Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

miércoles, 30 de octubre de 2013

PARA COMPARTIR: LORENZO OLIVÁN (Castro Urdiales, Cantabria, España, 1968)


CENTRO

Tocar tu mano y no sentir el hueso
frío que desde dentro ahora la mueve,
sólo la piel caliente, el roce leve
de una carne hecha espíritu, sin peso;
morder luego tus labios, y en el beso
quitarle al cráneo que hay detrás relieve,
y a la nuca dureza, y que la breve
vida parezca eterna en el proceso.
Cerrarte en un paréntesis de brazos
donde no cabe el mundo, ver que rota
mi ser alrededor de tus caderas,
romper con lo exterior todos los lazos,
y entrar en una realidad ignota,
que es sólo un centro en donde no hay afueras.

Nota: LORENZO OLIVÁN
Poeta español nacido en Castro Urdiales, Cantabria, en 1968.
Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Oviedo, es un destacado autor que brilla con luz propia en el panorama de la nueva literatura española. Codirige la revista y colección de plaquettes "Ultramar" y es colaborador habitual del suplemento "Blanco y negro" del periódico ABC. Es autor entre otros, de los libros de poemas "Único norte" en 1995, "Visiones y revisiones", Premio "Luis Cernuda" 1995 y "Puntos de fuga", XIII Premio Fundación Loewe. Dentro del género del aforismo o la imagen, ha publicado "Cuatro trazos" en 1988, "La eterna novedad del mundo" en 1993 y "El mundo hecho pedazos" en 1999. Ha traducido y prologado una amplia selección de la poesía de John Keats, "Belleza y verdad" en 1998, y "Epístolas y otros poemas" en 2000, así como de la de Emily Dickinson "La soledad sonora" en 2001.
El presente texto es tomado de la tarea de difusión literaria que desde Málaga (España) realiza nuestro amigo y poeta Juvenal Soto.

martes, 29 de octubre de 2013

PARA COMPARTIR: NARRATIVA NORTEAMERICANA


PATRICIA HIGHSMITH (Fort Worth, Texas, USA, 1921- Locarno, Suiza, 1995)

NOTAS DE UNA CUCARACHA RESPETABLE

Me he mudado.

Solía vivir en el hotel Duke, que se encuentra en una esquina de la plaza de Washington. Mi familia ha vivido allí durante generaciones, y con ello quiero decir doscientas o trescientas generaciones, por lo menos. Pero ese hotel ha dejado de gustarme. No es lugar para mí. El hotel ha ido muy a menos. Oí a mi tatara-tatara-tatara abuela —y pueden ascender cuanto quieran en el árbol genealógico, a pesar de que yo la conocí y hablé con ella— hablar de los viejos tiempos, los buenos tiempos, en que la gente llegaba al hotel en carruajes tirados por caballos, con maletas que olían a cuero, y que era gente que desayunaba en la cama, y dejaba caer en la alfombra algunas migajas para nosotras. No lo hacían adrede, desde luego, ya que nosotras sabíamos guardar distancias y mantenernos en nuestro sitio. Nuestro sitio era los rincones de los cuartos de baño y la cocina. Ahora, podemos pasearnos por las alfombras con relativa impunidad, debido a que los clientes del hotel Duke van tan drogados que ni siquiera nos ven, o bien carecen, por culpa de la droga, de las energías precisas para aplastarnos con el pie, o bien se limitan a reírse cuando nos ven.

Ahora, el hotel Duke tiene una maltratada marquesina verde, que se extiende por encima de la acera, con tantos agujeros que no protege a nadie de la lluvia. Después de subir cuatro peldaños de cemento, se entra en un sórdido vestíbulo que apesta a humo de marihuana, a whisky rancio, y que está insuficientemente iluminado. A fin de cuentas, la actual clientela no siempre desea ver a sus compañeros de hotel. En ocasiones, los clientes tropiezan entre sí en el vestíbulo en penumbra, y del choque puede nacer una amistad superficial, pero es más frecuente que el tropezón provoque un desagradable intercambio de palabras. A la izquierda del vestíbulo se encuentra una covacha todavía más oscura que se llama el Salón de Baile del Doctor Demasiado. Cobran dos dólares por la entrada, que se pagan en el vestíbulo, antes de entrar en el baile. Allí, hay música de máquina tocadiscos. Los clientes son chusma. Da asco.

El hotel tiene seis plantas, y yo, por lo general, tomo el ascensor, que antes los clientes, en buen americano, llamaban «elevator», pero que ahora llaman el «lift», para imitar a los ingleses. ¿A santo de qué he de subir por las mugrientas chimeneas interiores, o arrastrarme por la escalera, tramo tras tramo, cuando puedo saltar el estrechísimo abismo, de menos de un centímetro, que media entre el suelo y el ascensor y deslizarme sin correr riesgos hasta el rincón en que se encuentra el ascensorista? Sé distinguir los pisos del hotel por su olor. El quinto piso huele a desinfectante desde hace más de un año, debido a que allí se organizó una ensalada de tiros, y delante del ascensor quedaron abundantes rastros de sangre y tripas. El segundo piso se enorgullece de contar con una vieja alfombra, por lo que su olor es a polvo, con un leve toque de orina. El tercero huele asauerkraut (alguien seguramente dejó caer de sus manos una bandeja de este manjar, y el suelo es de porosa cerámica). Y así sucesivamente. Ahora bien, si quiero bajarme en el tercer piso, por ejemplo, y el ascensor no se detiene en él, me quedo dentro, en espera del próximo viaje, y tarde o temprano me bajo en el tercero.

