le ha definido esas cosas?

-Las he leído alguna vez-respondo-. Haga el favor de examinarme, le ruego.

-El doctor me examina el estómago, el hígado, la circulación y la vista, por descontado.

-Nada veo -me ha dicho-, fuera de la ligera depresión que acusa usted viniendo aquí… Piense poco, fuera de lo indispensable para sus maniobras, y no lea nada. A los conductores de rápidos no les conviene ver cosas dobles, y menos tratar de explicárselas.

-¿Pero no sería prudente -insisto- solicitar un examen completo a la empresa? Yo tengo una responsabilidad demasiado grande sobre mis espaldas para que me baste…

-…el breve examen a que lo he sometido, concluya usted. Tiene razón, amigo maquinista. Es no sólo prudente, sino indispensable hacerlo así. Vaya tranquilo a su examen; los conductores que un día confunden las palancas no suelen discurrir como usted lo hace.

Me he encogido de hombros a sus espaldas, y he salido más deprimido aún.

¿Para qué ver a los médicos de la empresa si por todo tratamiento racional me impondrán un régimen de ignorancia?

Cuando un hombre posee una cultura superior a su empleo, mucho antes que a sus jefes se ha hecho sospechoso a sí mismo. Pero si estas suspensiones de vida prosiguen, y se acentúa este ver doble y triple a través de una lejanísima transparencia, entonces sabré perfectamente lo que conviene en tal estado a un conductor de tren.

Soy feliz. Me he levantado al rayar el día, sin sueño ya y con tal conciencia de mi bienestar que mi casita, las calles, la ciudad entera me han parecido pequeñas para asistir a mi plenitud de vida. He ido afuera, cantando por dentro, con los puños cerrados de acción y una ligera sonrisa externa, como procede en todo hombre que se siente estimable ante la vasta creación que despierta.

Es curiosísimo cómo un hombre puede de pronto darse vuelta y comprobar que arriba, abajo, al este, al oeste, no hay más que claridad potente, cuyos iones infinitesimales están constituidos de satisfacción: simple y noble satisfacción que colma el pecho y hace levantar beatamente la cabeza.

Antes, no sé en qué remoto tiempo y distancia, yo estuve deprimido, tan pesado de ansia que no alcanzaba a levantarme un milímetro del chato suelo. Hay gases que se arrastran así por la baja tierra sin lograr alzarse de ella, y rastrean asfixiado porque no pueden respirar ellos mismos.

Yo era uno de esos gases. Ahora puedo erguirme sólo, sin ayuda de nadie, hasta las más altas nubes. Y si yo fuera hombre de extender las manos y bendecir, todas las cosas y el despertar de la vida proseguirían su rutina iluminada, pero impregnadas de mí: ¡Tan fuerte es la expansión de la mente en un hombre de verdad!

Desde esta altura y esta perfección radial me acuerdo de mis miserias y colapsos que me mantenían a ras de tierra, como un gas. ¿Cómo pudo esta firme carne mía y esta insolente plenitud de contemplar, albergar tales incertidumbres, sordideces, manías y asfixias por falta de aire?

Miro alrededor, y estoy solo, seguro, musical y riente de mi armónico existir. La vida, pesadísima tractora y furgón al mismo tiempo, ofrece estos fenómenos: una locomotora se yergue de pronto sobre sus ruedas traseras y se halla a la luz del sol.

¡De todos lados! ¡Bien erguida y al sol!.

¡Cuán poco se necesita a veces para decidir de un destino: a la altura henchida, tranquila y eficiente, o a ras del suelo como un gas!

Yo fui ese gas. Ahora soy lo que soy, y vuelvo a casa despacio y maravillado.

He tomado el café con mi hija en las rodillas, y en una actitud que ha sorprendido a mi mujer.

-Hace tiempo que no te veía así -me dice con su voz seria y triste.

-Es la vida que renace -le he respondido-. ¡Soy otro, hermana!

-Ojalá estés siempre como ahora -murmura.

-Cuando Fermín compró su casa, en la empresa nada le dijeron. Había una llave de más.

-¿Qué dices? -pregunta mi mujer levantando la cabeza. Yo la miro, más sorprendido de su pregunta que ella misma, y respondo:

-Lo que te dije: ¡qué seré siempre así!

Con lo cual me levanto y salgo de nuevo.

Por lo común, después de almorzar paso por la oficina a recibir órdenes y no vuelvo a la estación hasta la hora de tomar servicio. No hay hoy novedad alguna, fuera de las grandes lluvias. A veces, para emprender ese camino, he salido de casa con inexplicable somnolencia; y otras he llegado a la máquina con extraño anhelo.

Hoy lo hago todo sin prisa, con el reloj ante el cerebro y las cosas que debía ver, radiando en su exacto lugar.

