Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

lunes, 31 de julio de 2017

KARLA ZÚÑIGA (Chile, Santiago de Chile, 1998)


INOCENCIA

Asustado, el niño va donde la vecina que, en esos momentos, riega su jardín. Siempre recurre a ella cuando sus padres están discutiendo o golpeándose.
-¿Qué ocurre?- pregunta.
-Mamá y papá pelearon. Mamá está enterrándolo en el jardín.

De: “Señoritas imposibles. Antología de microcuento negro” (2016)

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Hoy te recomendamos leer a NÉSTOR PERLONGHER.
Recorrer su obra te dará placer.

domingo, 30 de julio de 2017

ROBERTO PERINELLI (Buenos Aires, 1940)


DISTRACCIÓN

Existe un ángel voyeur, que suele espiar para abajo por un agujerito que le hizo al cielo. Cuando Dios pasa por ahí siempre lo sorprende mirando y le pregunta qué es lo que ve. El ángel responde y lo entera de cosas que ocurren en un planeta casi redondo, habitado por seres llamados hombres y que Dios siempre olvida que se llama Tierra.

De: “Actos que crean hábito” (2014)

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Hoy te recomendamos leer a CECILIA ABSATZ.
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GABRIELA AGUILERA (Chile, Santiago de Chile, 1960)


 
LAS BRUJAS NO DICEN ABRACADABRA

No era una bruja, aunque le gustaba que los niños lo creyeran. Se les acercaba entrecerrando los ojos y moviendo las manos como si fuera a echarles encima un hechizo.
Algunas veces los niños huían. Otras, se paralizaban, aterrados. Si no había nadie cerca, era fácil tomarlos y desaparecer con ellos. Lo difícil era descuartizarlos; pero después de tantos años de experiencia, la tarea se había simplificado. A fin de cuentas, el cuerpo de un niño se parece al de un pollo.
Claro, sin las plumas.

De:”Señoritas imposibles. Antología de microcuento megro” (2016)

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Hoy te recomendamos leer a SEBASTIÁN BASUALDO.
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viernes, 28 de julio de 2017

FEDERICO GARCÍA LORCA (España, 1898-1936)


EN EL CAFÉ DE CHINITAS


1 

En el café de Chinitas 
dijo Paquiro a su hermano: 
«Soy más valiente que tú, 
más torero y más gitano». 

2 

En el café de Chinitas 
dijo Paquiro a Frascuelo: 
«Soy más valiente que tú, 
más gitano y más torero». 

3 

Sacó Paquiro el reló 
y dijo de esta manera: 
«Este toro ha de morir 
antes de las cuatro y media». 

4 

Al dar las cuatro en la calle 
se salieron del café 
y era Paquiro en la calle 
un torero de cartel.

 

P.D. JAMES (Oxford, 1920 - Oxford, 2014)


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jueves, 27 de julio de 2017

SABRINA BARREGO (Buenos Aires, Luján, 1987)

 
CARTA

voy a escribirte un poema
donde no habrá ni una palabra.
el cuerpo dice:
-no
 
la sombra
asiente con la cabeza.

De: “Trinchera” (2016)


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Hoy te recomendamos leer a RAÚL BRASCA.
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martes, 25 de julio de 2017

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miércoles, 5 de julio de 2017

ELIZABETH BARRETT BROWNING (Inglaterra, 1806-1861)

 
¿DE QUÉ MODO TE QUIERO?

¿De qué modo te quiero? Pues te quiero
hasta el abismo y la región más alta
a que puedo llegar cuando persigo
los límites del Ser y el Ideal.
 
Te quiero en el vivir más cotidiano,
con el sol y a la luz de una candela.
Con libertad, como se aspira al Bien;
con la inocencia del que ansía gloria.
 
Te quiero con la fiebre que antes puse
en mi dolor y con mi fe de niña,
con el amor que yo creí perder
 
al perder a mis santos… Con las lágrimas
y el sonreír de mi vida… Y si Dios quiere,
te querré mucho más tras de la muerte.


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martes, 4 de julio de 2017

PEDRO MAIRAL (Buenos Aires, 1970)

 
CERO CULPA

Cero culpa, le dije a Mayer, pero no es verdad. Y se dio cuenta. Por ejemplo ayer entré en la librería y vi una tapa de un libro de autoayuda que decía “Cómo construir una familia”, y lo primero que pensé fue “Cómo destruir una familia”. Estoy todo el tiempo pensando qué pasaría. Pienso en vos y las chicas. Como si me muriera. Vos y las chicas sin mí. Si vos pudieras ver bien cómo es Simón conmigo quizá lo entenderías.

A Mayer el otro día le conté de esa vez que estábamos en Cariló. Cuando fuimos en agosto con las chicas. Hacía frío y fuimos a la playa con suéter y campera. Caminamos por la orilla. Las chicas y vos iban delante, yo me fui quedando atrás. Necesitaba estar un poco sola. Verlos de lejos. Iba mirando las piedras, los caracoles. De golpe veía uno de esos medio rosados, o alguna piedra rara, pero cuando los iba a recoger notaba que no estaban en la posición en que los había dejado la marea, sino que alguien los había levantado y vuelto a tirar en la arena. Lo que yo veía eran piedras rechazadas por ustedes. A mí me quedaban esas piedras, esos caracoles.

No sé si Mayer estará esperando que yo pegue el portazo. Nunca sabés lo que están pensando los psicoanalistas. Quizá no espera nada. Debe querer que resuelva de una vez. Que no llegue tan angustiada. Porque le dije que a veces tengo miedo de despertarme diciendo el nombre de Simón, o decirte Simón a vos. Y además me cansa tener el celular en silencio, mandarle mensajitos a Simón encerrada en el baño. Toda la sarta de mentiras que se van acumulando y vuelven como un boomerang.

