Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

lunes, 29 de octubre de 2012

Bailar Vino Beber Tango - Alicia Duo este viernes 2/11



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PARA COMPARTIR: POESÍA ANÓNIMA TRADICIONAL

ROMANCILLO DEL SEÑOR DON GATO

Estaba el señor don gato

sentadito en su tejado

con mediecitas de seda

y zapatitos trenzados.

Y le vinieron las nuevas

que debía ser casado

con una gatita blanca

de ojos muy relumbrados.


ESTABA CATALINITA

Estaba Catalinita

sentada bajo un laurel,

con los pies en la frescura,

viendo las aguas correr.

Entonces pasó un soldado,

y lo hizo detener,

-Deténgase, Ud., soldado,

que una pregunta le haré:

¿No lo ha visto a mi marido

en la guerra alguna vez?

-Si lo he visto no me acuerdo;

Déme Ud., las señas de él.

-Mi marido es alto y rubio,

elegante y muy cortés,

y en el mango de la espada

lleva escrito: Soy marqués.

-Por las señas que me ha dado,

su esposo ha muerto ayer,

y me ha dejado encargado

que me case con usted.

-Eso sí que no lo he hecho,

eso sí que no lo haré.

Siete años lo he esperado,

Otros siete esperaré.

Si a los catorce no viene,

En un convento me entraré.

A mis tres hijas mujeres

conmigo las llevaré;

a mis tres hijos varones

a la patria los daré,

que sirvan como su padre

y que mueran por el rey.

-¡Calla, calla, Catalina,

cállate infeliz mujer!

¡Hablando estás con tu marido,

sin poderlo conocer!.

 

PARA COMPARTIR: EDUARDO BERTI

Esquirlas de Atamisky


Dos barcos esperaban en el puerto, las negras siluetas de sus cascos temblando en el agua. Uno orientaría su proa rumbo a Nueva York; el otro hacia Sudamérica. Al abuelo Ernesto, entonces sin nada de abuelo, le tocó el segundo en un sorteo hecho allí mismo en la dársena, y aunque planeaba desembarcar en Río de Janeiro, a bordo cambió de planes y siguió hasta Buenos Aires. Semejantes azares fundaron nuestra familia, más los azares de mis otros tres abuelos, pero ninguno como Ernesto, quien sólo en sus últimos años, siendo yo testigo, trabajó como jardinero y empleado textil, como rematador y sereno. Dudo de la existencia de otro hombre que haya desempeñado tantas profesiones.

Aunque había zarpado del puerto de Burdeos, el Argyle navegaba bajo bandera británica y pertenecía a la compañía escocesa de Thomas Law. Se trataba en realidad de un navío mercante de doce mil toneladas, donde además cabían cuatrocientos pasajeros, incluidos doscientos en primera clase. El capitán del Argyle, de apellido impronunciable para la boca de mi abuelo, llevaba un gorro azul hundido hasta las cejas y solía pasearse por el castillo de proa Junto con el contramaestre. Tanto el capitán como el contramaestre eran hombres extraños, que hablaban dos idiomas a la vez, mezclándolos de una manera casi ecuánime. Del inglés pronunciaban sólo aquellas palabras que callaban en francés, y a la inversa. Era como si se hubiesen evitado la molestia de aprender íntegramente dos idiomas; sin embargo, desplegaban en sus charlas un vocabulario tan estrecho, que parecían haberse reservado palabras nunca dichas para otros idiomas aún por conocer.

Salvo al bordear el golfo de Vizcaya, donde un viento feroz meció el casco del Argyle de modo inclemente, no hubo otros incovenientes en la travesía. Pasados los primeros días de altamareo, abuelo Ernesto tropezó en el pasillo que unía los camarotes con un polaco, Atamisky de apellido. No se hicieron amigos de inmediato. Primero averiguaron que ambos balbuceaban una pizca de francés. En el barco viajaban varios ingleses, italianos y franceses, pero muy pocos que hablasen español. El polaco se alegró de conocer al abuelo, y le pidió que le enseñara algunas palabras de su idioma. Abuelo Ernesto no supo negarse. Argumentó que hablaba mucho mejor gallego que castellano, y que por esa razón prefería Brasil como destino. Dijo que el idioma portugués le parecía un gallego refinado y musical. Pero Atamisky ignoró sus excusas.

A los once días de zarpar de Burdeos, el Argyle llegó a Río de Janeiro, donde fue amarrado por una noche. Abuelo y Atamisky recorrieron la ciudad con propósitos distintos: para el polaco se trataba de un mero paseo, mientras que abuelo Ernesto dudaba entre desembarcar allí o continuar hasta el Río de la Plata. Luego de tantas semanas a bordo, la sensación de andar en tierra firme era exultante. Pese al calor que abrasaba las calles de Río, muchos brasileños andaban con la frente transpirada, empecinados en calzar zapatos duros y vestir trajes europeos. Abuelo quedó azorado al ver hombres negros de dentadura resplandeciente hablar el mismo idioma que en su infancia él había oído entre los portugueses, cada vez que con sus padres cruzaba la frontera. Caminaron tres horas hasta detenerse frente a un puesto de frutas. Una mulata con un turbante rojo y amplias faldas color té los convidó con una fruta amarillenta y alargada, exótica para Atamisky. El polaco mordía ya su octava banana cuando insinuó al abuelo que lo acompañara hasta Buenos Aires. No le costó mucho persuadirlo y envidio a quien haya visto ambas siluetas pisando por primera vez el puerto argentino.

Abuelo y Atamisky se vieron en Buenos Aires apenas tres veces. La última de ellas, en un bar de la Avenida de Mayo, Atamisky comunicó al abuelo que partía hacia Montevideo "por dos o tres días", dijo, en busca de una tal Irina. Superado el desconcierto, durante un año abuelo Ernesto pasó regularmente por la pensión de Monserrat donde se había alojado el polaco. Siempre el dueño respondía que no tenía noticias de Atamisky. Pronto ocurrió lo previsible: abuelo también dejó la ciudad y los amigos se perdieron.

De la colección de profesiones que abrazó mi abuelo, algunas lo llevaron a poblados de la provincia de Buenos Aires. Fueron cinco años en Pergamino, Rojas, Saladillo, General Belgrano; él era por entonces un treintañero, sin renguera y ansioso por reunir buenos ahorros. Un año pasó trabajando en la estación Pergamino, a cargo de bultos y encomiendas. A veces, cuando el movimiento mermaba, solía aprovechar la ocasión y treparse al primer tren para recorrer pueblos vecinos, pero tantas veces lo descubrían los guardas y jefes de otras estaciones, que a varias multas y castigos sobrevino el despido. Pocos días después el abuelo se cruzó con un carro que iba muy despacio y portaba grandes anuncios de distintas vacantes de trabajo. "Se necesita lavacopas para salón comedor", decía uno de los carteles. Un hombre lo invitó a subir al carro y lo llevó hasta una taberna también conocida como parador de viajeros. El abuelo debía lavar platos y copas; le presentaron al cocinero y a su ayudante quien, por increíble que parezca, era el Polaco Atamisky, algo más desgarbado pero siempre con aquella barba color tabaco y su precario castellano.