En esta dichosa conjunción del tiempo y los destinos, arrancamos. Desde media hora atrás vamos corriendo el tren 248. Mi máquina, la 129. En el bronce de su cifra se reflejan al paso los pilares del andén. Perendén.

Yo tengo 18 años de servicio, sin una falta, sin una pena, sin una culpa. Por esto el jefe me ha dicho al salir:

-Van ya dos accidentes en este mes, y es bastante. Cuide del empalme 3, y pasado él ponga atención en la trocha 296-315. Puede ganar más allá el tiempo perdido. Sé que podemos confiar en su calma, y por eso se lo advierto. Buena suerte, y enseguida de llegar informe del movimiento.

¡Calma! ¡Calma! ¡No es preciso, oh, jefes que recomendéis calma a mi alma! Yo puedo correr el tren con los ojos vendados, y el balasto está hecho de rayas y no de puntos, cuando pongo mi calma en la punta del miriñaque a rayar el balasto!Lascazes no tenía cambio para pagar los cigarrillos que compró en el puente…

Desde hace un rato presto atención al fogonero que palea con lentitud abrumadora. Cada movimiento suyo parece aislado, como si estuviera constituido de un material muy duro. ¿Qué compañero me confió la empresa para salvar el empal

-¡Amigo! -le grito-. ¿Y ese valor? ¿No le recomendó calma el jefe? El tren va corriendo como una cucaracha.

-¿Cucaracha? -responde él-. Vamos bien a presión… y con dos libras más. Este carbón no es como el del mes pasado.

-¡Es que tenemos que correr, amigo! ¿Y su calma? ¡La mía, yo sé dónde está!

-¿Qué?-murmura el hombre.

-El empalme. Parece que allí hay que palear de firme. Y después, del 296 al 315.

-¿Con estas lluvias encima? -objeta el timorato.

-El jefe… ¡Calma! En 18 años de servicio no había yo comprendido el significado completo de esta palabra. ¡Vamos a correr a 110, amigo!

-Por mí… -concluye mi hombre, ojeándome un buen momento de costado.

¡Lo comprendo! ¡Ah, plenitud de sentir en el corazón, como un universo hecho exclusivamente de luz y fidelidad, esta calma que me exalta! ¡Qué es sino un mísero, diminuto y maniatado ser por los reglamentos y el terror, un maquinista de tren del cual se pretendiera exigir calma al abordar un cierto empalme! No es el mecánico azul, con gorra, pañuelo y sueldo, quien puede gritar a sus jefes: ¡La calma soy yo! ¡Se necesita ver cada cosa en el cenit, aisladísimo en su existir! ¡Comprenderla con pasmada alegría! ¡Se necesita poseer un alma donde cada cual posee un sentido, y ser el factor inmediato de todo lo sediento que para ser aguarda nuestro contacto! ¡Ser yo!

Maquinista. Echa una ojeada afuera. La noche es muy negra. El tren va corriendo con su escalera de reflejos a la rastra, y los remaches del ténder están hoy hinchados. Delante, el pasamano de la caldera parte inmóvil desde el ventanillo y ondula cada vez más, hasta barrer en el tope la vía de uno a otro lado.

Vuelvo la cabeza adentro: en este instante mismo el resplandor del hogar abierto centellea todo alrededor del sweater del fogonero, que está inmóvil. Se ha quedado inmóvil con la pala hacia atrás, y el sweater erizado de pelusa al rojo blanco.

-¡Miserable! ¡Ha abandonado su servicio! -rujo lanzándome del arenero.

Calma espectacular. ¡En el campo, por fin, fuera de la rutina ferroviaria!

Ayer, mi hija moribunda. ¡Pobre hija mía! Hoy, en franca convalecencia. Estamos detenidos junto al alambrado viendo avanzar la mañana dulce. A ambos lados del cochecito de nuestra hija, que hemos arrastrado hasta allí, mi mujer y yo miramos en lontananza, felices.

-Papá, un tren -dice mi hija extendiendo sus flacos dedos que tantas noches besamos a dúo con su madre.

-Sí, pequeña -afirmo-. Es el rápido de las 7.45.

-¡Qué ligero va, papá! -observa ella.

-¡Oh!, aquí no hay peligro alguno; puede correr. Pero al llegar al em

Como en una explosión sin ruido, la atmósfera que rodea mi cabeza huye en velocísimas ondas, arrastrando en su succión parte de mi cerebro, y me veo otra vez sobre el arenero, conduciendo mi tren.

Sé que algo he hecho, algo cuyo contacto multiplicado en torno de mí me asedia, y no puedo recordarlo. Poco a poco mi actitud se recoge, mi espalda se enarca, mis uñas se clavan en la palanca… y lanzo un largo, estertoroso maullido!

