EL RÍO
I
Llegaste junto al río para que yo te amara
y algo perenne y delicioso,
algo como el viento o la gracia de las nubes,
en ti creciera delicadamente.
Yo estaba allí, inclinado
sobre el misterio ardiente de la tierra.
Quizás mi corazón jugara entonces
con el cielo sumergido entre los peces
o anduviera buscando el rumbo de los muertos,
el peso de mi voz, mi selva.
¿Qué parte de soledad
trajiste entonces en tus manos como una rara orquídea?
¿Cuánto era mío
en el cerro de ternura más allá de tus ojos,
donde todo se confunde con el cielo,
como las nubes y la selva en el vientre del río?
¿Quién preparó la huída?
Tu piel hizo de mi alma un refugio tiernísimo
desde donde miramos el dibujo de las venas
ardiendo en nuestros cuerpos,
o asistimos al milagro de las hojas
que hacen visible el mundo cuando el amor lo ignora.
El río, en tanto, que lo espera todo,
que aprisiona el vuelo de las mariposas
y sabe de la muerte más que la muerte misma,
el río estaba allí, y nos miraba.
Nos mira todavía.
¡Qué hermoso era entonces comprender
la caricia del agua
en la brizna perdida donde el insecto escucha
como un pequeño dios extático!
II
(Polca)
Dormías a la sombra de las aguas natales
y yo te vigilaba.
En la costa del río
latías con la selva y los insectos,
y una víbora urgente
trepaba por el centro de tu alma
buscándome la voz.
¡Cuán poco yo te amaba entonces,
oh amor hecho de sangre,
oh herida de lujosas urracas y lapachos!
¡Cuánto ignoraba entonces,
lamento de guitarras,
de tu cuerpo tendido en las orillas!
Yo velaba a tu lado
sin guitarra, sin voz, músico triste,
Llorando los cadáveres del río;
pero en mis manos ardían tus cabellos,
tus olas, la nostálgica
prolongación del llanto sobre el agua.
Para suplirte, oh música, yo acaricié tu pelo,
la carnal armonía de tu cuerpo dormido.
La amarga soledad del monte
me sumergió la boca.
Azoté mis lapachos, desenredé mis lianas,
y un lamento de pájaros tristísimos,
cantando por tus venas,
derivó aguas abajo con los muertos.
Y en el doble remanso de tus senos,
tan dulcemente agrestes,
como verdes aullidos cayeron las barrancas.
III
Hoy siento que mi voz perdura
cuando el árbol declina sus cigarras
en el crepúsculo
y un aire reposado anuncia
la desnudez más pura del ocaso.
La voz que me desborda,
la íntima forma del amor,
este monstruo que vaga por los cerros
-pájaro, orquídea,
duende del monte, sapucái, guitarra-,
esta voz que es un viento lleno de hojas,
busca su forma musical,
quiere ser agua,
compartida canción, flor en la tarde.
Yo sé que tu ansiedad me nombra,
selva mía de siempre;
que tus seres más ínfimos:
el insecto que adora la luz en el rocío,
el yuyo indescifrable,
el rastro que olfatea el tigre,
en mi garganta pugnan dulcemente.
Yo sé que allí quieren buscarlos
esas manos transidas de esperanza
que alguna vez,
cuando el agua sea fresca para siempre,
ordenarán su gozo solidario,
su fraternal donaire.
Ahora gimen tus ramas
doradas por la gracia generosa
de nuestra luz
-porque es nuestro este cielo,
tan bajo a veces que las nubes dejan
un ángel en los ojos de la amada-
y yo siento que el río
fluye sin pausa por mi voz
cantando.
JUAN ENRIQUE ACUÑA
Nota: EL texto seleccionado fue tomado de la revista literaria “Expresión” Tomo II, No.6 , Buenos Aires, Mayo de 1947.
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