Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

lunes, 31 de octubre de 2016

EDUARDO GOTTHELF (Buenos Aires, 1945)


ÉTICA

Disfruto la sensualidad de los naipes cuando juego al solitario. Si todo va bien, el mazo termina en perfecto orden de colores, números y figuras.
A veces el juego se traba. Entonces, sólo para ganar, realizo movimientos prohibidos.
Después mezclo las cartas con apuro y las guardo, avergonzado.

De “Cuentos pendientes” (2007)

LECTURA SUGERIDA CCLVII


“Casa de muñecas” de Henrik Ibsen
Colección: “Clásicos de siempre-Joyas del Teatro”” Longseller. Buenos Aires. 2012

ROBERTO ABAD (México, Cuernavaca, 1988)


PROGRAMA SUJETO A CAMBIOS

En un movimiento brusco, la peluca del director de orquesta cayó sobre el estrado, dejando al descubierto su calva. Vio la risa del público en los ojos de los músicos. Estoy acabado, se dijo. Sin pensarlo, siguió quitándose otras prendas hasta dar a entender que desnudarse era parte del programa. Entonces se pusieron muy serios y siguieron escuchando.

De: “Orquesta primitiva” (2015)

LECTURA SUGERIDA CCLVI


"Tumba de jaguares” de Ángelica Gorodischer
Colección: “Cruz del sur””
Emecé. Buenos Aires. 2005

sábado, 29 de octubre de 2016

CINE EN LA BIBLIOTECA


Cineclub Libertario presenta: Cierre del Ciclo “QUENTÍN TARANTINO” KILL BILL Vol I + Kill Bill Vol II


Este domingo arrancamos más temprano a las 18 hs.

Hacemos festejo de fin de ciclo Tarantino con dos pelis que no podes parar de ver.

AGENDA CULTURAL - CINE


8vo. FESTIVAL PROVINCIAL DE CINE “MIRADA OESTE”

En su tarea de descentralización de agenda cultural el Ministerio de Cultura del Gobierno de Mendoza y la Dirección Municipal de Cultura presentan en General Alvear, ARREO” de Tato Moreno.

Biblioteca Sarmiento
Piérola 267 – General Alvear
Sábado 29 – hora 21

Documental que indaga en la vida cotidiana de una familia de puesteros de Malargüe, en plena cordillera de Los Andes, a partir de imponentes imágenes y testimonios.. El film ha recorrido diversos festivales y muestras y ha ido sumando en su trayectoria diversas distinciones y críticas. En esta oportunidad acompañará la proyección la presencia de su director: Tato Moreno.
Nota de la Dirección Municipal de Cultura: LA ENTRADA PARA VER "ARREO" ES UN ARTÍCULO DE LIMPIEZA PARA EL ASILO DE ANCIANOS RICARDO PIÉROLA. EN ESTA PUBLICIDAD DICE ENTRADA LIBRE. SIN EMBARGO, HEMOS DECIDIDO COMPARTIR ESTE EVENTO CON MUCHOS CIUDADANOS QUE NECESITAN TAMBIÉN DE NUESTRA COLABORACIÓN. Muchas gracias.
Los esperamos

JOSÉ ÁNGEL BUESA (Cuba, 1910-1982)


NOCTURNO IV

Así estás todavía de pie bajo la lluvia,
Bajo la clara lluvia de una noche de invierno.
De pie bajo la lluvia me llega tu sonrisa,
De pie bajo la lluvia te encuentra mi recuerdo.
 
Siempre he de recordarte de pie bajo la lluvia,
Con un polvo de estrellas muriendo en tus cabellos
Y tu voz que nacía del fondo de tus ojos
Y tus manos cansadas que se iban en el viento
Y aquel cielo de plomo y el rumor de los árboles
Y la hoja aquella que te cayó en el seno
Y el rocío nocturno dormido en tus pestañas
Y engarzando diamantes en tu vestido negro.
 
Así estás todavía lejanamente cerca
Desde tu lejanía de sombra y de silencio.
Mi corazón te llama de pie bajo la lluvia,
De pie bajo la lluvia te acercas en el sueño.
 
La vida es tan pequeña que cabe en una noche.
Quizá fue que en la sombra me encontré con tu beso
Y por eso me envuelve, de pie bajo la lluvia,
El sabor de tu boca y el olor de tu cuerpo.
 
Sí, me has dejado triste porque pienso que acaso
Ya no estarás conmigo cuando llueva de nuevo.
Y no he de verte entonces de pie bajo la lluvia
Con las manos temblando de frío y de deseo.
 
Pero aunque habrá otras noches cargadas de perfumes
Y otras mujeres y otras, a lo largo del tiempo,
Siempre he de recordarte de pie bajo la lluvia,
Bajo la lluvia clara de una noche de invierno.

LECTURA SUGERIDA CCLV


“Lluvia de la noche” de José Mauro de Vasconcelos
Colección: “Los narradores – Serie Latinoamercana”
Macondo Ediciones. Buenos Aires. 1978


viernes, 28 de octubre de 2016

RAÚL TAMARGO (Buenos Aires, 1958)


LA CAMPAÑA

El partido de La Matanza es tan antiguo que su nombre podría tener origen en las primeras invasiones blancas al Río de la Plata. Una versión propone que se alude con él a cierta masacre de los hombres de Pedro de Mendoza sobre los querandíes. Otra, cambia a los victimarios por los soldados de Juan de Garay. Una tercera, a las víctimas por canes cimarrones que asolaban los ranchos.
Afecto a las tradiciones y sus variantes, el actual candidato a intendente, hombre de alcurnia carnicera, promete en su campaña electoral “una Matanza diferente”.

De “El hilo del engaño” (2014)

LECTURA SUGERIDA CCLIV


“El Principito” de Antoine de Saint-Exupéry
Traducción: Bonifacio del Carril
Ilustraciones del autor
Emecé. Buenos Aires. 1981

JUAN YANES (España, Tenerife, 1947)


LA PINACOTECA DE MI ABUELA

En la casa de mi abuela Paca cada habitación tenía, por lo menos, un cuadro colgado con cierto desaliño, es verdad, enseñando medio metro de cuerda por encima, para sostenerlo a una alcayata clavada en la pared de mala manera. La pinacoteca de mi abuela Paca tenía dos características fundamentales: la primera, que todos los cuadros eran de tipo religioso, no había ni una sola pintura, digamos, profana; la segunda, ningún cuadro era original, todos eran reproducciones baratas y bastante malas, hechas sobre una especie de tela de hule, castigadas por el paso del tiempo, las huellas de las cagarrutas de moscas que iban opacando aquello y la mordida de la luz del sol que hacía que los cuadros tomaran un color cerúleo y sucesivamente todos los grados del palor. En la época que yo conocí la pinacoteca, ya estaba bastante deteriorada y muchos cuadros habían empezado a descascarillarse.
El mayor número de ellos estaba dedicado a la representación del Sagrado Corazón, que debió ser una de las obsesiones místicas de mi abuela en la postmenopausia. Las personas de mi generación se tienen que acordar de esos retratos, porque no creo que hubiera una casa de clase media que se librara de exhibir aquella especie de eventración de la víscera cordial de Cristo. Unas veces el Cristo sostenía en la mano su propio corazón flamígero, con toda normalidad, y otras flotaba el solo, manteniéndose en el aire tan campante. Del corazón se veía caer todavía la sangre fresca y era lógico, pues algunos estaban atravesados por un puñal. Todos tienen, sin embargo, una corona de espinas y una llama que sale de la parte superior con una crucecita. La cara de los distintos Cristos que componían la colección, no se corresponde con lo terrorífico de la escena, están casi siempre sonrientes, no parece dolerles lo más mínimo. Son Cristos, por lo demás, guapísimos, medio rubios, medio andróginos. Yo, que pasé meses postrado en una cama en aquella casa ―en aquellos tiempos los niños teníamos que pasar enfermedades larguísimas, que te servían, por ejemplo, para quedar deslumbrado por la lectura de un libro o para convertirte en un miserable onanista profesional― conozco bien esas caras. Pensaba entonces en el dolor que puede producir que te arranquen el corazón y luego le prendan fuego, lo atraviesen con un estilete y le coloquen una corona de espinas. Aquello era un verdadero tormento.
Después estaban los cuadros de la Virgen, pero no de cualquier virgen no, sino de la Virgen de los Dolores. Esta Virgen tiene el semblante afligido, incluso en algunas de las reproducciones se ve rodar las lágrimas por las mejillas. El dolor tiene que ser terrible porque el corazón sangra profusamente. Tiene siete puñales que lo atraviesan de parte a parte y por el costado superior asoma una llamita. También es, pues, un corazón ignífero. Recuerdo que había un cuadro muy grande de La Dolorosa en el cuarto de costura, donde también se rezaba el rosario todas las tardes, directamente retransmitido por radio desde la Basílica Matriz. Como corresponde, el comedor de la casa estaba presidido por un cuadro de la Última Cena. Era una reproducción de la Última Cena de Juan de Juanes, un cuadro magnífico, con un ritmo fantástico ―yo lo vi una vez en el Museo del Prado―, pero aquella era una copia infame, hecha, seguramente, por algún principiante indocumentado que se la vendió por cuatro perras a mi abuela.
Me queda por nombrar el cuadro más exótico de todos, una Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de la Isla de Cuba, que trajo mi abuelo cuando regresó de allí sin un duro. Se lo estalló todo en juergas y ron. Ese cuadro estaba arrinconado en lo alto de un estante en la despensa porque mi abuela sospechaba que se lo había regalado una amante mulata que tuvo mi abuelo y que se volvió loco perdido por ella. En un cuarto que quedaba a trasmano había, en fin, una carta enmarcada del Papa Pío XII, dirigida a las familias cristianas advirtiéndoles de los riesgos tan grandes que corrían en la civilización actual y de los peligros sin cuento a los que estaban expuestos los que vivían en el mundo.
El único cuadro de la pinacoteca de la abuela Paca que me caía simpático era un San Antonio, que estaba en la habitación de mis padres. Mi madre era muy devota del santo. Cualquier cosa que le pidieras al tío te la concedía: era bueno para los exámenes, recuperaciones, reválidas y oposiciones, tanto si ibas de libre como de oficial. Encima si se te perdía algo, bastaba con rezar tres padresnuestros y una salve para encontrarlo, era fantástico. Había otro San Antonio mejor que el de mi madre que estaba en la Orden Tercera junto a la iglesia de San Francisco, pero ese era de pago. Había una hucha a los pies del santo, con un cartelito que rezaba: «Después de hacer la petición a San Antonio, deposite su limosna aquí». A veces a mi madre le entraba una especie de conflicto de competencias, que resolvía diciendo:
―Bueno, esto se lo vamos a pedir a los dos: al San Antonio de casa y al de la Orden Tercera, ¿vale?.

