Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

domingo, 31 de enero de 2016

GABRIELA LUZZI (Chubut, Rawson, 1974)


LAS TRES MESAS

Lo que faltó es lugar en esa casa
para poner la mesa
que ahora no está
porque quedó destruida
en el patio
y también faltó un techito
o más bien
faltó sequía
para que no se mojara
la madera de la mesa
y matar la biodiversidad
que aumentaba
todo el tiempo en forma de hongos
de diversos colores
tirando al azul
o al verde manzana
de pez raro
que consiguen dos chicos
en un cuento 
pero que dividen por la mitad
para llevarlo a sus casas.
Cortarle las uñas a los gatos
que rascaban las patas
puede decirse que faltó además
pero no hubiera servido de nada
porque ya la madera estaba blanda
amarilla
largaba olor a agua estancada
y cuando le daba el sol
se desprendían
como pedazos de goma espuma
de almohadas
iguales a las que caían de nuestras camas
un poco viejas
y que sostenían
a todos los que dormíamos
y comíamos
en otra mesa
que no estaba tan buena
pero dejamos adentro
porque era de vidrio
y se limpiaba más fácil.
Además los perros,
que no tenían tierra para escarbar
porque se había
despedido al pasto
con una mano de cemento,
ayudaron a destruirla.
En cierta forma para lo único que sirvió
esa mesa 
fue para dar de comer a las hormigas
que pasaban arrebatadas
ante el milagro
de la lluvia
de mendrugos amarillos.
Quedó en el patio
la chapita
con el nombre
del ebanista
que sólo había fabricado tres mesas
y las había vendido
sin dejar para sus hijos
ni siquiera el oficio
que ahora uno de ellos
le agradecería tener
porque cuando abre
las alacenas
que el ebanista no vendió
y que están vacías
descubre que es mejor
no completar el telegrama de renuncia
y quedarse a pintar de magenta
la mesa de fórmica
que le regalaron
para que coma
sin ninguna compañía
ni mantel
ni servilletas
ni chapitas que son lo último en caer al piso
cuando algo se destruye
y hacen un ruido
que nadie escucha
sólo la hormigas
como una mala traducción
de la frase, esto se acabó muchachas.
El hijo del ebanista
dice que le hubiera faltado poner
algún producto que una la pintura
con la fórmica
a la que naturalmente nada se le pega.


 

sábado, 30 de enero de 2016

RÉGIS JAUFFRET (Francia, Marsella, 1955)

BEBÉ NUEVO
 
Uno puede amar durante mucho tiempo a una mujer que ya no quiere estar con uno, y porque uno todavía la ama, casarse con su hija. Aquella mujer había sido mi tutora en la universidad y teníamos amoríos clandestinos. Me dejó al cabo de algunos meses por un estudiante de licenciatura. Hoy sé que yo sólo era un juguete sexual para ella, un pene joven enclavijado a un cuerpo de adulto cuya piel había conservado como reflejos de adolescencia. Su hija siempre ignoró nuestras relaciones, pero revolviendo una vez la cartera de la madre encontré una foto de ella jugando al tenis. Después de la separación, una rápida pesquisa me permitió descubrir el club del que era socia. Tres semanas más tarde, lograba llevarla a la cama. Antes de cada relación sexual, agujereaba el preservativo con una aguja. Logré convencerla de que no abortara, y de que se casara conmigo por imaginarias razones de orden moral. Desde entonces, cada vez que la siento a punto de escaparse, da a luz al año siguiente a un bebé nuevo cuyos tres o cuatro kilos le impiden huir, como un grillete. Todavía no somos una familia numerosa, nuestros cuatro hijos hacen de nosotros una pareja tan solo meritoria. Para darle ánimo, antes de cada nacimiento le regalo una joya. Se la deja sin estrenar a las enfermeras. —Te amo. —Sé que no. Se niega a dejarme entrar a la sala de parto. Espero la entrega con su madre enfrente de la máquina de café. Se volvió triste, y me odia. Por su inteligencia, su perseverancia natural, entendió desde el principio que mi amor era una maniobra para obligarla a que formara parte de mi vida. Trata de no mirarme a los ojos, de no besarme en la mejilla. Pero en las reuniones familiares me gusta escucharla hablar, aunque es lo suficientemente hábil para no dirigirme a mí directamente ni una sola palabra. Y además, me lavo las manos en su baño, entre sus productos de maquillaje, sus frascos de perfume. La respiro. —Te amo. Ella no responde. Hace como que sigue tomando el vasito de café. Mira el estacionamiento a través del vidrio. La escucho sollozar suavemente, mientras su hija sigue pujando jadeante a mi prole.
 