Dos ristras de ajo pendían del techo de la cocina, adornadas con moños rojos. Atamisky pelaba cebollas para cortarlas en cuatro luego de aplacarlas con agua hirviendo. Abuelo hundía sus brazos arremangados en un balde de agua espesa, cuya superficie reflejaba estelas de jabón. El tercer hombre, encargado de preparar las comidas, solía burlarse de Atamisky, tras haber descubierto que el polaco acostumbraba llevar un trabuco antiguo enfundado en la cintura. Cuando Atamisky se distraía u ocupaba ambas manos, el cocinero le arrebataba el arma y luego, con gestos cómicos, la usaba para amasar o pisar carne. Al ver a su amigo enfurecido e insultando en polaco, abuelo Ernesto apenas disimulaba la risa.

Una noche apareció una rata entre los hornos. El cocinero alzó el trabuco a la altura de los ojos y descerrajó un disparo que sonó como el chasquido de un arma de juguete. La bala no dio de lleno en la rata, que quedó semicubierta de sangre, inmóvil pero aún viva. Ni abuelo ni el cocinero osaron darle un golpe de gracia para evitarle el sufrimiento. La rata gemía de dolor y el polaco decidió decapitarla con una cuchilla y arrojarla entre los restos de comida Con la cuchilla aún en vilo, le gritó al cocinero que nunca más le arrebatase el arma. Luego los tres aguardaron toda la noche a que la dueña de la taberna irrumpiera en la cocina, inquieta por el eco del disparo, pero el bullicio del salón al parecer lo había sepultado

Al terminar la jornada, abuelo y el polaco debían compartir un dormitorio con dos camas desvencijadas, la de Atamisky bajo la otra. La primera noche abuelo descubrió que el polaco se quejaba al dormir, eran alaridos ahogados. Nunca él había escuchado unos gritos de dolor así, y se preguntaba no sólo cuál era la causa sino si Atamisky, de día tan saludable y vigoroso, era capaz de recordar esos rezongos al despertar. Muchas personas que abuelo Ernesto había oído roncar o hablar en sueños nada recordaban a la mañana siguiente; no así el polaco, quien supo explicar los gemidos una vez que abuelo osó mencionárselos.

–Llevo la guerra adentro–sentenció Atamisky. Y nada más

Abuelo Ernesto halló en ésa la frase acertada para el temblor de mantas y sábanas que cada noche ocurría en la cama de abajo donde dos ejércitos parecían pugnar en torno del magro cuerpo. ¿Quién peleaba contra quién? ¿Y por qué? Desde el colchón de arriba, abuelo observaba las convulsiones de Atamisky y juraba oír detonaciones y disparos, aviones en sobrevuelo y repiqueteos de metralla, aunque todo fuese pura imaginación: el polaco llevaba la guerra en su cuerpo debido a una lluvia de esquirlas caída en pleno combate, a fines de 1916.

Las legiones polacas, súbditas del ejército alemán, guerreaban en 1916 al mando de von Hindenburg. El batallón que integraba Atamisky llevaba dos semanas en Lodz, a la espera de que el general Ludendorff impartiera precisas instrucciones. Pero los emperadores de Austria y de Alemania proclamaron en Lublin el reino independiente de Polonia y una muchedumbre se aglomeró en Varsovia, frente a la plaza del Palacio, para vivar la noticia: de ahora en más, los furiosos ataques enemigos serían repelidos por un ejército polaco con su estado mayor propio, que asimismo haría las veces de tapón entre ambos bandos en conflicto. Pronto Atamisky supo cómo era un frente de batalla, y a la semana creyó que moría de cuclillas, tras acusar el frío impacto de una granada enemiga.

Cuando la guerra terminó y Josef Pilsudski tomó plenos poderes, Atamisky aún curaba sus heridas en un hospital varsoviano. Los heridos como él se contaban por miles, y como las camas estaban todas ocupadas debieron dejarlo yaciente en algún catre. Una enfermera, Irina, le prodigó atenciones. No bien mejoró lo enviaron a casa de unos parientes en Cracovia, donde vivían el hermano de su madre, su esposa y dos hijas de poca edad: se trataba de un hogar destrozado, ya que los dos primos varones de Atamisky habían muerto en un mismo combate.

Cuatro meses después Atamisky reapareció en el hospital, con aspecto saludable, en búsqueda de Irina. Nadie pudo decirle su paradero, excepto otra enfermera. Irina, dijo la enfermera, había renunciado de modo imprevisto al recibir su padre –un coronel retirado– el cargo de embajador en Uruguay.

Abuelo supo esa historia aquella última noche, en el bar de la Avenida de Mayo. Al reencontrar al polaco años después, como asistente de cocina, no se atrevió a preguntarle por Irina, acaso porque intuía un triste final en esos ojos siempre húmedos. Pero la mirada triste de Atamisky debía adjudicarse también a la presencia de la guerra entre sus huesos. Pese a las curas en Varsovia, ningún médico había logrado extirparle el dolor. Eran decenas de esquirlas hundidas en su carne. Y por un motivo extraño, que atrapaba al abuelo, sólo entraban en batalla cuando el polaco dormía. Las quejas del compañero de habitación y los rumores de exudaba su cama lo desvelaban, pero más lo desvelaba el temor a que Atamisky explotara, precisamente, como una granada –¿no se desarrollaba una guerra bajo la piel del polaco?– y que entonces en su cuerpo se incrustaran no las esquirlas de un arma sino las de un hombre, las de Atamisky.

Una noche en la que abuelo apenas dormitaba, la guerra dentro del polaco cambió de temperamento, como anunciando la vecindad del fin. Clarines y vítores antecedieron a una sorda explosión . Atamisky tuvo lo que cualquier médico habría llamado epilepsia; pero abuelo Ernesto, contándome esta historia una tarde cuarenta y seis años después, bautizó a ese ataque de epilepsia como "la batalla final", como el Día D de la campaña a la cama del polaco. El puño de la explosión dejó en el aire un amargo olor a pólvora que traspasó las paredes del dormitorio; pronto ingresaban allí la dueña del salón y sus dos hijos.

–¡El balde de arena!–gritaron.

Las sábanas de la cama inferior ardían y el cuerpo del polaco yacía quemado y malherido, boca abajo en el suelo. La espalda desnuda revelaba una colección de profundas cicatrices: eso encarnizado allí era la guerra de la que abuelo había escapado a tiempo, atravesando el mar. Nadie de los cuatro en torno del cuerpo aceptaba la idea de tocar aquella piel. Pero así como la repulsión hacia el cadáver de Atamisky era la misma en la dueña y en sus hijos que en abuelo, algo los separaba. Abuelo advertía en ellos una mirada acusatoria. En la noche había detonado algo así como un disparo, le faltaba una bala al trabuco que Atamisky dejaba sobre la mesa de luz cuando dormía, y todas las sospechas conducían a Ernesto. Nadie creería la historia de una rata fusilada por un cocinero, y menos la de un hombre capaz de explotar.

