Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

miércoles, 30 de abril de 2014

JULIA PRILUZKY FARNY (Kiev, Ucrania, 1912 – Buenos Aires, 2002)

“Alguna vez, de pronto, me despierto…”

Alguna vez, de pronto, me despierto:
Un dolor me recorre tenazmente,
un dolor que está siempre, agazapado,
por saltar, desde adentro.
Entonces tengo miedo.
Entonces, me doy cuenta que estoy sola
frente a mí, frente a Dios, frente a un espejo
lleno de mis
 imágenes,
de rostros polvorientos.
Estoy sola, pero siempre estoy sola:
Es lo único cierto.
El amor era un huésped,
la soledad es siempre el compañero
que permanece al lado, inconmovible.
Lo único seguro, verdadero.
Oigo mi corazón, vieja campana
que dobla y que golpea,
que rebota en las sienes y en la nuca
y en la boca y los dedos.
Es cierto, tengo miedo.
Miedo de no poder gritar, de pronto,
de que ya sea demasiado tarde
para un ruego.
La costumbre ahoga las palabras
y alarga el desencuentro.
Ah, tantas cosas quedarán ocultas,
perdidas, sin recuerdo,
tantas palabras que no fueron dichas,
tantos gestos.
Unos dirán: Yo sé, la he conocido,
fue una ardiente rebelde,
se desolló las manos y la vida
por defender los que creyó más débiles.
Otros dirán: Yo sé, la he conocido,
era dura, malévola,
avara de ternura, con la boca
mostraba su desprecio.
Alguien dirá: Y cómo sonreía…
Qué importa
lo que vendrá después del gran silencio.
Claro que tengo miedo.
Así, en la madrugada
mientras algún dolor -un dolor, siempre-
va hincando sus agujas en mi cuerpo,
abro las manos en la sombra dulce
para atrapar mi soledad, de nuevo,
y me quedo a su lado, sin moverme,
con los ojos abiertos
la vida detenida.
Toda mi sangre es un temor inmenso.

martes, 29 de abril de 2014

JORGE LEONIDAS ESCUDERO (San Juan, 1920)

JUEGO DE FOTOS
 
Con el mazo de fotografías
que guardo amorosamente
voy a jugar un solitario. Empiezo,
pongo sobre la mesa a mi hermana Margarita
y al lado a dos amigos muertos,
debajo al Loco Desiderio (el que creía ser caballo
y trotaba azotándose a dos verijas). Pongo
a mi tío Teodoro unto a su automóvil 1920
y enseguida yo, montando en un burro,
cuando de niño salí a conquistar el mundo.
 
Toda la mesa ocupo y descarto, saco y pongo
hasta que de pronto me detengo.
Respaldado en la silla cierro ojos
y pienso en lo que ha barrido el tiempo:
tanto pariente al hoyo, tanto sobreviviente
gastado como por erosión eólica.
 
Barajo nuevamente y corto,
destapo la foto de mi madre
y entonces ella dice hijo mío
recuerdo las primaveras, dame un beso. Se lo doy
y ahí se me nublan los ojos y abandono el juego.

domingo, 27 de abril de 2014

IRMA CUÑA (Neuquén 1932-2004)

UNA MANERA DE MORIR
 
Inquieta,
por las noches,
te veía dormir,
murmurar levemente
o darte vuelta;
y ese cuerpo pesado que fue amor
-y era un animal ciego-
alentaba de pronto mi ternura
y te rozaba el pelo
como a los niños solos.
Y quedaba pensando,
más tranquila,
que estabas cerca y vivo,
a pesar de mostrarnos enemigos.

JUAN RODOLFO WILCOCK (Buenos Aires, 1919-Lubriano, Italia, 1978)

LA ETERNIDAD
 
Fui por las viejas calles desoladas,
y llegué hasta el arroyo, y sobre el puente
he mirado las aguas largamente,
a su viaje nocturno abandonadas.
 
Y vi que se alejaban por las gradas
con el funesto afán de su corriente;
pensé que un día hacia la orilla ausente
las olas volverán, ya transformadas.
 
Pensé en los caracoles, y en el ruido
con que el agua reclama su retorno;
pensé en nosotros, que hemos concebido
 
tras de unos arcos góticos y oscuros
una cosa inmortal. y puesto en torno
los deseos frenéticos e impuros.

79 Aniversario


1935 – 28 ABRIL – 2014
79 AÑOS
DANDO DE LEER

ESTE AÑO…
¿NOS VAS A ACOMPAÑAR?

JACOBO REGEN (Campo Quijano, Salta, 1935)

EL VENDEDOR DE TIERRA

Vuelve del horizonte
cargando tierra negra en sus espaldas.
Cuando llega lo aplauden los jardines
y se emociona el agua.
Y yo le compro tierra, y algún día
me tendrá que vender toda la carga.
 
 
NICHOS

Disciplinadamente, todos juntos,
uno por uno, todos separados,
en viejos transatlánticos varados
regresan de su viaje los difuntos.

BALDOMERO FERNÁNDEZ MORENO (Buenos Aires 1886-1950)

SONETO DE TUS VÍSCERAS

Harto ya de alabar tu piel dorada,
tus externas y muchas perfecciones.
canto al jardín azul de tus pulmones
y a tu tráquea elegante y anillada.
 
Canto a tu masa intestinal rosada.
al bazo, al páncreas. a los epiplones.
al doble filtro gris de tus riñones
y a tu matriz profunda y renovada.
 
Canto al tuétano dulce de tus huesos.
a la linfa que embebe tus tejidos.
al acre olor orgánico que exhalas.
 
Quiero gastar tus vísceras a besos.
vivir dentro de ti con mis sentidos,,,
Yo soy un sapo negro con dos alas.


martes, 22 de abril de 2014

LAURA DEVETACH (Reconquista, Santa Fe, 1936)

Dos gusanos
 
Un gusano
ay, qué cosa.
Dos gusanos
ay, qué cosa.
Iban muy
muy apurados.
Se chocaron con la rosa
ay, qué cosa
y quedaron arrugados.
 
Vapor
 
Casi humo
firulete
de la taza
de café.
Da tres vueltas
y se
es-
ti-
ra
has-
ta
don-
de
no
se
ve.

sábado, 19 de abril de 2014

FERNANDO G. TOLEDO (Mendoza, 1974)

LOS EMISARIOS
 
He atravesado la medialuz violeta
Por la que huyen las noches de febrero
He dejado sobre una mesa la carta desconocida
Que entró por la ventana abierta
Montada al mismo viento que endurece
Las estatuas recién nacidas
He leído el papel
Las palabras letra a letra
Me he preguntado quién
/En esta espera errónea/
Escribirá para otros
Las cosas que yo necesito.
 
