Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

viernes, 31 de octubre de 2014

Mañana Literatura Gaseosa

No olvides que mañana te esperamos en la Biblioteca a las 19 horas para compartir una tarde de literatura y gaseosa.

Un espacio de lectura ameno y distendido para compartir tus impresiones y pareceres, sobre el arte más bello, el don de la palabra.

Mientras leemos, charlamos y compartimos, un vaso de gaseosa nos refrescará la tarde.

Si estás interesado por favor confirma por mail a bp231sarmiento@yahoo.com.ar

Te esperamos.

PABLO NERUDA (Chile 1904-1973)

CANCIÓN DESESPERADA

 

Emerge tu recuerdo de la noche en que estoy. 

El río anuda al mar su lamento obstinado. 

 

Abandonado como los muelles en el alba. 

Es la hora de partir, oh abandonado! 

 

Sobre mi corazón llueven frías corolas. 

Oh sentina de escombros, feroz cueva de náufragos! 

 

En ti se acumularon las guerras y los vuelos. 

De ti alzaron las alas los pájaros del canto. 

 

Todo te lo tragaste, como la lejanía. 

Como el mar, como el tiempo. Todo en ti fue naufragio ! 

 

Era la alegre hora del asalto y el beso. 

La hora del estupor que ardía como un faro. 

 

Ansiedad de piloto, furia de buzo ciego, 

turbia embriaguez de amor, todo en ti fue naufragio! 

 

En la infancia de niebla mi alma alada y herida. 

Descubridor perdido, todo en ti fue naufragio! 

 

Te ceñiste al dolor, te agarraste al deseo. 

Te tumbó la tristeza, todo en ti fue naufragio! 

 

Hice retroceder la muralla de sombra. 

anduve más allá del deseo y del acto. 

 

Oh carne, carne mía, mujer que amé y perdí, 

a ti en esta hora húmeda, evoco y hago canto. 

 

Como un vaso albergaste la infinita ternura, 

y el infinito olvido te trizó como a un vaso. 

 

Era la negra, negra soledad de las islas, 

y allí, mujer de amor, me acogieron tus brazos. 

 

Era la sed y el hambre, y tú fuiste la fruta. 

Era el duelo y las ruinas, y tú fuiste el milagro. 

 

Ah mujer, no sé cómo pudiste contenerme 

en la tierra de tu alma, y en la cruz de tus brazos! 

 

Mi deseo de ti fue el más terrible y corto, 

el más revuelto y ebrio, el más tirante y ávido. 

 

Cementerio de besos, aún hay fuego en tus tumbas, 

aún los racimos arden picoteados de pájaros. 

 

Oh la boca mordida, oh los besados miembros, 

oh los hambrientos dientes, oh los cuerpos trenzados. 

 

Oh la cópula loca de esperanza y esfuerzo 

en que nos anudamos y nos desesperamos. 

 

Y la ternura, leve como el agua y la harina. 

Y la palabra apenas comenzada en los labios. 

 

Ese fue mi destino y en él viajó mi anhelo, 

y en el cayó mi anhelo, todo en ti fue naufragio! 

 

Oh sentina de escombros, en ti todo caía, 

qué dolor no exprimiste, qué olas no te ahogaron. 

 

De tumbo en tumbo aún llameaste y cantaste 

de pie como un marino en la proa de un barco. 

 

Aún floreciste en cantos, aún rompiste en corrientes. 

Oh sentina de escombros, pozo abierto y amargo. 

 

Pálido buzo ciego, desventurado hondero, 

descubridor perdido, todo en ti fue naufragio! 

 

Es la hora de partir, la dura y fría hora 

que la noche sujeta a todo horario. 

 

El cinturón ruidoso del mar ciñe la costa. 

Surgen frías estrellas, emigran negros pájaros. 

 

Abandonado como los muelles en el alba. 

Sólo la sombra trémula se retuerce en mis manos. 

 

Ah más allá de todo. Ah más allá de todo. 