Súbitamente entonces, en un ¡trae! y un lívido relámpago cuyas conmociones venía sintiendo desde semanas atrás, comprendo que me estoy volviendo loco.

¡Loco! ¡Es preciso sentir el golpe de esta impresión en plena vida, y el clamor de suprema separación, mil veces peor que la muerte, para comprender el alarido totalmente animal con que el cerebro aúlla el escape de sus resortes!

¡Loco, en este instante, y para siempre! ¡Yo he gritado como un gato! ¡He maullado! ¡Yo he gritado como un gato!

-¡Mi calma, amigo! ¡Esto es lo que yo necesito!… ¡Listo, jefes!

Me lanzo otra vez al suelo.

-¡Fogonero maniatado! -le grito a través de su mordaza-. ¡Amigo! ¿Usted nunca vio un hombre que se vuelve loco? Aquí está: ¡Prrrrr!…

“Porque usted es un hombre de calma, le confiamos el tren. ¡Ojo a la trocha 4004! Gato”. Así dijo el jefe.

-¡Fogonero! ¡Vamos a palear de firme, y nos comeremos la trocha 29000000003!

Suelto la mano de la llave y me veo otra vez, oscuro e insignificante, conduciendo mi tren. Las tremendas sacudidas de la locomotora me punzan el cerebro: estamos pasando el empalme 3.

Surgen entonces ante mis pestañas mismas las palabras del psiquiatra:

“…las actitudes fácilmente imaginables en que podría incurrir un maquinista alienado que conduce su tren…”

¡Oh! Nada es estar alienado. ¡Lo horrible es sentirse incapaz de contener, no un tren, sino una miserable razón humana que huye con sus válvulas sobrecargadas a todo vapor! ¡Lo horrible es tener conciencia de que este último quilate de razón se desvanecerá a su vez, sin que la tremenda responsabilidad que se esfuerza sobre ella alcance a contenerlo! ¡Pido sólo una hora! ¡Diez minutos nada más! Porque de aquí a un instante… ¡Oh, si aún tuviera tiempo de desatar al fogonero y de enterarlo!…

-¡Ligero! ¡Ayúdeme usted mismo!…

Y al punto de agacharme veo levantarse la tapa de los areneros y a una bandada de ratas volcarse en el hogar.

¡Malditas bestias… me van a apagar los fuegos! Cargo el hogar de carbón, sujeto al timorato sobre un arenero y yo me siento sobre el otro.

-¡Amigo! -le grito con una mano en la palanca y la otra en el ojo-: cuando se desea retrasar un tren, se busca otros cómplices, ¿eh? ¿Qué va a decir el jefe cuando lo informe de su colección de ratas? Dirá: ojo a la trocha mm… millón! ¿Y quién la pasa a 113 kilómetros? Un servidor. Pelo de castor. ¡Este soy yo! Yo no tengo más que certeza delante de mí, y la empresa se desvive por gentes como yo. ¿Qué es usted?, dicen. ¡Actitud discreta y preponderancia esencial!, respondo yo. ¡Amigo! ¡Oiga el temblequeo del tren!… Pasamos la trocha…

¡Calma, jefes! No va a saltar, yo lo digo… ¡Salta, amigo, ahora lo veo! Salta…

¡No saltó! ¡Buen susto se llevó usted, míster! ¿Y por qué?, pregunté. ¿Quién merece sólo la confianza de sus jefes?, pregunté. ¡Pregunte, estabiloque del infierno, o le hundo el hurgón en la panza!

-Lo que es este tren -dice el jefe de la estación mirando el reloj- no va a llegar atrasado. Lleva doce minutos de adelanto.

Por la línea se ve avanzar al rápido como un monstruo tumbándose de un lado a otro, avanzar, llegar, pasar rugiendo y huir a 110 por hora.

-Hay quien conoce -digo yo al jefe pavoneándome con las manos sobre el pecho -hay quien conoce el destino de ese tren.

-¿Destino? -se vuelve el jefe al maquinista-. Buenos Aires, supongo…

El maquinista ya sonríe negando suavemente, guiña un ojo al jefe de estación y levanta los dedos movedizos hacia las partes más altas de la atmósfera.

Y tiro a la vía el hurgón, bañado en sudor: el fogonero se ha salvado.

Pero el tren, no. Sé que esta última tregua será más breve aun que las otras. Si hace un instante no tuve tiempo -¡no material: mental!- para desatar a mi asistente y confiarle el tren, no lo tendré tampoco para detenerlo… Pongo la mano sobre la llave para cerrarla-arla ¡eluf eluf!, amigo ¡Otra rata!