LECTURA SUGERIDA CCLIII


“Del amor nacen los ríos” de María Cristina Ramos
Ilustraciones de Mónica Weiss
Colección: “Primera Sudamericana-Cuentamérica”
Sudamericana. Buenos Aires. 1998

miércoles, 26 de octubre de 2016

RUBÉN BAREIRO SAGUIER (Paraguay, 1930-2014)


OJO POR DIENTE

Todo esto es mentira, una patraña para desprestigiar al juez de paz; porque si lo trataran de ladrón o de prevaricador o hasta de violador -abusando de la leyenda difundida por aquella muchachita convocada en el despacho de su señoría para una deposición…-, pero acusarlo de esto, ¡y en qué forma! Ahí está, eso es cosa de la maldita oposición, deslenguada, envidiosa, amargada, incapaz de otra cosa que no sea difamación, bajeza. Además, ¡el procedimiento empleado! Ya el color de las gruesas letras con que un buen día amanecieron embadurnadas las paredes de algunas casas de la calle principal, podían hacer sospechar. Es cierto que luego los letreros se fueron pareciendo al arco iris del propio cielo, pero por puro disimulo; además ya se había producido el contraataque, de manera que nadie sabía más quién ni cómo había pintado. Ahora ya nadie entiende más nada en el pueblo. Ninguna investigación ha podido aclarar el misterio de los pintores nocturnos. Ni las multiplicadas rondas de los vigilantes; apenas los tabachís daban la vuelta a la manzana que cuando volvían, ya estaban las terribles acusaciones, goteando su infamia todavía fresca. Es cosa de brujería, son los poras, decían los soldaditos, y había que amenazarles con duros castigos, controlarles con la «brigada especial», comandada por el propio hijo del juez, para vencer el miedo y la resistencia a esas rondas endemoniadas. Las noches del pueblo se llenaron de «¡altos!», «carajos», «recontras» y ruidos de los cerrojos de los fusiles; de poras que pintaban leyendas contra el «juez cuatrero». La acusación cayó como una bomba en el pueblo. No se trata de poner en duda o dar automáticamente por bien fundada la imputación. La cosa es que en este pueblo el ganado vale más que la mujer y carnear un animal ajeno es peor que matar a un hermano de padre y madre. Sí señor, esto viene de lejos y… es largo de explicar. Peor que liquidar a un pariente cercano; el delito es grave, gravísimo. Y además, ¡esa publicidad vergonzosa! Porque siempre hubo cuatrerismo en la región y hasta cuatreros famosos, como aquel Mate Cocido, que se decía «protector de los pobres», porque ayudaba a unos cuantos zaparrastrosos que le encubrían, y fue muerto como un perro, como el perro que mordió al hijo del Intendente, acribillado a balazos por la «junta de vecinos», fundada para perseguirlo y comandada por el propio señor comisario. Sí señor, hubo cuatreros por aquí, a montones; y al fin de cuentas, el juez es un ser humano… tanto más que él maneja el registro de transferencia de ganados. Pero esto es cosa de la oposición, sin ninguna duda, como venganza, en primer lugar porque eran principalmente animales de los caudillos opositores los que desaparecían, y en segundo, porque estos infelices son unos malhablados de mierda, capaces de cualquier cosa. Hay que ver lo que hicieron cuando el juez dictó un bando atribuyendo la desaparición de ganados a la presencia de un jaguar en la zona. «juez jaguar» fue lo único que se les ocurrió agregar a las otras inscripciones. Y sin embargo, cerca del lugar del delito, se encontraban siempre rastros de un animal sanguinario como el jaguar, pisadas en la tierra y sobre todo una marca profunda de garras en el sitio en que se había consumado el hecho.
¿Qué pájaro y qué cuervo, qué alma en pena, qué murciélago escribía las leyendas nocturnas?, se preguntaban todos en el pueblo. Y así como no había tenido ningún efecto el bando, tampoco sirvió para nada la vaquillona que el mismo juez ofrendó a la Virgen del Rosario, y que valió algunos sermones en la misa principal de los domingos, en los que el cura Laya condenaba la maledicencia y prometía los peores tormentos del infierno para los que levantaban falso testimonio, el dizque embustero, el infundio, faltando así a las sagradas prescripciones del tercer mandamiento de la Ley Divina. «Pecado mortal; alma condenada al báratro de las tinieblas eternas, el sempiterno fuego del averno», gritaba el Padre desde el púlpito sostenido por unos angelotes gordos que soplaban las cometas del juicio final. Pero las feroces admoniciones solo asustaban a algunas viejas beatas, que en medio de la sordera escuchaban fragmentos de las palabras terribles y veían los rayos lanzados por las manos y los ojos del sacerdote y los del espíritu santo de lata sobre su cabeza leonina.
Entonces vino el contraataque a fondo del juez. Como medida previa hizo apresar a todos los principales jefes opositores. Bien merecido; pero las inscripciones no solo no cesaron, sino que por el contrario aumentaron. Cansado de hacer borronear las letrotas, mandó pintar sistemáticamente con su gente otras al lado de las que le acusaban. Comenzó con los caudillos adversos más conocidos. «Bartolo Jiménez cuatrero», «Antonio Portillo cuatrero», «Domingo Asayé cuatrero», «Amancio Peralta cuatrero»… Aquello fue una carrera, un torbellino de pincelazos y letrones, de colores y de nombres. Porque, finalmente, el juez no se detuvo en los nombres de los opositores; como tenía la lista de los habitantes del pueblo, los fue denunciando a todos, por si las moscas… Hasta que tuvo que poner más atención en sus leyendas cuando vino el comisario con un piquete de soldados a averiguar por qué había difamado a su suegro y miembro de la junta local del Partido.
Bueno, la cosa es que en este pueblo no hay demasiada gente para tanta pintura; pero, como es bien sabido aquí, el juez es letrado y hombre de recursos. Recomenzó la lista con los marcantes de la gente: «Lorito cuarto cuatrero», «Antonio karë cuatrero», «Vela de sebo cuatrero», «Burro lápiz cuatrero»… Pero eso sí, respetó las jerarquías y caballerescamente a las mujeres. El comisario, el cura, el intendente, el presidente del Partido, el maestro, el boticario, el jefe de Impuestos Internos, el representante de la Corporación de Alcoholes y otros notables estaban fuera de toda sospecha, sobre todo teniendo en cuenta el incidente con el suegro del señor comisario; además, no era el caso de sembrar la anarquía y soliviantar a la oposición. Y las mujeres, naturalmente, por caballerosidad y porque veía mal cómo podrían andar carneando de noche vacas ajenas, salvo doña María, la viuda del inglés. Una estanciera rica, más si es mujer-macho como esta, puede hacer las peores cosas, hasta matar novillos o toros de cría.
Noche a noche, noche tras noche, noche y noche pinta que te pinta; ángeles o demonios, sombras o lechuzas, poras o cristianos mañeros escribiendo gruesas letras con la acusación vergonzosa contra la autoridad. Con el mismo entusiasmo, la gente del juez replicando dale que dale, retribuyendo pincelazo por pincelazo, cuatrero por cuatrero. Las fachadas se llenaron de nombres, de marcantes y por sobre todo, la superior presencia del juez, gran señor de las paredes del pueblo. Cuando ya no hubo muros en dónde pintar, ni siquiera en los ranchos de los suburbios, aparecieron inscripciones en las barrigas de los burros, sobre las costillas de los perros y en los flancos de las vacas, especialmente en los de colores claros, aunque la pintura blanca solucionaba perfectamente el caso de los pelos oscuros; el problema se planteó con los overos, los pintados y los morunos, sobre los que era difícil distinguir las letras. Esta fase desagradó mucho a todo el mundo; una ola de protestas indignadas se levantó unánimemente. Para evitar la destrucción de las bellezas naturales, de esos adornos del pueblo -una vaca embadurnada es horrible, un perro pintado parece un pora, un burro manchado es indecente-, el juez hizo colocar grandes paneles en la plazoleta que está entre la Iglesia y la Municipalidad. Fue un suspiro de alivio popular y hasta atrajo una decena de turistas, entre ellos un gringo fotógrafo que se incorporó a la vida del pueblo con el marcante de Duende de Lata. Pero la cosa es que también esos cartelones se están llenando…
Yo, Sinforiano Santacruz, juez de paz letrado de este pueblo, preocupado por el bienestar de la población, acabo de ordenar que se coloquen nuevos paneles de tela blanca en la plazoleta del puerto. Cumplido con mi deber de magistrado, me pongo mi piel de jaguar, tomo mi gran garra de jaguar y me voy a realizar mi acostumbrada gira campestre…