CODO A CODO
 
El médico es ecuánime: concede
La heroica salvación de su paciente
A la pericia de los cirujanos
Y a que la bala «sólo por milagro»
(Ya que no de otro modo ha de llamarse)
Arrancó apenas parte del cerebro,
Dejando en manos de la medicina
El tramo sangriento del salvataje.
Digamos que fue un trabajo en equipo:
Los doctores removieron pedazos,
Soldaron el cráneo, hicieron suturas,
Y Dios consintió un disparo preciso,
Suficiente para una hemiplejía,
Pero no para matar, por ahora,
Al hombre del que va a encargarse luego.

jueves, 17 de abril de 2014

Vivió para contarla

Garciamarquez

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

1927-2014

Q.E.P.D.

VIVIRÁS POR SIEMPRE EN LAS MÁGICAS PÁGINAS DE TUS HISTORIAS.

miércoles, 16 de abril de 2014

LUIS CERNUDA (Sevilla, España, 1902-México DF, 1963)

SI EL HOMBRE PUDIERA DECIR LO QUE AMA…
 
Si el hombre pudiera decir lo que ama,
si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo
como una nube en la luz;
si como muros que se derrumban,
para saludar la verdad erguida en medio,
pudiera derrumbar su cuerpo,
dejando sólo la verdad de su amor,
la verdad de sí mismo,
que no se llama gloria, fortuna o ambición,
sino amor o deseo,
yo sería aquel que imaginaba;
aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos
proclama ante los hombres la verdad ignorada,
la verdad de su amor verdadero.
Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;
alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina
por quien el día y la noche son para mí lo que quiera,
y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu
como leños perdidos que el mar anega o levanta
libremente, con la libertad del amor,
la única libertad que me exalta,
la única libertad por que muero.
Tú justificas mi existencia:
si no te conozco, no he vivido;
si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.

PATRICIA SUÁREZ (Rosario, Santa Fe, 1969)