Último resplandor… ¡Y qué horrible martirio! ¡Dios de la razón y de mi pobre hija! ¡Concédeme tan sólo tiempo para poner la mano sobre la palanca-blancapiribanca, ¡miau! El jefe de la estación ante terminal tuvo apenas tiempo de oír al conductor del rápido 248, que echado casi fuera de la portezuela le gritaba con acento que nunca aquél ha de olvidar:

-¡Deme desvío!…

Pero lo que descendió luego del tren, cuyos frenos al rojo habíanlo detenido junto a los paragolpes del desvío; lo que fue arrancado a la fuerza de la locomotora, entre horribles maullidos y debatiéndose como una bestia, eso no fue por el resto de sus días sino un pingajo de manicomio. Los alienistas opinan que en la salvación del tren -y 125 vidas- no debe verse otra cosa que un caso de automatismo profesional, no muy raro, y que los enfermos de este género suelen recuperar el juicio.

Nosotros consideramos que el sentimiento del deber, profundamente arraigado en una naturaleza de hombre, es capaz de contener por tres horas el mar de demencia que lo está ahogando. Pero de tal heroísmo mental, la razón no se recobra.


 

LECTURA SUGERIDA CCCXIII


El tesoro del último dragón” de Liliana Cinetto

Ilustraciones: Ricardo Fernández

Colección: “Telaraña

SigmarBuenos Aires. 2009


 

 

Campaña por la lectura

¿Este verano, vas a leer?


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ROBERTO ARLT (Buenos Aires, 1900-1942)