LECTURA SUGERIDA CCLII


“Gatica” de Enrique Medina
Colección: “Novela”
Galerna. Buenos Aires. 1991

martes, 25 de octubre de 2016

LECTURA SUGERIDA CCLI


“Tieta de Agreste. Pastora de cabras” de Jorge Amado
Colección: “Grandes Novelistas de Nuestra Época”
Losada. Buenos Aires. 1998

MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS (Guatemala, 1899-1974)

 
LEYENDA DEL VOLCÁN
 
Hubo en un siglo un día que
duró muchos siglos
 
Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles: los tres que venían en el viento y los tres que venían en el agua, aunque no se veían más que tres. Tres estaban escondidos en el río y sólo les veían los que venían en el viento cuando bajaban del monte a beber agua.
Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles.
Los tres que venían en el viento correteaban en la libertad de las campiñas sembradas de maravillas.
Los tres que venían en el agua se colgaban de las ramas de los árboles copiados en el río a morder las frutas o a espantar los pájaros, que eran muchos y de todos colores.
Los tres que venían en el viento despertaban a la tierra, como los pájaros, antes que saliera el sol, y anochecido, los tres que venían en el agua se tendían como los peces en el fondo del río sobre las yerbas pálidas y elásticas, fingiendo gran fatiga; acostaban a la tierra antes que cayera el sol.
Los tres que venían en el viento, como los pájaros, se alimentaban de frutas.
Los tres que venían en el agua, como los peces, se alimentaban de estrellas.
Los tres que venían en el viento pasaban la noche en los bosques, bajo las hojas que las culebras perdidizas removían a instantes o en lo alto de las ramas, entre ardillas, pizotes, micos, micoleones, garrobos y mapaches.
Y los tres que venían en el agua, ocultos en la flor de las pozas o en las madrigueras de lagartos que libraban batallas como sueños o anclaban a dormir como piraguas.
Y en los árboles que venían en el viento y pasaban en el agua, los tres que venían en el viento, los tres que venían en el agua, mitigaban el hambre sin separar los frutos buenos de los malos, porque a los primeros hombres les fue dado comprender que no hay fruto malo; todos son sangre de la tierra, dulcificada o avinagrada, según el árbol que la tiene.
-¡Nido!…
Pió Monte en un Ave.
Uno de los del viento volvió a ver y sus compañeros le llamaron Nido.
Monte en un Ave era el recuerdo de su madre y su padre, bestia color de agua llovida que mataron en el mar para ganar la tierra, de pupilas doradas que guardaban al fondo dos crucecitas negras, olorosas a pescado femenina como dedo meñique.
A su muerte ganaron la costa húmeda, surgiendo en el paisaje de la playa, que tenía cierta tonalidad de ensalmo: los chopos dispersos y lejanos los bosques, las montañas, el río que en el panorama del valle se iba quedando inmóvil… ¡La Tierra de los Árboles!
Avanzaron sin dificultad por aquella naturaleza costeña fina como la luz de los diamantes, hasta la coronilla verde de los cabazos próximos y al acercarse al río la primera vez, a mitigar la sed, vieron caer tres hombres al agua.
Nido calmó a sus compañeros -extrañas plantas móviles-, que miraban sus retratos en el río sin poder hablar.
-¡Son nuestras máscaras, tras ellas se ocultan nuestras caras! ¡Son nuestros dobles, con ellos nos podemos disfrazar! ¡Son nuestra madre, nuestro padre, Monte en un Ave, que matamos para ganar la tierra! ¡Nuestro nahual! ¡Nuestro natal!
La selva prologaba el mar en tierra firme. Aire líquido, hialino casi bajo las ramas, con trasparencias azules en el claroscuro de la superficie y verdes de fruta en lo profundo.
Como si se acabara de retirar el mar, se veía el agua hecha luz en cada hoja, en cada bejuco, en cada reptil, en cada flor, en cada insecto…
La selva continuaba hacia el Volcán henchida, tupida, crecida, crepitante, con estéril fecundidad de víbora: océano de hojas reventando en rocas o anegado en pastos, donde las huellas de los plantígrados dibujaban mariposas y leucocitos el sol.
Algo que se quebró en las nubes sacó a los tres hombres de su deslumbramiento.
Dos montañas movían los párpados a un paso del río:
La que llamaban Cabrakán, montaña capacitada para tronchar una selva entre sus brazos y levantar una ciudad sobre sus hombros, escupió saliva de fuego hasta encender la tierra.
Y la incendió.
La que llamaban Hurakán, montaña de nubes, subió al volcán a pelar el cráter con la uñas.
El cielo repentinamente nublado, detenido el día sin sol, amilanadas las aves que escapaban por cientos de canastos, apenas se oía el grito de los tres hombres que venían en el viento, indefensos como los árboles sobre la tierra tibia.
En las tinieblas huían los monos, quedando de su fuga el eco perdido entre las ramas. Como exhalaciones pasaban los venados. En grandes remolinos se enredaban los coches de monte, torpes, con las pupilas cenicientas.
Huían los coyotes, desnudando los dientes en la sombra al rozarse unos con otros, ¡qué largo escalofrío…!
Huían los camaleones, cambiando de colores por el miedo; los tacuazines, las iguanas, los tepescuintles, los conejos, los murciélagos, los sapos, los cangrejos, los cutetes, las taltuzas, los pizotes, los chinchintores, cuya sombra mata.
Huían los cantiles, seguidos de las víboras de cascabel, que con las culebras silbadoras y las cuereadoras dejaban a lo largo de la cordillera la impresión salvaje de una fuga en diligencia. El silbo penetrante uníase al ruido de los cascabeles y al chasquido de las cuereadoras que aquí y allá enterraban la cabeza, descargando latigazazos para abrirse campo.
Huían los camaleones, huían las dantas, huían los basiliscos, que en ese tiempo mataban con la mirada; los jaguares (follajes salpicados de sol), los pumas de pelambre dócil, los lagartos, los topos, las tortugas, los ratones, los zorrillos, los armados, los puercoespines, las moscas, las hormigas…
Y a grandes saltos empezaron a huir las piedras, dando contra las ceibas, que caían como gallinas muertas y a todo correr, las aguas, llevando en las encías una gran sed blanca, perseguidas por la sangre venosa de la tierra, lava quemante que borraba las huellas de las patas de los venados, de los conejos, de los pumas, de los jaguares, de los coyotes; las huellas de los peces en el río hirviente; las huellas de la aves en el espacio que alumbraba un polvito de luz quemada, de ceniza de luz, en la visión del mar. Cayeron en las manos de la tierra, mendiga ciega que no sabiendo que eran estrellas, por no quemarse, las apagó.
Nido vio desaparecer a sus compañeros, arrebatados por el viento, y a sus dobles, en el agua arrebatados por el fuego, a través de maizales que caían del cielo en los relámpagos, y cuando estuvo solo vivió el Símbolo. Dice el Símbolo: Hubo en un siglo un día que duro muchos siglos.
Un día que fue todo mediodía, un día de cristal intacto, clarísimo, sin crepúsculo ni aurora.
-Nido -le dijo el corazón-, al final de este camino…
Y no continuó porque una golondrina pasó muy cerca para oír lo que decía.
Y en vano esperó después la voz de su corazón, renaciendo en cambio, a manera de otra voz en su alma, el deseo de andar hacia un país desconocido.
Oyó que le llamaban. Al sin fin de un caminito, pintado en el paisaje como el de un pan de culebra le llamaba una voz muy honda.
Las arenas del camino, al pasar él convertíanse en alas, y era de ver cómo a sus espaldas se alzaba al cielo un listón blanco, sin dejar huella en la tierra.
Anduvo y anduvo…
Adelante, un repique circundó los espacios. Las campanas entre las nubes repetían su nombre:
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
Los árboles se poblaron de nidos. Y vio un santo, una azucena y un niño. Santo, flor, y niño la trinidad le recibía. Y oyó:
¡Nido, quiero que me levantes un templo!
La voz se deshizo como manojo de rosas sacudidas al viento y florecieron azucenas en la mano del santo y sonrisas en la boca del niño.
Dulce regreso de aquel país lejano en medio de una nube de abalorio. El Volcán apagaba sus entrañas -en su interior había llorado a cántaros la tierra lágrimas recogidas en un lago, y Nido, que era joven, después de un día que duró muchos siglos, volvió viejo, no quedándole tiempo sino para fundar un pueblo de cien casitas alrededor de un templo.
 