Enfrentando las acusaciones de la dueña y de sus hijos, abuelo Ernesto saltó de la cama alta y aterrizó descalzo a un paso del cadáver de Atamisky. Tomó el trabuco y amenazó con abrir fuego si le impedían escapar, pero algo punzante y metálico ya había astillado la planta de su pie derecho. Era una esquirla. Con la explosión el polaco había esparcido varias en el suelo. Por los poros que antes las habían albergado goteaba ahora una sangre oscura, espesa, y esa sangre indicaba que la guerra terminaba; tras un redoble, Atamisky se rendía con un ronco quejido.



(Abuelo Ernesto se descalzó una tarde, poco antes de su muerte, y por única vez me enseñó las cicatrices en la planta de su pie. Había atravesado mi infancia esperando ese momento, y no porque dudara de la anécdota de abuelo y el polaco. "Esto es estar en pie de guerra", comentó él, e inclinando mi cabeza hasta tocar el suelo alcancé a oír un leve rumor de salvas: el grave ronroneo de un combate en miniatura.)

sábado, 27 de octubre de 2012

PARA COMPARTIR: JUAN L. ORTIZ (1896-1978)

A LA ORILLA DEL RÍO...

A la orilla del río
un niño solo
con su perro.
A la orilla del río
dos soledades
tímidas,
que se abrazan.


¿Qué mar oscuro,
qué mar oscuro,
los rodea,
cuando el agua es de cielo
que llega danzando
hasta las gramillas?
A la orilla del río
dos vidas solas,
que se abrazan.
Solos, solos, quedaron
cerca del rancho.
La madre fue por algo.
El mundo era una crecida
nocturna.
¿Por qué el hambre y las piedras
y las palabras duras?
Y había enredaderas
que se miraban,
y sombras de sauces,
que se iban,
y ramas que quedaban...


Solos de pronto, solos,

ante la extraña noche

que subía, y los rodeaba:

del vago, del profundo

terror igual,

surgió el desesperado

anhelo de un calor

que los flotara.


A la orilla del río
dos soledades puras
confundidas
sobre una isla efímera
de amor desesperado.

El animal temblaba.
¿De qué alegría
temblaba?
El niño casi lloraba.
¿De qué alegría
casi lloraba?

A la orilla del río
un niño solo
con su perro.

PARA COMPARTIR: JORGE LUIS BORGES (1899-1986)

EL OTRO DUELO

Hace ya tantos años que Carlos Reyles, hijo del novelista, me refirió la historia en Adrogué, en un atardecer de verano. En mi recuerdo se confunden ahora la larga crónica de un odio y su trágico fin con el olor medicinal de los eucaliptos y la voz de los pájaros.

Hablamos, como siempre, de la entreverada historia de las dos patrias. Me dijo que sin duda yo tenía mentas de Juan Patricio Nolan, que había ganado fama de valiente, de bromista y de pícaro. Le contesté, mintiendo, que sí. Nolan había muerto hacia el noventa, pero la gente seguía pensando en él como en un amigo. Tuvo también sus detractores, que nunca faltan. Me contó una de sus muchas diabluras. El hecho había ocurrido poco antes de la batalla de Manantiales; los protagonistas eran dos gauchos de Cerro Largo, Manuel Cardoso y Carmen Silveira.

¿Cómo y por qué se gestó su odio? ¿Cómo recuperar, al cabo de un siglo, la oscura historia de dos hombres, sin otra fama que la que les dio su duelo final? Un capataz del padre de Reyles, que se llamaba Ladrecha y "que tenía un bigote de tigre", había recibido por tradición oral ciertos pormenores que ahora traslado sin mayor fe, ya que el olvido y la memoria son inventivos.

Manuel Cardoso y Carmen Silveira tenían sus campitos linderos. Como el de otras pasiones, el origen de un odio siempre es oscuro, pero se habla de una porfía por animales sin marcar o de una carrera a costilla, en la que Silveira, que era más fuerte, había echado a pechazos de la cancha al parejero de Cardoso. Meses después ocurriría, en el comercio del lugar, una larga trucada mano a mano, de quince y quince; Silveira felicitaba a su contrario casi por cada baza, pero lo dejó al fin sin un cobre. Cuando guardó la plata en el tirador, agradeció a Cardoso la lección que le había dado. Fue entonces, creo, que estuvieron a punto de irse a las manos. La partida había sido muy reñida; los concurrentes, que eran muchos, los desapartaron. En esas asperezas y en aquel tiempo, el hombre se encontraba con el hombre y el acero con el acero; un rasgo singular de la historia es que Manuel Cardoso y Carmen Silveira se habrán cruzado en las cuchillas más de una vez, en el atardecer y en el alba, y que no se batieron hasta el fin. Quizá sus pobres vidas rudimentarias no poseían otro bien que su odio y por eso lo fueron acumulando. Sin sospecharlo, cada uno de los dos se convirtió en esclavo del otro.

Ya no sé si los hechos que narraré son efectos o causas. Cardoso, menos por amor que por hacer algo, se prendó de una muchacha vecina, la Serviliana; bastó que se enterara Silveira para que la festejara a su modo y se la llevara a su rancho. Al cabo de unos meses la echó porque ya lo estorbaba. La mujer, despechada, quiso buscar amparo en lo de Cardoso: éste pasó una noche con ella y la despidió al mediodía. No quería las sobras del otro.

Fue por aquellos años que sucedió, antes o después de la Serviliana, el incidente del ovejero. Silveira le tenía mucho apego y le había puesto Treinta y Tres como nombre. Lo hallaron muerto en una zanja; Silveira no dejó de maliciar quién se lo había envenenado.

Hacia el invierno del setenta, la revolución de Aparicio los encontró en la misma pulpería de la trucada. A la cabeza de un piquete de montoneros, un brasilero amulatado arengó a los presentes, les dijo que la patria los precisaba, que la opresión gubernista era intolerable, les repartió divisas blancas y, al cabo de ese exordio que no entendieron, arreó con todos. No les fue permitido despedirse de sus familias. Manuel Cardoso y Carmen Silveira aceptaron su suerte; la vida del soldado no era más dura que la vida del gaucho. Dormir a la intemperie, sobre el recado, era algo a lo que ya estaban hechos; matar hombres no le costaba mucho a la mano que tenía el hábito de matar animales. La falta de imaginación los libró del miedo y de la lástima, aunque el primero los tocó alguna vez, al iniciar las cargas. El temblor de los estribos y de las armas es una de las cosas que siempre se oyen al entrar en acción la caballería. El hombre que no ha sido herido al principio ya se cree invulnerable. No extrañaron sus pagos. El concepto de patria les era ajeno; a pesar de las divisas de los chambergos, un partido les daba lo mismo que otro.

