Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

lunes, 18 de septiembre de 2017

OMAR OCHI (Mendoza, 1988)

 
ESTRATEGIA CERO

  En una montaña de la Antártida, el guerrero enfrentó al legendario monstruo de las nieves. Fue una batalla de una hora. Al principio, la victoria parecía estar en las garras de la bestia blanca y velluda. No obstante, el guerrero sacó de la vaina de su espada un teléfono, fotografió a la criatura, le mostró el retrato y, ésta, al mirarse de frente, huyó aterrada y cayó desde aquella altura hasta la boca de un hombre que siempre les cuenta esta historia a sus hijos.

De: “Sesenta relatos para leer en la fila los desesperados” (libro en proceso de edición)

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Hoy te recomendamos leer a VERÓNICA GERBER.
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domingo, 17 de septiembre de 2017

CRISTINA MATAS CASANOVA (España,Barcelona,Sitges)


FE

Tengo mucho tiempo. Pienso en Dios, en la Biblia. En el horizonte, aparece el Arca de Noé, los cuellos sobresalientes de las jirafas.

Quizá sería bueno encender una hoguera para llamar su atención. No se dice que Noé recogiera a nadie, pero quién sabe, tenemos la eternidad por delante.

De: “Una isla desierta” (2017)

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Hoy te recomendamos leer a ENRIQUE SOLINAS.
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sábado, 16 de septiembre de 2017

DÉBORA BENACOT (Mendoza, 1976)


MALA PRAXIS

A falta de vástagos humanos

adoptamos una lagart-hija

apareció espontánea

regalo de los dioses que soplaron Zonda

vivió un par de meses

en la bacha del patio

allí tenía agua, el amparo de los caños

igual, le hicimos un refugio

con el cartón de una caja

la alimentación intentó ser balanceada

alguna que otra vez, le llevamos larvitas

o pequeñas arañas

incluso dejamos, como cebo, la cáscara amarilla

de una fruta que atrajera otros insectos

era algo tímida,

pobre,

cuando la visitábamos, huía

por eso respetamos su espacio

y la quisimos

con todo nuestro amor

a la distancia

duró lo que duró

hasta que un día

la encontramos

muertita, debajo del cartón

adherida a la pileta, occisa

su fina piel sobre el metal:

sticker del horror

de nuestra inexperiencia

como padres.


De: “Ácaros al sol” (2011)

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Hoy te recomendamos leer a PER FREDERIK WAHLÖÖ.
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jueves, 14 de septiembre de 2017

ROBERTO TCHECHENISTKY (Buenos Aires, 1940)


EL QUÍA

El quía era un tipo común. Petizo y chueco, sesentón, con caripela amarronada de tano del sur coronada con pelo crespo, canoso y abundante. Los que llamaban la atención eran sus ojos negros, que junaban con desconfianza y con bronca. Una bronca que lo envolvía. Una bronca que despuntaba en sus entrañas, que se podía tocar, se podía oler y subía hasta reventar en su mirada.

El quía tenía una historia común. En el ´94 lo cazó la pálida, cuando a la Empresa donde laburaba la compraron los brazucas. Lo rajaron y se quedó de araca, con una merda de indemnización. El boga todavía seguía el pleito para cobrársela. Ahora le faltaban algo menos de cinco años para el jubileo, y paraba la olla con changas o de busca en los trenes.

-No cargués, que estoy en la vía – contestaba el quía cuando lo querían gastar.

El boga le batió que en aquel año yeta, el ’94, “Sandy Jors”[i] había hecho votar una ley que habilitaba al Gobierno para rapiñar los morlacos que le habían sableado en cada quincena para que “cada trabajador argentino reciba un retiro digno en su vejez”, como había dicho El General.

Entre chamuyo y chamuyo, el tordo le garabateó unas instrucciones y la dirección, para hacer el trámite de la “jubilación anticipada”, como dijo que se llamaba y de la cual, le aclaró, por sesenta meses algo le iban a descontar.  El quía lo puso adentro de la carpeta, que sobaqueó al tomársela. ¡Sesenta meses cobrando chauchas! Como frutilla de la torta escuchó, desde la escalera, cuando el boga le gritó que le diera las gracias al Barba si le liquidaban algo más que la mínima.