De “Leyendas de Guatemala”


lunes, 24 de octubre de 2016

LECTURA SUGERIDA CCL


“La venganza del muerto y otras aventuras” de Fernando Sorrentino
Dibujos de Chavetta Lepipe
Colección: “Alfaguara Infantil – Serie Naranja”
Alfaguara. Buenos Aires. 2011


EDUARDO BERTI (Buenos Aires, 1964)

 
EL MOVIMIENTO

La semana pasada se halló dentro de un tacho de basura, en los suburbios de la ciudad de Trieste, el cadáver de un mendigo pintoresco que desde hacía treinta años deambulaba por las calles del lugar, cargando una larga batuta de madera con la que aseguraba dirigir no solamente el canto, sino el movimiento de los pájaros. Los científicos procuran entender si es o no pura coincidencia que las aves permanezcan desde entonces inmóviles en los techos.


domingo, 23 de octubre de 2016

JUAN JOSÉ ARREOLA (México, 1918-2001)


CARTA A UN ZAPATERO QUE COMPUSO MAL UNOS ZAPATOS

Estimable señor:
Como he pagado a usted tranquilamente el dinero que me cobró por reparar mis zapatos, le va a extrañar sin duda la carta que me veo precisado a dirigirle.
En un principio no me di cuenta del desastre ocurrido. Recibí mis zapatos muy contento, augurándoles una larga vida, satisfecho por la economía que acababa de realizar: por unos cuantos pesos, un nuevo par de calzado. (Éstas fueron precisamente sus palabras y puedo repetirlas.)
Pero mi entusiasmo se acabó muy pronto. Llegado a casa examiné detenidamente mis zapatos. Los encontré un poco deformes, un tanto duros y resecos. No quise conceder mayor importancia a esta metamorfosis. Soy razonable. Unos zapatos remontados tienen algo de extraño, ofrecen una nueva fisonomía, casi siempre deprimente.
Aquí es preciso recordar que mis zapatos no se hallaban completamente arruinados. Usted mismo les dedicó frases elogiosas por la calidad de sus materiales y por su perfecta hechura. Hasta puso muy alto su marca de fábrica. Me prometió, en suma, un calzado flamante.
Pues bien: no pude esperar hasta el día siguiente y me descalcé para comprobar sus promesas. Y aquí estoy, con los pies doloridos, dirigiendo a usted una carta, en lugar de transferirle las palabras violentas que suscitaron mis esfuerzos infructuosos.
Mis pies no pudieron entrar en los zapatos. Como los de todas las personas, mis pies están hechos de una materia blanda y sensible. Me encontré ante unos zapatos de hierro. No sé cómo ni con qué artes se las arregló usted para dejar mis zapatos inservibles. Allí están, en un rincón, guiñándome burlonamente con sus puntas torcidas.
Cuando todos mis esfuerzos fallaron, me puse a considerar cuidadosamente el trabajo que usted había realizado. Debo advertir a usted que carezco de toda instrucción en materia de calzado. Lo único que sé es que hay zapatos que me han hecho sufrir, y otros, en cambio, que recuerdo con ternura: así de suaves y flexibles eran.
Los que le di a componer eran unos zapatos admirables que me habían servido fielmente durante muchos meses. Mis pies se hallaban en ellos como pez en el agua. Más que zapatos, parecían ser parte de mi propio cuerpo, una especie de envoltura protectora que daba a mi paso firmeza y seguridad. Su piel era en realidad una piel mía, saludable y resistente. Sólo que daban ya muestras de fatiga. Las suelas sobre todo: unos amplios y profundos adelgazamientos me hicieron ver que los zapatos se iban haciendo extraños a mi persona, que se acababan. Cuando se los llevé a usted, iban ya a dejar ver los calcetines.
También habría que decir algo acerca de los tacones: piso defectuosamente, y los tacones mostraban huellas demasiado claras de este antiguo vicio que no he podido corregir.
Quise, con espíritu ambicioso, prolongar la vida de mis zapatos. Esta ambición no me parece censurable: al contrario, es señal de modestia y entraña una cierta humildad. En vez de tirar mis zapatos, estuve dispuesto a usarlos durante una segunda época, menos brillante y lujosa que la primera. Además, esta costumbre que tenemos las personas modestas de renovar el calzado es, si no me equivoco, el modus vivendi de las personas como usted.
Debo decir que del examen que practiqué a su trabajo de reparación he sacado muy feas conclusiones. Por ejemplo, la de que usted no ama su oficio. Si usted, dejando aparte todo resentimiento, viene a mi casa y se pone a contemplar mis zapatos, ha de darme toda la razón. Mire usted qué costuras: ni un ciego podía haberlas hecho tan mal. La piel está cortada con inexplicable descuido: los bordes de las suelas son irregulares y ofrecen peligrosas aristas. Con toda seguridad, usted carece de hormas en su taller, pues mis zapatos ofrecen un aspecto indefinible. Recuerde usted, gastados y todo, conservaban ciertas líneas estéticas. Y ahora…
Pero introduzca usted su mano dentro de ellos. Palpará usted una caverna siniestra. El pie tendrá que transformarse en reptil para entrar. Y de pronto un tope; algo así como un quicio de cemento poco antes de llegar a la punta. ¿Es posible? Mis pies, señor zapatero, tienen forma de pies, son como los suyos, si es que acaso usted tiene extremidades humanas.
Pero basta ya. Le decía que usted no le tiene amor a su oficio y es cierto. Es también muy triste para usted y peligroso para sus clientes, que por cierto no tienen dinero para derrochar.
A propósito: no hablo movido por el interés. Soy pobre pero no soy mezquino. Esta carta no intenta abonarse la cantidad que yo le pagué por su obra de destrucción. Nada de eso. Le escribo sencillamente para exhortarle a amar su propio trabajo. Le cuento la tragedia de mis zapatos para infundirle respeto por ese oficio que la vida ha puesto en sus manos; por ese oficio que usted aprendió con alegría en un día de juventud… Perdón; usted es todavía joven. Cuando menos, tiene tiempo para volver a comenzar, si es que ya olvidó cómo se repara un par de calzado.
Nos hacen falta buenos artesanos, que vuelvan a ser los de antes, que no trabajen solamente para obtener el dinero de los clientes, sino para poner en práctica las sagradas leyes del trabajo. Esas leyes que han quedado irremisiblemente burladas en mis zapatos.
Quisiera hablarle del artesano de mi pueblo, que remendó con dedicación y esmero mis zapatos infantiles. Pero esta carta no debe catequizar a usted con ejemplos.
Sólo quiero decirle una cosa: si usted, en vez de irritarse, siente que algo nace en su corazón y llega como un reproche hasta sus manos, venga a mi casa y recoja mis zapatos, intente en ellos una segunda operación, y todas las cosas quedarán en su sitio.
Yo le prometo que si mis pies logran entrar en los zapatos, le escribiré una hermosa carta de gratitud, presentándolo en ella como hombre cumplido y modelo de artesanos.
Soy sinceramente su servidor.


LECTURA SUGERIDA CCXLIX


"Memorias de Adriano” de Marguerite Yourcenar
Traducción: Julio Cortázar
Sudamericana. Buenos Aires. 2000

LECTURA SUGERIDA CCXLVIII


“Breve santoral” de Silvina Ocampo
Dibujos de Norah Borges
Ediciones de Arte Gaglianone. Buenos Aires. 1985

sábado, 22 de octubre de 2016

LEOPOLDO MARÍA PANERO (España, Madrid, 1948 – Las Palmas de Gran Canaria, 2014)

 
DIARIO DE UN SEDUCTOR
 
No es tu sexo lo que en tu sexo busco
sino ensuciar tu alma:
desflorar
con todo el barro de la vida
lo que aún no ha vivido.

viernes, 21 de octubre de 2016

JOSÉ WATANABE (Perú, Trujillo,1945 – Lima,2007)

 
EL NIETO

Una rana
emergió del pecho desnudo y recién muerto
de mi abuelo, Don Calixto Varas.
Libre de ataduras de arterias y venas, huyó
roja y húmeda de sangre
hasta desaparecer en un estanque de regadío.
La vieron,
con los ojos, con la boca, con las orejas
y así quedó para siempre
en la palabra convencida, y junto
a otra palabra, de igual poder,
para conjurarla.
Así la noche transcurría eternamente en equilibrio
porque en Laredo
el mundo se organizaba como es debido:
en la honda boca de los mayores.

Ahora, cuando la verdad de la ciencia que me hurga es insoportable,
yo, descompuesto y rabioso, pido a los doctores
que me crean que
la gente no muere de un órgano enfermo
sino de un órgano que inicia una secreta metamorfosis
hasta ser animal maduro y dispuesto
a abandonarnos.


LECTURA SUGERIDA CCXLVII


"Una viuda difícil - Judith y las rosas” de Conrado Nalé Roxlo
Colección “Literatura”
Colihue. Buenos Aires. 2009

jueves, 20 de octubre de 2016

LUIS GUDIÑO KRÄMER (Entre Ríos, 1898 – Córdoba, 1973)

 

LIÑANDO


-Anoche –contaba Zapata- , después que se fue la balsa, andaba cazando un surubí frente a lo de Moncho Camacho. Zambullía juerte el animal, y salimoj a liñarlo. La noche estaba clarita y el río corría manso. Yo apronté la fija, por las dudas. Anduvimos hasta medianoche y no lo pudimos prender.

“Por ahí, el muchacho que iba a la popa del chinchorro, ensartó algo pesau, empezó a tirar de la liña y me gritó…:Tata , algo grande se ha prendido. ..” Quedamos como varausplantaus en medio de la cancha. Largué los remos y el bicho apenas si se movía un jeme. “Surubí no es” dijo. “No hace juerza”. Y seguimos recogiendo, despacio…

“¿Saben lo que sacamos, al fin…? Venía a los borbollones, y cuando sacó la cabeza nos comenzó a tratar y a destratar como quiso. Lo sacamos al Hilario Banegas, que se había quedaudormido…”

Nos reímos todos, y concluyó Zapata:

-Apenas sacó cabeza y se prendió de la canúa, me dijo Banegas…:”Pero che, Zapata.¿en qué país vivimos? Ya no se puede estar tranquilo ni abajo del agua…”.