Lo del cine, por ejemplo. Tener que ver la peor película del mundo dos veces. Simón quería ver El Código Da Vinci porque había leído el libro. Le dije que sí. La daban en el Village Caballito y yo sabía que ahí no me iba a cruzar con nadie, así que fuimos: cuatro horas de evangelismo demente y súper explicado, pero igual me la banqué porque Simón antes del final se entró a aburrir y me buscó la rodilla, fue subiéndome el vestido, me tocó y me empezó a dar besos en el cuello, de una manera que jamás hiciste vos, ni siquiera cuando estábamos de novios y nos frotábamos en el auto durante horas con los jeans puestos. Simón me tocaba en el cine diciéndome al oído: “Cómo me gusta cuando estás así mojada” y después cuando no aguantábamos más, antes de levantarnos para irnos, me dijo: “Te voy a garchar en todos los telos de la Capital Federal”. Vicky se rio espantada cuando se lo conté, pero a mí me parece la cosa más linda que me dijeron jamás.

Vicky dice que es una calentura. Lo llama El Mordedor de Saavedra, porque una vez me mordió tan fuerte una teta que me dejó la marca. Te acordás que te dije que tenía una infección urinaria. Era para que no se te ocurriera intentar algo y menos que menos meterte conmigo en la ducha a la mañana. Tenía la marca violeta de sus dientes abajo del pezón izquierdo. Se la mostré a Vicky en la cocina de casa. Después se me hizo una nubecita verde que se fue borrando. Si me veías la marca, te iba a decir que me la había hecho con la puerta del auto.

Fue por la misma época del cine, cuando las chicas se fueron al campamento y a vos se te ocurrió ir a ver El Código Da Vinci al Village Recoleta. De las diez películas que podíamos ir a ver, te emperraste con que querías ver esa –aunque no habías leído el libro– porque te la recomendó tu hermana. Después me dijiste: “Nunca antes te quedaste dormida en el cine”. Cómo explicarte que no podía soportar esa especie de burla del destino. Esa simetría cruel. Cuatro horas viendo esa tortura de Tom Hanks con vos que resoplás fastidiado, que no te levantás hasta el final porque pagaste la entrada, que rebotás la pierna, ansioso, y no te gusta que te ocupen los apoyabrazos de tu butaca.

Si lo pienso, creo que todo esto empezó no tanto porque no te soportara más a vos, sino porque no soportaba más a la persona que yo era con vos. No soportaba eso en lo que me había convertido. Entonces, aunque para vos no significara gran cosa, para mí aceptar el trabajo que me ofreció Vicky en la revista fue una puerta abierta, una manera de salirme de ese rol. Me asustaba mucho. Vos lo minimizaste, pero para mí fue un salto al vacío. Fue salirme de mí. Daba un salto con tanto miedo que parecía que dejaba el cuerpo atrás. Me costó mucho todo: la adaptación, las exigencias, los horarios, aunque fueran unas horas a la tarde antes de que las chicas llegasen del colegio. Vos decís que me apoyaste desde el principio, pero bien que tiraste esas frasecitas despectivas cuando te dije que lo iba a aceptar: “No entiendo qué te va a aportar trabajar en una revista de modas”, “No esperes mucho del nivel intelectual de la gente que trabaja ahí”. Esas cosas que, según vos, decías para protegerme. Pero en realidad te asustaba que yo volviera a trabajar.

A Simón lo conocí el día en que me mandaron a hacer una nota en La Rosa, de Puerto Madero. Lo había visto dando vueltas por la redacción. Me había mirado varias veces y yo había bajado la vista al teclado. Epa, pensé, ¿y ese morocho? Vicky me dijo que era fotógrafo. El día de la nota no supe que las fotos las iba a hacer Simón hasta que lo vi aparecer en el restorán cuando yo terminaba de entrevistar al dueño. Si me esperás que haga las fotos te llevo, me dijo. Y me llevó de vuelta en su auto, un Renault medio abollado. Eso me encantó. No es obsesivo con su auto. Lo usa. Lo tiene más o menos limpio, pero no está pendiente de los rayoncitos y ojo acá y ojo allá y mejor lo estaciono yo.

Volviendo a la redacción, me preguntó:

–¿Vos estás casada, Laura? –Me gustó que supiera mi nombre.

–Sí. Tengo dos hijas. Clara de catorce y Juana de once.

–¿Pero a qué edad te casaste?

–A los veintiuno.

–Ah, eras una niña.

–Era chiquita, sí. ¿Vos tenés hijos? –le pregunté.

–Tengo una hija, de cuatro años. Dafne se llama. Pero no vivo con la madre.

–¿Y con quién vivís?

–Con el padre –me dijo y me hizo reír–. Vivo solo, o sea que vivo conmigo, y ya eso es bastante complicado.

Simón manejaba bien. Me fijé porque Vicky dice que mira cómo maneja un tipo y sabe cómo coge. Bueno. Simón maneja con pleno control del auto, agarra firme el volante, no se pone nervioso, no quiere hacer diez cosas a la vez. Parece hasta disfrutar manejando. Por ahí se zarpa y acelera pero no pretende ir más rápido que el tráfico. No va haciendo finitos, ni sobrepasa histérico a los otros autos. Maneja fluido. No sé bien cómo explicarlo. Frena poco, porque parece prever las zonas de las avenidas que se congestionan, entonces pasa, sigue, no se detiene, fluye. Y toma las curvas con tiempo, anticipa que los colectivos lo van a encerrar. Nadie lo jode en la calle. No le echa la culpa a nadie. Vos, en cambio, tocás bocina, puteás, te creés que el tráfico es un complot en tu contra.

Cuando le conté a Vicky cómo manejaba, me dijo textualmente “Ay, boluda, tiene que ser un chongazo”. Le dije que estaba loca si pensaba que me iba a enganchar con alguien, y que además Simón no me había tirado ni media onda. Le mentí un poco. Algo de onda me tiró. Vicky me dijo que él había salido con una secretaria de la revista el año pasado, pero después ella se había ido y ya no estaban más juntos. Esa era la única historia que le conocían dentro del trabajo. Así que me hice la desinteresada, pero empecé a ir un poco más arreglada a la revista. Siguió el cruce de miraditas, y el día que me mandó por mail las fotos para la nota del restorán, me mandó enseguida otro mail que decía: “Te queda muy bien ese vestido celeste”. “Es lila”, le contesté, y sin achicarse me lo volvió a mandar: “Te queda muy bien ese vestido lila”.