Me encontraba en el hotel Duke cuando llegaron los formularios del censo de los Estados Unidos, correspondiente a 1970. ¡Qué risa! Cada cual cogió un formulario, y todos se echaron a reír. Para empezar digamos que allí casi nadie tiene un hogar, y resulta que los formularios preguntaban: «¿Cuántas habitaciones tiene su hogar?» Y luego: «¿Cuántos hijos tiene usted?» Y así sucesivamente. Y: «¿Qué edad tiene su esposa?» La gente cree que las cucarachas no entendemos el inglés o cualquier otro idioma que se hable en nuestras proximidades. La gente cree que las cucarachas sólo comprenden el mensaje de una luz súbitamente encendida, que significa «¡huye!» Cuando se ha circulado por ahí durante el tiempo que nosotras lo hemos hecho, que se remonta a fechas anteriores a la de la llegada del Mayflower a estos pagos, se entiende muy bien el habla en uso sea la que fuere. Por eso, tuve ocasión de regocijarme con muchos comentarios referentes al censo de los Estados Unidos, cuyos formularios ninguno de los brutos alojados en el hotel Duke se tomaron la molestia de rellenar. Me divirtió pensar en lo que tendría que poner yo, en el caso de verme obligado a llenarlo. Sí, ¿por qué no? A fin de cuentas yo era un residente en el hotel, con aposento hereditario, con más derecho que cualquiera de las bestias humanas alojadas allí. Soy (y conste que no soy Franz Kafka disfrazado) una cucaracha, ignoro la edad que tienen mis esposas, de la misma forma que ignoro el número de esposas que tengo. La semana pasada tenía siete esposas, dicho sea empleando este último término en un sentido amplio, ahora bien, ¿cuántas de ellas han muerto aplastadas por un pisotón? En cuanto a hijos, diré que ni siquiera puedo contarlos, lo cual también dicen en tono de alarde muchos de mis compañeros de dos patas, pero si vamos a hacer cuentas, si es que los del censo quieren que las hagamos (para divertirse más, me parece), no me queda más remedio que fiarme de mi flaca memoria, en este aspecto. Recuerdo que la semana pasada, dos de mis esposas estaban ya a punto de dar a luz un par de huevos, las dos se alojan en el tercer piso (el que huele a sauerkraut). Pero, ¡santo Dios!, la verdad es que también yo me encontraba en situación apurada y con prisas, en busca (y me ruboriza tener que confesarlo) de un alimento que había olfateado y que estimaba se encontraba a cosa de un metro. Me parece que eran patatas fritas aromatizadas con queso. No me gustó nada tener que decir  «Hola y adiós»  tan de prisa a mis esposas, pero mi necesidad quizá era tan grande como la de ellas, ¿y dónde estarían ellas, o, mejor dicho, nuestra raza, si no pudiera yo hacer lo preciso para conservar mi vigor? Instantes después, vi a mi tercera esposa en el acto de ser aplastada por una bota de vaquero (los hippies llevan prendas del lejano Oeste, incluso en el caso de que hayan nacido en Brooklyn), aun cuando ésta, por lo menos, no estaba poniendo un huevo, por el momento, sino que, al igual que yo, corría, aunque en dirección opuesta a la mía. Pensé: «Hola y adiós», aunque tengo la seguridad de que ni siquiera me vio. Cabe la posibilidad de que jamás vuelva a ver a mis dos parturientas esposas, aunque quizá viera a algunos de mis hijos, antes de abandonar el hotel Duke.

Cuando recuerdo a algunas de las personas que se alojaban en el hotel Duke, me enorgullezco de ser una cucaracha. Por lo menos gozo de mejor salud y, a pequeña escala, elimino basura. Lo cual me lleva al punto que me proponía abordar. En el hotel Duke solía haber basura en forma de migas de pan o de porciones de canapés cuando se daba una fiesta con champaña. Pero, ahora, la clientela del hotel Duke no come, o se droga o se emborracha. Conozco los buenos tiempos del hotel Duke sólo a través de los relatos de mis tatara-tatara-tatara abuelos y abuelas. Pero doy crédito a estos relatos. Decían, por ejemplo, que se podía saltar al interior de un zapato, situado ante la puerta de un dormitorio, y ser transportado a bordo de él, en bandeja sostenida por un criado, a las ocho de la mañana, lo cual le permitía a uno desayunarse con migajas de croissant. Ahora, en el Duke ni siquiera se limpian los zapatos, ya que si hay alguien capaz de dejar los zapatos junto a la puerta de su dormitorio, no sólo no se los limpiarán, sino que lo más probable es que se los roben. En la actualidad sólo se puede esperar esto de esos peludos monstruos ataviados con prendas de cuero con flecos y de sus novias de ropas transparentes, que se bañan muy de vez en cuando, y que únicamente dejan unas gotitas de agua en la bañera, que me permiten beber un poco. Beber agua del inodoro es peligroso, y a mi edad prefiero no hacerlo.

Sin embargo, quiero hablar de mi recién hallada dicha. La semana pasada, mi paciencia llegó a agotarse. Ante mi propia vista otra de mis jóvenes esposas fue aplastada por un violento pisotón (recuerdo que esta esposa se encontraba alejada de las zonas de normal tránsito). Además, tuve que presenciar cómo un grupo de drogados cretinos, que atestaban una habitación, se dedicaba a recoger literalmente a lametazos la comida que habían esparcido en el suelo, a modo de diversión. Hombres y mujeres jóvenes, desnudos, fingían, llevados por algún motivo propio de orates, carecer de manos, e intentaban comer bocadillos como si fueran perros, con lo que la comida iba a parar al suelo, y entonces, se revolcaban por el suelo, retorciéndose, todos juntos, entre salchichas, cebolletas y mayonesa. En esta ocasión, había comida en abundancia, pero era peligroso andar por entre aquellos cuerpos que rodaban por el suelo. Estos cuerpos me parecieron más peligrosos que pies. Ahora bien, ver bocadillos fue algo excepcional. En el hotel Duke ya no hay restaurante, pero la mitad de sus habitaciones se denominan «apartamentos», lo que significa que en ellas hay refrigeradores y cocinas. Ahora bien, en lo tocante a comida el principal producto que los alojados en el Duke tienen es zumo de tomate en lata, para preparar Bloody Marys. Ni siquiera fríen un huevo. Entre otras cosas, ello se debe a que el hotel no proporciona sartenes, ni ollas, ni abrelatas, ni siquiera tenedores o cucharas, por cuanto, si lo hiciera, estos enseres serían robados. Y ninguno de los encantadores clientes está dispuesto a salir del hotel y comprar una olla para calentar sopa. Por eso mis oportunidades eran escasas, como suele decirse. Y eso no es lo peor del «departamento de servicios», en el Duke. Casi ninguna ventana cierra debidamente, las camas parecen monstruosos camastros, las sillas están desvencijadas, y esos muebles a los que se les da indebidamente el nombre de sillones, de los que quizá hay uno en cada habitación, pueden causar lesiones por el medio de disparar un pedazo contra alguna tierna parte del cuerpo. Las piletas están casi siempre atascadas, y los inodoros o bien tienen cisternas de las que no mana el agua o bien ésta sale enloquecedoramente de ellas. ¡Y los robos! He sido testigo de muchos. La doncella da la llave maestra se la da a alguien, y ese alguien se mete en una habitación, abre las maletas y se mete su contenido bajo el brazo, o lo introduce en la funda de una almohada, fingiendo que se trata de ropa sucia.