Es la hora de partir. Oh abandonado.

jueves, 30 de octubre de 2014

HERNÁN SCHILLAGI (San Martín, Mendoza, 1976)

CUANDO LLAMA LA PUERTA
 
has asomado tu curiosidad a la cerradura equivocada
pero tus ojos que esperaban una historia
de pesadillas y espejos negros comienzan a brillar
como si lo visto viniera del mejor de los futuros
y poco a poco y simultáneamente y atravesándose
las imágenes golpean tu retina tu rutina
y forman una aleación con el miedo
entonces la puerta es una nueva frontera
la línea de sal que cauteriza los prejuicios
 
tu cuerpo por tanto es una región a explorar
una nebulosa carne que se revuelve
tu cuerpo avanza sin sombra
tu cuerpo ya ves se enciende como un sacrificio
por cada paso que das en la piedra
«no hay dolor en el riesgo» te escucho decir
y tiendo mis manos hacia otra dimensión
pero lo que toco es un reflejo
el humo de tu fuego clandestino
 
acaso tu cuerpo sea también un mecanismo
que fabrica fantasmas de este lado de la puerta
para regresarme al olvido


miércoles, 29 de octubre de 2014

JOSÉ SANTOS CHOCANO (Perú, 1875-1934)

LA CANCIÓN DEL CAMINO
 
Era un camino negro.
La noche estaba loca de relámpagos. Yo iba
en mi potro salvaje
por la montañosa andina.
Los chasquidos alegres de los cascos,
como masticaciones de monstruosas mandíbulas
destrozaban los vidrios invisibles
de las charcas dormidas.
Tres millones de insectos
formaban una como rabiosa inarmonía.

Súbito, allá, a lo lejos,
por entre aquella mole doliente y pensativa
de la selva, vi un puñado de luces, 
como un tropel de avispas.

¡La posada! El nervioso
látigo persignó la carne viva
de mi caballo, que rasgó los aires
con un largo relincho de alegría.

Y como si la selva
comprendiese todo, se quedó muda y fría.

Y hasta mí llegó, entonces,
una voz clara y fina
de mujer que cantaba. Cantaba. Era su canto
una lenta... muy lenta... melodía:
algo como un suspiro que se alarga
y se alarga y se alarga... y no termina.

Entre el hondo silencio de la noche,
y a través del reposo de la montaña,
oíanse los acordes
de aquel canto sencillo de una música íntima,
como si fuesen voces que llegaran
desde la otra vida..

Sofrené mi caballo;
y me puse a escuchar lo que decía:

- Todos llegan de noche,
todos se van de día...

Y, formándole dúo,
otra voz femenina
completó así la endecha
con ternura infinita:

- El amor es tan sólo una posada
en mitad del camino de la vida.

Y las dos voces, luego,
a la vez repitieron con amargura rítmica:

- Todos llegan de noche,
y todos se van de día ...
Entonces, yo bajé de mi caballo
y me acosté en la orilla
de una charca.

Y fijo en ese canto que venía
a través del misterio de la selva,
fui cerrando los ojos al sueño y la fatiga.

Y me dormí, arrullado; y, desde entonces,
cuando cruzo las selvas por rutas no sabidas,
jamás busco reposo en las posadas;
y duermo al aire libre mi sueño y mi fatiga,
porque recuerdo siempre
aquel canto sencillo de una música íntima:

- Todos llegan de noche,
todos se van de día!
El amor es tan sólo una posada
en mitad del camino de la vida...


martes, 28 de octubre de 2014

Conociendo a James Joyce

James joyce

 

James Augustine Aloysius Joyce (Dublín, 2 de febrero de 1882Zúrich, 13 de enero de 1941) fue un escritor irlandés, reconocido mundialmente como uno de los más importantes e influyentes del siglo XX. Joyce es aclamado por su obra maestra, Ulises (1922), y por su controvertida novela posterior, Finnegans Wake (1939). Igualmente ha sido muy valorada la serie de historias breves titulada Dublineses (1914), así como su novela semi autobiográfica Retrato del artista adolescente (1916). Joyce es representante destacado de la corriente literaria de vanguardia denominada modernismo anglosajón, junto a autores como T. S. Eliot, Virginia Woolf, Ezra Pound o Wallace Stevens.

Aunque pasó la mayor parte de su vida adulta fuera de Irlanda, el universo literario de este autor se encuentra fuertemente enraizado en su nativa Dublín, la ciudad que provee a sus obras de los escenarios, ambientes, personajes y demás materia narrativa. Más en particular, su problemática relación primera con la iglesia católica de Irlanda se refleja muy bien a través de los conflictos interiores que atormentan a su álter ego en la ficción, representado por el personaje de Stephen Dedalus. Así, Joyce es conocido por su atención minuciosa a un escenario muy delimitado y por su prolongado y autoimpuesto exilio, pero también por su enorme influencia en todo el mundo. Por ello, pese a su regionalismo, paradójicamente llegó a ser uno de los escritores más cosmopolitas de su tiempo.