LA REENCARNADA

Primero se quejan porque no hablo. Me tratan de estúpida, de atrasada. Después se quejan porque hablo. Estupideces dicen que hablo, que estoy loca. No me lo dicen de frente sino entre ellos. Se echan la culpa uno al otro porque soy loca, enferma. Hablan de un abuelo que reventó solo en las montañas abandonado de todos, porque nadie lo aguantaba; que yo soy de su estirpe, aseguran. Un perdedor total, un viejo imbécil, tenía la sangre podrida. Ella propone ver un profesional, un psiquiatra. Él dice que mejor un brujo. No se ponen de acuerdo; ella se lamenta de no tener otros hijos, él agradece a Dios y los santos no tener más hijos que yo. El tiene mejor carácter que ella, pero menos paciencia. Amenaza con que si sigo con el mismo cantito, me meterá un tortazo tal que me va a dejar la cabeza mirando para el otro lado. Ella es dulce y recurre a otras técnicas, la del soborno: ¿quiero frutilla con crema? ¿quiero natilla? ¿quiero el Piglet que gruñe oink oink si se le aprieta la colita? ¿o la muñequita que ríe y hace pis?; sólo si dejo de hablar esas pavadas, esas idioteces. Tengo nueve años, me llamo Melisa Pérez; hace cinco que empecé a hablar y desde entonces que sé que soy Aurora M. Barragán, que vivía en Baviera y se murió, dejando a su marido solo y a un hijito. La M no sé de qué nombre es, creo que de María. El pueblo se llama Baviera pero queda en Argentina y el marido es sastre y tiene buen corazón. El hijito está en sexto grado, aunque le cuesta sumar y restar. No como sal ni azúcar, porque mi familia la de veras no come sal ni azúcar, a pesar de que hay una plantación en la zona y una salina. Todo eso sé y ellos me quieren hacer callar la boca, porque somos cristianos, dicen, y no creemos en la reencarnación, y si nos apuran, la verdad es que no creemos en nada. La M es de María o de Mariana y Barragán va con b larga.
Ellos vienen bien vestidos a ver el profesional. Una vez me llevaron a catequesis con la misma ropa, para ver si hacía el curso para la primera comunión. Al final no la tomé, porque los curas pedían mucha plata por el curso. Los curas son unos endemoniados y unos degenerados, dijo él. Hasta les gritó que las iglesias se les quedan vacías de puro angurrientos que son, que se comen el oro a manos llenas; por eso ahora la gente se va y se hace evangélica. El mundo entero será evangélico en el futuro, porque los pastores son otra cosa, lo tratan a uno como gente. Ella le dijo que era una vergüenza que le hubiera gritado esas cosas a los curas y que tenía unos ahorritos y con eso me mandaría a hacer el curso. Pero no me mandó nunca.
El profesional me hace hacer dibujitos. Los tests, se llaman así. Un árbol, una casa, tu papá, tu mamá. Picho, que era el perro que se nos escapó y lo atropelló un camión. Las iniciales de mi nombre. A. B. El tipo me insiste.
Le digo que ella no es mi verdadera madre.
Le digo que mi esposo se llama José Barragán, que tiene una tiendita de tejidos y además cose pantalones. Le cuento que tengo un hijo, Juliancito, que tiene once años y es un poco duro del coco para sumar y restar.
El profesional menea la cabeza de un lado a otro y frunce el entrecejo.
Ellos salen y nos quedamos solos.
Primero me dice que yo puedo hablar con él de lo que quiero. El no va a contárselo a ellos. Es un secreto entre él y yo. ¿Qué me pasa?, pregunta. ¿Quiero su ayuda?
Me tiro al piso y le beso las manos.
Me largo a llorar.
Le pido que me ayude a encontrar a mi familia, mi marido José Barragán y mi hijo. Viven en Baviera, en la calle de la Parroquia 615. Al otro lado está el convento de monjas encerradas y como hubo que tirar la tapia por un problema con la medianera, ahora nos separan de ellas los naranjos nada más. Cuando morí, mi marido quiso enterrarme en el huerto de naranjas para tenerme cerca, pero a las monjas les dio mucha impresión y le dijeron que si él hacía eso, ellas no volverían a cocer dulce. Es un pueblo pobre, la gente se vuelve muy egoísta.
Me enterraron lejos, en el cementerio arriba del monte.
Como no hay flores por ahí, excepto las del pimiento silvestre, me deben poner piedras.
El profesional dice dónde leí sobre la reencarnación.
Hace poco leí libros sobre eso, antes no sabía nada.
Pregunta si yo puedo saber qué era él antes de esta vida.
No tengo la menor idea qué era antes el tipo este. Pero sí sé lo que será después, casi con toda seguridad. Un animalito, una alimaña. Una lagartija, un sapo, un alacrán, una araña pollito. Seguro que no vuelve a ocupar un cuerpo humano que es lo más sagrado que hay en la rueda del kharma, mancillándolo como lo está haciendo.
Le suben los colores a la cara. Me dice que si sigo hablando de todo esto, del delirio, me manda a una institución sin chistar. Una que tenga barrotes, como una cárcel. Donde no voy a ver más a mis padres los de esta vida y adonde ni siquiera se puede ver el cielo por un cuadradito en el techo. Me voy a pudrir ahí entre unos locos asquerosos que se hacen las necesidades encima.
Me pregunta si entendí.
Asiento.
Cuando salgo del consultorio, ella me abraza, él me mira con desconfianza primero a mí y después al tipo. El tipo dice que el tratamiento será largo, porque estoy muy afectada. No puede curarme en una sesión pero algo ha logrado conmigo, dice. Cuando está por sacar la billetera, el tipo me pide que diga en voz alta quién soy. Lo digo en voz baja, me pide que hable más alto. Lo digo: Aurelia M. Barragán, la esposa de don José, el sastre. Vivo en Baviera, en la calle de la Parroquia. Tengo un hijo que se llama Juliancito. Debo tener otro hijo también, que es el que me quitó la vida y me envió derecho a esta nueva existencia, con ellos. El dice que los hijos siempre le roban la vida a los padres, le pega una trompada en la nariz al profesional y salimos. El profesional dice que nos va a denunciar a la comisaría y al Colegio de Psicólogos.
El le dice que se cuide mejor de que antes no lo denunciemos nosotros por charlatán y aventurero. Después me alza y me lleva en brazos hasta la salida del hospital, a paso rápido. Vos quedáte tranquila, nena, me dice, que mientras yo esté nada peor que yo te puede pasar. El tiene estas cosas, es una bestia, pero a veces me hace reír.
Cuando llegan, pelean. Pasan los días y siguen peleando. Ella dice de hacer más hijos y él le dice que antes muerto, que ella hace hijos que más parecen ostras, peces espadas, y bichos extraños del mar que personas humanas. Ella dice que o los hace con él o se pone a hacer hijos con otros y él le dá un sopapo por sinvergüenza y mala mujer. Después ella dice que se irá de la casa a lo de la abuela por un tiempo y nos dejará a los dos, a mí con el asunto del marido perdido y las vidas pasadas, y a él con la bebida y el despido del trabajo. Una familia no vive de un seguro de despido, en una familia un hombre sale a la calle y se rompe los cuernos hasta que encuentra trabajo. Él le dice que haga la valija y se vaya. Él le grita que es una mala madre, que tiene la entraña de hiel. Ella se va por la mañana y él le advierte que no vaya a volver por la tarde porque cambiará la cerradura y la llave, para que no vuelva a entrar. Ella me besa en la frente, llorando. Me empapa de lágrimas, yo me seco sus lágrimas con el flequillo y me voy a jugar.