Aprendieron lo que se puede hacer con la lanza. En el curso de marchas y contramarchas, acabaron por sentir que ser compañeros les permitía seguir siendo rivales. Pelearon hombro a hombro y no cambiaron, que sepamos, una sola palabra.

En el otoño del setenta y uno, que fue pesado, les llegaría el fin.

El combate, que no duraría una hora, ocurrió en un lugar cuyo nombre nunca supieron. Los nombres los ponen después los historiadores. La víspera,

Cardoso se metió gateando en la carpa del jefe y le pidió en voz baja que si al día siguiente ganaban, le reservara algún colorado, porque él no había degollado a nadie hasta entonces y quería saber cómo era. El superior le prometió que si se conducía como un hombre, le haría ese favor.

Los blancos eran más, pero los otros disponían de mejor armamento y los diezmaron desde lo alto de un cerro. Al cabo de dos cargas inútiles que no llegaron a la cumbre, el jefe, herido de gravedad, se rindió. Ahí mismo, a su pedido, lo despenaron.

Los hombres depusieron las armas. El capitán Juan Patricio Nolan, que comandaba a los colorados, ordenó con suma prolijidad la consabida ejecución de los prisioneros. Era de Cerro Largo y no desconocía el rencor antiguo de Silveira y Cardoso. Los mandó buscar y les dijo:

—Ya sé que ustedes dos no se pueden ver y que se andan buscando desde hace rato. Les tengo una buena noticia; antes que se entre el sol van a poder mostrar cuál es el más toro. Los voy a hacer degollar de parado y después correrán una carrera. Ya sabe Dios quién ganará.

El soldado que los había traído se los llevó.

La noticia no tardó en cundir por todo el campamento. Nolan había resuelto que la carrera coronaría la función de esa tarde, pero los prisioneros le mandaron un delegado para decirle que ellos también querían ser testigos y apostar a uno de los dos. Nolan, que era hombre razonable, se dejó convencer; se cruzaron apuestas de dinero, de prendas de montar, de armas blancas y de caballos, que serían entregados a su tiempo a las viudas y deudos. El calor era inusitado; para que nadie se quedara sin siesta, demoraron las cosas hasta las cuatro. Nolan, a la manera criolla, los tuvo esperando una hora. Estaría comentando la victoria con otros oficiales; el asistente iba y venía con la caldera.

A cada lado del camino de tierra, contra las carpas, aguardaban las filas de prisioneros, sentados en el suelo, con las manos atadas a la espalda, para no dar trabajo. Uno que otro se desahogaba en malas palabras, uno dijo el principio del Padrenuestro, casi todos estaban como aturdidos. Naturalmente, no podían fumar. Ya no les importaba la carrera, pero todos miraban.

—A mí también me van a agarrar de las mechas —dijo uno, envidioso.

—Sí, pero en el montón —reparó un vecino.

Como a vos —el otro le retrucó.

Con el sable, un sargento marcó una raya a lo ancho del camino. A Silveira y a Cardoso les habían desatado las muñecas, para que no corrieran trabados. Un espacio de más de cinco varas quedaba entre los dos. Pusieron los pies en la raya; algunos jefes les pidieron que no les fueran a fallar, porque les tenían fe y las sumas que habían apostado eran de mucho monto.

A Silveira le tocó en suerte el Pardo Nolan, cuyos abuelos habían sido sin duda esclavos de la familia del capitán y llevaban su nombre; a Cardoso, el degollador regular, un correntino entrado en años, que para serenar a los condenados solía decirles, con una palmadita en el hombro: "Ánimo, amigo; más sufren las mujeres cuando paren".

Tendido el torso hacia adelante, los dos hombres ansiosos no se miraron.

Nolan dio la señal.

Al Pardo, envanecido por su actuación, se le fue la mano y abrió una sajadura vistosa que iba de oreja a oreja; al correntino le bastó con un tajo angosto. De las gargantas brotó el chorro de sangre; los hombres dieron unos pasos y cayeron de bruces. Cardoso, en la caída, estiró los brazos. Había ganado y tal vez no lo supo nunca.

jueves, 25 de octubre de 2012

SOLANDES S.A. LA NUEVA BODEGA DE MENDOZA

PRESENTA “DOS POR CUATRO, THE PASSION FOR TANGO”, el DSCN0120VIERNES 2 NOVIEMBRE 2012 a  las 20.30 hs en SALA “ARQ. ALFREDO PEDRO”, JUNTO A ALICIA DUO, PARA QUE TODOS PODAMOS “BAILAR VINO BEBER TANGO”.

TE ESPERAMOS EN LA BIBLIOTECA, PIÉROLA 267, GENERAL ALVEAR-MENDOZA

PARA COMPARTIR: JUAN JACOBO BAJARLÍA (1914-2005)

Más que la luz de las estrellas



Primero fallaron los retrocohetes. El combustible había perdido su detonador. Después estalló la cosmonave. Fue el final de la primera guerra interplanetaria. Sólo quedaron cuatro sobrevivientes. (Nunca se supo qué había sucedido con los otros cosmonautas). De estos cuatro, dos perecieron en el mar Cimmerium, de Marte. Los otros dos quedaron en órbita sobre Saturno. Llevaban el traje espacial y el cinturón de propulsión, imposible de manejar en ese momento por la fuerza orbital que los absorbía en una elipse vertiginosa. Estaban tomados de la mano, exactamente como al estallar la cosmonave, y llevaban, además, comprimidos de oxígeno que tragaban cuando el espacio se hacía asfixiante. El niño permanecía impasible, indiferente a la catástrofe. El único movimiento que realizaba con cierta avidez tenía relación con la mano libre que le quedaba, en cuya muñeca podía verse un pequeñísimo receptor de microcircuitos.

- ¿Oyes algo? - preguntó la madre.

Cuando Dédalus quiso contestar, un meteorito, al chocar contra la madre, le cercenó la cabeza que quedó, sin embargo, en órbita sobre la elipse a pocos metros de él. Quiso gritar. La voz se le coaguló en la garganta, mientras su mano derecha seguía aferrada a la otra mano de la madre decapitada. Minutos después, un segundo meteorito se llevó todo el cuerpo. Despapareció totalmente como si se hubiera fusionado con una masa incandescente diluida, a su vez, en el espacio. Dédalus quedó confuso, lleno de signos vacíos. Ahora estaba solo mientas la cabeza de su madre le seguía como un satélite en la elipse. En la escuela le habían enseñado a enfrentar situaciones y a no llorar. Pero sintió una angustia que no pudo reprimir. Y ya era tarde para lamentarse. Los meteoritos que cruzaban el espacio, también podrían mutilarlo o cercenarle la cabeza como a su madre.