La Encyclopædia Britannica destaca en el autor el sutil y veraz retrato de la naturaleza humana que logra imprimir en sus obras, junto con la maestría en el uso del lenguaje y el brillante desarrollo de nuevas formas literarias, motivo por el cual su figura ejerció una influencia decisiva en toda la novelística del siglo XX. Los personajes de Leopold Bloom y Molly Bloom, en particular, ostentan una riqueza y calidez humanas incomparables.

El editor de la antología The Cambridge Companion to James Joyce [Guía de Cambridge para James Joyce] escribe en su introducción: «A Joyce lo leen muchas más personas de las que son conscientes de ello. El impacto de la revolución literaria que emprendió fue tal que pocos novelistas posteriores de importancia, en cualquiera de las lenguas del mundo, han escapado a su influjo, incluso aunque tratasen de evitar los paradigmas y procedimientos joyceanos. Topamos indirectamente con Joyce, por lo tanto, en muchas de nuestras lecturas de ficción seria de la última mitad de siglo, y lo mismo puede decirse de la ficción no tan seria».

 

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Trabajo de digitalización de la base de datos bibliográfica

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La Comisión Directiva de la Biblioteca Sarmiento ha encarado como trabajo prioritario, juntamente con la recuperación de las instalaciones, la digitalización de la base de datos del acervo bibliográfico. Tarea que es desarrollada en forma voluntaria por los miembros de la Comisión Directiva. Los interesados en formar parte de este proyecto pueden comunicarse con nosotros al mail bp2131sarmiento@yahoo.com.ar o por mensaje privado en Facebook.



Obras de la muestra de Eliana Bouyer

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La muestra de esculturas de la artista plástica sanrafaelina Eliana Bouyer, podrán ser visitadas en la Sala Libertad Sad de Toujas en la Biblioteca, los días lunes a viernes de 9 a 12:30 hs y los lunes únicamente por la tarde, de 16 a 19 hs. En caso de estar interesado en adquirir alguna de ellas, podrá comunicarse con la escultora. Para visitas guiadas de colegios por favor solicitarlo por mail a bp2131sarmiento@yahoo.com.ar o por mensaje privado en Facebook.


NORAH SCARPA FILSINGER (Tafí Viejo, Tucumán)

FUTILIDAD DE LA ROSA

Consternada la rosa 
ve pasar el otoño.
 
Fugaces ayeres declinan 
y la memoria de soles 
en la clepsidra 
huye.
 
Ciñe el espanto su corazón devastado 
como un pájaro mudo.

La rosa sueña. 
Presiente apenas su inconclusa existencia.

La noche 
circunscribe su perfil.
 
La turbia palidez 
lastima 
la oscuridad que avanza 
en aguijones de sombra.
 
Desvaría la rosa. 
Sueña ser luz y seduce a la noche siendo aroma.

Reticente, la rosa 
soslaya un nuevo amanecer.
 
La subyugan 
libélulas errantes. Su giro intemporal 
enrostra al viento que la incita 
y despoja. 
Insomne, se ensimisma 
en ajenos ensueños 
como una flor del agua.
 
La rosa, alucinada, 
olvida que es tan sólo memoria de una rosa.
 
De “Hojas al tiempo” (2010)

lunes, 27 de octubre de 2014

GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER (España, 1836-1870)