Así que él trae a uno de los locos que saltan en la plaza y agitan una latita. Tiene la cabeza rapada y una túnica naranja. El me dice que le cuente al loco todo lo que yo ando diciendo y el loco nos habla del camino recto y las verdades de Buddha. El le dice que todas esas cosas lo dejan frío, que Buddha no le dice nada. El loco le indica que viajemos a Baviera, un pueblo de Tucumán. El loco lo sabe porque antes de hacerse hare krishna era universitario y aprendió muchas cosas. Después le vino el dolor en el alma de toda la droga que se metió en el cuerpo y se hizo hare krishna y predica las verdades del camino recto, que no entendimos bien cuáles son, porque el hare krishna las gritaba agitando la latita. Sabe que Baviera está en Tucumán, en el norte, porque lo leyó en los libros de geografía y porque era parte del camino que él hacía cuando traficaba la coca; así dice el loco. En Tucumán seguro hallamos a don José Barragán, el que es mi marido y entonces yo me convertiré en la prueba viviente de la verdad de la reencarnación. El le pregunta si se puede sacar plata con eso y el hare krishna no responde. El le entrega una tortilla de papas babosa y un pedazo de chorizo colorado, pero el loco dice que no come carne ni huevo ni nada que venga de un ser vivo porque es budista y hare krishna, y que tampoco come fritos porque eso le patea el hígado que lo tiene muy mal de la época en que era drogadicto.
El la llama a ella y le dice que vuelva, que nos vamos al norte a ver qué hay de cierto. Ella lo manda al carajo por vago y borracho. Culpa de él la simiente rancia. Ella no reencarna como ser humano la próxima, estoy segura, ni siquiera pajarito o pececito de color. Ella se viene buitre, lagarto, víbora venenosa, tiburón. Ella madre de seres humanos no vuelve a ser seguro.
Yo estoy muy contenta y bailo dando vueltas y agitando el chinchín y la latita que me dejó el hare krishna. El viene y me dice que me calle de una vez o me mete una patada en el culo tal que a Baviera llego volando.
El viaje lo hacemos todo de noche. Llevamos de comer pero no nos alcanza y por eso cuando el colectivo para, compramos lo que venden a la vera del camino, sandía o tortilla santiagueña, de esa que se hace con harina, grasa y sal y se echa en la parrilla para que arda. Él pide caña en los paradores y cuando subimos otra vez, medio se tambalea y se me duerme encima. Yo me hice un peinado con trenzas para encontrarme con mi marido y mi hijito y él me lo arruina. Cuando le digo que se aparte, que huele mal, medio que lloriquea y pregunta qué habrá hecho mal. No es una pregunta en serio, eso me lo tengo aprendido. Porque si le largo acá la lista de todas las cosas malas que hizo y yo sé, me mete un tortazo de aquellos y me hace escupir los dientes.
Al amanecer llegamos a San Miguel y no salimos a pasear ni a conocer. No venimos a hacer turismo; venimos a buscar a mi familia. Así que esperamos como tres horas en la estación hasta que un alma buena dice que nos arrima al pueblo, a Baviera. Yo tengo retorcijones en la panza; él me dice que me calme y como no sea cierto aquello de lo que le hablo, cuando volvamos a Buenos Aires me dá una paliza de esas para recordar. Lo que tiene de bueno él, es que es más lo que amenaza que lo que cumple. Sino, yo viviría rota y descalabrada, la mitad del tiempo en la sala de traumatología del hospital. No estoy segura de que se llame traumatología el lugar adonde en el hospital atienden a los que molieron a golpes.
El alma buena nos abandona en campo abierto y tenemos que caminar siempre derecho, siempre adelante, indicó. Aquicito nomás, dijo el alma buena, pero son como ocho kilómetros de descampado. En el horizonte hay cactus y una vez nos revoloteó un carancho. El dijo que si el carancho se le ponía a tiro, lo bajaba de una pedrada. Yo le dije que mejor lo deje vivir porque a lo mejor después regresa hecho una persona y nos lo encontramos en la próxima vida lleno de reproches porque lo matamos en esta. El me ordenó que caminara rápido, mirando el suelo, delante de él y sin decir ni mu. Si podía, dijo, que me callara de respirar. El es bruto cuando habla, y si no fuera porque es muy malo, a veces hasta pensaría que es bueno. Pero no me dejo convencer; cuando alguien me dá pena, enseguida creo que es bueno y al final resulta que es una porquería. El hare krishna dijo que la piedad es el mayor bien en el mundo y que la crueldad es lo que hace que una persona más o menos se convierta en una persona mala. Lo de la crueldad no se lo discuto, pero lo de la piedad… yo no estoy tan segura.
El pueblo es feísimo, enseguida lo reconozco. Están las piedras rotas de la entrada, y los espinillos que se tuercen. El dice que le muestre mis dotes, que le señale donde hay un almacén, una fonda donde echarse un trago al buche. Le digo de seguir hasta el convento, donde las monjas hacen el dulce de naranja y un licorcito amargo destilado con cáscaras. Me sigue, me sigue andando detrás. Así que de pronto veo la casita. Tiene el farolito que yo tallé, y la misma Virgencita del Carmen pintada junto a la puerta. Le digo que esa es mi casa; él me dice que vaya y toque a ver qué pasa. Se pone detrás de mí, muy cerca. Apoya su mano en mi hombro, como si tuviera miedo de que yo me caiga para atrás. Hago toc toc y sale un chico. Es mas alto que yo y flaco y esmirriado, pero yo sé que es mi hijo Juliancito. Lo abrazo bien fuerte y él se echa a llorar. Me abraza también y llora. Le pregunto si está solo y él me dice que con Catalino. Catalino viene apurado a ver qué pasa, mirando raro. Tiene los ojos zarcos y la cara chupada, de pasar hambre. Ahí me doy cuenta que es mi otro hijito, ése por el que me morí cuando él nacía. Grito de la alegría, Catalinito, soy tu mamá; no te reconocí porque nunca te había visto, pero ahora que te vi una vez, no te voy a olvidar nunca. Qué hijo tan lindo tengo, le dije, qué hijos tan buenos. Catalino me mira torvo, como un perro guardián que duda entre gruñir o menear el rabo. Les pregunto adónde está José, mi marido; contestan que fue a entregar un encargo al sacristán aquí al lado y que vuelve enseguida. Qué alegrón se va a llevar cuando te vea, dice Juliancito, estuve tanto tiempo esperando a que volvieras. Pero eso no se podía decir, dice Juliancito que le dice el padre, porque si uno desea a cada rato que los muertos vuelvan, no se los deja descansar. Así que yo desear lo deseaba igual, pero calladito, dice mi hijo Julián, deseaba para adentro, me comía el deseo. Me hacen pasar los dos, y él viene a unos pasos tanteando las paredes para no caerse aunque no está borracho. Aquí en Baviera no ha tomado nada, ni una gota. Está pálido del susto. La casa está limpia y hay cortinas con voladitos y un mantel de plástico verde sobre la mesa. Alguna monja hace caridad y los ayuda, pienso. Sigue igual el rinconcito bajo la escalera donde está mi máquina de coser, entonces yo digo: acá es donde puse el dinero. Levanto la máquina y en el cajón escondido donde guardo los carreteles de hilo, hay diez mil pesos. Pero no son los billetes de ahora, sino que se ven distintos. Debe ser porque es plata vieja, de hace diez años por lo menos. El hijo chico me mira y pregunta si somos ladrones, y él le contesta que venimos de muy lejos. Mi hijo chico, que es muy inteligente y me hace reír también, dice qué qué tiene que ver, o resulta ahora que los ladrones tienen que vivir cerca de uno. Catalino tiene un pico un poco largo, porque si yo llego a decir algo así a un extraño delante de él, por ejemplo, ligo ahí mismo un cachetazo. Pero aquí es distinto porque la casa de José no es una escuela de golpes y cada uno puede decir en voz alta lo que opina. Mi hijo mayor le dice a Catalino que mejor vaya, que corra, corra y vaya a buscar al padre así entendemos este entuerto. Catalino le responde al otro que si quiere que corra que le compre patines o una bicicleta, porque él por la calle camina y anda como un hombre hecho y derecho.