LECTURA SUGERIDA CCXLVI


“Los sueños del sapo. Cuentos y leyendas” de Javier Villafañe
Colección “Los libros de Boris”
Colihue. Buenos Aires. 2010

JORNADA HOMENAJE A JORGE LUIS BORGES


30 AÑOS DE INMORTALIDAD

Disertaciones. Lectura de textos borgeanos. Actividades en artes visuales.


miércoles, 19 de octubre de 2016

TEATRO EN LA BIBLIOTECA



Secretaría de Cultura del Gobierno de Mendoza
presenta
"YRIGOYEN PERÓN- PERÓN YRIGOYEN"
Sábado 22/10....21 hs.
Entrada Gratuita.


LECTURA SUGERIDA CCXLV


"La metamorfosis” de  Franz Kafka
Traducción y prólogo: Jorge Luis Borges
Edición Aniversario
Losada. Buenos Aires. 2016

JAIME MUÑOZ VARGAS (México, Gómez Palacio, 1964)


TORTILLAS

Éramos una horda de niños, siete de mi madre y el resto puros vecinos. Tocaron. Aquella tarde mi madre abrió la puerta y eran dos mormones, uno rubio, a todas luces gringo, y otro moreno, a todas luces de la raza de bronce, de los nuestros. Los dos jóvenes pidieron permiso para dar una plática y mi madre no halló motivo para negarse. Eran otros tiempos, no se le tenía miedo al extraño ni aunque fuera gringo. La visita nos pareció extraordinaria, tanto que de inmediato corrimos a pasar la voz entre los amigos de la cuadra. Sin saber cómo pasó, al rato ya estábamos quince niños en el patio, listos para escuchar a los encorbatados. Recuerdo que mi madre se ocultó en la cocina mientras el patio era un hervidero de expectación infantil. Todos queríamos oír al güero, saber cómo hablaba. Pasado un rato, luego de que el mexicano introdujo sin despertar nuestra sorpresa, el gringo dijo unas palabras y todos reímos: hablaba como Tiro Loco el de las caricaturas, el amigo del burrito Pepe Trueno. Con su cara de marinero perfecto, nos indicó que organizaría varios juegos. El único que recuerdo fue el de “Simón dice”. Consistía en hacer todo lo que indicaba el gringo, quien iba eliminando competidores si daba una orden y era ejecutada sin que antes de la orden dijera “Simón dice”. Los juegos siguieron y llegó la noche. Mi madre nos llamó luego a cenar, pero se refería a todos, incluidos los mormones. Jamás olvidaré los titubeos de nuestros visitantes, la sensación de que eran imprudentes al aceptar la cena. Mi madre los convenció, dijo que era algo sencillo, un bocadito preparado así nomás, a las carreras ante la repentina fiesta. No había sillas para tantos en la mesa de la cocina, así que cenamos de pie. Todos veíamos al gringo, era el único distinto entre los comensales. Cuando comenzamos a estirar la mano hacia el mantelito donde mi madre arrojaba, una tras otra, las suculentas tortillas de harina, el gringo tomó una, la dobló en taco, le dio una mordida y a partir de allí ya no pudo parar. Creo que se comió veinte y un vaso con leche, y en ningún momento dejó de elogiar el milagro que había hecho mi madre. Lo que el gringo nunca supo es que mi madre hizo ese milagro todos los días al menos durante treinta años. Así era. Tenía las manos infinitas.



martes, 18 de octubre de 2016

LECTURA SUGERIDA CCXLIV


“Mortal en la noche” de Fernando G. Toledo
Alción Editora. Córdoba. 2013

BOB DYLAN (USA, Duluth, Minnesota, 1941)


COMO UNA PIEDRA QUE RUEDA

Hubo un tiempo en que te vestías tan bien,
en la flor de la vida les tirabas limosnas a los mendigos, ¿no?
La gente te decía: «cuidado, muñeca, te estás yendo a pique».
Vos pensabas que te hacían un chiste,
solías reírte de todo aquel
que anduviera cerca de vos.
Ahora no hablás tan fuerte,
ya no parece enorgullecerte
tener que mendigar tu próxima comida.

¿Cómo se siente?
¿Cómo se siente
estar sin hogar,
como una total desconocida,
como una piedra que rueda?

Ah, sí, fuiste a los mejores colegios, todo bien, Miss Soledad,
pero sabés bien que lo hacías para aprovecharte,
y nadie te enseñó eso de vivir en la calle.
Ahora vas a tener que acostumbrarte.
Decís que no tenés nada que ver
con el extraño vagabundo, pero ya te diste cuenta
de que no te ofrece ninguna excusa
cuando mirás sus ojos vacíos
y le preguntás «¿hagamos un trato?»

¿Cómo se siente?
¿Cómo se siente
estar a la deriva,
sin dónde caerte muerta,
como una piedra que rueda?

Ah, nunca te interesaron las caras que ponían
los payasos y malabaristas que hacían trucos para vos.
Jamás entendiste que no eran nada buenas.
No debiste dejar que todos tuvieran una patada para darte.
Solías subirte a corceles cromados con tu diplomático,
que te llevaba en sus hombros como a un gato siamés.
¿Viste qué duro fue descubrir
que él no era lo que parecía
y se ha llevado todo lo que podía robarte?

¿Cómo se siente?
¿Cómo se siente
estar a la deriva,
sin dónde caerte muerta,
como una piedra que rueda?

La princesa del castillo y toda la gente linda
se ponen a beber y piensan que ya están hechos
con su canje de objetos preciosos,
pero vos, mejor, sacate el anillo de diamantes y andá empeñarlo, nena.
Eras tan amorosa
con el harapiento Napoléon y el vocabulario que usaba.
Andá con él, que te está llamando y negarte no vas a poder.
Cuando no tenés nada, no hay nada que perder.
Ahora que sos invisible no tenés nada que ocultar.

¿Cómo se siente?
¿Cómo se siente
estar a la deriva,
sin dónde caerte muerta,
como una piedra que rueda?
 
Traducción de Fernando G. Toledo

lunes, 17 de octubre de 2016

LECTURA SUGERIDA CCXLIII


“¿Quién se sentó sobre mi dedo? De Laura Devetach
Colección: “Del Pajarito Remendado-Serie Naranja”
Ilustraciones: Marín
Colihue. Buenos Aires. 1984

EVA DÍAZ RIOBELLO (España, Gijón, 1980)


TRENZAS

La pasión de mi vida es hacer trenzas. Hábiles, mis manos adquieren vida propia al entrar en contacto con una melena. Atrapan mechones y los unen a velocidad de vértigo: trenzas clásicas, africanas, de espiga, de medio lado, no hay variedad que se me resista. Las mujeres entran a mi peluquería y salen convertidas en obras de arte. Soy avariciosa, todo para mí es una trenza potencial: las plantas, la comida, las madejas de lana. Tiemblo de emoción ante un plato de espaguetis. Pruebo y combino ingredientes sin control: pelo y hierbas, tela y flores, plumas o algodón. Y de repente llegas tú, con tu cráneo pelado, y me dices desafiante que no te irás de mi local sin una trenza. Ignoras de lo que soy capaz. No tienes barba, patillas ni bigote al que recurrir, así que te arranco la ropa y busco en vano un mechón en tu cuerpo lampiño. Tú ríes, provocándome. Yo me despojo con furia de mi uniforme. Ávida, te envuelvo con mis piernas y te encajo firmemente entre mis muslos. Es mi triunfo. La trenza definitiva. El éxtasis.

 

 

domingo, 16 de octubre de 2016

LECTURA SUGERIDA CCXLII


“El beso de la mujer araña” de Manuel Puig
Colección: “Novela”
Booket. Buenos Aires. 2011

SANDRO CENTURIÓN (Formosa, 1975)

 
RAMONCITO, EL FRÁGIL

Fue un accidente tonto, Ramoncito intentaba treparse a una silla para alcanzar la llave de la luz. Le gustaba de una manera especial encender y apagar las luces de la casa. Había logrado aquella hazaña en anteriores ocasiones pero esta vez apoyó mal una de las rodillas y cayó al piso. Se hizo trizas el pobre Ramoncito. Sus pedacitos llegaron hasta la puerta del baño y toda esa tarde tuvimos que andar con la vista en el piso y en ojotas por si pisábamos algún fragmento perdido de Ramoncito. Desde que nació sabíamos que sería frágil. Igual, mamá lo recuperó. Con la paciencia que sólo una madre puede tener lo armó como a un rompecabezas, además ella era la única que podía saber dónde iba cada parte. Pegó todos y cada uno de sus pedacitos con la boligoma de Florencia, y casi la deja sin pegamento para la clase de plástica de pegar tantos pedazos y pedacitos del pobre de Ramocito. Ahora ya está bien, corre y salta como antes, y mamá nos reta a todos si lo dejamos de vigilar aunque sea por un instante. Ramoncito es el más chico, el mimado de la casa. Todos lo queremos y lo cuidamos mucho para que sea grande y fuerte como su papá, que de seguro ha de ser un hombre muy fuerte, como dice mamá, y que no se rompa de balde como nosotros, que andamos dando lástima dejando nuestros pedacitos por todas partes.


sábado, 15 de octubre de 2016

CINE EN LA BIBLIOTECA


 Cineclub Libertario y el ciclo “Quentin Tarantino
Domingo 16 – hora 20
Proyección de “DEATH PROOF”
Los esperamos