LOS OJOS VERDES
 
Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título. Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.
Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tal cuales ellos eran: luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.
I
-Herido va el ciervo..., herido va... no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban... En cuarenta años de montero no he visto mejor golpe... Pero, ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundid a los corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los Álamos y si la salva antes de morir podemos darlo por perdido?
Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros, se dirigió al punto que Iñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el paso a la res.
Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas, jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente.
-¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! -gritó Iñigo entonces-. Estaba de Dios que había de marcharse.
Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.
En aquel momento, se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.
-¿Qué haces? -exclamó, dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-. ¿Qué haces, imbécil? Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo del bosque. ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines de lobos?
-Señor -murmuró Iñigo entre dientes-, es imposible pasar de este punto.
-¡Imposible! ¿Y por qué?
-Porque esa trocha -prosiguió el montero- conduce a la fuente de los Álamos: la fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes. ¿Cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Fiera que se refugia en esta fuente misteriosa, pieza perdida.
-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos desde aquí; las piernas le fallan, su carrera se acorta; déjame..., déjame; suelta esa brida o te revuelvo en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus, Relámpago!; ¡sus, caballo mío! Si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro.
Caballo y jinete partieron como un huracán. Iñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados.
El montero exclamó al fin:
-Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies de su caballo por detenerlo. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí en adelante, que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.
II
-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío. ¿Qué os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos, en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos. Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?
Mientras Iñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con un cuchillo de monte.
Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó, dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:
-Iñigo, tú que eres viejo, tú que conoces las guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado, por acaso, una mujer que vive entre sus rocas?
-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.
-Sí -dijo el joven-, es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero ya no es posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede dame razón de ella.
El montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarse junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos... Éste, después de coordinar sus ideas, prosiguió así:
-Desde el día en que, a pesar de sus funestas predicciones, llegué a la fuente de los Álamos, y, atravesando sus aguas, recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de soledad.
Tú no conoces aquel sitio. Mira: la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae, resbalándose gota a gota, por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes y, susurrando, susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno a las flores, se alejan por entre las arenas y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, saltan, y huyen, y corren, unas veces con risas; otras, con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa, para estancarse en una balsa profunda cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.
Todo allí es grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.
Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una locura! El día en que saltó sobre ella mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña.., muy extraña..: los ojos de una mujer.
Tal vez sería un rayo de sol que serpenteó fugitivo entre su espuma; tal vez sería una de esas flores que flotan entre las algas de su seno y cuyos cálices parecen esmeraldas...; no sé; yo creí ver una mirada que se clavó en la mía, una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos. En su busca fui un día y otro a aquel sitio.
Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es verdad; le he hablado ya muchas veces como te hablo a ti ahora...; una tarde encontré sentada en mi puesto, vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto..., sí, porque los ojos de aquella mujer eran los ojos que yo tenía clavados en la mente, unos ojos de un color imposible, unos ojos...
-¡Verdes! -exclamó Iñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un golpe en su asiento.
Fernando lo miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:
-¿La conoces?
-¡Oh, no! -dijo el montero-. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta estos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro por lo que más améis en la tierra a no volver a la fuente de los álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza y expiaréis, muriendo, el delito de haber encenagado sus ondas.
-¡Por lo que más amo! -murmuró el joven con una triste sonrisa.
-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la que el Cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor, que os ha visto nacer.
-¿Sabes tú lo que más amo en el mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida y todo el cariño que pueden atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos... ¡Mira cómo podré dejar yo de buscarlos!
Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados de Iñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento sombrío:
-¡Cúmplase la voluntad del Cielo!
III
-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares ni a los servidores que conducen tu litera. Rompe de una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre.
El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su margen.
Sobre una de estas rocas, sobre la que parecía próxima a desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba, temblando, el primogénito Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.
Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de alabastro. Y uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.
Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras; pero exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.
-¡No me respondes! -exclamó Fernando al ver burlada su esperanza-. ¿Querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer...
-O un demonio... ¿Y si lo fuese?
El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebato de amor:
-Si lo fueses.:., te amaría..., te amaría como te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más de ella.
-Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una música-, yo te amo más aún que tú me amas; yo, que desciendo hasta un mortal siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la Tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas, incorpórea como ellas, fugaz y transparente: hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes lo premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de comprender mi caso extraño y misterioso.
Mientras ella hablaba así, el joven absorto en la contemplación de su fantástica hermosura, atraído como por una fuerza desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca.
La mujer de los ojos verdes prosiguió así:
-¿Ves, ves el límpido fondo de este lago? ¿Ves esas plantas de largas y verdes hojas que se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales..., y yo..., yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio y que no puede ofrecerte nadie... Ven; la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino...; las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles; el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven..., ven.
La noche comenzaba a extender sus sombras; la luna rielaba en la superficie del lago; la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas... Ven, ven... Estas palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven... y la mujer misteriosa lo llamaba al borde del abismo donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso..., un beso...
Fernando dio un paso hacía ella..., otro..., y sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve..., y vaciló..., y perdió pie, y cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre.
Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.

domingo, 26 de octubre de 2014

MARIO BENEDETTI (Uruguay, Paso de los Toros, 1920-Montevideo,2009)

EL OTRO YO

Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la naríz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.