– ¡Si me la hubiera juntado yo en efete! ¡Leyes de mierda!, todo por ser derecho.  En este país, hasta hoy, se labura en grone, y la joda sigue igual.  Aquel exMinistro garca se las piró del país, bien forrado. Ya lo dijo allá por el ´30 Discépolin, cuando yo ni siquiera había nacido, ”Todo sé igual, nada es mejor…”.

La reunión en el bufete lo había dejado hecho pelota. Siguió carburando que, con aquella ley, la guita que se había hecho humo era un toco. Ciento ciuncuenta lucas era el número que cantaba la carpeta en la que había encanutado toda su historia de laburante. Treinta y pico de años, ¡carajo!, y el Turco junto con el turro pelado ese se habían pasado todo por el upite. Se acordó cuando en la tele lo vió al dolape lagrimeándole a una veterana que le tiraba la manga para los Pami Boys. Pero ”la papa” se la morfó,  y  nunca le pudo rascar un mango.

– Cach’en dié!, me garcaron. Mejor me largo a chorear.

Esa cantilena le martillaba la sabiola, y sentía al bobo que se le quería pìantar del pecho. Lo decidió. Desde lo del tordo se tomó el subte y fue hasta Constitución a ver a un gomía que era de la pesada de Villa Diamante. Lo encontró y le mangueó un fierro a cambio de una gruesa de alfajores Jorgito, los que él vendía como busca. El punto agarró viaje, e hicieron el cambiazo en el biorsi de la Estación al otro día muy temprano. El flaco le advirtió.

– Ojo al piojo, que ir de caño no es joda – y le regaló un cargador lleno. – De buena onda, por cábula – le batió. En el bondi, yendo a hacer el trámite que le había indicado el boga, acarició el bufoso guardado en el bolsillo de la parka.

-‘Tamadre, ¿parka? Si uso campera…¿¡Parca!?

Se le apareció la huesuda al toque. Creyó que se estaba pirando. La vio patente y sintió como lo chapaba de la mano y lo arrastraba hacia ella, abrazándolo con fuerza, hasta que lo rozó la tela de la mortaja negra. Se le vino la noche.

El colectivo frenó de golpe. Se le cayó la carpeta, pero se despabiló y la cazó al vuelo. Se bajó justo frente a la puerta del edificio. Era grande y de bronce y le pareció la cueva misma de Alí Baba y, brillando adentro, las ciento cincuenta lucas. Tenía la boca seca. Entró y sacó número. Junó el numerador electrónico y relojeó su papelito. Faltaban tres, y le tocaba a él.

Ahí nomás dio la vuelta y rumbeó para la salida. Mientras se iba, cazó la carpeta con las dos manos y la hizo bolsa. Tiró los papeles en el canasto, y con el pelpa de las instrucciones que le había dado el tordo hizo una pelotita arrojándola al piso, adonde no llegó porque la pateó al voleo.

– Anticipada, las pelotas. Esta jubileta roñosa me va a hacer crepar en cuotas. Si la Parca se me aparece cuando estoy de caño, que venga de una.

El quía estaba contento. Ya no junaba con bronca, ni el bobo le golpeaba el pecho.

Saliò a la avenida y caminó oliendo a la primavera. Iba silbando bajito.

 
[i] ”Sandy Hors”: Del inglés “Sunday Horse”: Domingo Cavallo

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Hoy te recomendamos leer a LAIA JUFRESA.
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miércoles, 13 de septiembre de 2017

VANESSA PÉREZ MORENO (Venezuela, Maracaibo, 1992)

 
Carta 1

Encenderé una vela para decirte adiós, papá.