De todas maneras, el caso es que, hace una semana, me encontraba yo en un dormitorio temporalmente vacante, en el Duke, en busca de alguna migaja, o de unas gotas de agua, cuando entró un botones negro transportando una maleta que olía a cuero. Detrás del botones iba un caballero que olía a colonia para después del afeitado, además de olor a tabaco, lo cual es perfectamente normal. El caballero deshizo la maleta, dejó unos papeles en la mesa escritorio, abrió la canilla de agua caliente y musitó algo para sus adentros, intentó detener el constante fluir de agua del inodoro, probó la ducha, que esparció agua por todo el cuarto de baño. El caballero llamó por teléfono a conserjería. Comprendí casi todo lo que dijo. Esencialmente dijo que por el precio que pagaba, esto, aquello y lo de más allá podía ser un poco mejor, y que quizá la solución consistía en que le dieran otro dormitorio.

Agazapado en mi rincón, hambriento y sediento, escuché con interés, aunque sabedor de que aquel caballero me aplastaría de un pisotón, en el caso de que yo hiciera acto de presencia sobre la alfombra. Sabía muy bien que si el caballero me veía, yo figuraría en su lista de quejas. Era un día ventoso y la vieja ventana de dos hojas se abrió bruscamente, con lo que los papeles del caballero volaron en todas direcciones. Tuvo que cerrar la ventana ayudándose en apoyar una silla contra las hojas. Luego, lanzando maldiciones, el caballero recogió sus papeles.

—¡Washington Square! ¡Henry James se levantaría de la tumba si viera esto!

Recuerdo textualmente estas palabras, que el caballero pronunció en voz alta, mientras se atizaba una palmada en la frente como si aplastara un mosquito.

Llegó un botones, con el viejo y sucio uniforme castaño del establecimiento, totalmente drogado, y anduvo manoseando la ventana, en un vano intento de arreglarla. Por la ventana penetraban rachas de aire helado, sus hojas se estremecían armando un ruido infernal, y todo lo que había en el cuarto, incluso un paquete de cigarrillos, tenía que ser fijado mediante un peso puesto encima, para evitar que saliera volando de encima de la mesa o de lo que fuera. El botones, al inspeccionar la ducha, sólo consiguió quedar empapado, y entonces dijo que avisaría al “especialista”... En el hotel Duke, el «especialista» no es más que una broma, broma que no voy a analizar detenidamente. Aquel día, el «especialista» no tuvo ocasión de ejercer sus funciones, debido a que el botones fue la gota de agua que hizo rebosar el vaso, y el caballero tomó el teléfono y dijo:

—¿Pueden ustedes mandarme a alguien que no esté drogado o borracho para que baje mi equipaje al vestíbulo... Oh, sí, claro, quédense con el dinero. Yo me voy. Y llámenme un taxi, por favor.

Éste fue el momento en que tomé una decisión. Mientras el caballero hacía la maleta, me despedí mentalmente con un beso de todas mis esposas, hermanos, hermanas, primos, hijos, nietos y biznietos, y, luego, me metí a bordo de la hermosa maleta que olía a cuero. Me deslicé en un compartimento en la parte interior de la tapa de la maleta, y me situé en un cómodo lugar entre los pliegues de una bolsa de plástico que olía a jabón de afeitar y a loción para después del afeitado, en donde me constaba no sería aplastado cuando el caballero cerrara la maleta.

Media hora después, me encontraba en una habitación calentita, con una gruesa alfombra que no olía a polvo. El caballero desayuna en la cama a las siete y media de la mañana. En el pasillo, tengo a mi disposición comida sumamente variada, que encuentro en las bandejas puestas ante las puertas de los dormitorios, entre la que se cuenta restos de huevos revueltos, y, desde luego, abundante mermelada, mantequilla y panecillos. Ayer escapé por pelos, cuando un camarero con chaqueta blanca anduvo persiguiéndome durante unos treinta metros, por lo menos, lanzando pisotones, con ambos pies, a derecha e izquierda, aunque fallando siempre el golpe. Todavía soy ágil, y en el hotel Duke aprendí mucho.

Ya he inspeccionado la cocina, a la que voy y de la que regreso en ascensor, naturalmente. En la cocina hay comida en abundancia, pero, para mi desdicha, la fumigan una vez a la semana. He conocido a cuatro posibles esposas, aunque todas ellas con mala salud, por culpa de los humos de la fumigación, a pesar de lo cual siguen decididas a permanecer en la cocina. Lo mío son los pisos superiores. Allí no hay competencia, y abundan las bandejas de desayuno y, a veces los bocaditos de medianoche. Quizá en la actualidad me haya convertido en un solterón, pero aún tengo el vigor suficiente si es que aparece una posible esposa. Entretanto, me considero mucho mejor que aquellos bípedos del hotel Duke, a quienes he visto comer cosas que yo ni siquiera tocaría, y que no quiero siquiera mencionar. Lo hacen por apuesta. ¡Apuestas! Si la vida entera es un juego de azar, ¿para qué apostar?.

domingo, 27 de octubre de 2013

PARA COMPARTIR: SELECCIÓN DE VOCES


RAMÓN MARÍA DEL VALLE INCLÁN (1866-1936)
 EL PASAJERO

¡Tengo rota la vida! En el combate
de tantos años ya mi aliento cede,
y al orgulloso pensamiento abate
la idea de la muerte, que lo obsede.