La noche de la fiesta de la revista vos me viste salir de jeans y remera blanca, pero me cambié en el taxi. Cuando estás así tenés una valentía que te hace hacer cosas que antes no hacías. Le dije al taxista, un tipo de unos sesenta años: “Señor, yo me voy a cambiar acá atrás. Es un segundo. Disculpe”. No me dijo nada y creo que ni miró por el espejito. Cuando me bajé en Barracas en la fiesta, estaba maquillada y tenía puesto ese top strapless blanco que me había comprado y nunca usé, la mini de jean y las sandalias de taco con tiritas. Vicky me vio llegar y me dijo: “Qué trola sos”.

Funcionó. Simón me vino a hablar en medio del boludeo de las modelos fotografiadas contra el logo, y el champagne y el diálogo a los gritos.

–¿Cómo te ves después para el dancing? –me dijo, y la frase me pareció medio loser.

–No me veo –le dije–. Me tengo que ir temprano.

–Yo también. Si querés te acerco.

–Dale.

Y no lo volví a ver por un rato.

Después apareció con cuatro amigos de él, que también querían que los llevara. Salimos. Dos eran una pareja que se sentó al lado mío, atrás. Y adelante iban dos chicas sentadas, una medio a upa de la otra. También resultó que eran pareja. Simón hizo la repartija: se bajaron unas en Montserrat y otros en Retiro. Cuando me pasé adelante y quedamos los dos solos en el auto, nos pusimos bastante incómodos. Yo empecé a decir “estás seguro de que no te desviás mucho yendo hasta Pueyrredón”, y él me dijo que no, que no había problema, pero que si antes no me importaba pasar un segundo por el estudio de un amigo porque tenía que buscar un gran angular para un trabajo al día siguiente muy temprano. Dobló en Nueve de Julio en lugar de seguir por Libertador. “Subo y bajo”, me dijo. Ya eran las doce y yo sabía que vos ibas a estar mirando el reloj. Cuando llegamos y me dijo “Vení a ver este lugar que es increíble”, me asusté. Pero me asusté por todo: por la duda de si eso era o no un intento de seducirme y la posibilidad de estar equivocada, por haber puesto en marcha una cosa que ahora no podía detener, por el tiempo que hacía que no me acostaba con nadie más que con vos.

Subimos y ya en el ascensor me quiso dar un beso. Yo le esquivé la boca pero dejé que me abrazara, que me besara el cuello, y le toqué la nuca, le pasé la mano por el pelo. Una vez adentro no prendió la luz. Era un estudio de fotografía sobre Pellegrini cerca de Córdoba, un lugar enorme; la iluminación de la avenida entraba por los ventanales. Al lado de un sillón, contra la pared, me siguió buscando la boca. Le pregunté si no tenía que llevar una lente y me dijo que sí, que ahora lo agarraba. Dale, le dije. Fue a buscarlo. Agarró algo y me preguntó si quería agua. Entramos en la cocina que estaba a un costado. Sacó agua de la heladera, sacó vasos y me sirvió. Ahí dentro estaba un poco más oscuro. Tomamos agua. Apoyé el vaso en el mármol casi sin hacer ruido. Entonces se me acercó y lo dejé venir.

Me apoyó contra la mesada y me dio un beso. Lo mordí un poco porque Simón es muy mordible. Me dio besos en el cuello, en los hombros, en las manos. Me apretó casi levantándome contra la mesada. Yo lo sentía contra mí, le levanté la camisa y le toqué la espalda. Me agarró el culo, después me agarró una mano y me hizo sentir su pija a través del jean. Se la apreté. La tenía dura. Me levantó la mini, me apartó la tanga y me empezó a tocar. Ya no podía más. Simón estaba desaforado. Me sentó en la mesada y se agachó. Me hundió la cara entre las piernas. Yo me asusté, me dio pudor, sentí que me resbalaba, le dije que no, pero siguió y me apretó los muslos sosteniéndome y ya no quise que parara porque tengo que decir que si Simón tiene algún talento es con esa lengua que Dios le dio. Un zarpado. Se lo dije. Sos un zarpado, y siguió un poco más, después se paró, se empezó a desabrochar el pantalón y le pregunté si tenía forros. Fue como despertarlo de un sueño. Se quedó respirando fuerte. Voy a buscar, dijo. Me llevó de la mano hasta el sillón del living. Buscó en el baño del estudio, revolvió todo, creo que fue hasta el cuarto, pero no encontró nada. Así que me dio un beso, y me dijo “ahora vengo” y bajó al kiosco.

Me quedé en la sombra de ese lugar. Acostada en el sillón pensando muchas cosas a la vez, asustada, con el corazón a dos mil. Las luces de los autos hacían unos abanicos de reflejos en el techo. Pensé muchas cosas, pensé en vos y en las chicas, y en todos estos años, pero en ningún momento me pareció que estaba mal lo que hacía. La sensación de estar viva, ahí, latiendo, esperando que Simón volviera de la calle, me sacudió. Sonreí, me mordí los dedos de felicidad. Y después, cuando Simón volvió y se puso un forro y cogimos hasta quedar tendidos exhaustos, también sonreí en la oscuridad, porque me pareció que volvía a nacer, que todo se abría en posibilidades, que yo le gustaba a este hombre dos años menor que yo, que lo calentaba. La forma en que me rodeó la cintura con el brazo, la fuerza firme con la que lo hizo. Y efectivamente cogía como manejaba: indetenible, continuo, disfrutando. Era fluido en el amor, Simón. Se zarpó pero no fue torpe, no pisteó, no quiso ir más rápido que el tráfico.

Después, en el baño, tratando de lavarme, me puse nerviosa. Me parecía que tenía olor a hombre. El olor del desodorante de Simón. Y le pedí que me llevara de vuelta porque ya era la una y media. Le di un beso largo y me bajé en la esquina. Entré al edificio y en el descanso de la escalera me cambié de vuelta. Por suerte no subió ni bajó nadie. Estabas despierto en la computadora, cerrando páginas porno, cuando llegué. Te quedaste hasta tarde, me dijiste. Sí, había mucho champagne, Vicky se sentía mal, la tuve que acompañar en taxi a la casa. En el baño otra vez traté de sacarme el olor a Simón con la esponja. Me asustaba que quisieras abrazarme y me olieras de cerca, que me hundieras la nariz en el pelo, aunque nunca jamás hagas eso. Pero me sorprendió acostarme al lado tuyo y no sentir culpa; estar a centímetros de tu cuerpo, con toda esa noche sucediendo de vuelta en mi cabeza, todos los besos de Simón todavía rodeándome. Me sorprendió poder estar tranquila, durmiéndome como si nada hubiera pasado.