EL CAZADOR DE ORQUÍDEAS

Djamil entró en mi camarote y me dijo: Señor, ya están apareciendo las primeras montañas.
Abandoné precipitadamente mi encierro y fui a apoyarme de codos en la borda. Las aguas estaban bravías y azules mientras que en el confín la línea de montañas de Madagascar parecía comunicarle al agua la frialdad de su sombra. Poco me imaginaba que dos días después me iba a encontrar en Tananarivo con mi primo Guillermo Emilio, y que desde ese encuentro me naciera la repugnancia que me estremece cada vez que oigo hablar de las orquídeas.
Efectivamente, dudo que en el reino vegetal exista un monstruo más hermoso y repelente que esta flor histérica, y tan caprichosa, que la veréis bajo la forma de un andrajo gris permanecer muerta durante meses y meses en el fondo de una caja, hasta que un día, bruscamente, se despierta, se despereza y comienza a reflorecer, coloreándose las tintas más vivas.
Yo ignoraba todas estas particularidades de la flor, hasta que tropecé con Guillermo Emilio, precisamente en Madagascar.
Creo haber dicho que Guillermo Emilio era cazador de orquídeas. Durante mucho tiempo se dedicó a esta cacería en el sur del Brasil; pero luego, habiendo la justicia pedido su extradición por no sé qué delito de estafa, de un gran salto compuesto de numerosos y misteriosos zigzags se trasladó a Colombia. En Colombia formó parte de una expedición inglesa que en el espacio de pocos meses cazó dos mil ejemplares de orquídeas en las boscosas montañas de Nueva Granada. La expedición estaba costosamente equipada, y cuando los ingleses llegaron a Bogotá, de los dos mil ejemplares les quedaban vivos únicamente dos. El resto, malignamente, se había marchitado, y el financiador de la empresa, un lustrabotas enriquecido, enloqueció de furor.
Completamente empobrecido, y además mal mirado por la policía, Guillermo Emilio emigró a México, donde pretende que él fue el primero que descubrió la especie que conocemos bajo el nombre de “orquídea del azafrán”. No sé qué incidentes tuvo con un nativo -los mexicanos son gente violenta-, que Guillermo Emilio desapareció de México con la misma presteza que anteriormente salió de Río Grande, después de Natal, luego de Bogotá y, finalmente, de Tampico. Algunos maldicientes susurraban que el primo Guillermo Emilio combinaba el robo con la caza, y yo no diré que sí ni que no, porque bien claro lo dicen las Sagradas Escrituras: “No juzguéis si no quieres ser juzgado”.
Era él un hombre alto como un poste, de piernas largas, brazos largos, cara larga y fina y mucha alegría que gastar. Se le encontraba casi siempre vestido con un traje caqui, polainas y casco de explorador y un cuaderno bajo el brazo. En este cuaderno estaban pegados varios recortes de periódicos de provincia, donde se le veía junto a una planta de orquídeas acompañado de un grupo de indígenas sonrientes. Tal publicidad le permitió robar en muchas partes.
Este es el genio que yo me encontré una mañana de agosto en Tananarivo cuando semejante a un babieca abría los ojos como platos frente al disparatado palacio que ocupó la ex reina indígena Ranavalo. Este palacio lo construyó un francés aventurero que recaló en Madagascar huyendo de sus crueles deudores, y de quien me contaron extraordinarias anécdotas; pero dejémoslas para otro día.
Estaba, como digo, de pie, abriendo los ojos frente al palacio y rodeado de un grupo de cobrizas chiquillas con motas trenzadas y desparramadas, como los flecos de una alfombra, sobre su frente de chocolate. Por momentos miraba el palacio de la pobre Ranavalo, y si le volvía la espalda tropezaba con una multitud de robustos malgaches, que con la cabeza cargada de cestos de cañas pasaban hacia el mercado transportando sus plátanos. También pasaban rechinantes carros arrastrados por pequeños cebúes despojados de su rabo por una infección que permite salvar al buey sacrificando su cola. Yo conocía un chiste muy divertido respecto al buey y su cola, pero ahora no lo recuerdo. Adelante.
Mis proyectos eran variados. Uno consistía en marcharme a los arrozales de Ambohidratrimo, otro -y éste me seducía muy particularmente- en cruzar oblicuamente la isla partiendo de Tananarivo para el puerto de Majunga, y embarcarme allí para el archipiélago de las Comores. Ninguno de estos proyectos estaba determinado por la necesidad de los negocios, sino por el placer. De pronto escuché una gritería y vi a un viejo con casco de corcho que salió maldiciendo y riéndose a la puerta de su almacén, y al tiempo que maldecía y se reía, amenazaba con el puño la copa de un cocotero. Entonces, fijándome en donde señalaba el viejo, vi un mono con un gran cigarro encendido que se lo había robado. En el almacén ladero, un chino, con un blusón azul que le llegaba a los talones y una gran coleta, miraba al mono, que fumaba haciéndole amenazadoras señales.
-¡Tony! ¡Tú aquí, Tony!
¿Quién diablos me llamaba?
Me volví, y allí, para mi desgracia, estaba el primo Guillermo, con su traje caqui y el cuaderno debajo del brazo. Mientras cambiábamos las primeras preguntas yo pensaba en echarle escrupuloso candado a mi cartera. Sin embargo, me dejé persuadir, y Guillermo, tomándome de un brazo, exclamó en voz alta, tan alta, que creo que la pudo escuchar el chino del “fondak” frontero:
-Nunca entres al restaurante de un chino. Será un misterio para ti lo que te dé de comer.
Terminó mi primo de pronunciar estas palabras, se corrió una cortinilla de abalorios, y corpulento, con una barba despejada sobre su pecho y un turbante del razonable diámetro de una piedra de molino, apareció Taman. Arrastrando sus amarillas babuchas por el piso de madera, se aproximó a nuestra mesa, y Guillermo Emilio le dijo:
-Honorable Taman: te presentaré a un primo mío, perteneciente a una muy noble familia de América.