De pronto observó a lo lejos cierta estrella pálida, cruzada por una recta. Pero a medida que avanzaba vio que la recta se convertía en un anillo luminoso en cuyo interior giraba la supuesta estrella. Depués pudo ver con más claridad y creyó contar hasta diez lunas. Recordó algunos de sus nombres: Themis, Tetis, Titán, Hiperión. Ahora todo estaba claro. No era una estrella. ¡Era Saturno hacia donde lo llevaba la elipse! Sus conocimientos del planeta no eran profundos. Recordaba, sin embargo, que el día en Saturno (incluida la noche) era de diez horas, y que el planeta estaba cerca de 85 minutos-luz del Sol, razón por la cual se necesitaban doce años para cincunvolarlo.

En ese momento se llevó el receptor al oído. Oyó por extrañas voces de tono apagado que pugnaban por expresarse. Eran los saturnianos. Pero su receptor era completo. Oprimió la llave de control que conectaba el microcircuito de la versión idiomática y pudo entender que los saturnianos estaban espantados. Que su proximidad en el cielo de Saturno era interpretada como signo de mal agüero. Uno de esos habitantes decía que se trataba de un daimón, un espíritu del mal. Otro aseguraba que era una señal que presagiaba el fin del mundo. (No nos olvidemos que ellos hablaban de su planeta.) De todas esas voces aplastadas, sólo una dijo que era necesario esperar el saturnizaje. "Si es como ustedes dicen -agregó-, lo mataremos. Si no, lo dejaremos en libertad". Dédalus siguió impasible. Le interesaba saber de qué manera saturnizaría. La cabeza de su madre permanecía en órbita junto a él.

Mientras pensaba así, se ajustó el cinturón de propulsión. Ya estaba a veinte mil metros de Saturno, y caía vertiginosamente. Si le fallaba el cinturón se haría añicos sobre la escarcha del planeta. Pero el cinturón funcionó cuando ya se hallaban a dos mil metros. Dédalus comenzó a descender lentamente, precedido por la cabeza de su madre.

Abajo, ciertos seres esferoides, erguidos sobre dos pequeñas extremidades, también circulares, esperaban su presencia. Ya en la superficie, un tanto asfixiante, pudo observarlos mejor. Sus extremidades eran cortas. Sus ojos, diminutos, pero no alargados como los suyos, sino redondos, con dos anillos en derredor de los mismos, que crecían a modo de cejas circulares. Sus vientres eran amplísimos, sobremarcados por dos anillos cartilaginosos (esto es lo que creyó). Los dedos eran esferoides y rugosos. Calzaban zapatos esféricos. Todos estaban desnudos a pesar de la baja temperatura, cubiertos con pieles que sólo les cubrían los hombros. Las mujeres llevaban aros en forma de media luna, que se repetían en los dijes de sus pulseras.

Cuando Dédalus pisó la superficie de Saturno, creyó hallarse ante una "civilización india", pero no primitiva, con edificios circulares que se extendían también en los pisos circulares. Uno de esos seres que esperaban su descenso, se le acercó entonces tratando no pisar la cabeza de la madre que le había precedido. Le habló lentamente, con voz aplastada. Para entenderlo mejor, Dédalus extrajo de su bolsillo una pequeña antena que conectó al receptor-pulsera que llevaba, y puso en funcionamiento el microcircuito de la versión idiomática.

El saturniano fue breve. Le dijo con voz pausada que se lo consideraba un espíritu del mal. Dédalus respondió, pero como el saturniano no lo entendiera, le acercó el receptor. Entonces, lleno de asombro, éste pudo entender su extraño lenguaje. Los que contemplaban la escena quedaron paralizados. Comprendieron que ese aparato diminuto era capaz de traducir cualquier especie de sonido, y que el recién llegado era realmente un daimón.

Dédalus repitió su explicación. Dijo que era el único sobreviviente de la cosmonave que se había salvado en la guerra interplanetaria. Que su padre y un hermano habían perecido, posiblemente, en el mar Cimmerium, y que su madre era esa cabeza ensangrentada que yacía a su lado y lo había acompañado en la órbita espacial. El saturniano transmitió a los demás el discurso de Dédalus. Hubo un murmullo. Movieron las cabezas circularmente en señal dubitativa, y se reunieron en círculo para deliberar. El que había hablado con Dédalus, que era el jefe, quedó en el centro. Diez minutos después rompió el círculo, devolvió el receptor y se expresó en estos términos:

- Eres de una raza monstruosa. En tu cuerpo gemina la semilla de la destrucción. Si te dejamos con vida, Saturno podría ser otro de los planetas donde crecería la discordia, como ya sucedió cuando el hombre, según lo llamas tú, pisó los otros mundos. Por eso, después de deliberar, se ha resuelto que debes morir. Vamos a extraerte el cerebro, para pulverizarlo y evitar de esta manera que ni aún tus cenizas, más terribles que los rayos cósmicos, puedan dañarnos algún día.

Dédalus explicó que era un niño y que llevaba el germen de la juventud. Les dijo que podía trasmitirles la sabiduría del hombre y la felicidad. Pero los saturnianos, inconmovibles, interpretaron que estas palabras ya habían comenzado a corromperlos. Entonces, para evitar la tentación, hicieron sonar una trompeta y todos se arrodillaron. Era la señal de la muerte. El verdugo se adelantó con una máquina circular, a modo de yelmo, que puso en la cabeza de Dédalus, y antes de cubrirle el rostro, murmuró:

- No sentirás nada. Dentro de un instante tu cerebro será arrastrado por el polvillo cósmico, hecho polvo también como lo fue en el origen cuando el fuego retrajo sus llamas.

El verdugo accionó una palanca, y Dédalus se convirtió en polvo. Pero antes de que esto sucediera, alcanzó a ver la cabeza sangrante, pero aún con vida, de su madre en cuyos ojos advirtió, por primera vez, dos lágrimas que brillaban con más intensidad que la luz de las estrellas.

miércoles, 24 de octubre de 2012

EN NOVIEMBRRE:

 

EL VIERNES 2 VAMOS TODOS A “BAILAR VINO BEBER TANGO”

Y

MÁS ADELANTE (EN UNOS DÍAS)

“ADEMÁS DE LOS OJOS” SE VA A MOSTRAR ALGO

TODO EN LA SALA “ARQ. ALFREDO PEDRO”

¿VAS A VENIR?

PARA COMPARTIR: LEDA VALLADARES (1919-2012)

 

HOY ES NUNCA

Se me ha salido el alma a la calle

y un sollozo a la vereda.

En una esquina existo de pronto:

con una angustia en guantes

y un desamparo de collares.

(Tu olvido tiene ojos de vidrio,

manos postizas).

Hoy es nunca de amor y mirada

y el dolor tiene un silencio de lustre.

En tacos altos y ojeras

ambulo por la nada estridente.

No puede ser que no me quieras.

Y sin embargo hoy es nunca.

Con el llanto escotado hoy es nunca.

Echada de tu sangre hoy me asiste mi propio corazón.

martes, 23 de octubre de 2012

PARA COMPARTIR: Sara Gallardo (1931-1988)

LOS TRENES DE LOS MUERTOS

El rápido a Bahía Blanca arrastró al hijo del capataz de la cuadrilla que reparaba las vías. Era un hombre triste desde la muerte de su mujer; con esto se dio a beber.