Tus memorias desmembradas ya han huido. Tu piel de pino envejeció. No quedan rastros. Papá, tu niña linda se ha perdido. Me convertí en una mujer que sangra y grita, que se toca y se presiona y se disfruta. Una mujer que no camina ya de espaldas. Papá, vivo en una casa que me habla, que me insulta y me hiere y me desarma. Una casa que es pasado y sólo casa. Papá me enamoré en una ciudad que no me pertenece, una ciudad de aire, de ruido y de baile. Ciudad que significa sólo un hombre, un hombre que no eres tú, pero me quiere. Así ves, papá, cómo he crecido, ya tengo pechos y orgasmos y ambiciones. Soy exactamente eso que nunca has visto.

Soy más que una extranjera enamorada
veo más allá de los libros y las tallas
soy más que las ciudades y las máscaras.


Soy, ese puente en el que te has ido.


De: “Vientos de Mayo” (2015)

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martes, 12 de septiembre de 2017

GINÉS CUTILLAS (España, Valencia, 1973)


MECÁNICA DE LAS NOVELAS

Al abrirse la portada del libro sonó la alarma.
Todos los personajes tomaron posiciones mientras el prologuista entretenía al lector, que no tardó en doblar la esquina del primer capítulo. Allí apareció el héroe de la historia recolocándose todavía la vestimenta ante lo imprevisto de la lectura.
Una vez más, recitó de memoria su papel sin dejar de mirar de reojo el borde de la página, desconfiado de que el siguiente figurante estuviera preparado para hacer su entrada.
No hubo ningún problema. Nada más adentrarse en la próxima hoja apareció el villano exponiendo sus intereses, siempre antagónicos a los del que acababa de abandonar el escenario que componían aquellas dos páginas abiertas del libro.
Ante lo extenso y elaborado del discurso el resto de los intérpretes respiraron aliviados, teniendo tiempo de vestirse como era debido, repasar sus papeles e incluso fumarse algún que otro pitillo para aplacar los nervios.
En el momento en que el bellaco estaba a punto de abandonar el marco de la lectura, el autor ya había ordenado correctamente a todos los actores lanzándolos a escena como el que empuja paracaidistas desde un avión.
Uno tras otro, fueron desarrollando la historia que acabó otra vez con la muerte del rufián a manos del héroe.
Apenas cerrado el libro, cuando el elenco todavía estaba felicitándose por la enésima representación de la novela, el prologuista dio la voz de alerta. Alguien había abierto de nuevo la portada del libro.

De: “Un koala en el armario” (2010)

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Hoy te recomendamos leer a POLA OLOIXARAC.
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lunes, 11 de septiembre de 2017

GABRIELA WEINER (Perú, Lima, 1975)

 
LA FUERZA DEL CARIÑO

hoy mamá vino a visitarme
estuvimos viendo “La fuerza del cariño”

en la película
una madre y su hija adulta toman té luego de un baño reconfortante
y conversan de sus vidas tendidas en una ancha cama

es gracioso
nosotras vemos la tele acostadas en mi cama matrimonial

pero no tomamos té

como una vaca y su ternero
sólo juntamos nuestras narices y nos damos leche

nos vamos antes de ver morir a la hija
mejor
sino hubiéramos llorado juntas
y es horrible llorar por ese tipo de cosas

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Hoy te recomendamos leer a JOSÉ EMILIO PACHECO.
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domingo, 3 de septiembre de 2017

LU HUINU (China, siglo XIV)


IMPROVISADO EN LA BARCA

Para mis padres, pesa más
el dinero que su hija.

Y así, con el laúd entre los brazos,
recorro sola mil y mil leguas.

Al claro de la luna,
tras mi interpretación,
no cesan de aplaudirme.

No saben que no han escuchado música,
sino los sollozos de mi alma rota.