Taman me saludó al modo oriental; luego estrechó calurosamente mi mano y yo pensé si no había caído en una emboscada. Luego un chico tuerto, con una lamentable chilaba colgando de sus hombros y un fez rojo, depositó tres vasos de café sobre la mesa y el primo Guillermo me lo presentó:
-Es sabio y virtuoso como el ojo de Alá.
El pequeño tuerto me saludó lo mismo que su amo, y el primo Guillermo continuó:
-A ti puedo confiarme -miró en derredor cautelosamente-. Este prodigioso niño llamado Agib, ha descubierto la orquídea negra. Dice que de pétalo a pétalo la flor mide cerca de cuarenta centimetros.
-¿Y dónde descubrió ese prodigio?
-A ti puedo confiártelo. Es en el oeste del lago Itasy, sobre una falda del Tananarivo.
-¿Y por qué no la cazó él?
El tuerto, a quien su tío Taman encontraba sabio y virtuoso como el ojo de Alá, me respondió:
-Te diré, señor. He oído decir en ese paraje que en el tronco mismo de la orquídea se oculta una venenosísima serpiente negra…
– El primo Guillermo masculló:
-¡Supersticiones! ¿No sabes acaso, que el perfume de las orquídeas ahuyenta a las serpientes?
-¿Y qué piensas hacer tú? -intervine yo, que a mi pesar comenzaba a sentirme interesado en la aventura.
-Contrataré a dos indígenas. Cargaremos el tronco en una angarilla y traeremos la orquídea aquí.
Taman, el dueño del tabuco, que bebía su café silenciosamente, remató el diálogo con estas palabras, al tiempo que acariciaba la nuca de su sobrino:
-Este precioso niño no se equivoca nunca. Le aconseja un djim.
Finalmente, después de muchas conferencias, tratos y disputas, como se acostumbra en Oriente, Taman le alquiló al primo Guillermo Emilio su sobrino con las siguientes condiciones, de cuya puntual enumeración fui testigo:
TAMAN. – Convenimos tú y yo en que no le pegarás al niño con el puño ni con un bastón.
GUILLERMO. – Únicamente le pegaré cuando haga falta.
TAMAN. – Pero ni con el puño ni con el bastón.
GUILLERMo. – Pero sí podré utilizar una vara flexible.
TAMAN. – Sí; podrás. Le darás, además, de comer suficientemente.
GUILLERMO. – Sí.
TAMAN. – Le dejarás dormir donde quiera, sin forzar su voluntad.
GUILLERMO. – Sí; menos cuando esté de guardia.
TAMAN. – No serás con él cruel ni autoritario.
GUILLERMO. (impaciente). – ¡No pretenderás que le trate como si fuera mi esposa preferida!
TAMAN. – Bueno, bueno; te recomiendo a la alegría de mi vida, al hijo de mi hermana y a la preferencia de mis ojos.
Finalmente, una semana después, guiados por el tuerto Agib, salimos de Tananarivo en dirección al Norte. Dos malgaches, de pelo tan rizado que le formaba en torno de la cabeza una corona de flecos de alfombra, nos acompañaban como cargueros.
Primero cruzamos los arrabales y las aldeas vecinas, donde encontramos por todas partes, frente a sus cabañas de bambú y rafia, verdaderas colectividades de poltrones malgaches jugando al karatva, un juego muy parecido al nuestro que se conoce bajo el nombre de las damas, con la diferencia que ellos, en vez de tener trazado su tablero en una tabla, lo han pintado en un tronco de árbol.
Después dejamos detrás una larga caravana de cargadores de carbón, semidesnudos, andrajosos, algunos ya completamente ciegos, otros con larga barba blanca caída sobre el pecho desnudo rayado de costillas. Algunos se ayudaban para caminar con un báculo, y entre ellos venían jovencitas, y todos, sin distinción de edad, cargaban hasta cinco cestas redondas, puestas una encima de la otra, sobre la cabeza.
Cantaban una canción tristísima, y aunque el sol se extendía sobre los próximos mambúes, aquella caravana de espectros negruzcos me sobrecogió, y la consideré de mal augurio para nuestra aventura.
Al caer la tarde alcanzamos los primeros bosques de ravenalas, plantas de bananos de hasta treinta metros de altura, con anchas hojas abiertas como abanicos. Indescriptibles gritos de monos acompañaban nuestra marcha. Nunca me imaginé que los monos pudieran conectar tan variadísimas sinfonías de chillidos, rugidos, lamentaciones, gritos, ronquidos, rebuznos y aullidos como los que estas bestias peludas, negruzcas, rojas y amarillentas componían desde sus alturas.
El “Ojo de Alá”, como irreverentemente llamaba Taman a su sobrino Agib, se había humanizado. De tanto en tanto volvía la cabeza y le dirigía una sonrisa de señorita tímida a mi primo, que, implacable como un beduino, seguía adelante sin mirar a derecha ni izquierda, a no ser para lanzar una de esas malas palabras que hasta a las bestias de la selva las obligan a enmudecer. ¡Pobre Guillermo Emilio! ¡Si sabía él para qué se apresuraba!…
Al día siguiente ya cruzamos un bosque de ébanos; luego descendimos a un valle y al cruzar un río cenagoso un cocodrilo, que tenía la misma cabeza conformada que una corneta, atrapó por una pantorrilla a un carguero y se lo llevó aguas adentro, y pudimos ver cuando otro cocodrilo, precipitándose sobre él, le llevó un brazo. El agua se tiñó de rojo, y nosotros nos alejamos consternados. Quedaba ahora un solo cargador malgache, con cara de gato de cobre, y cuyas motas las mantenía constantemente peinadas en trencitas, que le caían sobre la frente como los flecos de una gualdrapa.
El tercer día de nuestra expedición subimos a la altura de unos montes, cuya planicie parecía de cristalización vidriada, piedra negra, resbaladiza como canto de botella. Abajo se veía el mar de la selva, y allá, muy lejos, el confín aguanoso del océano Índico. A pesar de que estábamos en verano, arriba hacía frío. Después de caminar trabajosamente durante dos horas por esta planicie cristalina oscura, pelada de toda vegetación, comenzamos el descenso hacia un valle arborescente, verde como si estuviera recortado en grandes paños de terciopelo verde cotorra. Un gran pájaro azul cruzó delante de nosotros chillando ásperamente, y comenzamos a bajar, pero pronto nos envolvió una nube de estaño; mascábamos agua, y cuando quisimos acordar, casi sin tiempo para refugiarnos debajo de un peñasco, estalló una tempestad terrible.