Quisiera entrar en mí, vivir conmigo,
poder hacer la cruz sobre mi frente,
y sin saber de amigo ni enemigo,
apartado, vivir devotamente.

¿Dónde la verde quiebra de la altura
con rebaños y músicos pastores?
¿Dónde gozar de la visión tan pura

que hace hermanas las almas y las flores?
¿Dónde cavar en paz la sepultura
y hacer místico pan con mis dolores?


MIGUEL HERNÁNDEZ (1910-1942)
NO ME CONFORMO…

 No me conformo, no; me desespero
como si fuera un huracán de lava
en el presidio de una almendra esclava
o en el penal colgante de un jilguero.
Besarte fue besar un avispero
que me clava al tormento, y me desclava,
y cava un hoyo fúnebre, y lo cava
dentro del corazón donde me muero.
No me conformo, no: ya es tanto y tanto
idolatrar la imagen de tu beso
y perseguir el curso de tu aroma...
Un enterrado vivo por el llanto,
una revolución dentro de un hueso,
un rayo soy, sujeto a una redoma.

MANUEL ALTOLAGUIRRE (1905-1959)
LAS CARICIAS

¡Qué música del tacto 
las caricias contigo! 
¡Qué acordes tan profundos! 
¡Qué escalas de ternuras, 
de durezas, de goces! 
Nuestro amor silencioso 
y oscuro nos eleva 
a las eternas noches 
que separan altísimas 
los astros más distantes. 
¡Qué música del tacto 
las caricias contigo!

FRANCISCO VILLAESPESA (1877-1936)
BALADA DE AMOR

—Llaman a la puerta, madre. ¿Quién será?
—Es el viento, hija mía, que gime al pasar.
—No es el viento, madre. ¿No oyes suspirar?
—Es el viento que al paso deshoja un rosal.
—No es viento, madre. ¿No escuchas hablar?
—El viento que agita las olas del mar.
—No es el viento. ¿Oíste una voz gritar?
—El viento que al paso rompió algún cristal.
—Soy el amor —dicen—, que aquí quiere entrar...
—Duérmete, hija mía..., es el viento no más.

MANUEL ALCÁNTARA (1928)
SONETO PARA EMPEZAR UN AMOR

Ocurre que el olvido, antes de serlo,
fue grande amor, dorado cataclismo;
muchacha en el umbral de mi egoísmo,
¿qué va a pasar? mejor es no saberlo.

Muchacha con amor, ¿dónde ponerlo?
Amar son cercanías de uno mismo.
Como siempre, rodando en el abismo,
se irá el amor, sin verlo ni beberlo.

Tumbarse a ver qué pasa, eso es lo mío;
cumpliendo años irás en mi memoria,
viviendo para ayer, como una brasa,

porque no llegará la sangre al río,
porque un día seremos sólo historia
y lo de uno es tumbarse a ver qué pasa.


SONETO PARA ACABAR UN AMOR

He quemado el pañuelo por si acaso
se pudiera tejer de nuevo el lino.
Le sobra la mitad del vaso al vino
y más de media noche al cielo raso.

Tenía que pasar esto. Y el caso
es que estando yo siempre de camino
y estando tú parada, no te vi y no
me ha cogido el amor nunca de paso.

Puede que salga a relucir la historia
porque nunca se acaba lo que acaba,
que se queda a vivir en la memoria.

Echa a andar el amor que te he tenido
y se va no sé dónde. Donde estaba.
De donde no debiera haber salido.

sábado, 26 de octubre de 2013

PARA COMPARTIR: ALEJANDRO NICOTRA (Sampacho, Córdoba, 1931)

CENA

 

Como el año deriva al invierno

se vuelca el día a la noche.

Tengo junto a la lámpara

la fruta, el pan, un vaso de buen

vino:

el viejo valle

condensado en la mesa.

Pero en nombre de quién bendecir esta vianda

y cómo ofrecer a nadie un lugar

y compartirla.

Sólo la noche cena conmigo.


PARA COMPARTIR: FERNANDO PESSOA (Lisboa, Portugal, 1888-1935)

SI RECUERDO…

 

Si recuerdo al que fui, otro me veo, 

y el pasado es el presente en el recuerdo.

El que fui es alguien que amo

sino de aquel a quien habito

por detrás de los ojos ciegos.

Nada aunque solamente en sueños.

Y la saudade que me aflije la mente

no es de mí ni del pasado visco,

sino el instante me conoce.

Hasta mi recuerdo es nada, y siento

que el que soy y el que fui

son sueños diferentes.


PARA COMPARTIR: FRANCISCO DE QUEVEDO (1580-1645)

DESENGAÑO DE LAS MUJERES

 

SONETO

 

Puto es el hombre que de putas fía,

y puto el que sus gustos apetece;

puto es el estipendio que se ofrece

en pago de su puta compañía.

 

Puto es el gusto, y puta la alegría

que el rato putaril nos encarece;

y yo diré que es puto a quien parece

que no sois puta vos, señora mía.

 

Mas llámenme a mí puto enamorado,

si al cabo para puta no os dejare;

y como puto muera yo quemado,

 

si de otras tales putas me pagare;

porque las putas graves son costosas,

y las putillas viles, afrentosas.

 

 

 

A LA EDAD DE LAS MUJERES

 

SONETO

 

De quince a veinte es niña; buena moza

de veinte a veinticinco, y por la cuenta

gentil mujer de veinticinco a treinta.