De: “Antología de Poetas Prostitutas Chinas. (Siglo V-Siglo XXI)”, compilación de Guojian Chen (2011)

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Hoy te recomendamos leer a ÁNGEL OLGOSO.
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MANUEL PEYROU (Buenos Aires, San Nicolás de los Arroyos, 1902-Buenos Aires, 1974)

 
EL BUSTO

Hizo el nudo de la corbata y, al mismo tiempo que tiraba hacia abajo para ajustarlo, apretó con dos dedos el género, de modo que a partir del lazo hiciera un doblez, un repliegue central, evitando la formación de pequeñas arrugas. Se puso el saco azul y verificó el efecto general. Estar impecable era para él una forma de la comodidad. Satisfecho —dignamente satisfecho—, salió y cerró con cuidado la puerta de calle. No había podido asistir a la iglesia, pero esperaba llegar antes de las diez a la casa de su hermana. Era el día del casamiento de su sobrino mayor, quien más que un pariente era su amigo. Pasó frente a los porteros de las casas vecinas y les deseó con llaneza las buenas noches; era una elegante silueta, a pesar de sus años: alto, moreno, con el cabello ligeramente estriado de plata.

Las vitrinas del salón de los regalos exhibían algunas joyas costosas. Un collar de piedras combinadas difundía un pequeño arco iris sobre su estuche de fondo rojo; un anillo con un topacio, un par de aros de brillantes y algunos otros meteoros artificiales y enanos fulgían bajo la luz de las lámparas. Verificó si el prendedor elegido por él para su flamante sobrina y los gemelos de brillantes para el novio habían sido bien colocados. Satisfecho, avanzó en busca de la nueva pareja.

—¡No me vas a decir que no es una cosa rara! —dijo de pronto su sobrino, sorprendiéndolo. Estaba en el mismo salón y no había notado su presencia.

—No sé a qué te refieres… —repuso, deteniéndose.

—Al busto… o lo que sea…

Siguió la mirada del joven y luego se acercó frunciendo las cejas. Su claro instinto le había enseñado a desdeñar el hábito porteño de reírse de lo que no se entiende.

—Sí; es raro… pero no me parece mal. Tiene algo del modo de Blumpel…

El sobrino no contestó. Se acercó unos pasos, dio una vuelta al pedestal que sostenía el busto y dijo:

—Me parece más horrible visto de frente…

—¿De frente? ¿Cuál es el frente? —Se detuvo y frunció el ceño.— Yo no creo que tenga frente. En todo caso, no me parece bien que atribuyas al autor una intención que probablemente ha estado lejos de alimentar.

—No sé, tío; pero me parece una intrusión, una presencia oscura en un lugar de cosas claras…

—Fantasías, hijo, fantasías. Siempre has sido muy imaginativo. Y siempre te olvidas de lo más importante. Por ejemplo: ¿Quién te lo regaló?

—Aquí está la tarjeta. Nunca he oído ese nombre.

El tío tomó la tarjeta y la examinó cuidadosamente; la volvió del revés y luego miró de nuevo el anverso, con su habitual fruncimiento de cejas, como si fuera capaz de distinguir a simple vista las impresiones digitales o cualquier otra clase de indicio.

—¿No será un compañero de colegio, al que has olvidado? —le preguntó, devolviéndole el pequeño rectángulo de cartulina.

—No; me fijé en la lista que hice antes de mandar las invitaciones. No figura.

El tío se acercó al busto y lo miró a corta distancia.

—¿No habías visto esta chapita de bronce? —le preguntó—. Quizá no la advirtieron porque estaba tapada por un poco de tierra. Mira; dice: “El hombre de este siglo”.

—Es cierto —repuso el joven—; no me había fijado. Pero, ¿a qué siglo se refiere? Y sea al que fuere, no me gusta. No sé explicártelo, pero no me gusta. Me gustaría tirarlo.

Eduardo Adhemar lo miró con aire tranquilo. Sintió crecer su densa, invariable ternura; siempre le había gustado ser el árbitro de las decisiones de sus parientes.

—No creo que debas hacer eso —dijo—. En todo caso —agregó, animándose con brusca inspiración—, podrías aprovechar la ocasión para hacer algo original. Y, de paso, aprovechar también el regalo…

Su animación estimuló al sobrino.

—Sí; pero no sé cómo… Es una cosa perfectamente inútil…

—Justamente por eso —repuso Eduardo Adhemar—; porque es inútil sirve para hacer un regalo.