ROBERTO ARLT (Buenos Aires, 1900-1942)

 
EXTRAORDINARIA HISTORIA DE DOS TUERTOS

Dudo que tuerto alguno pueda contar otra maravillosa historia semejante a la que nos ocurrió a mí y a Hortensio Lafre, tuerto también como yo. Y ahora tomáos el trabajo de leerme.
Tenía yo pocos años de edad cuando perdí mi ojo derecho en un accidente de caza que le aconteció a mi padre, y la ruina sobrevenida a éste poco tiempo después, por ser más aficionado a los deportes cinegéticos que al cuidado de su molino y campos, nos arrastró a todos hasta ese refugio de fracasados que es el Barrio Latino de París. Después de numerosas peripecias que no son del caso, a la edad de dieciocho años conseguí un empleo de cobrador de una compañía de mutualidad, y en este trabajo me ganaba penosamente la vida, durante los comienzos del año 1914, cuando a fines del mes de enero trabé conocimiento con un venerable caballero que estaba asociado a la compañía. Este buen señor usaba barba en punta como un artista, y su melena de cabello entrecano y ondulado, así como su mirada bondadosa, le concedían la apariencia que podría tener el padre del género humano si acertaba a hacerse invisible. Se llamaba monsieur Lambet.
Monsieur Lambet vivía en una discreta casa con jardincillo en el arrabal de Mont Parnasse, y la segunda vez que le fui a cobrar la cuota de su seguro, como no tuviera nada que hacer, me acompañó por las calles y se interesó evidentemente en las condiciones en que vivía yo y mi madre y mi hermana. Cuando le manifesté que nuestra condición económica era sumamente precaria, no se asombró, y sí recuerdo que me dijo con tono de voz sumamente patético:
-Mi querido joven: si vos usarais un ojo de vidrio os sería mucho más fácil conseguir un puesto honorable.
-¿De dónde sacar el importe de un ojo de vidrio, monsieur Lambet? ¿De dónde?
Monsieur Lambet guardó un prudente silencio y continuó caminando en silencio a mi lado. Luego me dijo:
-Evidentemente, no se trata de menospreciar vuestra persona, pero un joven tuerto no es, en manera alguna, atrayente.
-Vaya si lo sé -repuse yo, suspirando tristemente.
Monsieur Lambet prosiguió:
-Ha progresado tanto la industria de los ojos de vidrio, que hoy se hacen tan perfectos, que hay personas que afirman que los ojos de vidrio son más tiernos y expresivos que los ojos naturales. Yo no me atrevería a jurar eso, pero evidentemente un hombre tuerto con su ojo de vidrio es mucho más atrayente que sin él.
-Monsieur Lambet: creo que yo jamás reuniré el dinero que cuesta un ojo de vidrio.
Pero monsieur Lambet era un hombre de sentimientos nobles. Me tomó de un brazo, me apretó y me dijo:
-Querido joven: vos me recordáis, precisamente, el rostro de un hijo mío muerto hace muchos años. Permitidme seros útil. Monsieur Tricot, honrado comerciante amigo mío, trafica en anteojos, lentes, vidrios de aumento y ojos artificiales. Yo os recomendaré a él, y estoy seguro que accederá a colocaros un ojo de vidrio en condiciones que no os serán onerosas.
Deshaciéndome en muestras de gratitud le di repetidas gracias a monsieur Lambet, quien me estrechó contra su pecho y dijo que estaba encantado de poder serme útil en tal insignificancia, y debió serlo, porque cuando al día siguiente me presenté en la tienda de monsieur Tricot, monsieur Tricot, un caballero alto, grueso, de atravesada mirada y espesa barba negra, me recibió aparatosamente, me hizo entrar a su trastienda y dio principio al trabajo de probarme diferentes ojos de vidrio, hasta que finalmente descubrió un hermoso ejemplar que parecía hermano gemelo del mío, natural, a punto, que al observarme en un espejo no pude menos de lanzar un grito de admiración. Me había transformado en otro hombre gracias a la bondadosa generosidad de monsieur Lambet.
Cuando lo interrogué a monsieur Tricot respecto al precio del ojo de vidrio, me respondió:
-Vete a darle las gracias a tu benefactor, y no te preocupes. Lo que des aquí en la tierra, lo recibirás centuplicado en el cielo. Lo que debes hacer, truene o llueva, es quitarte este ojo todas las noches y ponerlo en remojo en un vaso de agua como si fuera una dentadura. Mediante ese procedimiento, sus colores se mantendrán siempre frescos y puros y no darás a la gente una mala impresión, porque los ojos de vidrio se empañan mucho con la humedad.
Nuevamente le di las gracias a monsieur Tricot, prometiéndole seguir escrupulosamente sus consejos, y poco menos que bailando por las calles llegué a Mont Parnasse, donde al ver a monsieur Lambet me precipité hacia él. Monsieur Lambet, como si yo fuera su mismo hijo resucitado, me tomó por los brazos, me miró y me dijo:
-Vive Dios que eres mi hijo, mi propio hijo resucitado, y no te dejo marchar. De aquí en adelante vivirás en mi casa.
No hubo forma de persuadirle para que dejara de cumplir su deseo, y tuve que complacerle y marcharme de mi casa a vivir en la suya. No dejé de ser lo suficiente ingrato para desconfiar de las atenciones de mi protector; pero a los pocos días de vivir bajo su techo, comprendí que me había equivocado groseramente. Monsieur Lambet era el más simpático y bueno de los hombres. Lo único que exigía de mí era que durmiera en su casa y almorzara y cenara con él. Luego me dejaba salir a vagabundear, no sin dejar de decir siempre que se despedía de mí:
-Gracias, muchacho. Me has dado el placer de pasar una hora con mi hijo.
Mi excelente familia se alteró con este cambio, en razón de mi juventud e inexperiencia, pero terminaron convenciéndose de que monsieur Lambet era un viejo maniático cuyo trato nos beneficiaba. Y así era. Un mes después de este cambio, monsieur Lambet, alegremente, me informó que por favor de monsieur Tricot había obtenido para mí una plaza de vendedor de anteojos y ojos de vidrio en la zona alemana de Hamburgo. Recibiría sueldo y un tanto por ciento sobre los beneficios de las ventas. Yo me manifesté algo reacio a abandonar mi puesto de cobrador, pero tanto insistió monsieur Lambet en que mi posición económica cambiaría fundamentalmente, que resolví contra mi agrado hacer la prueba. No creía en el éxito de los ojos de vidrio. Para que mis gastos fueran menores, monsieur Lambet me recomendó al Hotel de “Las Tres Grullas”, cuyo propietario, un sonriente y gordo hamburgués, me recibió como si fuera su hijo. ¡Evidentemente, el mundo estaba repleto de buena gente!
Mi primera salida por Hamburgo fue un éxito. Vendí lentes y ojos artificiales como para reparar a un ejército de tuertos.
Desde entonces Hamburgo fue mi base de operaciones…, pero una noche que dormía en “Las Tres Grullas” me ocurrió un suceso tan extraño, que aún hoy es motivo de maravilla entre los que tienen la paciencia de escuchar mi relato.
Había llegado tarde al hotel porque me entretuve en el puerto, conversando con algunos comerciantes que querían estudiar en París las posibilidades de colocar ciertos artículos de fantasía.
Serían las dos de la madrugada, y trataba inútilmente de conciliar el sueño, cuando la puerta de mi habitación se abrió tan cautelosamente, que, sobreponiéndome al instintivo temor que causa la presencia de un extraño en nuestra alcoba, resolví espiarlo. En caso que pasara algo, sabría defenderme.
Como es natural, esperaba que el desconocido se dirigiera al ropero, en cuyo interior estaba colgado mi traje; pero con mi único ojo entreabierto, a la grisácea claridad que se filtraba por un postigo entreabierto, reconocí al dueño de “Las Tres Grullas”, que se dirigía a la mesa.
¿Sabéis lo que hizo allí? Tomó la copa de agua donde se encontraba sumergido mi ojo de vidrio, y con ella se retiró tan cautelosamente como había venido.
Yo quedé atónito. ¿Qué quería hacer el hombre con mi ojo de vidrio? ¿Pretendería robármelo?
El suceso me resultaba tan extraordinario, que una hora después no había conseguido dormirme, y en el mismo momento que en el reloj daban las tres de la madrugada, la puerta de la habitación volvió a chirriar, y el infiel hospedero, de puntillas, tan cauteloso como había entrado, con el vaso de agua en la mano, se aproximó a la mesa y dejó allí la copa.
En el interior del vaso de agua se encontraba mi ojo de vidrio.
¿Qué misterio encerraba ese ritual?
Pero no tuve tiempo de meditar mayormente sobre el misterio de mi ojo de vidrio, porque a las cinco de la mañana salía el rápido de París, y a pesar de que mi noche había sido extraordinaria, aquel amanecer no lo iba a ser menos, por efecto de una de aquellas casualidades de apariencia sobrenatural y que en la realidad de la vida son tan frecuentes e inagotablemente asombrosas.
Me despedí del dueño de “Las Tres Grullas” como si no me hubiera ocurrido nada, pero “in mente” estaba resuelto a aclarar aquel suceso, cuando otro hecho vino a complicar mi desorden mental.
No había terminado de ocupar mi asiento en mi coche de segunda, cuando frente a mí se detuvo Hortensio Lafre, un camarada de mi infancia.
Desde que mi familia había abandonado el pueblo no nos habíamos visto. En cuanto cambiamos una mirada, nos reconocimos, y después de abrazarnos efusivamente nos quedamos contemplándonos con ese gusto asombrado con que volvemos a encontrarnos con los testigos de nuestros primeros juegos; y de pronto, ambos nos lanzamos a quemarropa:
-Tú tienes un ojo de vidrio.
-Sí. Y tú también.
-Sí.
-¿Y qué haces por aquí?
-Vendo cristales, anteojos, ojos de vidrio.
Yo me quedé examinándolo, turulato.
-¡Cómo! ¿Tienes la misma profesión?
-¡Tú también vendes ojos de vidrio!
-Sí.
-¡Cristo! Esto sí que es raro.
Ahora le tocaba a Hortensio asombrarse. Súbitamente inspirado, le dije:
-¿Cómo te metiste en esto?
Hortensio comenzó a narrarme su historia:
Acosado por la necesidad se había dedicado a vender novelas por entregas, cuando un día, al llegar al barrio de Saint-Denis, se encontró con un honorable anciano que le cobró simpatía porque Hortensio se parecía prodigiosamente a su hijo muerto.
-¡Satanás! ¡Esa es mi historia! Continúa.
El viejo bondadoso, lamentándose de que Hortensio fuera tuerto, lo recomendó a lo de monsieur Tricot, quien no sólo le regaló un ojo de vidrio, sino que le proporcionó una ventajosa colocación para venderlos en el extranjero.
-Lo mismo me ha ocurrido a mí, Hortensio. Exactamente lo mismo.
-No.
-Así como lo oyes. Dime: tu protector ¿no es un anciano con facha de pintor, pelo entrecano, barba en punta?
-Sí.
-Pues es él, monsieur Lambet.
-Yo lo conozco bajo el nombre de Gervasio Turlot.
-Pues el viejo, se llame Turlot o Lambet, debe ser un peligrosísimo bribón: en nuestra aventura hay demasiado misterio.
-¿Qué te parece si vemos al comisario de Saint-Denis? Yo lo conozco porque le he vendido a su mujer varias novelas por entregas.
-Perfectamente.
En cuanto llegamos a París nos dirigimos a la comisaría de Saint Denis, y Hortensio se hizo anunciar al comisario. Una vez en su presencia, yo me senté en el escritorio y comencé a narrarle las etapas de mi aventura. El comisario nos escuchaba asombradísimo. Finalmente requirió la presencia de un perito en ojos de vidrio, y cuando el hombre llegó, le entregamos nuestros ojos artificiales. Éste comenzó a manipular en los globos de vidrio hasta que éstos se abrieron en sus manos. En el interior de un ojo de vidrio (el mío), en un espacio hueco y circular, encontró un rollo de papel de seda, escrito con letra casi microscópica. Era un pedido a monsieur Lambet de la dirección de un oficial que había sido exonerado del ejército por deudas. En el ojo de vidrio correspondiente a mi amigo Hortensio había, en cambio, una orden a monsieur Turlot, para que asesinara al “agente 23”, culpable de proporcionar datos falsos.
No quedaba duda. Monsieur Lambet, alias Turlot, era el eslabón terminal de una activa cadena de espías y nosotros, dos inocentes tuertos, sus mensajeros insospechables. Como aún no había estallado la guerra, monsieur Lambet, mi benefactor, fue detenido y condenado a treinta años de presidio. En cuanto al dueño de “Las Tres Grullas”, continúa en Hamburgo, y posiblemente sirva ahora a otra pandilla de espías. Pero yo ya no creo en la bondad de los protectores desconocidos.