Qué lindo pico tiene mi hijo Catalino.
Al rato veo venir a José corriendo y alzando los brazos como quien grita ¡fuego, fuego! Renguea de la pierna derecha todavía, se vé que no se la pudo tratar: sigue con el zapatón de hierro. Es un terco, nunca va al médico cuando debe. Cierro los ojos y lo veo todavía en el baile de Engracia, me dice cómo voy a animarme yo a bailar con un rengo, que de tan chiquito se quedó padeciendo del pie… pero yo lo tomo entre mis brazos y apoyo mi cabeza en su pecho, que antes era muy menuda para ser mujer, más baja que él que ya es muy bajito. La canción dice Cultivo una rosa blanca/ en junio como en enero… y damos vueltas, despacito. Qué lindo baila José aquella noche, él suspira: señorita Mediavilla, señorita Mediavilla… que de ahí es la M de Aurora M. Barragán. Después José y yo nos hacemos novios enseguida, me dicen que no me case con un sastre que es un pobretón y me va a hacer pasar miseria; pero lo vi tan sincero con su sombrero entre las manos y diciendo que me servirá siempre, siempre será mi siervo y mi perro fiel y si no lo acepto penará de amor y fastidiará a todo el pueblo contándole su pena… Bien rápido lo quiero y en la primavera nos casamos, el vestido lo cose él y el tul lo mando a pedir a San Salvador. Qué linda noche la noche de bodas, cómo sudaba José del miedo. Ahí le vi por primera vez el pie derecho, chiquito, como de niño. Qué lindo: verle el pie y enamorarme por todo lo eterno fue una sola cosa. Qué bonito el pie deformadito de mi marido; en la próxima vida él no será un hombre cualquiera, será un ángel, un arcángel, un querubín del cielo de esos pintados en los altos techos de las iglesias.
Lo tengo frente a mí, pero me mira solo un instante. Después fija los ojos en él y le escupe quién es usted. Él dice el padre de la niña, y que venimos de lejos, de la Capital, porque se le metió que es la esposa de usted, la difunta que perdió cuando le dio el hijo chico. José lo mira fiero, como si lo quisiera matar. El es dos cabezas más alto, así que no creo que José se le anime, aparte es el único sostén de la casa, bueno estaría que se pegara con él y saliera roto o muerto. Porque si él se muere, ¿quién alimentará a los hijos?, y ¿cómo él y yo nos reencontraremos después? José le dice que me saque de ahí, antes de que nos saque él a la rastra. Yo nomás quiero que él me mire con sus ojos con cristalitos amarillos, así me reconoce. Le pongo una mano en el hombro, y José le grita a él que aparte a la niña, que no lo enfurezca. Le digo que soy Aurora, cuando morí caí en el cuerpo de una chiquita, en Buenos Aires, la única hija de Juan Pablo y Stella Pérez, tuve mala suerte, le explico, porque hubiera podido volverme hija del cura picaflor de San Andrés y entonces estaríamos cerca. Pero también fue buena suerte porque hubiera podido nacer en la China o más lejos, en esas islas perdidas del mapamundi y nunca hubieramos vuelto a vernos. Le dice a él que no responde de sus acciones si no nos vamos. El dice que como me toque un pelo con violencia, lo mata ahí mismo. José le grita que vinimos a jugar con su sufrimiento, que esta es la revancha que se toma Celeste, una comadre de antes, porque él no la tomó a Celeste sino que se casó con Liboria, la partera, cuando murió la difunta. Así que mejor nos vamos por donde vinimos, nos indica, y le digamos a esa zanguanga de Celeste que a él nunca le gustaron las mujeres metidas y chuecas, que para rengo ya está él y si algo bueno hizo la difunta, fue darle dos chiquitos con los pies bien formados y con la altura conveniente. Se juntó con la Liboria porque no es pretenciosa y es buena, ya se le arrimaba cuando la difunta vivía, pero él nunca la tocó ni le hizo caso, por no hacer pecado. Ahora la Liboria está en Susque, la llamaron para un parto. Sino estaría aquí mismo y nos correría con la escoba, dice. A escobazos limpios no quitaría la locura.
José, lo llamo bajito, y él me mira directo a los ojos, lleno de refucilos y creo que algo de él distingue quién soy yo y está feliz de haberme enterrado. Llévese esta niña, le dice a él, a que la atienda un cura o un médico si es como usted dice y no fue que lo mandó la Celeste.
El me aprieta el hombro hasta hacerme doler y yo abrazo a mi hijito; lloramos los dos. El que es mi marido no me mira, parece que es feliz con Liboria, la que me asistió en el parto del hijito chico y ya le hacía caricias a José, a escondidas. Al final, él habrá respondido las caricias, de eso las esposas se ve que no se enteran ni después de muertas. El bebé venía de nalgas, decía ella, era un parto muy difícil y al final me morí, para qué lamentarse si todos vamos por el mismo camino. Pero por un hombre, un viejo jorobado y rengo como José, tacaño, con el carácter podrido, de quien yo me enamoré porque estoy loca como una chiva, ¡por él, venir a matarme a mí!
Ese, mi marido, agarra unas piedritas del altar de la Virgen del Carmen que yo levanté cuando vivía y nos las tira. Cuando se terminan las piedras del altar, busca unas en la puerta y sigue tirando, alegre como si practicara un deporte. Catalino lo acompaña, nos tira piedras también, para que nos vayamos rápido. Mi hijo chico tiene la mano larga.
El me dice que no mire para atrás, no vaya a pegarme un piedrazo de los vándalos, me abra una ceja y tengamos que correr a la enfermería a que me pongan un punto. Acá la gente se cura sola o se muere: esto es pleno desierto y quebradas. Vamos a una fonda y después buscamos quién tenga un sulky y nos regrese a San Miguel, dice. Le pregunto si está muy enojado, si me va a dar una paliza, si me va pegar, y él dice que no y ya me parece un milagro. Lo único que le pasa es que tiene sed y le palpita el corazón muy fuerte; seguro hay un sentimiento pernicioso que lo daña, dice. Viste, me pregunta, cómo lloraba el chico más grande?; era una cosa que partía el alma en pedazos de verlo. Le digo que no me hable más de mis hijos ni del asqueroso traidor de José. El asiente y se queja porque no trajimos sombreros y el sol pega muy fuerte en la cabeza. A uno se le ocurren muchas cosas idiotas cuando se insola, dice él. Y que empiece a decirle papá, me ordena con voz gruesa, que no se me olvide. Papá, porque si no empiezo a decirle así de una buena vez, me amenaza, ahí sí que pierde la paciencia y me surte a castañazos. Asiento, asiento; qué puedo hacer, qué remedio tengo.