El hijo estuvo un mes como dormido. Cuando volvió a su casa no era el mismo.

Rengo. Pero sobre todo ausente.

Se entregó a encender pequeñas fogatas.

Las alimentaba de día, de noche.

A veces levantaba los brazos dando un grito.

Una tarde, su padre llegó del almacén y se puso a llorar. ¿Qué hacía con esos fuegos, por Dios Santo? Causaban la compasión de los vecinos.

A la hora del accidente, dijo el niño, vi los trenes de los muertos.

Cruzándose como rayos sobre el mundo. Unos venían y otros iban y otros subían o bajaban sin dirección y sin destino. Vio en las ventanillas las caras de los muertos de este mundo. Lívidas caras con sonrisa, caras dobladas. Caras sujetas por telas que asfixian, manos que cuelgan, pelos de colores, electricistas, amas de hogar, sacerdotes, presidentes de compañías. Muertos en vida. Pómulos cubiertos de polvillo de hueso. Zarandeándose.

Vio conocidos. Vecinos.

En trenes que refulgían como fantasmas que se levantan de pantanos. A cabezadas, rizos contra los vidrios, sin pedir ayuda, sin desearla. En una noche permanente, los trenes sin voz ni silbato, cruzándose. Sin señales, sin orden.

Se superponían, se sucedían, se cambiaban.

Nadie los oye ni los ve, volando en todas partes sobre el mundo.

El dolor que había visto era alegre junto al dolor en esos trenes. Vio, como si los tocara, que el frío congelaba a esos viajeros, igual que a los que duermen para siempre en los Andes. Y dentro de esos témpanos los ojos llamaban sin llamado.

Ponía señales para eso. Para los trenes de los muertos.

Para compartir: ALBERTO GIRRI (1919-1991)

GATO GRIS MUERTO

Brujos enseñaron que los gatos

pueden alojar almas humanas.

Figura empapada del asfalto o vuelto hacia las nubes,

eres el muerto más perfecto que yo he visto.

Pero cómo descubrir que la vigilia que te llega,

ya indiferente a cualquier invocación,

tu realidad verdadera de hijo del demonio,

de locatario esbelto de almas,

que estableció para tu antepasado africano

la voluntad miedosa de los clanes familiares

y confirmó la impar justicia de la magia.

Pronto vendrán hasta tu cuerpo abandonado
ladrones de velas,

y robarán las tibias, su recatada médula.

Porque es sabido que cuando tales huesos despierten

despertarán las almas en ellas internadas,

y en un pueblo lejano y caníbal,

hombres que trabajan y tienen amores, instantáneamente se convierten en estatuas.

Brujos enseñaron que los gatos

pueden alojar almas humanas,
y arañar, si quieren, el corazón del huésped.

PARA COMPARTIR: Fabian Sevilla

LA VEGETALISCOMECARNUS O “PIRAÑA DE JARDÍN”



El camuflaje o disfrazomanía naturis es un truquito que muchos seres vivos utilizan para pasar desapercibidos ante sus predadores o simplemente, porque andan con ganas de jorobar.

El ejemplo más famoso de disfrazomanía naturis sin dudas es el del camaleón, pero podemos citar a la mantis religiosa: insecto que se queda quietito y duro como un lápiz para

parecer una rama y evitar que se lo almuercen o cenen, según la hora del día que sea.
También hay criaturas que recurren a este engañapichanga de camuflarse para cazar su alimento. La araña cientoveintewatts se disfraza de foco para atrapar las polillas que tanto le gustan o el insaciable yacaré yaciretá puede adoptar la forma de un pañuelo para cazar de los morros a los animales que, resfriados, buscan sonarse la mocarrera.

La disfrazomanía naturis se presenta en el mundo vegetal. Recientemente se descubrió a la vegetaliscomecarnus.

La vegetaliscomecarnus es una planta carnívora.

Mejor dicho, la que come carne es su flor.

Para proveerse su alimento, la muy pilla se enmascara como una inocente margarita o una perfumadísima rosa o un adorable clavel. Entonces espera que se acerque una mosca o una abeja y le lanza la destellada para tragársela de un bocado. Sin embargo, por su condición de carnívora, de entre los insectos prefieren a las pintorescas vaquitas de San Antonio.

Se conocen casos de personas que pasaron junto a lo que parecía un poético girasol y perdieron lo dedos de los pies o recibieron flor de mordiscón en un talón. Triste fue el episodio de Amorina Mascanueces, una viuda que, llorosa, fue a colocar un supuesto malvón en la tumba de su marido pero antes pretendió oler su perfume y se quedó sin nariz.

Otro caso involucra a Camilo Entrecotte, conocido carnicero barrial. Su hija menor le regaló lo que a simple vista parecía un encantador nardo, el cual fue ubicado en un rincón de la carnicería del antes mencionado. Al día siguiente, cuando ingresó al local descubrió que durante la noche habían desaparecido todas las tiras de costillas, cien kilos de nalga de primera y toda la carne molida que tenía para la venta.

Lo peligroso es que la vegetaliscomecarnus come carne desde que es semilla. Por eso, se recomienda no ponerse alguna semilla en los bolsillos sin antes verificar que no sea de esta glotonísima especie, caso contrario uno descubrirá lo doloroso que resulta un inesperado mordizco en una pompis.

Es una especie en constante evolución esta vegetaliscomecarnus, también conocida como “piraña del jardín”. Algunas enciclopedias mencionan supuestas siemprevivas que se tragan perros a los cuales antes sazonaron con romero o tomillo, y nomeolvides que prepararon sándwiches con canarios que se mandaron al buche sin masticarlos siquiera.

La señorita Carmelina Pomodoro se propuso crear un método para identificar si un bello narciso o un dulce geranio es o no una voracísima vegetaliscomecarnus. Lo hizo luego de perder once gatos y descubrir que los claveles que criaba en una maceta del patio escupían pelos y algunos hasta eructaban.

Su sistema es simple, pero inteligente. Cuando va a un vivero, la brillante señorita Carmelina Pomodoro zangolotea una costeleta por encima de las flores: si alguna tira el mordisco o comienza a sudar tratando de evitar darse a conocer, entonces no la compra o pide que a la flor se le coloque bozal.

Siempre incansable en su búsqueda por hacer nuestras vidas más confortables y seguras, la señorita Carmelina Pomodoro también halló otro modo de dejar en evidencia a estas tramposas por naturaleza. Cuando sospecha que se encuentra frente a una vegetaliscomecarnus haciéndose pasar por un cándido alelí, lo riega con caldo preparado en base a un cubito sabor carne o gallina. Si la flor pide más o se relame, entonces no quedan dudas.