Y ya que te estoy contando cada detalle te digo que esa noche no acabé. Pero la vez siguiente, en su casa en Saavedra, después de una nota que hicimos juntos en Colegiales, sí que acabé. Y dos veces, y como prendiéndome fuego por adentro, como desarmándome entera arriba de él. Mayer parecía contento cuando le conté. Habló de una etapa exploratoria, estás conociendo facetas de Laura que no conocías, dijo. Hay cosas que me daba pudor contarle, pero le conté igual. Eso de que Simón me dice hermosa mientras me coge, y cómo me calienta que lo haga. Porque vos a lo sumo tirás un “estás muy linda” o un “perrísima” que le copiaste a algún amigo o a los noteros de la tele. Alguien nos borró la palabra hermoso del diccionario de Barrio Norte y nosotros lo aceptamos. Pero te voy a decir una cosa: Simón es hermoso, y yo desnuda al lado de él soy hermosa. Es decir que no sólo te estoy metiendo los cuernos sino que también estoy ampliando mi vocabulario.

Y estoy conociendo Buenos Aires; ahora, a los 36 años, descubro avenidas que no veía desde que mamá –cuando yo tenía doce o trece– me pedía que la acompañara a buscar pinturerías o casas de muebles. La pendiente que tiene Chiclana cuando pasa por abajo de la autopista, o Almafuerte bordeando el Hospital Churruca, y el Parque Uriburu ahí que no sé por qué me hace acordar al D.F. y a Chapultepec. Partes lindas, todavía empedradas, con casas bajas, y partes horribles. Y Saavedra, el departamento de Simón en García del Río, la vista del pulmón de manzana que da a los jardines. El vientito que entra a las dos de la tarde cuando nos quedamos en la cama, los jueves, cuando se supone que estoy en un almuerzo de trabajo que no existe, que inventé para salir de casa más temprano y para justificar que no pueda contestar el celular.

Si llego muy altanera, Mayer en general me baja a tierra, y si llego muy bajoneada me levanta. El otro día llegué muy cocorita hablando de lo contenta que estaba con esta doble vida (la expresión la usé yo) y él me dijo: “Cuidado que una doble vida no sea una vida a medias, sin comprometerse con ninguna de las dos”. Para mí se metió demasiado, medio que lo mandé a la mierda. Pero fue porque le conté que Juana me había pedido que la acompañara a comprar ropa, y yo no pude ir porque me encontraba con Simón ese día. Después fui con ella y me ocupé, y no creo que vos puedas decir que estoy descuidando a las chicas. Ni siquiera las cosas de la casa cambiaron. Mirta está aprendiendo bien a hacer las compras, hace el pedido con criterio, recibe el envío, cocina. Todo funciona. Me gusta tener mucama en casa, y me encanta que no haya mucama en lo de Simón. Poder levantarme desnuda a buscar agua a la cocina de su departamento. Hace dos años me acuerdo que le contaba a Mayer que estaba insomne, que me despertaba a veces a las cuatro de la mañana y daba vueltas por la casa, que al principio me fastidiaba pero después lo empecé a disfrutar; a esa hora tenía la casa toda para mí, como si no hubiera nadie, todos estaban anulados por el sueño, vos, las chicas, Mirta. Necesitaba esa soledad. Eso había perdido, mi soledad. Ahora la estoy recuperando.

Vos siempre tuviste tu costado cerrado, tu rincón. Te vas a la oficina, una escapada al golf, o los viajes por trabajo a Brasil. Quizá tengas tus trampas por ahí. Algún gato caro, puede ser. Cosa tuya. Mientras no vuelvas a casa con marcas de rouge y olor a perfume, prefiero no saber. Vicky me dijo que le ofrecieron un sistema que metés una clave en el conversor y podés ver en la tele lo que el otro está viendo en la computadora, pero que tiene miedo de lo que pueda encontrarle a Gastón. Yo le aconsejé que no lo hiciera. El que busca encuentra, le dije. Yo a vos siempre te veo cerrando ventanitas cuando me asomo a la compu, y está bien, serán tus páginas porno o alguna abogadita que te histeriquea en el chat. No se me ocurriría nunca hackearte ni espiarte nada.

Ojalá pudiera realmente decirte todo esto. Porque sabés que te quiero, que te quise estos diecisiete años que hace que te conozco. Y vuelvo a casa todas las tardes y duermo con vos porque te elijo. Todos los días te elijo de alguna forma u otra. Y lo voy a seguir haciendo al menos hasta que Juana tenga la edad de Clara y ahí veremos. Cuando las chicas ya no me necesiten, veremos. ¿Te elijo porque sos un abogado exitoso que trae plata a casa y por todo lo que tenemos juntos? ¿Te elijo por inercia? Puede ser. Vos sos tu dinero. Sin plata serías otro. Tu plata y la de tu mamá (porque convengamos que tu viejo era un colgado) se notan en cómo te vestís y cómo hablás y cómo pensás y cómo actuás. Si alguien me dijera que te quiero por tu plata, le diría que es cierto porque vos sos tu plata. Y no creo que eso esté mal.

La pregunta es si me bancaría vivir con Simón. A veces pienso que sí. Hay que ver si él se bancaría vivir conmigo. Pero pienso en tener una casa con patio, tener plantas, tener un perro (nunca quisiste tener perro, y en casa de chica yo tenía perros, gatos y hasta una tortuga). Pienso mucho en esa casa. Me duele esa casa. Porque quizá sea todo un desastre emocional. Una pelea con Simón. Pero qué tipo más lindo. Quizá vamos camino a la catástrofe. Ahora que empezamos a coger sin forro y yo tomo pastillas. Vos con tus Prime azules, y Simón que me la mete sin nada y me acaba adentro. No quiero tener otro hijo con vos. Ni aunque me aseguren que va a ser varón. Pero a veces quiero tener un hijo con Simón. Un varón hermoso como él, que se enamore de mí.