MARÍA ROSA LOJO (Buenos Aires, 1954)

EL HIJO PERDIDO
 
La mujer saca la cabeza fuera de la ventanita del coche y respira con ansia, cansada de no moverse. Los montes la fatigan con sólo verlos, aunque la piedra va cambiando de formas y colores, y pueden leerse en ella raros surcos, como si una mano gigantesca hubiese estado arando empecinadamente sobre el flanco de roca.
–¿Es allí?
–No todavía, misia. Tenga paciencia –le contesta el cochero, mientras pita sin apuro un cigarro de chala.
El hombre cuenta jornadas desde la ciudad de San Juan. Ella las viene contando desde Buenos Aires.
– Misia Pilar.
– ¿Qué pasa, m’hija?
– ¿Quiere una fruta, un quesillo?
– Comé vos. Yo no tengo hambre.
La chica la mira, con una sonrisa incrédula. Cómo puede alguien desdeñar las promesas del tesoro aún no descubierto que lleva sobre el regazo. Abre la canasta que han llenado para el viaje con frutas frescas y secas, con quesos y dulces, y devora sin inhibiciones, entregada a la felicidad.
¿Qué edad tendrá la chinita? La madre, al encomendársela, le ha dicho quince. Parece menos. Es posible que la escasa estatura y el pecho liso, casi hundido, le rebajen varios años, además de darle cierto aspecto de tísica. Pero está sana. Come con apetito y los cachetes se le colorean con el calor del coche, y acaso con la emoción de disponer de tantas golosinas juntas, de una vez y para ella sola. Quizá la madre le ha aumentado los años, para que valgan más sus servicios y para que la señora porteña no se asuste de ir acompañada sólo por una guagua. Tal vez espera que se la lleve a la ciudad para verla volver algún día con una canasta propia, y con algo más que ojotas en los pies.
A todas ésas, tan pobres que sólo tienen sobre la cabeza la tela del firmamento, donde hasta las estrellas parecen agujeros, Dios les ha dado hijos. Muchos, generalmente. Y todas, aunque deban quitarse el pan de la boca, como lo hacen los pájaros para mantener a sus pichones, se obstinan en seguir pariéndolos.
Misia Pilar tiene un solo muchacho y lo ha dejado en Buenos Aires. Él hubiera querido acompañarla a la tierra de su nacimiento, pero no se lo han permitido los médicos. Cómo hacerle sufrir las fatigas de un viaje semejante. O el terror de morir en el camino, como le ocurría a la esposa del general San Martín, enferma del mismo mal, que marchó, se decía, de Cuyo a Buenos Aires, llevando en una carreta su ataúd y su mortaja.
De sólo pensar en envolver el cuerpo de su hijo –antes robusto, ahora cada vez más delgado— en una mortaja, le tiemblan las manos. Recuerda la primera vez que lo arropó en pañales y en mantillas, después de bañarlo en agua tibia, perfumada con rosas. El niño nacía de nuevo entre esas manos, las suyas, que le borraban toda huella de tierra y sufrimiento, toda memoria ajena, y se lo devolvían hecho otro.
Ahora ese niño tenía veinte años y estaba muriéndose, y ella venía a pedirle a otra mujer que se lo salvara.
–Ahí tiene el cerro, misia Pilar. Es ése.
Pilar sigue el dedo de la chinita y ve, sobre la cuesta de la serranía a la que llaman Pie de Palo, algo que a la distancia parece un caserío.
Los contornos de piedra se van definiendo y ajustando a las formas de un oratorio y una tumba. Hay que subir para llegar a ese lugar, como si quedara camino al cielo, o como si al peregrino se le exigiese pagar al menos, a manera de peaje, una cuota módica de las penurias que pasó la Difunta. Pronto verán que los bultos diseminados corresponden a objetos útiles y a veces, hasta preciosos: una vasija de aceite o miel, un poncho fino, una rastra de plata. Pero también hay coronitas de papel, flores de imitación y otras naturales, enterradas en macetas de alfarería.
– Son los regalos que le dejan los promesantes a la difuntita, misia Pilar. Es muy milagrosa.
Pilar calla y se persigna, pidiendo perdón a los santos respetables y conocidos, a los viejos dioses. Su confesor le reprochará severamente que haya acudido a rendir impropia veneración a esa santa nueva, no respaldada por ninguna iglesia.
Se acomoda en un poyo y mira la tumba. El calor arrecia, le exprime en gotas minúsculas lo que le queda de líquido en el cuerpo. Le pide a la chica el chifle lleno de agua de pozo ya pegajosa y tibia, pero antes de beber derrama un poco al pie de la sepultura.
–¿Se imagina, misia, lo que habrá sido? Días y días cargando al niño, sin probar un sorbito. Dicen que por aquí mismo murió, que se cayó redonda, con la guagua al pecho.
Pilar toca despacio la losa sencilla. No hay ningún retrato de la muerta, ni siquiera un dibujo, un croquis.
¿Cómo sería la Difunta, viva? Joven, muy joven. Sólo a una mujer de pocos años, desesperada pero también omnipotente, se le podía haber ocurrido lanzarse a la pampa y la montaña seca, con un chico en brazos.
– Murió de pura virtú, misia Pilar. Por no ser mujer mala y respetar al marido. Los mandones la codiciaban. El juez, el jefe de la Policía. Otra se hubiera acomodado, dice mi mama. Total, quién sabe si el hombre le volvía de La Rioja. Se lo llevó a la guerra la gente de Facundo.
Pilar conoce esas historias. Las ha vivido también. Por aquellos años ella y su marido, sanjuanino, residían en la provincia. El marido ya era demasiado viejo y demasiado rico para que lo alzaran los montoneros, pero había aportado dinero y valores a las arcas de los federales, a las de Yanzón, y luego a las de Benavídez, hasta que el cuidado y la educación del hijo les dieron un buen pretexto para salir de San Juan, y a instancias de Pilar se mudaron a Buenos Aires.
La Difunta se llamaba María Antonia Deolinda Correa, y según los que la recuerdan, era de una belleza que ardía tranquila y sin quemar, como una lámpara de noche puesta para guía y asilo de caminantes.
–Aunque para mí, no era sólo virtú, misia Pilar. Era que no le gustaban los mandones. Era asco, y odio. Viejos debían de ser, y prepotentes. Cómo se iba a ir con uno de ésos, cuando se había casado, tan enamorada, con un lindo mozo.
Deolinda Correa estaba para ese entonces sola en el mundo. Ese mundo eran las cuatro casas de Caucete, donde transcurrían los días y las noches sin hombres de las guerras civiles. Al padre, Pedro Correa, viudo, que se honraba de haber sido soldado de la independencia en el ejército de San Martín, lo habían puesto preso por cuestiones de opinión y malquerencia y para que Deolinda no tuviese ni aun a ese viejo que le sirviera de amparo.