LECTURA SUGERIDA CCXLI


“La Bella Otero. Reina del varieté” de Pedro Orgambide
Colección: “Narrativas Históricas”
Sudamericana. Buenos Aires. 2001

viernes, 14 de octubre de 2016

LECTURA SUGERIDA CCXL


“Cuentos completos” de Enrique Wernicke
Ilustraciones: Sanyú
Colección: “Los Grandes”
Colihue. Buenos Aires. 2001

RAÚL BRASCA (Buenos Aires, 1948)


TRAVESÍA

Caminaban a la par. Se habían jurado lealtad y que dividirían todo por mitades. Frente al desierto, igualaron el peso de sus alforjas y se internaron seguros. No los doblegaron la impiedad del sol ni el rigor de la noche y cuando se les acabó la comida repartieron el agua en partes iguales. Pero la arena era interminable. Paulatinamente, el paso se les hizo más lento, dejaron de hablar, evitaron mirarse. El día en que, con vértigo aterrador, sintieron que desfallecían, se abrazaron y así siguieron andando. Cayeron exhaustos al atardecer. Durmieron. Ya había amanecido cuando uno de ellos despertó sobresaltado: le faltaba parte de un muslo. El otro, que lo comía, continuó indiferente, terminó, volvió a tenderse, y como si completara un gesto irrevocable, atendió a la mano que su amigo le alargaba y le dio elcuchillo.

jueves, 13 de octubre de 2016

FERNANDO SÁNCHEZ SORONDO (Buenos Aires, 1943)