El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente , se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse imcómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.

Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañama siguiente se habia suicidado.

Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.

Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió la calle con el proposito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas . Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: "Pobre Armando.Y pensar que parecía tan fuerte y saludable".

El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.
 

sábado, 25 de octubre de 2014

Agenda Noviembre - Sábado de gaseosa lectura

EN NOVIEMBRE TE OFRECEREMOS UN

SÁBADO DE GASEOSA LECTURA
 
¿VAS A VENIR?
 
Hora 19
Sala “Libertad Sad de Toujas”

JUAN SASTURAIN (González Chaves, Buenos Aires, 1945)

LA ESPERANZA ES LO ÚLTIMO
 
La esperanza es lo último –lo único-
que se pierde; la esperanza es lo
último que se gana, lo último que
se sueña, lo único que se pierde:
la esperanza es lo único  que me espera,
pues la esperanza es lo primero
-en el principio era la esperanza-
y la esperanza es lo último, a la final.
Lo último y lo único que te queda:
la esperanza es todo lo que se pierde.
 

LA MENTIRA Y SUS PIERNAS
 
La mentira tiene piernas muy cortas;
la verdad no camina, se arrastra;
las palabras se mueven con soltura ideal.
La mentira tiene piernas muy bellas,
la verdad se las mira de reojo
y el mundo silba, se hace el distraído.
La mentira tiene piernas muy largas,
yo camino con mis pies y, como el mundo,
me muero por las dulces, suaves piernas
de la mentira, que ni se acuerda de mí.

viernes, 24 de octubre de 2014

ABELARDO CASTILLO (San Pedro, Buenos Aires, 1935)

EL CANDELABRO DE PLATA

 

Nunca he podido dominar mis impulsos. En este sentido me reconozco un sujeto primitivo, puro (o bestial), incapaz de adaptarse al florido mundo, donde para tranquilidad de la hermosa gente se cultivan con sensatez todas las formas del buen gusto, la hipocresía y el cinismo. Pero, al menos, hoy he comprendido algo; lo he comprendido después de lo que paso esta noche; soy un hombre bueno. No lo digo, no escribo esto, para justificar nada. No. De ocurrirme semejante cosa debería admitir que yo mismo repudio lo que he hecho, y no es cierto, y aunque fuera cierto: acabo de hacer feliz a un miserable, quién podría juzgarme, quién sobre la tierra (quién en el Cielo) se atrevería a juzgarme.

Mejor, vayamos por partes. Todavía estoy borracho perdido: pero trataré de ser coherente.

Todo empezó esta misma tarde, es decir: la tarde de ayer, puesto que ahora deben ser las tres o las cuatro de la mañana. Madrugada del 25 de diciembre de 1956. Navidad. Sobre la mesa, todavía quedan restos de la insólita fiesta. El candelabro de plata –más anacrónico que nunca en medio de la suciedad y la pobreza que lo rodea– parece ocuparlo todo ahora. Nunca he comprendido por qué este candelabro no ha ido a parar, como las otras pocas cosas heredadas de mi padre, al Banco de Empeño, o al cambalache. En esto, pienso, se parece a la conciencia. Creo que ya nunca voy a poder desprenderme de él.

Digo que empezó a la tarde. Vagabundeaba yo por los zaguanes más sórdidos del Dock, cuando, al escuchar unos gritos y risas que venían de un cafetín de los muelles, reparé en la fecha. Paradójicamente, me vi en el viejo parque de nuestra casa. Las luces, las esferas de colores: recordé todo eso, recordé el portalito que yo mismo, mezclando hasta el absurdo ríos azules y arpilleras nevadas, construía todos los años en mitad del jardín (me acuerdo ahora del Dios-Niño, siempre espantosamente grande en relación a su divina madre, como justificando al fin lo milagroso del alumbramiento), y sentí un asco tan profundo por mi vida que –como quien se lava– decidí celebrar mi propia Nochebuena.