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Hoy te recomendamos leer a VICTORIA OCAMPO.
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lunes, 3 de julio de 2017

ELENA GARRO (México, Puebla de Zaragoza, 1916-Cuernavaca, 1998)


LAS CUATRO MOSCAS

Las persianas de hierro estaban rotas y un desconocido las espiaba por las noches desde la terraza. Temían desvestirse en el cuarto destartalado del hostal oscuro y silencioso. Lola buscaba con sus ojos cristalinos la figura furtiva del hombre que fisgaba. El miedo la volvía loca: deseaba correr, encontrar un refugio seguro, y de puntillas se dirigía al enorme armario y se encerraba allí. Prefería la oscuridad a ser vista por el hombre sin cara que espiaba desde las sombras heladas de la terraza. Petrouchka por el contrario avanzaba a pasos lentos hasta situarse junto a la ventana y miraba con fijeza a la sombra invisible y peligrosa colocada detrás de la persiana rota. Cuando descubría el brillo sombrío de los ojos fisgones entre las ranuras de la persiana, huía despavorido en busca de algún rincón, pero ningún rincón era capaz de ocultarlo. Las rendijas de la persiana rota permitían abarcar desde la terraza toda la habitación.
La señora Lelinca colgó su viejo abrigo sobre la cortinilla transparente de la ventana y por la noche salió a la terraza y miró el interior del cuarto. El abrigo servía de poco: evitaba algún ángulo de la habitación, sus dos camas de hierro, su lavabo y su armario de madera rayada. Era preferible desvestirse a oscuras.
—¡Oiga! Esto no puede seguir así. Pronto se va a tener que largar de mi casa —gritó Jacinto, el dueño del hostal, que con un cubo de agua en la mano regaba los geranios viejos esparcidos en tiestos pequeños sobre las losetas rotas de la terraza. A Jacinto le irritaban sus huéspedes. No debían estar allí, eran incompatibles con su hostal; se acercó a la ventana y lanzó el agua del cubo al interior de la habitación. “¿Por quién se toman?” Repa, su mujer, lo contempló complacida desde el lavadero y le dijo: “Vamos, Jacinto, que la culpa es tuya por haberlas recibido”. La señora Lelinca contempló el charco oscuro formado en las duelas sucias y tranquila se acercó a la ventana.
—¿Qué es lo que no puede seguir así, Jacinto? —preguntó, iracunda
—¡Esto! Que cuelgue usted sus ropas en las cortinas de mi ventana —contestó el hombre.
La señora Lelinca lo vio alejarse y tender, sobre las cuerdas verdes que cruzaban la terraza, sábanas y calzoncillos. El hombre parecía satisfecho, tan satisfecho que le produjo miedo.
—Ahora mismo quito el abrigo… pero ¿sabe usted? Lo colgué porque hay alguien que fisga por la noche… —explicó.
—¡Aquí nadie fisga! Eso se lo ha inventado usted y esto no puede seguir así —contestó el hombre pasándose la mano húmeda sobre el flequillo que le cubría la frente
Petrouchka y Lola escucharon en silencio, ocultos debajo de las camas. Siempre estaban en peligro y las nuevas leyes contra los extranjeros los tenían paralizados de terror. ¿Cómo podían justificar sus entradas económicas si no tenían ninguna? Los dos vivían de lo que buenamente les daba la señora Lelinca. Eran dos parásitos, no trabajaban, eran refugiados, carecían de permanencia pues no tenían papeles y nadie tenía poder suficiente para darles un pasaporte. Consternados escucharon las amenazas de Jacinto. El hostal era malo, muy malo, el más barato de Madrid; tenía algo sombrío, algo peligroso y sin embargo gozaban del cuarto más grande que existía en la ciudad, aunque fuera sucio y sus muros resultaban tenebrosos. “No está el horno para bollos”, había aprendido Petrouchka y lo repetía constantemente para justificar su pasividad que a veces resultaba cobardía.
Al matrimonio no le gustaban aquellas dos mujeres; no eran seguras. Repa amaba a sus huéspedes masculinos y Jacinto también los amaba con la misma pasión que amaba sus geranios. Debía evitar que las dos mujeres hablaran con sus huéspedes. Sus huéspedes eran muy especiales y Jacinto, provisto de un libro, vigilaba la bifurcación de los pasillos y dominaba las puertas de las habitaciones y las de los excusados. ¡Las zorras eran capaces de meterse en una habitación o en el cuarto de baño para hacer cualquier porquería o entablar amistad con algún huésped! La vigilancia de Jacinto tranquilizaba a Repa.
La señora Lelinca y Lucía estaban inermes. Si las echaban a la calle ¿adónde irían? Las leyes nuevas habían alertado a los posaderos y les sería imposible ocultar la presencia clandestina de Lola y de Petrouchka. Además, carecían de dinero para transportar la maleta y la caja de libros a otro hostal cualquiera. Guardaron silencio y trataron de calmar a sus amigos.
La señora Lelinca descolgó el abrigo, resignada a ser vista por el hombre que fisgaba en la noche. Quizás su gesto calmaría a Jacinto. El hombre contempló con disgusto la docilidad de su huésped. “Si cree que va a arreglar algo…”, se dijo y abandonó la terraza para sentarse en el banquillo con un libro en la mano y vigilar todas las puertas.
Por la noche, Lucía apagó la bujía amarillenta y en silencio se metieron en las camas heladas. ¡Hacía frío, mucho frío, y el cuarto rezumaba humedad! Lola y Petrouchka eran friolentos, estaban nerviosos y lloraban. A pesar de ser ya muy mayores se comportaban como niños y reñían por la menor cosa.
Los días en el hostal eran amargos, se diría que siempre era el mismo día, se diría que alguien había abolido los domingos, las fechas y las fiestas y que ya no quedaba espacio para ningún sueño. El tiempo de soñar había terminado. La memoria había escapado a la memoria: quedaba solo una hoja en blanco mojada por las lágrimas de los cuatro. También quedaba un miedo permanente ante la continua vigilancia de Jacinto y Repa. Por la noche, en la oscuridad, quedaba la presencia de los ojos que fisgaban y la repetición de las mismas sombras.
—Amanecerá algún día… —aseguró la señora Lelinca en voz baja, en medio de la noche oscura.