Verticales centellas conectaban el cielo y la tierra, torbellinos de agua rodaban en el espacio sus trombas de lluvia, y los truenos y la noche nos mantenían acurrucados bajo una roca. De pronto, aquel monstruoso techo de tinieblas se resquebrajó, y nuevamente apareció el cielo azul, con un sol centelleante de alegría. Eran las dos de la tarde. Nos desnudamos y pusimos a secar nuestra ropa al sol, y por primera vez desde la salida de Tananarivo oímos, el rugido corto, parecido al ladrido de un perro afónico. Era una pareja de panteras que andaba cazando cerca de nosotros. Cenamos varios puñados de arroz hervido en agua con un poco de aceite y bebimos abundantes cuencos de cacao.
Luego nos echamos a dormir. Al día siguiente alcanzaríamos el paraje donde florecía la orquídea negra.
Aborrezco los detalles superfluos. Aquel viernes, a las diez de la mañana estábamos a un paso de la orquídea negra. Ismaíl nos había guiado hasta un pequeño sendero rayado de troncos podridos de ravanalas y acacias. Este sendero estaba cerrado al fondo por un murallón de roca, pero cubierto también de una alfombra de musgo, y allí, al fondo, derribado sobre el roquedal, se veía un tronco podrido, tan deshecho, que no podía precisarse a qué especie vegetal pertenecía. Y de este tronco arrancaba un tallo, y al extremo de este tallo…, ¡jamás he visto nada tan maravilloso, ni aun pintado!
Era una estrella de picos fruncidos, tallada en un tejido de terciopelo negro bordeado de un festón de oro. Del centro de este cáliz lánguido, inmenso como una sombrilla de geisha, surgía un bastón de plata espolvoreado de carbón y rosa.
Todos lanzamos un grito de admiración. Guillermo Emilio se aproximó, estudió el tronco, lo removió con una palanca muy fácilmente, sacó del bolsillo un puñado de monedas de plata, las repartió entre Agib y el carguero malgache y les dijo:
-Retírenla cuidadosamente. Si llegamos a Tananarivo con la flor completa, les daré el doble.
Armados de hachas y palancas Agib y el malgache comenzaron a separar el tronco de su base musgosa. Guillermo y yo dimos principio a la construcción de una angarilla de bambú provista de su correspondiente techo.
-Este ejemplar nos reportará veinte mil dólares, por lo menos -cuchicheaba Guillermo, mientras ataba las cañas.
Nunca escuché un grito de terror semejante. Salté hacia la orquídea, y allí, arriba del murallón, vi al niño musulmán con la cara cruzada por un látigo de aceite negro; de pronto este látigo de aceite negro cruzó el espacio, y ya no le vimos más. Un doble hilo de sangre corría por la mejilla de Agib.
Fue inútil cuanto hicimos. Cubierto de sudor sanguinolento, estremeciéndose continuamente, pocos minutos después moría Agib. Tenía razón. Una serpiente negra se ocultaba bajo el tronco de la orquídea.
Yo mentiría si dijera que la muerte del Ojo de Alá, como le llamábamos un poco burlonamente, nos importó. Estábamos envenenados de codicia.
Veinte mil dólares danzaban ahora en nuestra mente. El mismo malgache había salido de su apatía oriental, y dos horas después, no sin matar previamente una araña venenosa, gorda como un sapo, cargamos en la angarilla el tronco de la orquídea.
Y con esta preciosa carga, una semana después entrábamos al tabuco de Taman.
-Déjame a mí; yo le hablaré -dijo el primo Guillermo Emilio.
Recuerdo que Taman salió a nuestro encuentro sumamente pálido. Tenía ya noticia de la muerte del hijo de su hermana.
Pero me llamó la atención que no se dignó dirigir una sola mirada a la preciosa flor, cuyos festones de terciopelo y oro llenaban la mísera habitación revestida de tapices baratos y alfombras, mezquinas, de un monstruoso prestigio de sueño chino. Nos miramos todos en silencio: luego Taman dijo:
-¿Dónde han dejado al hijo de mi hermana?
Creo que el primo Guillermo empleó cinco mil palabras para explicarle a Taman el final del Ojo de Alá. Mesándose la barba, lo cual es signo peligroso en un musulmán robusto, Taman escuchaba a Guillermo, y cuanto más profundo era el silencio de Taman, más impaciente y voluble era la cháchara de Guillermo. Y de pronto Taman, cuya exquisita educación no hacía esperar esta reacción de su parte, agarró un garrote, y levantándolo sobre la cabeza de Guillermo, dijo:
-¡Perro maldito! ¡Cómete esa orquídea!
-¡Taman -suplicó el primo Guillermo-, Taman, entiéndeme: ni tú, ni yo, ni él tuvo la culpa! En cuanto a comerme esa orquídea, no digas disparates. ¿Te comerías veinte mil dólares?
-¿Cómete esa orquídea, he dicho!
-Entendámonos, Taman: tu querido sobrino…
-¡Vas a comerte esa orquídea, perro!
El tono que esta vez empleó Taman para amenazar fue terrorífico. Que el primo Guillermo se percató de ello lo demuestra el hecho que sin ningún pudor se arrodilló delante de Taman, y tomándole la chilaba, le dijo:
-Escúchame, honorable hermano mío…
Una sombra de ferocidad cruzo el rostro de Taman. Guillermo Emilio vio esa sombra, y con infinita melancolía se dirigió a la angarilla donde la orquídea negra dejaba caer su picudo cáliz de terciopelo y oro.
-Taman, piensa…
-¡Come! -ladró Taman.
Entonces por primera y probablemente por última vez en mi vida he visto a un hombre comerse veinte mil dólares. El primo Guillermo desgarró la orquídea de su tronco, y con la misma desesperación de quien devora sus propias entrañas comenzó a morder y tragarse el suntuoso tejido de la flor.
Cuando Guillermo terminó de comerse el último pedacito de terciopelo y oro, Taman salió del tabuco en silencio, y Guillermo se desmayó.
Estuvo dos meses enfermo del estómago, y cuando creyeron que se había curado una peste curiosísima, manchas negras con borde bronceado, le comenzó a cubrir la piel en todas partes del cuerpo, y aunque varios médicos sospechan que es una afección nerviosa, ninguna autoridad sanitaria le permite al primo Guillermo abandonar la isla donde “se comió su fortuna”.