La idea parecerá trivial, pero a mi me apasionó y, antes de las diez, también había fiesta en este innoble agujero donde vivo. Con orgullo pueril, de chico, me senté a contemplar el espectáculo. El candelabro labrado, en el centro de la mesa, parecía irradiar su antigua nobleza hacia todos los rincones. Al principio me sentí bien: era una sensación extraña, como de paz –un gran sosiego–, pero poco a poco empecé a preocuparme. Qué significaba todo esto, para qué lo había hecho: para quién; podría jurar que en ese preciso instante supe que estaba solo. Y por primera vez en muchos años necesité, imperiosamente, de alguien. Una mujer. No. Rechacé la idea con repulsión. Hubo una sola capaz de ser insustituible (capaz de no ser insoportable) y esa no vendría ya. Nunca vendría.

Entonces recordé al viejo checoslovaco.

Lo había visto muchas veces en uno de esos torvos cafés del puerto que suelo frecuentar cuando, embrutecido de ginebra, quiero divertirme con la degradación de los demás, y con la mía. Pobre viejo: semioculto en un recoveco, siempre igual, como si formase parte de la imagen infame de la cantina, fumando su pipa, mirando fijamente un vaso de bebida turbia. Nunca habíamos hablado. Jamás lo hago con nadie –llego y me emborracho solo, a veces también escribo alguna cosa absurda que después arrojo al primer tacho de basuras que encuentro a mi paso–; pero yo sabía que él me miraba. Era como si una ligazón muda, un vínculo invisible y misterioso, nos uniera de algún modo. Al menos, teníamos una cosa en común, dos cosas: la soledad y el fracaso. El viejo checoslovaco; ése era el hombre que yo necesitaba.

Cuando llegué frente a la roñosa vidriera del negocio, lo vi. Ahí estaba, tal como lo había supuesto. Una atmósfera desacostumbrada rodeaba al viejo –también allí se regocija uno de que nazca Dios, de que venga y vea cómo es esto–: una mujer pintarrejeada se le acercó y, riendo, le dijo alguna cosa; él no pareció darse cuenta. Sí, ése era mi hombre. Me abrí paso entre las parejas. Enormes marineros de ropas mugrientas, abrazaban a mujerzuelas que se les echaban encima y reían. Alguna de ellas, dijo: ''¿Quién te creés vos que soy?" y, adornando con un insulto bestial, le respondieron quien se creían que era. No podía soportar aquello: por lo menos, no esta noche; pensé que si me quedaba un solo segundo más iba a vomitar, o a golpear a alguien o a llorar a gritos, no sé. Llegué hasta el viejo y lo tomé del brazo:

–Te venís conmigo –le dije.

Mi voz debe de haber sido insólita, el hombre alzó los ojos, unos ojos celestes, clarísimos, y balbuceó:

–¿Qué dice usted, señor? ...

– Que ahora mismo te venís conmigo, a mi casa, a pasar una Nochebuena decente.

– Pero, ¿cómo, yo... con usted? . . .

Casi a rastras lo saqué de allí. Nadie, sin embargo, nos prestó atención.

Faltaba algo más de una hora para la medianoche. El viejo, cohibido al principio, de pronto empezó a hablar. Tenía un acento raro, dulce. Se llamaba Franta, y creo no haberme sorprendido al darme cuenta de que no era un hombre vulgar: hablaba con soltura, casi con corrección. Acaso yo le había preguntado algo, o acaso, rota la frialdad del primer momento (para esa hora ya estábamos bastante borrachos), la confesión surgió por si misma. El hecho es que habló. Habló de su país, de una pequeña aldea perdida entre colinas grises, de una mujer rubia cuyos ojos –así lo dijo– eran transparentes y azules como el cielo del mediodía. Habló de un muchachito, también rubio, también de ojos azules.

– Ahora será un hombre –había dicho–. Hace treinta años, cuando vine a América, el apenas caminaba.

Dijo que ese era su último recuerdo. Bebió un trago de champán y agregó:

– Y pensar, señor, que ahora tiene un hijo... Qué cosa. Y yo me los imagino a los dos iguales, qué cosa. Yo pensé entonces en aquel nieto: ojos de cielo al mediodía, cabellos de trigo joven. De qué otro modo podía ser. Sólo que el viejo Franta, difícilmente iba a comprobarlo nunca.

Dije:

– Pero, ¿Como te enteraste de ellos?