Igualmente, ella explica, el hecho de que sean carnívoras no significa que no podamos tenerlas en nuestros hogares. Sin embargo, aconseja dejar cerca de la vegetaliscomecarnus un pomo con dentífrico y un cepillo para los dientes.

Si ya es feo recibir una traicionera tarascada en un moflete o una mano, mucho peor es cultivar flores que tengan mal aliento o que debamos llevar al odontólogo porque tienen los dientes cariados.

PARA COMPARTIR: ISIDORO BLAISTEN (1933-2004)

Balada del boludo

Por mirar el otoño

perdía el tren del verano.

Usaba el corazón en la corbata.

Se subía a una nube,

cuando todos bajaban.

Su madre le decía:
No mires las estrellas para abajo,

no mires la lluvia desde arriba.

No camines las calles con la cara,

no ensucies la camisa;

no lleves tu corazón bajo la lluvia, que se moja.

No des la espalda al llanto,

no vayas vestido de ventana,

no compres ningún tílburi en desuso.

Mirá tu primo el recto
que duerme por las noches.

Mirá tu primo el justo

que almuerza y se sonríe.

Mirá tu primo el probo

puso un banco en el cielo.

Tu cuñado el astuto

que ahora alquila la lluvia.

Tu otro primo el sagaz

que es gerente en la luna.

—Tienes razón, mamá —dijo el boludo
y se bebió una rosa.

—No seré más boludo—

y se bajó del viento.

—Seré astuto y zahorí—

y dio vuelta una estrella para abajo

y se metió en el subte

y quedaron las gaviotas.

Entonces vinieron los parientes ricos
y le dijeron:

—Eres pobre, pero ningún boludo.

Y el boludo fue ningún boludo

y quemaba en las plazas

las hojas que molestan en otoño.

Y llegó fin de mes.

Cobró su primer sueldo

y se compró cinco minutos de boludo.

Entonces vinieron las fuerzas vivas
y le dijeron:

—Has vuelto a ser boludo, boludo.

—Seguirás siendo el mismo boludo de siempre.

—Debes dejar de ser boludo, boludo.

Y medio boludo,
con esos cinco minutos de boludo,

dudaba entre ser ningún boludo

o seguir siendo boludo para siempre.

Dudaba como un boludo.

Y subió las escaleras para abajo,

hizo un hoyo en la tierra

miraba las estrellas.

La gente le pisaba la cabeza,

le gritaba boludo.

Y él seguía mirando

a través de los zapatos

como un boludo.

Entonces vino un alegre y le dijo:
—Boludo alegre.
Vino un pobre y le dijo:

—Pobre boludo.

Vino un triste y le dijo:

—Triste boludo.

Vino un pastor protestante y le dijo:

—Reverendo boludo.

Vino un cura católico y le dijo:

—Sacrosanto boludo.

Vino un rabino judío y le dijo:

—Judío boludo.

Vino su madre y le dijo:

—Hijo, no seas boludo.

Vino una mujer de ojos azules y le dijo:

—Te quiero.

Bailar Vino y Beber Tango

Viene

ALICIA DUO

Y

todos vamos

a

BAILAR VINO

BEBER TANGO

El viernes 2 de Noviembre

hora 20.30

en nuestra Sala “Arq. Alfredo Pedro”

Ese día

una novísima bodega mendocina

va a destapar

el nuevo vino del sur de Mendoza

para vos

¿Vas a acompañarnos?

lunes, 15 de octubre de 2012

Agenda Cultural

 

Viernes 2 de Noviembre - Hora 20.30 - Sala “Arq. Alfredo Pedro”

Vamos: a “BAILAR VINO BEBER TANGO”

  • “Declarado de Interés por la Honorable Cámara de Diputados de la Nación, 11 de Marzo 2009 (5766 y 5767-D-08, OD 1411)”.
  • “Declarado de Interés Legislativo Municipal por Resolución Nº 7787 octubre 2008, por el Honorable Consejo Deliberante de la Municipalidad de Mendoza”.
  • “Declarado de Interés Turístico-Cultural por el Ministerio de Turismo y Cultura de la Provincia de Mendoza –Res. MTC-041 del 24 de febrero de 2005”.
  • “Declarado de Interés Legislativo por la Honorable Cámara de Senadores de la Provincia de Mendoza, Res. Nº 1075 del 29 de marzo de 2005”.

¿Vas a acompañarnos?

viernes, 12 de octubre de 2012

PARA COMPATIR: SILVINA OCAMPO (1903 -1993)

 

Diálogo

Te hablaba del jarrón azul de loza,
de un libro que me habían regalado,
de las Islas Niponas, de un ahorcado,
te hablaba, qué sé yo, de cualquier cosa.
Me hablabas de los pampas grass con plumas,
de un pueblo donde no quedaba gente,
de las vías cruzadas por un puente,
de la crueldad de los que matan pumas.
Te hablaba de una larga cabalgata,
de los baños de mar, de las alturas,
de alguna flor, de algunas escrituras,
de un ojo en un exvoto de hojalata.
Me hablabas de una fábrica de espejos,
de las calles más íntimas de Almagro,
de muertes, de la muerte de Meleagro.
No sé por qué nos íbamos tan lejos.
Temíamos caer violentamente
en el silencio como en un abismo
y nos mirábamos con laconismo
como armados guerreros frente a frente.
Y mientras proseguían los catálogos
de largas, toscas enumeraciones,
hablábamos con muchas perfecciones
no sé en qué aviesos, simultáneos diálogos.

 

Envejecer

Envejecer también es cruzar un mar de humillaciones cada día;
es mirar a la víctima de lejos, con una perspectiva
que en lugar de disminuir los detalles los agranda.
Envejecer es no poder olvidar lo que se olvida.
Envejecer transforma a una víctima en victimario.
Siempre pensé que las edades son todas crueles,
y que se compensan o tendrían que compensarse
las unas con las otras. ¿De qué me sirvió pensar de este modo?
Espero una revelación. ¿Por qué será que un árbol
embellece envejeciendo? Y un hombre espera redimirse
sólo con los despojos de la juventud.
Nunca pensé que envejecer fuera el más arduo de los ejercicios,
una suerte de acrobacia que es un peligro para el corazón.
Todo disfraz repugna al que lo lleva. La vejez
es un disfraz con aditamentos inútiles.
Si los viejos parecen disfrazados, los niños también.
Esas edades carecen de naturalidad. Nadie acepta
ser viejo porque nadie sabe serlo,
como un árbol o como una piedra preciosa.
Soñaba con ser vieja para tener tiempo para muchas cosas.
No quería ser joven, porque perdía el tiempo en amar solamente.
Ahora pierdo más tiempo que nunca en amar,
porque todo lo que hago lo hago doblemente.
El tiempo transcurrido nos arrincona; nos parece
que lo que quedó atrás tiene más realidad
para reducir el presente a un interesante precipicio.

miércoles, 10 de octubre de 2012

Recordando Lecturas: PEDRO MIGUEL OBLIGADO (1892-1967)

 