LECTURA SUGERIDA CCCXII


“Yo quiero mi había una vez y mi colorín colorado” de Fabián Sevilla
Ilustraciones: Gerardo Baró
Colección: “Teatro sin telones”
Ediciones Quipu. Buenos Aires. 2010

sábado, 24 de diciembre de 2016

Siempre la lectura.


Hay personas que lo están haciendo.

Foto del artista Steve McCurry que va retratando personas leyendo alrededor del mundo.


OLIVERIO GIRONDO (Buenos Aires, 1891-1967)


SI HUBIERA SOSPECHADO LO QUE SE OYE

Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido.
Apenas se desvanece la musiquita que nos echó a perder los últimos momentos y cerramos los ojos para dormir la eternidad, empiezan las discusiones y las escenas de familia.
¡Qué desconocimiento de las formas! ¡Qué carencia absoluta de compostura! ¡Qué ignorancia de lo que es bien morir!
Ni un conventillo de calabreses malcasados, en plena catástrofe conyugal, daría una noción aproximada de las bataholas que se producen a cada instante.
Mientras algún vecino patalea dentro de su cajón, los de al lado se insultan como carreros, y al mismo tiempo que resuena un estruendo a mudanza, se oyen las carcajadas de los que habitan en la tumba de enfrente.
Cualquier cadáver se considera con el derecho de manifestar a gritos los deseos que había logrado reprimir durante toda su existencia de ciudadano, y no contento con enterarnos de sus mezquindades, de sus infamias, a los cinco minutos de hallarnos instalados en nuestro nicho, nos interioriza de lo que opinan sobre nosotros todos los habitantes del cementerio.
De nada sirve que nos tapemos las orejas. Los comentarios, las risitas irónicas, los cascotes que caen de no se sabe dónde, nos atormentan en tal forma los minutos del día y del insomnio, que nos dan ganas de suicidarnos nuevamente.
Aunque parezca mentira -esas humillaciones- ese continuo estruendo resulta mil veces preferible a los momentos de calma y de silencio.
Por lo común, estos sobrevienen con una brusquedad de síncope. De pronto, sin el menor indicio, caemos en el vacío. Imposible asirse a alguna cosa, encontrar una a que aferrarse. La caída no tiene término. El silencio hace sonar su diapasón. La atmósfera se rarifica cada vez más, y el menor ruidito: una uña, un cartílago que se cae, la falange de un dedo que se desprende, retumba, se amplifica, choca y rebota en los obstáculos que encuentra, se amalgama con todos los ecos que persisten; y cuando parece que ya va a extinguirse, y cerramos los ojos despacito para que no se oiga ni el roce de nuestros párpados, resuena un nuevo ruido que nos espanta el sueño para siempre.
¡Ah, si yo hubiera sabido que la muerte es un país donde no se puede vivir!

LECTURA SUGERIDA CCCXI


“La pulga preguntona” de Gustavo Roldán.
Ilustraciones: Pablo Bernasconi
Colección: “Los Caminadores-Primera Sudamericana”
Sudamericana. Buenos Aires. 2010