“Sí, amanecerá algún día”, repitió, y le llegaron los perfumes del Portal de los Varilleros. Allí había puestos de cintas de colores, trozos de sedas columpiándose a la luz de las farolas de petróleo, pañuelos tendidos como palomas con las alas abiertas, borlas pequeñas de peluche de color albaricoque para ponerse polvos rosa sobre las mejillas. Ella no podía usarlas, no había llegado el tiempo de cubrirse las pecas con polvos aromáticos. Solo podía admirar las maravillas que ofrecía el Portal de los Varilleros. Por ahí paseaban las hermanas Ifigenia y Amparo, con sus lunares dibujados en forma de media luna sobre la mejilla izquierda y las mangas de sus trajes abiertos como abanicos. Las hermanas paseaban al atardecer por el Portal de los Varilleros en busca de esencia de vainilla, pañuelos y chalinas de gasa para atárselas en sus cabezas de rizos negros. Ambas eran menudas y delgadas; sus dientes blanquísimos se mostraban golosos ante las maravillas desplegadas; ignorantes de los jóvenes de pantalón y camisa blanca que las perseguían.
“Algún día seremos grandes”, aseguraba Evita, atontada por la belleza de Ifigenia y de Amparo. Sí, y algún día fueron grandes y no pasearon por el Portal de los Varilleros… ¡La vida es inesperada! Ahora, “amanecerá algún día…” y una noche muy lejana, que resultó ser esa misma noche oscura en el hostal de Jacinto y de Repa, Lelinca entró a la jabonería en la que solo había pilas enormes de jabones de color ámbar, que dejaban la ropa tan blanca como las propias nubes. En lo alto de la pila más alta de jabones estaba la criatura. Era una muñeca enorme, de celuloide, rosada, desnuda, con la boquita entreabierta. La muñeca sostenía en cada mano un ramillete de flores. En la derecha tenía amapolas rojas hechas en papelillo transparente y rizado y, en la izquierda, margaritas de terciopelo blanco, con los centros amarillos como soles. Lelinca contempló la figura angelical que presidía la jabonería. Don Tomás, el jabonero, metido en una camisa blanca, la observó con curiosidad y ella se dejó contemplar por aquel hombre enormemente gordo, que se impacientó ante su terquedad de permanecer en su jabonería admirando la muñeca que sostenía los gloriosos ramilletes.
—¿Qué quieres, niña?
Lelinca contempló a aquel ser privilegiado que parecía ser el propietario de la diosa colocada sobre la pila más alta de jabones.
—Quiero esa muñeca —balbuceó.
Don Tomás se hinchó de ira, su piel tomó el color de una berenjena, se irguió y la miró indignado.
—Esa muñeca es mía. ¿Por qué la quieres?
—Me gusta, me gusta mucho y quiero llevármela a mi casa…
Don Tomas se pasó la lengua por sus labios gruesos y su color berenjena se oscureció aún más.
—Así son los gachupines, todo se lo quieren llevar a su casa. ¡Pues no se va a poder! ¡Es mía! La tengo yo para regalo de mis ojos. ¡Y mi dinero me costó!
—¿Y si le pido dinero a mi papá y se la compro?
—¡Así son los gachupines, creen que todo se compra! Esta muñeca es mía, no se vende. ¡No tiene precio, es mía!
Lelinca permaneció en la jabonería mucho rato contemplando a la diosa adornada de margaritas y de amapolas. Era una pena ser gachupín; si no lo fuera, don Tomás le regalaría la muñeca. Volvió triste a su casa y notó que sus padres y sus hermanos no se parecían a don Tomás, ni a Ifigenia, ni a Amparo. Todos tenían el pelo rubio y vivían muy solos en su casa llena de libros con estampas de dioses casi tan perfectos como la muñeca de la jabonería.
—¿Qué te sucede? Pareces muy preocupada —le dijo su padre, que no hablaba como don Tomás.
Lelinca fijó sus ojos en el plato de avena con leche y explicó su descubrimiento en la jabonería. Si su padre quisiera hablar con don Tomás… aunque era inútil, era gachupín. Su padre movió la cabeza: “No se trata de ser gachupín, no confundas; don Tomás ama esa muñeca”, le contestó. Su padre no entendía nada. ¿No se había dado cuenta de que no era mexicano? Lo miró con curiosidad; con razón Evita cuando hablaba de sus padres decía: “Estos señores no entienden nada”. Guardó silencio y contempló la avena que se cuajaba en su plato.
—Si tanto deseas esa muñeca te compraré una igual —oyó decir a su padre.
—¿Igual? ¡Imposible! No hay otra igual —contestó Lelinca.
Su padre se echó a reír y su madre dijo: “Esta pobre chica es tonta. Hay miles de muñecas de celuloide”. Evita puso los codos sobre la mesa y se sostuvo la barbilla entre las manos. “¿Ves? Tengo razón”, le dijo a su hermana. Evita sí entendió que su hermana solo podía amar a la muñeca de don Tomás.
Don Tomás se acostumbró a su visita diaria a la jabonería. Ahora ya no iba sola; la acompañaba Evita, que, con asombro, contemplaba a la muñeca adornada con margaritas y amapolas.
—¿Cuántas flores tendrá en cada mano? —preguntó Evita.
Era muy difícil contarlas pues su número cambiaba de acuerdo con los días; de eso estaban muy seguras. Una tarde, don Tomás les proporcionó un banquito para que pudieran admirar a la pequeña diosa, sentadas oliendo a jabones y en un silencio recogido. No hablaban para que don Tomás olvidara que eran gachupinas; evitaban cualquier peligro que les impidiera entrar al santuario. Una tarde exclamaron:
—¡Qué limpia está! En ella nunca se ha parado una mosca.
Don Tomás se acarició las mejillas lampiñas y las miró con malicia.
—¿Las moscas? No se atreverían jamás. La mosca que se acerque a ella se muere en el mismo instante. Por eso, niñas, eviten convertirse en moscas volanderas y molestas —les advirtió con severidad.
Se quedaron preocupadas. Había que evitar convertirse en mosca… aunque las moscas poseían dos alas muy pequeñas, estriadas y transparentes, hechas con el papel más fino que soñó el maestro del papel de seda. Con esas alas dibujadas con la tinta más exquisita podían volar y posarse en la boquita abierta de la criatura inaccesible o acariciarle las mejillas casi tan rojas como las amapolas. Para las moscas no existían las alturas ni la pila de jabones amarillos sobre la que descansaba la diosa con los brazos gordezuelos extendidos.