ÍNTIMA

¿Qué soledad, Dios mío, qué soledad es ésta?
He derrochado en vano mi bondad y cariño,
como quien echa flores a un arroyo que pasa;
he puesto el corazón ante todas mis cosas,
como escudo, y lo han roto con violencia los golpes;
he querido tener una casa en las nubes,
donde abrir una puerta, fuese ver una estrella;
y el viento se ha llevado las nubes y los astros…
Y sin embargo tengo, como todos, un alma.
¿Qué soledad, Dios mío, qué soledad es ésta?
No encuentro quien me quiera; ¿no es cierto que parece
una frase tan sólo para la poesía?
Y es la verdad: no encuentro…Yo he visto la mirada
celeste del cariño; pero la he visto siempre
como se ve una estrella caer sobre la tierra
y que nunca desciende donde estamos nosotros…
He observado caricias que extenuaban dos manos;
y he oído palabras que eran besos con nombre,
como unos pajaritos que iban para otra selva…
Y sin embargo tengo, como todos, un alma.
¿Qué soledad, Dios mío, qué soledad es ésta?
Y la vida se vuela, y la paso diciendo
lo que dicen: - ¡ qué hueco!- En silencio me marcho.
La maldad y el desprecio, las vilezas y el odio,
no han sido mis torturas; tú, sólo, Indiferencia,
cual hija de la nada, me cerraste la vida
con tu puerta de mármol, a donde tantas veces
como una aldaba inquieta golpeó mi corazón…
Tú, sorda, no sabías lo que yo te decía,
y te pusiste el dedo en los labios: - Silencio -…
Te pedí: - Deja que entre a la vida. Yo busco
quien me quiera…- No oías y cerraste la puerta…
Y me he quedado solo, así como esos perros
que vagan por las calles, rogando con sus ojos
humanos, que los lleven al calor de un hogar…
Y me he quedado solo, como una hoja mustia
barrido por el viento, en una primavera…
Y sin embargo tengo, como todos, un alma.

lunes, 8 de octubre de 2012

LOS LIBROS MUERDEN

 

Muerden la ignorancia.

Muerden la mediocridad.

Muerden el cerebro,

y lo despiertan.

Muerden la abulia.

Hay que dejar que los

libros nos muerdan.

No duele.

 

Hacete socio de nuestra Biblioteca. Te va a hacer mucho bien.

sábado, 6 de octubre de 2012

Novedades Bibliográficas - Octubre 2012 Donación Random House Mondadori (Parte II)

Biblioteca Sarmiento informa que se ha recibido donación de material bibliográfico de parte del grupo editor Random House Mondadori, de acuerdo al detalle que, en dos partes, informamos a toda la comunidad.

Esta donación de material literario ha sido posible gracias a la gentileza del Directorio de Random House Mondadori sede Argentina y a la especial dedicación de su personal a través de la diligente tarea de la srta. Valeria Valenti.

Detalle de títulos recibidos:

  • “Pero ahora no es verano” de Ana María del Río -3 ejemplares-
  • “La cura” de Robin Cook
  • “Puro” de Julianna Baggott
  • “Julio César para jóvenes y no tanto…” de Fernando Villegas
  • “Diccionario de la política chilena” Alfredo Joignant, Francisco Javier Díaz y Patricio Navia -3 ejemplares-
  • “Canon. Cenizas y diamantes de la narrativa chilena” de Camilo Marks -2 ejemplares-
  • “El fumador y otros relatos” de Marcelo Lillo -2 ejemplares-
  • “Fulgor” de Jaime Collyer -2 ejemplares-
  • “Santiago Quiñones, tira” de Boris Quercia
  • “Animales domésticos” de Alejandra Costamagna -3 ejemplares-
  • “Este libro vale un cadáver” de Marcelo Lillo -2 ejemplares-
  • “El pequeño comandante” de Rodrigo Díaz Cortez
  • “La deuda” de Rafael Gumucio
  • “Páginas coloniales” de Rafael Cumugio
  • “Paisaje al paraíso” de Michael Connelly
  • “El ultimátum de Bourne” de Robert Ludlum
  • “Rescate” de Danielle Stell
  • “Más oscuro que la noche” de Michael Connelly
  • “Marlon Brando” de Patricia Bosworth
  • “Mientras dormías” de Bárbara Delinsky
  • “La fuerza del engaño” de Mary Higgins Clark
  • “El Imperio del Sol” de J.G. Ballard
  • “la bodega” de Noah Gordon
  • “Los dominios del lobo” de Javier Marías
  • “La rubia de hormigón” de Michael Connelly
  • “Las ansias carnívoras de la nada” de Alejandro Jodorowsky
  • “El loro de siete lenguas” de Alejandro Jodorowsky
  • ”Literatura y fantasma” de Javier Marías
  • “La guerrilla literaria: Pablo de Rokha, Vicente Huidobro, Pablo Neruda” de Faride Zerán
  • “Memorias prematuras” de Rafael Gumucio
  • “Una pantera en el sótano” de Amos Oz
  • “La llegada de los tres” de Stephen King
  • “Drácula el no muerto” de Dacre Stoker –Ian Holt
  • “El maestro de la inocencia” de Tracy Chevalier
  • “Lost. La filosofía. Las claves de la serie” de Simone Regazzoni
  • “El cielo de Bombay” de Thrity Umrigar
  • “La isla del día de antes” de Umberto Eco
  • “Te pido un taxi” de Mercedes Halton – Fernanda Nicolini
  • “Imperium” de Robert Harris
  • “El ejército perdido” de Valerio Massimo Manfredi
  • “Zapatos de caramelo” de Joanne Harris
  • “Memoria de mis putas tristes” de Gabriel García Márquez
  • “El mago” de César Aira
  • “Relatos” de Henry James
  • “La fiesta salvaje” de Joseph Moncure Marcn
  • “Un árbol crece en Brooklyn” de Betty Smith
  • “Los miserables” de Víctor Hugo
  • “El lienzo de Tintoretto” de Thierry Maugenest
  • “Don Quijote de la Mancha” de Miguel de Cervantes
  • “Delirios” de Marisa Grinstein
  • “Piratas del Caribe: Navegando aguas misteriosas. El libro de la película”
  • “El monstruo de las cloacas” de Roberto Pavanello
  • “Remedios mágicos y otras aventuras” de Emma Thonson
  • “Teatro completo. Tomo I” de Federico García Lorca
  • “Teatro completo. Tomo II” de Federico García Lorca
  • “Teatro completo. Tomo III” de Federico García Lorca
  • “Diarios” de Alejandra Pizarnik
  • “Prosa completa” de Alejandra Pizarnik
  • “Entre actos” de Virginia Woolf
  • “Historia social de la Literatura y el Arte. Tomo I” de Arnold Hauser
  • “Historia social de la Literatura y el Arte. Tomo II” de Arnold Hauser

El material mencionado ya ha sido procesado e ingresado a nuestro Fondo Bibliográfico y se encuentra a disposición de todos los lectores.