¡Dichoso aquel que en tal edad la goza!

 

De treinta a treinta y cinco no alboroza;

mas puédese comer con sal pimienta;

pero de treinta y cinco hasta cuarenta

anda en vísperas ya de una coroza.

 

A los cuarenta y cinco es bachillera,

ganguea, pide y juega del vocablo;

cumplidos los cincuenta, da en santera,

 

y a los cincuenta y cinco echa el retablo.

Niña, moza, mujer, vieja, hechicera,

bruja y santera, se la lleva el diablo.


PARA COMPARTIR: LEO MASLIAH (Montevideo, Uruguay, 1954)

WERNER

Werner era ignorante, inmoral, 
morboso, sórdido, mentiroso, feo, 
malpensado, sucio, execrable, 
pervertido, impuntual, lujurioso,
porfiado, haragán, egoísta, académico, 
desordenado, inhábil, detestable, 
mezquino, huraño, holgazán, intrigante, 
creído, lascivo, desatento, inmundo, 
culturoso, avaro, libertino, altanero,
traidor, coqueto, arrogante, soberbio,
presuntuoso, insensato, trasnochador, 
malviviente, vanidoso, antipático, 
demasiado pagado de si mismo, torpe, 
desconfiado, tramposo, estafador, 
avieso, desabrido, irascible, fatuo, 
obstinado, vicioso, displicente,
mugriento, abstruso, depravado, cruel, 
chismoso, grosero, despiadado, soez, 
intrigante, presumido, testarudo,
perverso, descarado, tacaño, glotón,
vago, informal, quisquilloso, intratable, 
engreído, malicioso, suspicaz, 
malcriado; necio, entrometido, 
jactancioso, fullero, senil, descortés; 
atolondrado, fanfarrón, insufrible, terco, 
desleal, inmaduro, ruin, maleducado, 
simplón, incapaz, desvergonzado, 
pérfido, fluctuante, cargoso, lerdo, 
rústico, descocado, receloso, esquivo, 
hostil, atropellado, enredador, infame, 
adulador y malhablado. Es una suerte, 
hija, que no te hayas casado con él.

NOVEDADES BIBLIOGRÁFICAS – OCTUBRE 2013

Biblioteca Sarmiento informa la incorporación de material bibliográfico enviado por COPROBIP, Fondo Provincial de la Cultura, Ministerio de Cultura del Gobierno de Mendoza de acuerdo al siguiente detalle:

 

“Pájaros al viento” de Rubén Chaves Canciani

“Poemas de Junio” de Miguel Pérez Mateo

“De donde nace el canto” de Rubén Gatica

“Niños conurbanos” de Tonimontaña

“Leyendas mendocinas” de Jorge Julio  Ammar

“Caminos de poesías, caminos para el encuentro” de Iván Valda

 “Nautin, el diario de un robot” de Juan Martín Allende

“Cuentos para Tomás” de Lucía Aldete

“Estamos trabajando para usted (disculpe las molestias)” de Jorge Mezzabotta

“Heráldica. Un lenguaje viviente”Tomo II de Gregorio Humberto Gorigoitía

“Del deleite al oficio. El campo de la Música Popular en Mendoza de 1890 a 1950” de Carmen Gutiérrez  Arrojo.

 

Libro5 copia


Todo el material mencionado ya ha sido técnicamente procesado e ingresado a nuestro Fondo Bibliográfico y se encuentra a disposición de los lectores.

Ver tapas de los libros

 

jueves, 24 de octubre de 2013

PARA COMPARTIR: PEDRO MAIRAL (Buenos Aires, 1970)

HOY TEMPRANO

Salimos temprano. Papá tiene un Peugeot 404 bordó, recién comprado. Yo me trepo a la luneta trasera y me acuesto ahí a lo largo. Voy cómodo. Me gusta quedarme contra el vidrio de atrás porque puedo dormir. Siempre estoy contento de ir a pasar el fin de semana a la quinta, porque en el departamento del centro, durante la semana, lo único que hago es patear una pelota de tenis en el patio del pozo de aire y luz que está sobre el garaje, un patio entre cuatro paredes medianeras altísimas y sucias por el hollín de los incineradores. Si miro para arriba, en ese patio parece que estuviera adentro de una chimenea; si grito, el grito apenas sube pero no llega hasta el cuadrado de cielo. El viaje a la quinta me saca de ese pozo.

En la calle hay poco tránsito, quizá porque es sábado o porque todavía no hay tantos autos en Buenos Aires. Llevo un autito Matchbox adentro de un frasco para capturar insectos y unos crayones que ordeno por tamaño y que no me tengo que olvidar al sol porque se derriten. A nadie le parece peligroso que yo vaya acostado en la luneta. Me gusta el rincón protector que se hace con el vidrio de atrás, al lado de la calcomanía de la Proveeduría Deportiva. En el camino miro el frente de los autos porque parecen caras: los faros son ojos, los paragolpes son bigotes, y las parrillas son los dientes y la boca. Algunos autos tienen cara de buenos; otros, cara de malos. Mis hermanos prefieren que yo vaya en la luneta porque así tienen más lugar para ellos. Yo no viajo en el asiento hasta más adelante, cuando hace demasiado calor o cuando ya no quepo en la luneta porque crecí un poco. Tomamos una avenida larga. No sé si es porque hay muchos semáforos pero vamos despacio, además después ya el Peugeot está medio roto, tiene el caño de escape libre y hay que gritar para hablar; una de las puertas de atrás está falseada y mamá la ató con el hilo del barrilete de Miguel.