El sobrino estaba impresionado por el busto. No creía que regalándolo podía quedar bien con nadie.

—Es una forma de provocación —dijo—. Y la gente ya lo ha visto aquí…

Adhemar era un diletante agradable y culto, disertaba superficialmente sobre cualquier cosa y se complacía en ello. Miró a su sobrino con un fruncimiento irónico en los labios.

—¿Por qué te empeñas en considerar este busto desde un punto de vista estético? —preguntó—. Te sugiero que lo examines como algo raro, misterioso. —El sobrino lo miró con un parpadeo—. Por ejemplo: imaginemos un ser que careció de posibilidad de realización. La Naturaleza —digamos— tenía cinco proyectos de caballo y eligió el que conocemos. Los otros cuatro han quedado en el misterio, pero no por eso pierden su interés. Quizá había uno con las patas larguísimas, que parecían zancos, y otro con el pelo largo, como una oveja, y otro con cola prensil, muy útil en la selva. Quizá esto sea el hombre que pudo ser. Te advierto que yo no lo veo así. Me gusta solamente como teoría. Yo prefiero imaginarlo en una calle oscura, saliendo de una puerta cochera; un ser informe para, nuestro concepto actual, con dos pares de brazos y la nariz al costado, que habla con un ladrido y dice: “Perdón, yo soy el proyecto rechazado de hombre”.

—Contestarías: “En el club veo todas las noches a sus congéneres”.

—No digas tonterías —repuso Adhemar, que era muy juicioso cuando los demás se ponían imaginativos.

—Prefiero la idea del regalo —dijo su sobrino—. Pero, ¿a quién? Casi todos mis amigos están aquí y si aún no lo han observado, dentro de poco lo verán…

Eduardo Adhemar recordó:

—¡Ya sé! ¡Se lo mandas a Olegarito! No está aquí. Ayer se fue a la estancia y se casa dentro de quince días.

Cuando Eduardo Adhemar llegó quince días después a la casa de Olegario M. Banfield se había olvidado ya del asunto. Por eso, quizá —no era probable ningún otro motivo—, tuvo un sobresalto al encontrarse frente a frente con el busto, al pasar de un salón a otro, después de haber hecho la agradable comprobación de que los regalos recibidos por la pareja no eran tan costosos como los recibidos por sus sobrinos. El busto estaba en una esquina del salón y, sin embargo, parecía ser el centro de la decoración y de las luces. Adhemar saludó a dos o tres personas y se retiró.

Un mes después, ya entrado el verano, asistió a otra recepción; se casaba el hijo del presidente de la compañía. El ambiente de la bolsa y de la banca le molestaba un poco. Sabía que el presidente —un hombre muy meritorio, trabajador, pero sin tradición— se vanagloriaba de su amistad, y que la dueña de casa iba a presentarlo con gran entusiasmo a una serie de burguesas ricas. Pero la tiranía de las conveniencias comerciales no le permitió pensar en evasivas. Llegó, pues, con su habitual corrección, que a veces brillaba en un ligero alarde juvenil —una flor, una corbata novedosa—, y su aire indudablemente distinguido. Saludó a los dueños de casa y a los novios, y luego, sin dar tiempo a las presentaciones que ya afluían a la boca de la esposa del presidente, expresó, con una impaciencia casi infantil, su deseo de ver los regalos. Por una escalera bordeada de canastas de flores subieron al primer piso. El busto estaba en medio del amplio salón, bajo las plaquetas cristalinas de la araña.

En el curso del verano y luego, en el otoño, Eduardo Adhemar asistió a dos o tres casamientos más. En todos ellos encontró el busto. Espació después el cumplimiento de sus compromisos sociales y se limitó a concurrir de tarde, y a veces de noche al club.