—Pídele a Dios que nos convierta en moscas por un día —le pidió Lelinca a su hermana.
Evita caminó a la calle observando los matices de las piedras, sin atreverse a levantar los ojos por temor de ver el cielo y encontrarse con la cara de Dios. ¡En verdad que su hermana era caprichosa! Y sobre todo: ¡terca!, como decía su padre, que a veces, muy pocas veces, llevaba la razón en algo. Escuchó repetir a Lelinca: “¡Pídele a Dios que nos convierta en moscas por un día!”
—Se lo pediré, pero moriremos en el mismo instante —contestó Evita, que debía morir para satisfacer el capricho de su hermana.
Entraron al Portal de los Varilleros pidiéndole a Dios que las convirtiera en moscas, pero a esa hora las moscas se habían ido a dormir y Dios había olvidado su forma y su tamaño. Y el milagro no les fue concedido. Caminaron entre los vendedores de ungüentos, de cintas y sedas, sin mirarlos. Tampoco aspiraron los perfumes de las lociones de los barberos ambulantes, ni el de las aguas de violeta que vendía Trinidad, sentado bajo su toldo blanco y rodeado de farolas de petróleo.
—¿Qué preferirías: ser mosca o ser reina? —preguntó Eva cuando pasaron cerca de Ifigenia y de Amparo, que con sus gasas de color malva atadas a las cabezas parecían dos reinas paseando entre sus súbditos. Lelinca las miró con despego y contestó decidida:
—Preferiría ser mosca.
—¡Hum!, no entiendes, yo te hablaba de la reina Victoria de España o de Isabel la Católica —contestó Evita para enfatizar la gravedad de su pregunta.
Lelinca pensó que las dos reinas, la viva y la muerta, eran españolas, y que don Tomás nunca les permitiría acercarse a la muñeca que sostenía las amapolas y las margaritas. ¿De qué les serviría ser reinas?
—Preferiría ser mosca —dijo con terquedad.
En su casa cenaron en silencio. Sus padres no les preguntaron nada y sus hermanos estaban ocupados con Churruca, con Moctezuma, con don Nicolás Bravo y con Pinocho. Durmieron preocupadas y a la tarde siguiente volvieron a entrar de puntillas en la jabonería.
—Ya sé que andan pidiendo milagros malignos —les dijo don Tomás y no les ofreció el banquito para que se sentaran a contemplar a la diosa.
Ambas enrojecieron. ¿Cómo se había enterado don Tomás? La única que había escuchado sus plegarias era Tefa, que las encontró arrodilladas sobre sus camas: “Te rogamos, Señor, humildemente, que nos hagas el milagro de convertirnos en dos moscas”. Tefa se enfadó y sopló en los quinqués. “Ya no saben ni lo que piden, perversas; ojalá que Dios no las escuche”, les dijo muy disgustada. Se sintieron culpables frente a don Tomás, que ahora conocía sus malas intenciones.
—No se preocupen, algún día se les hará el milagro. Todo se alcanza cuando en verdad se desea y se pone el corazón en la plegaria —les dijo don Tomás mirándolas de reojo.
¿Y ahora en dónde estaba don Tomás? Lelinca lo ignoraba. Tampoco sabía a dónde se había ido su casa con sus padres, con sus hermanos y con sus libros. Estaba segura de hallarla en el lugar más inesperado. Pensó que tal vez se hallaba entre las páginas de un libro, como aquellas rosas disecadas que su madre ponía en los libros de Heine o de Novalis. Con esas rosas disecadas señalaba sus pasajes predilectos. ¡Ah!, debía de estar entre las páginas de El paraíso perdido, el libro que leía su madre en los días de la muerte de su padre, pero ¿en dónde hallar el libro? Necesitaba recorrer el mundo entero, revisar todas las librerías de viejo y era difícil salir del cuarto oscuro por el que circulaban corrientes de aire frío, lejos, muy lejos de ese libro, de sus padres y de la puerta estrecha de la jabonería. Oyó decir: “Amanecerá algún día…” No supo si ella, Lucía, Lola y Petrouchka estaban dormidos, cuando un olor penetrante a jabón inundó el cuarto. Oyó saltar a Lola con alegría y Petrouchka, que se cobijaba en el armario, abrió las puertas a patadas y anunció que estaba listo. En el muro del fondo se hizo una raya de luz que fue ensanchándose hasta convertirse en la puerta de la jabonería, el templo de la diosa con ramilletes de amapolas y de margaritas. Un calor suave y dorado entró por aquella puertecita. Lola estaba harta de tiritar de frío y corrió por los aires hacia la puerta abierta en el muro. Petrouchka la siguió, haciendo zigzags, y Lelinca vio aparecer a don Tomás con la muñeca en una mano. La diosa de celuloide brillaba como un ángel celestial y sus ramilletes desparramaban aromas delicados. Don Tomás se la tendió con una sonrisa milagrosa.
—Vengan, vengan mis moscas. Han ganado a la reina de las flores. ¡Pobres moscas!, han esperado tantos años y han sufrido tantos fríos…
Había algo extraño: don Tomás ya no hablaba como mexicano. Sorprendida, Lelinca buscó a Lucía, pero esta, con sus alas minúsculas, hechas con el papel de seda más fino producido en la China, volaba hacia la puerta en la que brillaban los jabones de don Tomás convertidos en placas de oro. Sí, amanecía y ambas moscas, Lelinca y Lucía, entraron en el reino de oro del jabón al que ya habían entrado sus amigos Lola y Petrouchka. Los cuatro se posaron sobre las mejillas rosadas de la diosa, que nunca dejó de sonreír. ¡Eran las primeras moscas que tocaban su rostro!
Por la mañana, Jacinto y la Repa recogieron sus ropas ya muy usadas. Repa guardó los zapatos en una caja de cartón.
—¡Hay que quemar todas estas porquerías! —dijo la Repa.
—¡Quémalas tú! Yo debo hacer otras cosas, ya lo sabes; los chicos nos ayudarán en todo, como siempre… Necesito descansar un rato, después de la noche que he pasado —dijo Jacinto.
Las moscas escucharon sus voces, que cruzaron la puerta de oro cerrada para siempre. Sabían que jamás, jamás volverían a dormir en esas camas de hierro… Petrouchka saltaba entre las pilas del jabón de oro y Lola estaba quieta. La frase “Andamos huyendo Lola…” nunca más la volvería a escuchar.