El viaje es larguísimo. Sobre todo cuando no están sincronizados los semáforos. Nos peleamos por la ventana, ninguno de los tres quiere sentarse en el medio. En la General Paz nos turnamos para sacar la cabeza por la ventana con las antiparras de agua de Vicky, para que no nos lloren los ojos por el viento. Papá y mamá no dicen nada. Salvo cuando pasamos por la policía, ahí hay que sentarse derechos y estar callados. Cuando ya tenemos el Renault 12, a Miguel se le vuela por la ventana medio pilón de figuritas de Titanes en el Ring y papá frena en la banquina para juntarlas porque Miguel grita como un enloquecido. Yo veo de repente que se nos acercan dos soldados apuntándonos con la metralleta, diciendo que estamos en zona militar. Le hacen preguntas a papá, lo palpan de armas, le revisan los documentos y después tenemos que seguir viaje sin juntar las figuritas que quedan ahí desparramadas, incluso la autografiada por Martín Karadagián.

Papá busca música clásica en la radio, a veces consigue sintonizar bien la emisora del Sodre. Nosotros estamos a las patadas en el asiento de atrás cuando de repente papá sube el volumen y dice "escuchen esto, escuchen esto" y hay que hacer una pausa silenciosa en medio de una toma de judo para escuchar una parte de un aria o de un adagio. Después, cuando llegan los pasacassettes para autos, el viaje a la quinta se hace bajo el dominio absoluto de Mozart. Miramos pasar hacia atrás el camino prolijo, los árboles podados con los troncos pintados de blanco, y escuchamos los quintetos para cuerdas, las sinfonías, los conciertos para piano, las óperas. Vicky lidera rebeliones para tapar a las sopranos de Las bodas de Fígaro o de Don Giovanni con nuestro cántico filial favorito que dice "Queremos comer, queremos comer, sangre coagulada revuelta en ensalada...". Pero después Vicky empieza a traer libros para el viaje y los lee sin prestarle atención a nadie, en silencio, cada vez más enojada, porque la obligan a venir, hasta que le dan permiso para quedarse los fines de semana en el centro para ir al cine con sus amigas, que ya salen con chicos, y entonces Miguel y yo tenemos cada uno su ventana indiscutible, aunque invitemos a un amigo.

Sentimos que no vamos a llegar nunca. Hay largas esperas a medio camino mientras mamá compra muebles de jardín o plantas, aprovechando que papá se quedó trabajando en casa. Con Miguel jugamos en el asiento de atrás a ver quién aguanta más sin respirar; cada uno le tapa el tubo del snorkel al otro para que no haga trampa, o, si no, improvisamos un partido de paleta con un bollo de papel y las dos patas de rana. Esperamos tanto que Tania se pone a ladrar, porque no aguanta más encerrada en la parte de atrás de la Rural Falcon que tenemos después del Renault. Entonces aparece mamá, con plantas o macetas o algún mueble que hay que atar al techo, y seguimos viaje.

Los amigos que invita Miguel van cambiando. Yo los miro con asombro, con ansiedad perversa, porque sé que cuando lleguemos van a empezar a caer en las trampas que Miguel deja siempre preparadas: el ratón muerto dentro de las botas de goma para el invitado, el fantasma del galpón, la farsa de los chanchos asesinos, el pozo tapado con hojas y ramas al lado de la fila de palmeras que se ve desde la casa. Dentro del auto, en los embotellamientos de la ruta a media mañana, yo miro a los amigos de Miguel y paladeo por primera vez el mal. Prefiero a los confiados y prepotentes, porque sé que les va a resultar más intensa la humillación de esas trampas en las que yo colaboro de un modo oblicuo, indefinido. Los invitados de Miguel casi nunca vuelven a venir.

Cuando terminan el primer tramo de la autopista y ponen el peaje, el tráfico avanza mejor. Vicky va por su cuenta, con amigas que tienen auto. Papá ya casi no viene. En la Rural destartalada, mientras mamá maneja, Miguel me usa el cuaderno de dibujo garabateando planos y elaborando estrategias para espiar a las amigas de Vicky cuando se cambian. Después Miguel empieza a venir cada vez menos, y yo tengo todo el asiento de atrás para dormir. Mamá frena y me despierta para que le ponga agua al radiador, que pierde y recalienta el motor. Compramos una sandía al costado de la ruta.

En la barrera del tren, donde antes había uno o dos vendedores ambulantes, ahora hay amputados o paralíticos que piden limosna y otros que ofrecen revistas, pelotas, biromes, herramientas, muñecos. También en los semáforos del pueblo que atravesamos piden una moneda o venden flores y latas de gaseosa. A papá le dieron el Ford Sierra de la empresa, que tiene botones automáticos y, como a Miguel lo asaltaron hace poco, mamá me hace bajar los seguros y cerrar las ventanas en los semáforos porque le dan miedo los vendedores. Dice que se le tiran encima y que, además, Duque los puede morder. Después, la excusa del aire acondicionado ayuda a que ya no vayamos más con la ventana abierta. El auto comienza a ser una cápsula de seguridad, con un microclima propio. Afuera cada vez hay más basura, más pintadas políticas. Adentro, la música suena nítida en el estéreo nuevo y mamá tolera con paciencia los cassettes que yo pongo de Soda o de Police.

El auto es más rápido y todo el tiempo parece que estamos por llegar. Sobre todo cuando empiezo a manejar yo, que aumento la velocidad sin que mamá se dé cuenta porque viene tranquila en el asiento del acompañante mirándose en el espejo su último lifting, que le tira la piel para atrás como si fuera un efecto de la aceleración. Después, cuando muere papá, mamá prefiere que maneje Miguel, que volvió como el hijo pródigo, porque Vicky ya está viviendo en Boston. Para mí la ruta se empieza a enrarecer porque manejo el Taunus amarillo del padre del Chino, en el que dejamos cerradas las ventanas, no por miedo a que nos roben sino para que el humo de la marihuana no pierda densidad. Escuchamos Wild horses y hay momentos casi espirituales en los que la velocidad total de la ruta parece cobrar una lentitud serena en el paisaje enorme y chato. Después manejo el auto de la madre de Gabriela, que por suerte es gasolero y no gasta demasiado en las escapadas que nos hacemos cualquier día de semana para estar solos un rato. Ya se está hablando el tema de la expropiación pero es apenas una advertencia, faltan todavía dos gobiernos. Gabriela se pone unos vestiditos que me obligan a manejar con una sola mano y a acariciarle los muslos con la otra, subiendo desde las rodillas lentamente, sin necesidad de poner los cambios porque dejo el motor a fondo mientras Gabriela me pide al oído que no me apure, que esperemos a llegar. Nunca se hizo tan largo el viaje. La quinta está allá lejos, inalcanzable.