Una noche desapacible, a principios del invierno, estaba cómodamente instalado tomando su whisky y leyendo el diario, cuando una conversación a sus espaldas lo hizo incorporarse a medias y escuchar. Dos socios hablaban animadamente. Por los escasos términos que logró percibir comprendió que se referían al busto. “Por suerte tuvieron tiempo de…” La frase quedó inconclusa porque un mozo pasó haciendo ruido con una bandeja llena de vasos. ¿Qué era lo que había que hacer a tiempo?, se preguntó Adhemar. Un rasgo de humorismo, una ocurrencia surgida en un instante de jovialidad, el día del casamiento de su sobrino, parecía haber tenido consecuencias imprevisibles. Él había puesto en movimiento algo, un hábito, una moda, una fuerza. No podía saber qué, pero se propuso averiguarlo. Desgraciadamente, no se hablaba con ninguno de los dos caballeros. Se habían distanciado el día de la renovación de la comisión directiva. Decidió estar atento en los días sucesivos por si lograba sorprender nuevas alusiones al busto. Una tarde llegó al salón en el momento en que terminaba una charla entre varios amigos. Creyó comprender que alguien había sostenido la existencia de numerosos bustos. Pero esa opinión fue victoriosamente rebatida por Pedrito Defferrari Marenco, el joven abogado y político que ya se perfilaba como uno de los nuevos valores del Partido Tradicional. Era un solo busto, del que todos se desprendían nerviosamente, apenas recibido. Adhemar, en una especie de vértigo, guardó silencio.

A partir de ese momento empezó a sentirse hondamente preocupado. Los motivos de su inquietud no respondían a un sentimiento egoísta; comprendió —sentado en su sillón habitual en el club hizo un minucioso análisis de su situación— que un impulso generoso, aunque todavía oscuro, estaba dominándolo en forma sorda y creciente. Empezó a pensar constantemente en su sobrino, en su felicidad, en su profesión, en los aspectos de su vida matrimonial. La pareja no había regresado aún de un largo viaje por Europa, y Adhemar experimentó verdadera angustia durante las semanas que faltaban para el arribo. Luego, cuando por fin éste se produjo, debió contener su impaciencia durante unos días. Una tarde convidó al joven a tomar un whisky en el club. Después de hablar de algunas minucias relacionadas con el viaje, exploró con cautela los tópicos que le interesaban. Todo estaba bien; su sobrino y su mujer eran felices, el dinero abundaba y la profesión de ingeniero era la vocación cumplida del joven. Adhemar sonrió imperceptiblemente, satisfecho, como un conspirador.

Pero dos o tres días después notó con alarma que empezaba a interesarse por el destino de Olegario Banfield, el amigo a quien su sobrino había regalado el busto. El problema era más difícil, porque su amistad con Banfield era reducida y no existían muchos pretextos para verlo. Empezó, sin embargo, a visitar a amigos comunes, con el propósito de obtener detalles; inventó innumerables subterfugios y excusas para lograr el conocimiento total de la vida del joven Olegario y de su esposa. Logró sus fines, por supuesto, y nuevamente quedó satisfecho. Más complicadas resultaron las siguientes investigaciones, porque a medida que avanzaba iba encontrando personas casi totalmente desconocidas. Recurrió entonces a una agencia de policía privada. Al principio, le resultó difícil vencer la suspicacia profesional del inspector Molina. Este, un hombre avezado, pensó lógicamente en motivos sentimentales. Es normal que un caballero de gran fortuna tenga una aventura costosa y que ansíe una fidelidad relativa; también es normal que trate de obtener la certidumbre de esa fidelidad. Pero cuando las investigaciones debieron extenderse a diez o quince hogares recientemente constituidos el inspector terminó por aceptar las razones expuestas por Adhemar. Todo el trabajo —explicó el caballero— se haría con vistas a la formación de un archivo; una gran empresa de crédito, cuya denominación convenía mantener en reserva por el momento, estaba haciendo un gigantesco registro moral y financiero del país. Adhemar notó en dos o tres ocasiones un dejo de ironía en el inspector, pero como el hombre cumplía su trabajo a conciencia olvidó enseguida toda preocupación. Por su parte, el inspector recibía una considerable mensualidad por sus actividades, de modo que también abandonó las consideraciones ajenas a su labor rutinaria y colaboró en la forma más eficaz.