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domingo, 2 de julio de 2017

RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA (España, Madrid, 1888-Buenos Aires, 1963)


EL SUEÑO DEL VIOLINISTA

Siempre había sido el sueño del gran violinista tocar debajo del agua para que se oyese arriba, creando los nenúfares musicales.
En el jardín abandonado y silente y sobre las aguas verdes, como una sombra en el agua, se oyeron unos compases de algo muy melancólico que se podía haber llamado “La alegría de morir”, y después de un último “glu glu” salió flotante el violín como un barco de los niños que comenzó a bogar desorientado.


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sábado, 1 de julio de 2017

SILVINA OCAMPO (Buenos Aires,1913-1993)

CIELO DE CLARABOYAS

La reja del ascensor tenía flores con cáliz dorado y follajes rizados de fierro negro, donde se enganchan los ojos cuando uno está triste viendo desenvolverse, hipnotizados por las grandes serpientes, los cables del ascensor.
Era la casa de mi tía más vieja adonde me llevaban los sábados de visita. Encima del hall de esa casa con cielo de claraboyas había otra casa misteriosa en donde se veía vivir a través de los vidrios una familia de pies aureolados como santos. Leves sombras subían sobre el resto de los cuerpos dueños de aquellos pies, sombras achatadas como las manos vistas a través del agua de un baño. Había dos pies chiquitos, y tres pares de pies grandes, dos con tacos altos y finos de pasos cortos. Viajaban baúles con ruido de tormenta, pero la familia no viajaba nunca y seguía sentada en el mismo cuarto desnudo, desplegando diarios con músicas que brotaban incesantes de una pianola que se atrancaba siempre en la misma nota. De tarde en tarde, había voces que rebotaban como pelotas sobre el piso de abajo y se acallaban contra la alfombra.
Una noche de invierno anunciaba las nueve en un reloj muy alto de madera, que crecía como un árbol a la hora de acostarse; por entre las rendijas de las ventanas pesadas de cortinas, siempre con olor a naftalina, entraban chiflones helados que movían la sombra tropical de una planta en forma de palmera. La calle estaba llena de vendedores de diarios y de frutas, tristes como despedidas en la noche. No había nadie ese día en la casa de arriba, salvo el llanto pequeño de una chica (a quien acababan de darle un beso para que se durmiera,) que no quería dormirse, y la sombra de una pollera disfrazada de tía, como un diablo negro con los pies embotinados de institutriz perversa. Una voz de cejas fruncidas y de pelo de alambre que gritaba “¡Celestina, Celestina!”, haciendo de aquel nombre un abismo muy oscuro. Y después que el llanto disminuyó despacito… aparecieron dos piecitos desnudos saltando a la cuerda, y una risa y otra risa caían de los pies desnudos de Celestina en camisón, saltando con un caramelo guardado en la boca. Su camisón tenía forma de nube sobre los vidrios cuadriculados y verdes. La voz de los pies embotinados crecía: “¡Celestina, Celestina!”. Las risas le contestaban cada vez más claras, cada vez más altas. Los pies desnudos saltaban siempre sobre la cuerda ovalada bailando mientras cantaba una caja de música con una muñeca encima.
Se oyeron pasos endemoniados de botines muy negros, atados con cordones que al desatarse provocan accesos mortales de rabia. La falda con alas de demonio volvió a revolotear sobre los vidrios; los pies desnudos dejaron de saltar; los pies corrían en rondas sin alcanzarse; la falda corría detrás de los piecitos desnudos, alargando los brazos con las garras abiertas, y un mechón de pelo quedó suspendido, prendido de las manos de la falda negra, y brotaban gritos de pelo tironeado.
El cordón de un zapato negro se desató, y fue una zancadilla sobre otro pie de la falda furiosa. Y de nuevo surgió una risa de pelo suelto, y la voz negra gritó, haciendo un pozo oscuro sobre el suelo: “¡Voy a matarte!”. Y como un trueno que rompe un vidrio, se oyó el ruido de jarra de loza que se cae al suelo, volcando todo su contenido, derramándose densamente, lentamente, en silencio, un silencio profundo, como el que precede al llanto de un chico golpeado.
Despacito fue dibujándose en el vidrio una cabeza partida en dos, una cabeza donde florecían rulos de sangre atados con moños. La mancha se agrandaba. De una rotura del vidrio empezaron a caer anchas y espesas gotas petrificadas como soldaditos de lluvia sobre las baldosas del patio. Había un silencio inmenso; parecía que la casa entera se había trasladado al campo; los sillones hacían ruedas de silencio alrededor de las visitas del día anterior.
La falda volvió a volar en torno de la cabeza muerta: “¡Celestina, Celestina!”, y un fierro golpeaba con ritmo de saltar a la cuerda.
Las puertas se abrían con largos quejidos y todos los pies que entraron se transformaron en rodillas. La claraboya era de ese verde de los frascos de colonia en donde nadaban las faldas abrazadas. Ya no se veía ningún pie y la falda negra se había vuelto santa, más arrodillada que ninguna sobre el vidrio.
Celestina cantaba Les Cloches de Corneville, corriendo con Leonor detrás de los árboles de la plaza, alrededor de la estatua de San Martín. Tenía un vestido marinero y un miedo horrible de morirse al cruzar las calles.

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