En la casa quedaban dos cuzcos medio ciegos. Ni un caballo, ni un burro, ni una mula. Tampoco los escasos vecinos que hubieran querido ayudarla disponían de cabalgadura.
–No iba a ir a pedírsela justo a los enemigos, misia Pilar. Se puso el refajo y el rebozo y cargó al niño.
La señora se acomoda las cintas del sombrero. Cierra los ojos bajo las sombras de gasa, de miedo a que el sol le agriete las pupilas muy claras. La otra mujer había salido antes del alba, para que no la viesen ni la oyesen partir, y para aprovechar la fresca, apenas con una mantilla sobre la cabeza, y medio descalza. ¿Qué podría llevar en los pies una campesina? ¿Unas ojotas, blandas botas de potro que pronto se destrozarían entre los pedregales de los cerros y se cribarían de espinas y de abrojos, hasta hacerle insoportable la caminata? ¿No pudo prever, la desgraciada, que no hallaría agua durante días, que el chifle y la botija no conservarían ni una marca de humedad salvadora?
–No estaba loca, misia Pilar. Hubiera podido llegar, pero en un tramo se perdió y tuvo que caminar mucho más de lo debido. Y ahí sí que ya no tuvo cómo reponerse.
Sí estaba loca. La locura tenía que haber empezado muchas jornadas antes, en la soledad de la casa y de la huerta. Los locos oyen voces, y ella las habría oído todas. Los muertos hablan y también los ausentes. Prometen otros reinos donde ellos no estarán para recibirnos y piden imposibles. Se dejan ver de noche, como mariposas pequeñas a la mala luz de las velas y bajo el tornasol del fuego parecen fáciles de acariciar, pero no hay mano humana que los apriete y cuando se los toca se deshacen en un polvo incandescente como las luces malas que salen de los huesos.
– No llore, misia. Eso ya pasó y ahora la Difunta es una bendita. Está con Dios, y la Virgen le da en la boca un agua de vertiente. No pasa hambre ni sed y tiene el alma mojada. Está siempre fresca, como las flores de regadío, y no hay solazo ni viento zonda que se la cuarteen.
Pilar se pasa el pañuelo por los ojos y las mejillas y lo retira ya seco y sucio de polvo.
–Yo sé lo que es estar sola, Eufemia. Por eso salió al desierto, porque no aguantaba la casa. Tanto penaba ahí dentro que a lo mejor no le importó si podía llegar.
Cuando murió el marido también ella se había quedado sin otra compañía que el hijo, y rodeada de codiciosos y tal vez de enemigos. Pero el dinero y el nombre la defendieron como un muro impenetrable. No quiso otro marido que mandase en ese nombre y en ese dinero. Quizá, sobre todo, no quiso ninguna otra persona que mandase en el niño, o peor aún, que se atreviese a compartir su afecto.
Deolinda en cambio no tenía defensas, salvo las herramientas de su cuerpo. Y se negó a usarlo como durante milenios lo habían usado tantas hembras humanas, entregándolo al macho vencedor para sobrevivir.
En realidad la Difunta, la más madre de todas las madres después de la Santísima, la más mujer de todas las mujeres, había usado el cuerpo como lo hacen los varones. Se había metido en él y se había echado a la ferocidad de la intemperie, y había corrido todos los riesgos de la peor guerra sin más recursos que la pura valentía. No alcanzaba con eso. Si Deolinda hubiera tenido un buen caballo y una pistola, acaso no sería ahora la Difunta. Se hubiera unido a la montonera donde estaba su hombre, como la otra, la Martina Chapanay, que había peleado para Facundo, y que ahora peleaba para el Chacho Peñaloza con mando de tropa. La Martina también había merodeado por Pie de Palo, pero muy viva, asaltando viajeros, y si le venía en ganas, repartiendo el dinero con los pobres.
–A la Chapanay no le hubiera pasado lo que a Deolinda  –piensa en voz alta.
–Los indios son mejores baqueanos que los criollos, misia Pilar. A más, la Chapanay anduvo siempre bien montada. Dicen que ni el moro del general Quiroga fue tan bueno como alguno de sus caballos.
Deolinda se había sostenido sólo sobre sus propios pies. Los tendría despellejados y heridos, pero en la última etapa, antes de desplomarse bajo el sol meridiano, ya ni los sentiría. El exceso de dolor insensibiliza. Todo exceso se convierte en su contrario, y Deolinda andaría como pisando nubes.
–Tan poco que le faltaba para llegar al Jáchal. Ahí sí se hubiera hartado de agua buena. Pero ya no dio más, la pobrecita.
A lo mejor la había bebido en sueños, como los que se pierden en los desiertos de arena del otro lado del planeta; quizá se había dejado arrullar por el rumor deseado de las aguas corrientes que fluían ahí cerca, a la vuelta del cerro donde había caído.
–Quién sabe cuánto tiempo estuvieron solitos, ella y su hijo. Los encontraron unos arrieros que iban con tropilla, porque a lo lejos vieron revolotear los caranchos. Suelen haber nomás animales muertos, pero se acercaron igual, por si acaso no fuera un cristiano perdido.
La madre se había derrumbado sin soltar al niño. Los hombres desmontaron, contristados, para levantar los cuerpos.
–Entonces fue cuando se dieron cuenta de que el niño vivía. La Difunta no había dejado de amamantarlo.
El chico tenía la cabecita cubierta por la mantilla y la boca sobre el pezón de la madre. Los pechos no se le habían secado junto con la vida. Estaba quemada por fuera y húmeda por dentro, como carne de tuna.
Alzaron al hijo con maravilla y temor, porque era un niño dios, renacido de la muerte, y cubrieron los pechos vivos de la Difunta y amortajaron el cuerpo con la mejor de las mantas que tenían. Se arrodillaron y le rezaron un bendito, y la sepultaron en Pie de Palo, en esa tierra hecha de roca molida. Luego plantaron sobre los restos una cruz de ramitas.
–¿Y cuándo fue que la creyeron santa?
–Cuando empezaron los milagros, pues, misia. El primer favorecido fue un hombre del oficio, un arriero también. Perdió a su ganado en una tormenta, andando por estas sierras, y se perdió él mismo en la noche oscura. Entonces se le ocurrió rezarle a la Difunta.