Después de algún tiempo Adhemar advirtió que era imposible tener un cuadro de la vida de una persona, a partir de la posesión del busto, sin conocer su vida anterior. Sólo la comparación podía dar la nota exacta. Esto desplegó, complicó infinitamente las investigaciones. Para cooperar con el inspector, el propio Adhemar se decidió a actuar. Durante días y noches mantuvo entrevistas, requirió informes, siguió largamente por las calles a personas desconocidas. Al cabo de unos meses, una noche de niebla en que recorría el barrio de la Recoleta, tuvo un sobresalto. Una forma ligera, una sombra casi, entrevista al volver el rostro, le hizo sospechar que él también era seguido. La sangre le golpeó en las sienes; un sentimiento de horror estuvo a punto de paralizarlo. Logró después apresurar el paso, dio dos o tres vueltas inesperadas —o que creyó inesperadas— en otras tantas esquinas y, finalmente, llegó a su casa. A las pocas horas se había calmado; él se había introducido en la vida de los demás: ¿tenía derecho a impedir que alguien atisbara en la suya? Pero no pensó más, porque estaba muy cansado; su estado físico y su ánimo habían decaído en las últimas semanas.

Durante un mes prosiguió su trabajo, siempre con la sensación de ser puntualmente observado, hasta que una molestia estomacal y una ligera puntada en el lado izquierdo del pecho lo obligaron a visitar al médico. No era nada de cuidado, explicó el facultativo. Dieta, supresión del alcohol, una serie de inyecciones, y estaría como nuevo. Regresó a su departamento de la calle Arenales y se metió en cama. Al día siguiente era su cumpleaños y deseaba estar bien para recibir a sus amigos. Pero al despertarse comprendió que su reunión había fracasado. Un fuerte dolor, reumático o lo que fuera, le impedía moverse. Llamó al médico y éste llegó a mediodía. Efectivamente, sus pequeñas molestias se habían complicado con un lumbago.

Permaneció todo el día en cama. El mucamo hizo pasar a dos o tres amigos que fueron a saludarlo; también llegaron algunos regalos. A las nueve de la noche aquél se retiró, después de solicitarle permiso para ir al cinematógrafo. Adhemar le sugirió que dejara la puerta entreabierta, por si aún llegaba algún amigo. Media hora después sintió unos golpes y un mensajero entró sin esperar contestación. Estaba curvado por un paquete de gran peso, que dejó en la mesa del hall. Luego avanzó hasta la cama y le entregó una carta y se retiró. En la habitación próxima el paquete era una sombra oscura. Doblegado por el dolor, sin poder incorporarse, Adhemar abrió la carta y sacó una tarjeta. Nunca había leído este nombre. Sí; lo había leído: ¡la noche del casamiento de su sobrino, en la tarjeta que acompañaba al busto! Con ansiedad, estiró el brazo y tomó el teléfono. Acercó el auricular a su oído; estaba desconectado. Hizo dolorosamente, vanamente, un nuevo esfuerzo para incorporarse. Una opresión creciente, como una marea, le llenó el pecho y subió, subió.

Bajo el arco del hall la oscuridad se extendió como café derramado y avanzó en la habitación.

De: “La noche repetida” (1953)


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ALFONSINA STORNI (1892-1938)


EL DIVINO AMOR

Te ando buscando, amor que nunca llegas;
te ando buscando, amor que te mezquinas.
Me aguzo por saber si me adivinas;
me doblo por saber si te me entregas.
 
Las tempestades mías, andariegas,
se han aquietado sobre un haz de espinas;
sangran mis carnes gotas purpurinas
porque a salvarte, oh niño, te me niegas.
 
Mira que estoy de pie sobre los leños,
que a veces bastan unos pocos sueños
para encender la llama que me pierde
 
Sálvame, amor, y con tus manos puras
trueca este fuego en límpidas dulzuras
y haz de mis leños una rama verde.


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