– El capitán de un barco mercante, señor, me reconoció hace un mes. Yo pensaba, me acuerdo, cómo era posible reconocer en ese pordiosero que tenía delante, en ese viejo entregado, roto, la imagen que dejó en otro treinta años atrás. Y ahora pienso que siempre queda algo donde hubo un hombre, y quién sabe: a lo mejor, a mi también me va a quedar algo cuando, como el viejo, tenga la mirada turbia y le diga "señor" al primer sinvergüenza bien vestido que me hable. Pregunté:

–¿Y no intentaste volver? ¿No trataste...?

Él me miró, perplejo; después, a medida que hablaba, su cara fue endureciéndose.

–Volver. ¿Volver así? Usted lo dice fácil, señor; pero es.... es muy feo. Volver como un mendigo –el tono de su voz empezó a ser rencoroso–, un mendigo borracho, ¿sabe?, que en la puerta de la iglesia pide por un Dios en el que ya no cree... No, señor. Volver así, no. Ella, Mayenko, se murió hace mucho, y mejor si allá piensan que yo también me morí hace mucho... –hizo una pausa, ahora hablaba como quien escupe–. Yo me jugué la plata que había juntado para hacerla venir, ¿sabe?, y entonces ella se murió. Esperando. ¿No ve que todo es una porquería, señor?

La palabra es una caricatura miserable. Quién puede explicar con palabras, aunque este contando su propia vida, todo lo que induce a un hombre a entregarse, a venderse todos los días un poco, hasta llegar a ser como vos, viejo. Cuántas pequeñas canalladas, cuántas porquerías imperceptibles, forman esa otra gran porquería de la que él habló: el alma. Pobre alma de miserables tipos que ya han dejado de ser hombres y son bestias, bestias caídas, arrodilladas de humillación. Dijiste:

– Qué vergüenza, señor.

Eso dijo: qué vergüenza. Y después agregó no poder matarse.

 

Para el viejo Franta yo era algo así como un millonario, tal vez un poco desequilibrado y algo artista (mis ropas, la manía que tengo de escribir en los tugurios, y acaso el candelabro, le habían hecho suponer semejante desatino), yo era un loco con plata, digo, que buscaba literatura en los bajos fondos de Buenos Aires.

Y entonces empezó a darme vueltas en la cabeza aquella idea que, más tarde, se transformaría en un colosal engaño. Pero antes quiero decir algo: miento prodigiosamente. Y es natural. La fantasía del que está solo se desarrolla, a veces, como una corcova de la imaginación, un poco monstruosamente; con ella elabora un universo tramposo, exclusivo, inverificable que –como el creado por Dios– suele acabar aniquilándose a si mismo. El suicidio o la locura son dos formas del Apocalipsis individual: la venganza de la soledad.

Pero este es otro asunto. Lo que quería explicar es que amo la mentira, la adoro, me alimento de ella y ella es, si tengo alguna, mi mayor virtud. Miento, de proponérmelo, con maestría ejemplar, casi genialmente. Y esta noche puse toda mi alma en el engaño.

El me creía rico y caprichoso, pues bien: lo fui. A medida que yo hablaba bebíamos sin interrupción, y a medida que bebíamos, mi palabra se hacía más exacta, más convincente, más brillante. Lo engañe, pobre viejo, lo engañe y lo emborraché como si fuera un chico. De todos modos, no puedo arrepentirme de esto.

Conté una historia inaudita, febril, en la que yo era (como él quiso) uno que no entraría aunque un escuadrón de camellos se paseara por el ojo de la aguja. Mi fortuna venía de generaciones. Jamás, ni con el más prolijo y concienzudo derroche, podría desembarazarme de ella; esta forma de vivir que yo llevaba –él lo había adivinado– no era más que una extravagancia, una manera de quitarme el aburrimiento. El viejo, poco a poco, empezó a odiarme. Y yo, mientras improvisaba, iba llenando una y otra vez nuestras copas. Ennoblecida por el alcohol, la idea aquella se gestaba cada vez más precisa, fascinante, yo haría feliz a ese pobre diablo. Aunque todavía no sabía cómo.

De pronto dijo:

–Pero, ¿por qué señor, por qué...?