LAS HERMANAS DE JAVIER WICONDA
 
Hay un día de su vida que Javier Wiconda no olvidará. No porque ese día muriera su hermana, sino por otras circunstancias, sin duda arbitrarias, que constituyen el argumento y la justificación de este relato.
El 7 de febrero de 1950, Javier Wiconda, que vivía en el campo, a tres leguas de un precario poblado de provincia, recibió este telegrama: "Tu hermana ha muerto. Te esperamos. Mamá".
Lo primero que hizo Wiconda fue encaminarse al pueblo -de donde un chacarero vecino le había traído el cable- para averiguar a cuál de sus tres hermanas se refería el mensaje. Nada; en el correo no lograron superar la condolencia. Y el escribano Ezequiel, recién llegado de la metrópoli, no traía esta vez noticias sobre la familia Wiconda.
Lo primero que pensó, o sintió, no se puede consignar sin peligro de error. Así, pues, sin respetar el orden en que afloraron pensamientos, sentimientos y sensaciones, diremos que Wiconda ya de vuelta en el campo y sin saber en cuál hermana concentrar su dolor, agotó sus recursos contra la realidad.
Poco antes de cumplir los treinta (siete años atrás) Wiconda se había trasladado de Buenos Aires, donde residía su familia, a una robusta casona de campo que perteneció, antaño, al casco de una estancia centenaria. Allí solían veranear su padre (a quien valoró, tal como aquél le predijo, sólo después de su muerte) y sus casi irreales antepasados, cuyos retratos decoraban ahora las paredes de la casa, expuestos por orden de desaparición, como trofeos de la muerte. Allí los muebles de jacarandá y caoba (su cama, por ejemplo, que cobijaba generaciones de sueños) sahumaban los silenciosos recintos con una fragancia ancestral, sólo comparable a la que despedían las páginas amarillentas de los viejos libros de cuentos, que habían nutrido la imaginación infantil de los antepasados de Wiconda.
Allí estaba él ahora, acodado en su escritorio de ébano, enfrentando la fúnebre concisión del telegrama que tenía delante. "Este telegrama -divagaba- como tantos otros, pudo muy bien haberse extraviado en el correo, en cuyo caso no me habría enterado de nada." La posibilidad de una ignorancia tan dichosa constituyó una primera evasión. Perfeccionando este razonamiento disfrutó la conclusión de que su hermana no había muerto.
Su hermana no había muerto; pero imprevistamente, agazapada como un perro detrás de una reja, le ladraba de pronto la realidad, y su hermana -¿cuál de ellas?- volvía a morir aquella tarde.
La caligrafía indiferente del telegrama le sugirió, más tarde, otro atajo de evasión: se trataba, imaginó, de una de las consabidas artimañas del viejo ese del correo, tan proclive a la imbecilidad. En la monotonía tenaz de la pampa parecía hasta comprensible despabilar de vez en cuando a la imaginación con semejantes baldazos de agua fría. Sin duda era por eso que el viejo del correo se había mostrado, sospechosamente, tan condolido por él.
Empero, su viaje por la fantasía se tornaba paulatinamente insostenible; desde su frágil tabla de salvación, con una serenidad nueva, divisó Wiconda la tierra firme de los hechos.
A las seis de la tarde, abatido por la incongruencia de su fantasía, aceptó la incongruencia de la realidad.
Había muerto una hermana suya, y no sabía cuál. El viento del oeste abrió el ventanal de su cuarto. Un tenue rayo de sol se proyectó libremente en la pared opuesta al ventanal, cuyas hojas batientes lo desviaban aquí y allá. Con la precisión interrogativa de un puntero escolar, el rayo de luz señalaba ante Wiconda, alternadamente, las fotografías de sus hermanas colgadas en la pared. Cynthia : una niñita rubia que acaricia concentradamente su gata blanca de angora. Luisa: vivaces ojos que se entre cierran con un gesto esquivo de impaciencia ante la cámara fotográfica, Teresa: una cara ensanchada por la risa.
Wiconda se levantó, cerró la ventana, ensilló su caballo y al cabo de dos horas llegó al pueblo. Tomó un pasaje de ómnibus y ocupó su asiento, junto a una ventanilla. Eran las ocho de la noche; dentro de once horas estaría en Buenos Aires.
El ómnibus arrancó con su creciente acoplado de humo. A la vera del camino los álamos se iban consustanciando con la noche. El día artificial de los faroles se inauguraba en la llanura. Era la hora en que el campo multiplica sus dimensiones: tras su apariencia cotidiana encubre una esencia mágica y fugitiva, que sólo se deja presentir, ante la cual quedamos confusamente extasiados, como frente a alguien que se empeñara en transmitirnos un mensaje sobrenatural en un idioma sobrenatural. No hubo somníferos eficaces para Wiconda. Su memoria citó primero a Cynthia, la mayor. Desde, su incómodo asiento de viaje, él pronunció ese nombre y ella acudió, con su tapado marrón y su pelo rubio trenzado por el viento. Era el puerto; ​Cynthia partía. Grúas que miraban hacia el río como impávidas jirafas de hierro. El bello nombre de un barco. Gente que se abrazaba como por última vez. El fogonazo de una fotografía sobre una sonrisa puntual. Cynthia hablaba como nunca, sin control, agitándose cual una víbora que acabasen de matar, riéndose; hablaba con las manos y con los ojos; parecía un prestidigitador sacando palabras hasta debajo de las mangas. Porque ella no hubiese soportado aquel silencio al que se confinó Wiconda en medio de la torpe intensidad de su emoción. En la cubierta del buque se encendieron los faroles; lentamente, Cynthia se fue haciendo cada vez más pequeña en la tarde y cada vez más grande en el corazón de Wiconda, mientras se alejó la enorme mole blanca del buque, entre aguerridas órdenes marineras.
Tuvo otro recuerdo de Cynthia, y otro, y otro más. Era una noche estival, en un jardín. Hamacas blancas, magnolias, furtivo ruido de alas entre los árboles. Junto a la mesa de Cynthia, una tímida especie de hombre parecía injuriarla; Wiconda había acudido en su defensa. Recordó la sonrisa de Cynthia (no intervenían los labios) con que le dijo) al verlo: "Perdónalo".
Hondamente, impunemente, como versos recordados sin querer, allanaron su memoria las imágenes de Luisa y de Teresa. La voz de Luisa y el barullo juvenil del ómnibus se disputaron la atención de Wiconda. Luisa triunfó, su voz pausada, su mirada pausada. Como antaño, él examinó otra vez el escritorio de su hermana: los exámenes escritos por los alumnos dé Luisa -bajo la severa imagen del escudo nacional- y corregidos por ella con enérgico lápiz rojo ("El desastre de Cancha Rayada: muy bien 1O"; "Una mañana de otoño: reguIar"), un crucifijo, un poema surrealista, y todo cuanto deparaban, por orden de azar, aquellos cajones procelosos. Wiconda la recordó compartiendo la mesa familiar; sus manos llenas de tiza, su dulce voz abatida por las aulas. La vio regresar de sus tareas -aprendía filosofía, enseñaba castellano--reclamar sin dilación la comida, definir el amor (amor benevolente, amor concupiscente) y partir. La vio arreglarse ante un espejo, en oprimentes días de verano, para una repartición de premios escolares; vio sus zapatos masculinos; vio su torpe maquillaje, y tuvo piedad, y lloró, al observar su partida marcial, con sus discursos bajo el brazo y aquella lenta gota de sudor reptando por su rostro, antes de convertirse en piel
¿No volvería a ver a Luisa? ¿No volvería a encontrarla caminando, sobrellevando su femineidad como un lastre?
Y Teresa, Teresita, su hermana menor, a la que vio nacer. .. a quien le enseñó los colores, las letras del abecedario. ¡A quien llevaba, una vez por mes, al zoológico! ¿ Quién cuidaría ahora los seis hijos de Teresa? ¿Detrás de qué persona se esconderían ellos al visitar "la casa grande" de la abuela?
¿ Quién alegraría la casa grande con jirones de risas infantiles o con la noticia, casi periódica, de un nuevo miembro en la familia?
Wiconda trató de concentrarse en los detalles del viaje. Miró afuera y sólo encontró su propio rostro reflejado en la ventana. Con una curiosidad voluntariosa averiguó la hora. Los pasajeros, que en un principio permanecieran bien sentados, tiesos de educación, se hallaban ahora familiarizados con el ómnibus, y no disimulaban su cansancio. Reposaban a sus anchas, relajadamente, y los privilegiados habían puesto sus piernas sobre los asientos, dando al ómnibus aquel aspecto exhausto de los bares a la madrugada, cuando las sillas descansan encima de las mesas.
Desperezándose, alguien bostezó el nombre de una estación. El ómnibus, después de superar tantos villorrios, arribaba por fin a una ciudad.
Wiconda se lanzó del asiento en busca de un teléfono. Imposible: le avisaron que había cincuenta minutos de demora; el ómnibus partiría en menos tiempo. La noche era húmeda y brillante como la piel de una foca. Wiconda fue al bar de la estación y pidió té. Sus compañeros del ómnibus, que ya habían trabado amistad entre sí, reían y hablaban con voz de viaje largo. El pan tenía el sabor avinagrado de su garganta, por donde se abría paso con dolorosa dificultad. En el vidrio de la ventana se  veía aún, adherida por la humedad, la pálida cortina de estrellitas blancas de flit, dispuesta contra las moscas.
Al regresar al ómnibus, en la más densa oscuridad, en la borra de la noche, Cynthia volvió a su lado. Como cuando él, por asustarla, tocaba las notas más graves del órgano en la estancia, Cynthia volvió a su lado y ellos volvieron a mirarse con solidario pavor.
Fue entonces cuando Wiconda, en un penoso intento de soborno al destino, formuló la promesa. Si Cynthia no estaba muerta, él sé la llevaría al campo y la colmaría de paz. Reconstruirían su guarida secreta del vivero, adonde Cynthia llegaba montada en su tobiana, eludiendo la hora de la siesta, con una furtiva provisión de licor de coquitos, jamón crudo y galleta con sabor a arpillera. Volverían a aspirar las madrugadas de alfalfa, a levantarse tan temprano como entonces, que apenas podían reconocer sus caballos en la oscuridad polvorienta del corral. Como entonces, cuando salían a cabalgar entre la niebla y Cynthia cantaba porque sí. Y el infortunio de Cynthia-su extraño destino de mujer- quedarían soterrados como una plantación exhausta al paso del arado, para que resurgiera la limpia tierra de su .infancia. Si ella no estaba muerta, Wiconda la libraría de esa ciudad odiosa y se la llevaría al campo.
Un incisivo sentimiento de culpa sobrecogió a Wiconda. Sintió que el lamentar a Cynthia implicaba una actitud fratricida respecto a las demás. Sintió que había elegido, que él era él verdugo. Odió su imposibilidad de abstracción, de sueño. Trató de recordar y recordó, en vano, el método que su madre le había enseñado, cuando niño, para contraer el sueño: cerrar los ojos, apretar los párpados y concentrar la ciega mirada en la nariz. Wiconda se levantó del asiento y se puso a caminar por el pasillo. Los pasajeros dormían un sueño tan lejano y profundo, que el ómnibus parecía vacío, mientras él caminaba atrozmente despierto, como el sereno de un edificio en peligro.
Al volver a su asiento, con ilusoria divagación de sueño, se resignó Wiconda a las imágenes de sus hermanas que emergían al unísono, en punzante discordancia, como distintas melodías irradiadas a la vez. Cynthia, Teresa, Luisa, Cynthia, Cynthia.
Luego, la noche abominable. Los minutos que se sucedían como en cámara lenta. Y todo lo que faltaba todavía: las puertas que tendría que abrir, las veces que debería repetir buenos días antes de saberlo todo. Y la certeza de que él, quisiera o no, seguiría existiendo.
A la seis de la mañana el ómnibus franqueó la última ciudad: los lentos suburbios de Buenos Aires, tristes como un día domingo, con olor a fritanga y zaguanes húmedos y muchachitas que salían de sus casas, desgreñadas, desoyendo mecánicos piropos. Wiconda sentía lejanas estas cosas, ajenas, como un sonámbulo. Una casa anaranjada, una cancha de deportes, un hombre, aparecían en su ventanilla con la tácita arbitrariedad de los dados sobre la mesa de juego. Había agotado en el viaje toda su ansiedad y se sentía exhausto, vacío como antes de existir. Puesto que ignoraba cuál de sus tres hermanas estaba destinada para morir, había matado a todas, con herodiana injusticia, y las había llorado.
Lo demás, Wiconda lo recuerda vagamente, como si otra persona se lo hubiera contado. Lo demás pertenece al día, siguiente, al día cualquiera que siguió al día inolvidable.
Entre rostros y trajes parecidos, entre amagos de abrazos, Wiconda se abrió paso en la sala de su casa, donde halló a su madre. En un tono lánguidamente inquisitivo, ella le dijo que por qué no había venido a la primera noticia, cuando telegrafiaron que "estaba grave". Wiconda no entendió.
No entendió a qué se refería. (Tal vez a uno de esos telegramas que podían muy bien perderse en el correo, y que acaso contenía el nombre improferible.) Su madre le explicó que "había tenido un ataque al corazón". Mientras se dejaba abrazar por ella, Wiconda se preguntó si alguna vez -no ahora, sin duda, pero alguna vez- resolvería el enigma.
En las inmediaciones del féretro se integraban y desintegraban pequeños grupos ambulantes devisitas, que parecían no hallar la postura y el lugar adecuados. El ataúd estaba colocado al fondo de la casa, en la salita del arpa. Lo rodeaban dos mujeres hostilmente llorosas (que Wiconda no se atrevió a mirar), y monótonas letanías. Con una serenidad desconcertante, Wiconda reconoció el cadáver de su hermana. Por fin sabía cuál era, aunque fuera Cynthia.


LECTURA SUGERIDA CCXXXIX


“Un campeón desparejo” de Adolfo Bioy Casares
Emecé. Buenos aires. 1997