Más adelante, a Gabriela le empieza a crecer la panza y viajamos para tratar de integrarnos a la vida familiar. Vamos en el Volkswagen que nos presta su hermano. Ya usamos cinturón de seguridad, ya empezamos a tener miedo de morirnos y faltan pocos kilómetros. Los años pasan hacia atrás cada vez más rápido. Hay muchos más autos en la ruta y más peajes. Están terminando la autopista. Frenamos en una estación de servicio, discutimos. Gabriela llora en el baño. Tengo que pedirle que salga. Después compramos el baby-seat para Violeta y ella va chiquitita y dormida en el asiento de atrás, también con cinturón de seguridad. Los tres atados.

Piso el acelerador porque quiero llegar temprano para almorzar. Gabriela dice que no importa, que podemos parar en el Mc Donald's. Discutimos. Gabriela me desprecia. Yo me pongo los anteojos negros y acelero más. Aprovecho el viaje para escuchar demos de jingles para radio. Aprieto con las manos el volante del Escort. Falta poco. Gabriela me pide que vaya más despacio, después deja de venir, se va con Violeta a lo de la madre los fines de semana. Manejo solo, escucho los conciertos para piano de Mozart en compacts que suenan perfectos. El motor de la 4x4 no hace ruido. La autopista está terminada, con alambre a los costados para que no cruce la gente. Voy por el carril rápido. Miro el velocímetro: ciento sesenta y cinco. Estoy por pasar por el lugar exacto. Veo de lejos las tres palmeras y espero a que se alineen. Se acercan, me acerco, hasta que la primera palmera tapa a las otras dos y digo "acá", y es como si lo gritara, pero lo digo despacio, lo digo en el punto exacto donde estaba la casa antes de la expropiación, antes de que la demolieran y construyeran arriba la autopista. Siento que por una milésima de segundo paso por adentro de los cuartos, por arriba de la cama donde jugábamos con Miguel a Titanes en el Ring, paso por las tumbas de Tania y Duque entre las plantas de mamá, paso por un olor húmedo y metálico, por un sabor a ciruelas verdes tiradas en el fondo de la pileta para bucearlas más tarde, paso por el miedo a una culebra que salió cuando dimos vuelta una chapa, por la noche de lluvia en que jugamos a embocar una pelota en el único cuadrado roto de la ventana para obligarnos a buscarla con linterna entre los sapos y los charcos. Ahora es un malón incesante de autos que pasa por encima del fantasma de la casa. Son las doce en punto y el sol resplandece en el asfalto. Soy un hombre divorciado, un publicista que va al country de su hermano por primera vez y se olvidó las instrucciones de cómo llegar y está perdido, un hombre que no sabe dónde frenar y sigue viajando en el auto desde que salió hoy temprano, hace mucho, acostado en la luneta de atrás.

PARA COMPARTIR: POLDY BIRD (Paraná, Entre Ríos, 1941)

OLVIDO

Ya te olvidé. No sé cómo ocurrió. Pensaba que nunca iba a suceder, y sin embargo, ya ves, ha llegado el olvido como llega la desesperación, como llega el miedo, el insomnio, el amanecer, la lluvia.
Tal vez no me creas, allá a la distancia (nunca fue tan grande la distancia que nos separó, nunca tan grande como ésta que te retiene en la ausencia, te enmudece, convierte lo que vivimos plenamente en un  puñado de cenizas y en un interrogante: De verás sucedió?).
Ya te olvidé.
No recuerdo tus ojos de muchacho, desenfadados, acostumbrados a internarse por caminos vedados, tus ojos hachando el bosque con que defiendo mi mirada, llegando al territorio donde mi niñez corre despreocupadamente, donde mi niñez tiembla de noche porque le teme a la oscuridad, donde mi adolescencia se queda en mí y te llama... (yo no, mi adolescencia, mi caprichosa chiquilla inconformable que no quiere perder una batalla):
No recuerdo tus ojos.
No recuerdo tus manos delgadas, con venas como ríos de un mapa, cuyo itinerario yo seguía con la yema del índice, barquito. Tus  manos usando de tamboriles los manteles de la cervecería.
No recuerdo tus manos.
No recuerdo tu risa. Echada hacia atrás, como una luz, con dos hoyuelos alargados entre las mejillas, dándote un aire de hombre pintado por el Greco, de campesino encontrando el camino angosto que trepa hacia Calatayud.
No recuerdo tu risa.
No recuerdo tu torso, largo, cruzado por el movimiento de aspas de tus brazos increíbles, envolviéndome como espirales.
No recuerdo tu torso.
No recuerdo verte de corbata y traje, molesto y escapándote de la camisa de cuello almidonado.
No te recuerdo de "jeans" y remera azul, con todo el verano alrededor, parado en el medio de la gente y diciéndome adiós con la mano mientras mi taxi se alejaba y me veías cada vez más borrosa, y te veía cada vez más quieto y pequeño y más punto azul latiendo en aire azul y leve.
No, no te recuerdo. Podés hacer una hoguera con tu orgullo, con tu vanidad de hombre que se  cree inolvidable, que cree que puede volver en cualquier momento y yo voy a decirte que sí, que cuándo, que a qué hora. que te estaba esperando...
Podés hacer una hoguera con mis cartas. Podés hacer una hoguera donde se quemen también y para siempre, las palabras que tendí hasta tu oído como un puente de flores y de estrellas.
Porque ya no me acuerdo de vos.
Porque ya no me acuerdo: te olvidé... y si no querés creerlo, no lo creas, pero dejame repetirlo hasta convercerme. Dejame, por lo menos intentar este olvido que tarda tanto, que no llega nunca...