A la luz de un relámpago, el arriero vio la cruz que los otros le habían puesto a la tumba, y también su ganado, y encontró la senda. Llegó dichoso a San Juan, pero no tanto por haber recuperado sus animales, sino porque Dios se había vuelto cercano y disponible. La misericordia de Dios era leche que bajaba de los pechos de una madre y alcanzaba a todos, también a los pobres, inagotable, más allá de la muerte.
–Empezaron a llegar de todos lados: de Valle Fértil, de Ullum, de Jáchal, de Mogna. También de las ciudades vienen algunos ahora: gente en coche, como usted, misia, porque la desgracia y la enfermedad no hacen distingos, dice mi mama, y nadie se lleva de esta tierra más de lo que ha traído.
–¿Y se supo qué fue del niño de la Difunta?
–Lo habrán criado los arrieros, misia. ¿A quién se lo iban a dar, si no había parientes? Vaya a saber dónde andará, que ya debe ser un mocito. Algunas caravanas hasta cruzan la cordillera. Quién sabe si no estará por Chile.
–Es posible, m’hija. No parece un mal destino— dice misia Pilar, y se abre los botoncitos apretados del cuello, y abre también, por primera vez, un abanico que fabrica un viento breve y domesticado.
No. No hubiera sido un mal destino respirar el aire duro y limpio del desierto, más alto y más frío a medida que las sierras ascienden a cordillera. Dormir sobre el recado, junto a las fogatas que protegen de los grandes gatos del monte, que llaman tigres, y de los hombres infinitamente solos que se convierten en lobos bajo la luna llena.
¿En qué habría parado Correa, el viejo, el padre de Deolinda? ¿Y Bustos, el marido arrastrado por la montonera? La tranquiliza de algún modo pensar que todos están muertos, que han desaparecido junto con la muchacha, que el pasado concluye con ella, inmóvil y perfecto, aureolado en los bordes como una estampa piadosa.
Salvo uno.
Hay uno que todavía no está muerto.
Se vuelve hacia la chica.
– Eufemia, quisiera hablarle un ratito a la Difunta. Sola.
–Como usté mande, misia.
Cuando las polleras coloridas parecen una sola mota gorda abajo del cerro, Pilar se quita el sombrero con manos agarrotadas y se deja tocar sin reparos por el sol crudo. No quiere protección ni ventajas. Tiene miedo de lo que va a decir, pero ha cruzado toda la Argentina a lo ancho sólo para eso.
Se sacude el polvo de la falda y se sienta respetuosamente sobre la tumba. Saca luego unos dulces de la canasta y los coloca encima, como si se tratara de una mesa.
Saca, también, unas tacitas de plata y las llena con un poco de agua del chifle.
–No está muy fresca, verás –se disculpa–. Pero ya se sabe que aquí no hay cómo.
Se aclara la garganta y va perdiendo el miedo. Quizá porque ha recuperado los gestos de la infancia, cuando invitaba a las vecinitas a tomar té de flores en el jardín.
Pero esto no es un juego. O es otro juego, que jamás ha jugado.
–Yo, señora, vengo a hablarte como a una amiga. O más aún, como a una hermana, aunque ahora, por los años que te llevo, bien podrías ser mi hija. Tengo que decirte que se llama Eugenio. No sé cómo se llamaba antes, o cómo lo llamabas, y me culpo a veces de no haberlo averiguado. Pero me gustó nombrarlo Eugenio, porque quiere decir “el bien nacido”. Un hijo de buena madre, eso es Eugenio. No pudo tenerla mejor, y fue como si por dos veces lo hubieras parido.
Lo había recibido envuelto en una manta india, bien sujeto dentro de una alforja, sobre una mula mansa. Llegó el día antes de la Navidad, como un regalo para quince años estériles.
–Yo no te lo saqué, señora. Fueron los arrieros. Los que traían la hacienda que mi marido compraba. También a él lo trajeron, y nos contaron la historia. Y en ese momento –así de egoístas somos, o así de egoísta era yo–  sólo pensé que Dios había hecho un milagro para mí. No reparé, a la verdad, si tenía padre, y no me hubiera interesado encontrarlo. Yo sola quería quedármelo a tu hijo.
Las mejillas le arden y blande el abanico nuevamente, como un escudo que le oculta la cara.
–Conseguí llevármelo a Buenos Aires. ¿Por qué iba a crecer aquí, donde no había más que guerras? ¿Para qué, para que algún día se enterara de que fue hijo tuyo? ¿Para pasarme yo toda la vida peleando contra tu recuerdo? Con una madre así, yo iba a ser sólo la segunda, poco más que un ama de cría, aunque le diera todo. Y le di todo, realmente, como para compensarlo de lo que le robaba. No sólo dinero, que eso era fácil, porque no me faltó nunca. Viví para él. Hice mal, señora, por las dos cosas. Porque le negué tu nombre y porque creí que viviendo para él iba a hacerlo feliz.
Los golpes del abanico se tornan ásperos, casi salvajes. No los escatima, para que le sequen las lágrimas.
–Los bienes mal habidos se devuelven. Algún día se devuelven. Y los planes perfectos nos salen al revés. Quién sabe si en vez de darle mi vida lo maté. Quién sabe si no está enfermo de mí. A lo mejor los pulmones ya no le sirven para respirar porque es mi amor equivocado lo que se los tapa. Ahora que estamos solas, y que quizá sólo Dios nos escucha, te pido perdón, señora.
Cierra el abanico, lo deja sobre la piedra de la tumba, se arrodilla y baja la voz, como si estuviera hablándole a alguien al oído.
–Te fuiste y lo dejaste vivir. Tanto lo querías. Con la memoria de tu cuerpo seguiste dándole la vida. Le entregaste el futuro entero, la tierra abierta. Aunque ya no estuvieras para acompañarlo.
El aire quema cuando lo inhala, como si ella, y no el hijo, fuera la enferma.
–No te puedo ofrecer nada. ¿Devolverte tu hijo? ¡Si era tuyo! Por más que me obstiné nunca lo tuve del todo. Pero sí puedo ofrecerle algo a él, y es la verdad. Que sepa la verdad. Unas palabras, nada más. ¿No dicen que las palabras sanan, que las palabras curan? Quiero que me lo cures a través de esas palabras que voy a decirle.
Pilar espera, como si su voz fuese una moneda que tuviera que rodar hasta el fondo de un pozo vacío. Espera el sonido metálico de la moneda al golpear contra la roca del fondo. Le responde el silencio de todas las cosas y no sabe si su pedido ha sido escuchado.
Se coloca otra vez el sombrero y baja la gasa. El mundo y tal vez el dolor parecen piadosamente atenuados a través de una doble cortina de tela y agua.
Comienza a descender sobre la piedra brava paso a paso, como si buscara en las estrías del suelo roto las huellas del hijo que los hombres se llevaron.