No acabó de hablar: no se atrevió. Entendí que en ese instante me aborrecía con toda su alma. Ah, si él, el mugriento vagabundo, hubiese tenido una parte, apenas una parte de mi supuesta fortuna. Sí, yo sabía que él pensaba esto; yo sabía que ahora sólo pensaba en una aldea lejana, en un chico de mirada transparente y pelo como trigo joven. Sin responder, me puse de pie. Fui a buscar las dos últimas botellas que nos quedaban. Le estaba dando la espalda ahora, pero podía verlo: inconscientemente su mano se había cerrado sobre el mango de un cuchillo que había sobre la mesa, pobre viejo. Ni siquiera pensaba que, de una sola bofetada, yo podía arrojarlo a la calle despatarrado por la escalera. Empezaba, el también, a ser una persona.

De golpe, volví a la mesa: sus dedos se apartaron.

Dije:

–¿Sabés por qué? ¿Querés saber por qué?...

Bebimos. Hubo un silencio durante el cual miré rectamente sus ojos; después, bajando la cabeza como aplastado por el peso de lo que iba a decir, agregué con brutalidad:

–¿Sabés lo que es el cáncer, vos?

El viejo me miraba. Apoyé las manos sobre la mesa y, con mi cara al nivel de la suya, dije:

– Por eso. Porque yo también soy un pobre infeliz que no se anima a partirse la cabeza contra una pared.

El viejo, que me había estado mirando todo el tiempo, de pronto comprendió lo que yo quería decir y sus ojos se hicieron enormes.

Concluí secamente:

– Por eso.

– Quiere decir...

– Quiero decir que estás hablando con uno que ya se murió. ¿Entendés? Y entonces, ni toda mi plata ni toda la plata de veinte como yo, van a poder resucitarme –me erguí, hablaba con voz serena y contenida–. Por eso vivo lo poco que me queda como mejor me cuadra. Yo no pertenezco al mundo, viejo. El mundo es de ustedes, los que pueden proyectar cosas, lo que tienen derecho a la esperanza, o a la mentira. Yo soy menos que un cadáver.

Mis últimas palabras eran tal vez demasiado teatrales, pero Franta no podía advertirlo.

– Calle usted, señor... –murmuró aterrado.

Entonces, súbitamente, di el toque final a la idea que me torturaba:

– Un cadáver –dije con voz ronca– que ahora, por una casualidad en la que se adivina la mano de Dios, acaba de encontrar un motivo para justificarse.

De pronto, la noche del puerto se hizo fiesta. En todos los muelles las sirenas empezaron a entonar su histérico salmodio y el cielo reventó de petardos. Brindamos con los ojos húmedos. Fuegos multicolores se abrían en las sombras, desparramando sobre el mundo extravagantes flores de artificio. Fue como si una enloquecida sinfonía universal acompañara mis últimas palabras absurdas y solemnes.

– Por Dios, Franta –dije, y creo que gritaba–; por ese Dios en el que vos no creés y que acaba de nacer para todos los hombres, yo te juro que toda mi fortuna servirá para que vuelvas a tu tierra. Es mi reconciliación con el mundo. Vas a volver viejo, y vas a volver como un hombre.

La Nochebuena se ardía. Pitos, sirenas y campanas se mezclaban con los perfumes nocturnos y entraban en tumulto por la ventana abierta. A nadie le importaba, es cierto, el muchachito que pataleaba en el pesebre, pero todos querían gozar del minuto de felicidad que les ofrecía, él también, con su maravillosa patraña. En la tierra bajo la estrella, los hombres de buena voluntad se emborrachaban como cerdos y daban alaridos.

Franta me miró un instante. Sus ojos brillaban desde lo más profundo, con un brillo que ya no olvidaré nunca: me creía. Me creía ciegamente. En un arrebato de gratitud incontenible me besó las manos y balbuceo llorando:

– No te olvidaré mientras viva.

Me había tuteado. Había dejado de ser la bestia sometida y mustia. Era un hombre: yo había cumplido mi obra.

Su cabeza cayó pesadamente sobre la mesa . Estaba borracho de alcohol y de sueños. En esa misma posición, se quedó dormido. Soñaba que volvía a la pequeña aldea de colinas grises y acariciaba unos caballos rubios y miraba unos ojos tan claros como el cielo del mediodía.

Con todo cuidado retiré mis manos de entre las suyas, y me levanté, tambaleante. Tu cabeza era suave y blanca, viejo; yo la había acariciado.

Después levanté el pesado candelabro de plata. Amorosamente, con una ternura infinita, poniendo toda mi alma en aquel gesto y sin meditar más la idea que desde hacía un segundo me obsesionaba, dije: Feliz Nochebuena, Franta. Y le aplasté el cráneo.