PARA COMPARTIR: JUAN CARLOS MOISÉS (Sarmiento, Chubut, 1954)

LA LISTA DE LAS COMPRAS

'Mi amor, la alegría de oír abrazados,
en el amanecer todavía oscuro,
a los primeros teros
después del largo
y no muy amistoso invierno.'

No te imaginás, dice mi mujer,
la cara que puso el chico del mercado
cuando descubrió por azar
las palabras escritas al dorso
de la lista de las compras
que le alcancé sobre el exhibidor
de las carnes frescas del día;
y la mía, dice ella, mi cara de no saber
qué decir en medio de la ansiedad
de los clientes, cuando me devolvió
el papelito confesando sin pudor
que le gustaban los poemas de amor.

Qué iba yo a pensar, cuando el barullo
de los teros nos despertó en la mañana
y con el apuro fui a escribir a ciegas
en el primer papelito que encontré
sobre la mesa, que el entusiasmo
de ese acto mínimo y fugaz
por la retirada del invierno
iba a tener tan rápido como canta el gallo
el consuelo involuntario de un lector
enamorado.

martes, 22 de octubre de 2013

PARA COMPARTIR: EDEL JUÁREZ (México, 1975)

Y si resulta...

...y si resulta que alguna vez tome notas de tus recuerdos?
si fueron tus ojos los que me dictaron esta larga imágen
que ahora traduzco, o intento traducir, para contártela de nuevo?

Vuelvo porque un día me propuse hacerlo
hace muchas vidas, hace muchos sueños,
vuelvo porque tus imágenes me guiaron
porque necesito tus secretos bajitos de mañana
tu complicidad callada, tus azules, tus rojos,
tus dudas y certezas amarradas con un lazo
vueltas nudo y a la espalda

¿Cómo no amarrarme a tu manojo de estrellas?
¿cómo no dejarme llevar? ¿cómo no seguirte?
no tengo ni una rosa, ni un cordero, ni un volcán
pero -eso si- necesito regalarte el mundo que me robé de un libro
varios silencios que atesoré en un viaje
y sobre todo, me urge contarte el cuento
de cuando era niño, de cuando eras niña
de cuando lo eras todo

Tu bien sabes que nuestro primer beso fue tan corto
que dura todavía,
que te he perdido y encontrado más de 17 veces en esta vida
que no hay punto final en mi cuaderno,
que me extravié en tu espalda,
que juntos somos dos hechiceros ardiendo,
muertos de frío en cada hoguera.

domingo, 20 de octubre de 2013

PARA COMPARTIR: JOAQUÍN GIANNUZZI (1924-2004)

PREPARANDO EL CAFÉ

Duermes: y las cosas se disponen
a seguirte esta mañana otoñal.
Y mientras estés allí, niego
la posibilidad de la nada entre nosotros: entra
un poco de húmeda luz cuando aparto
la cortina de la ventana y cae
sobre la flor silenciosa. No importa
la indiferencia o la desaparición del cielo
si está en lo cierto o se equivoca con relación
a esto que nos sucede. Duermes
y tu carne piensa profundamente hacia todas direcciones:
qué festín para el sentido dilatado
en la curva de tu cadera que transmite su respiración
a la mentira circundante.
La luz aumenta, duermes y tu cuerpo va llenando
toda la existencia posible. Los objetos
van a rodearlo. Crece mi conocimiento
de que estás allí. Hay más mundo que nada
en tu íntima superficie y en tu espacio:
mientras el dinero espera en alguna parte, en la oscuridad,
y la vida es nuestro único negocio.

sábado, 19 de octubre de 2013

PARA COMPARTIR: JUAN CARLOS BUSTRIAZO ORTIZ (Santa Rosa, La Pampa, 1929-2010)

ALLÍ  ESTABAS…


allí estabas mi amor allí estabas en los penachos de la
enredadera del monte pelusa de pollito blanco enamorada 
del molle espeso abrazándolo fina en la fruta verde 
del camambú en la ruta anaranjada del camambú con su 
corazón de pequeña sandía en la flor de la pasión del señor 
del camambú allí estabas mi amor allí estabas en las varas 
bermejas de la quina apenas alzándose de la tierra 
pesada de semillas en las hojuelas rubionas que confundía 
el viento veranoso que levantaba el viento con ruido de 
cachilote que las robaba él allí estabas mi amor allí 
estabas en la sangre de enero de las muchachas de trece 
años en el gateado mordiendo a su rosilla en el olor 
precioso de la siesta soltada en los cuú de ella en los más 
gruesos vinos debajo del gran caldén en la mariposa púrpura 
sobre la mariposa blanca allí estabas mi amor allí 
estabas en la garganta del agua en lo bondadoso del poleo 
en el sol en el sol mapuche en las briznas de lo que respiraba 
en lo que caminaba y en lo que saltaba y era florido 
y hacía bien allí estabas mi amor allí estabas.

jueves, 17 de octubre de 2013

PARA COMPARTIR: LUIS CERNUDA (Sevilla, España, 1902-México DF, 1963)

TE QUIERO 

Te lo he dicho con el viento,
jugueteando como animalillo en la arena
o iracundo como órgano impetuoso;

Te lo he dicho con el sol,
que dora desnudos cuerpos juveniles
y sonríe en todas las cosas inocentes;

Te lo he dicho con las nubes,
frentes melancólicas que sostienen el cielo,
tristezas fugitivas;

Te lo he dicho con las plantas,
leves criaturas transparentes 
que se cubren de rubor repentino;

Te lo he dicho con el agua,
vida luminosa que vela un fondo de sombra;
te lo he dicho con el miedo,
te lo he dicho con la alegría,
con el hastío, con las terribles palabras.

Pero así no me basta:
más allá de la vida,
quiero decírtelo con la muerte;
más allá del amor,
quiero decírtelo con el olvido.