De “El amor es eso” (2011)

viernes, 29 de enero de 2016

JUAN CARLOS MESTRE (España, Villafranca del Bierzo, 1957)

TRES POEMAS PARA PIER PAOLO PASOLINI

Sólo porque estás muerto he podido hablarte como a un hombre,
de otra manera tus leyes me lo hubieran impedido.
P. P. Pasolini


I
Hubiera querido góndolas y uvas en tu frente, blanca túnica de vichí
para tu cuerpo de arbusto, vomitel, árbol enorme donde tallen 
timbales, panderetas, músicas al tacto valiente de tu risa, 
tarambas, oboes y luces en la noche que te cuida, 
fósil de ámbar, rejalgar, cristal indefinido que gobierna 
adolescentes. Pero ya el humo que resolvió a los príncipes 
es témpano dulcísimo, véspero en la tarde de los Médicis, 
cascabel y sedas en tu luz definitiva, vértigo ahora 
cuando un arpa inicia fuentes de bálsamo en la memoria, 
incienso en tu cenotafio de orégano y ciruelas, harina
en el hojaldre sin fin, honrado jinete tan suave en el galope 
y hasta relincho fucsia del centauro que quiso Botticelli 
para llevarte a hombros a la soledad del ibis, madre 
comunal y sagrada que devoró el jaguar, cinta en el pelo,
miel de palma y almendras en el licor de los festejos.
 

II
Voy a nombrarte como sol que duda entre el jazmín o la libélula,
apenas aurora y ya friso de acanto que te oculta, breve fue 
el amor o la alimaña y ya están los evangelios anunciando 
fresas en tus labios, liebres, sacristanes, adobes y pulpa de manzana;
quiero esta extensa geografía reducida a brote simple de cerezo 
y en tu oreja cultivar infiel e íntima la vida, el deseo, el goce 
carnal de un cielo que devore tu muerte y te devuelva intacto 
al ágora y al puente, al tren, al mingitorio, a las campanas y a la luna.
Que ya vienen las mariquitas de Roma tocando la marimba y las estatuas
y la hojarasca y las navajas no son, Dante y el cisne de Veronés,
y Venecia no se hunde por ti y no se hace inalcanzable el vértice,
porque ya estamos todos sin vergüenza en el pubis de Safo, yuruma, 
jarabe de maíz, sustancia, hucha y alhelí, caimán y novia.
  

III
Y es preciso detener la resignación que como mañana blanca de domingo 
azuza al cárabo, devolver la alegría al alcahuete, el miedo al juez, fingir
hasta el éxodo, adornar con azucena cada culpa, convidar a matrimonio,
volverse cadmio, baya, ser prodigio, retallecer, rugir y hasta ocultar
con velo lo jovial, ingerir jarabes que te vuelvan grillo y regreses
en el canto, araña, saurio, gelatina, nivel del mar que lo inunde todo.
Porque no me acostumbro, prometido, a revejecer, a regirte en el recuerdo,
a reservarte el mármol como si cónsul hubieras sido, tú, hereje mayor, joya 
que adorno el pulgar, hierba que embosqueció la era, nunca harija, trigo, 
rayo que destrona, hiere, apila y excarcela. Te quiero ya tambor, voz atonal, 
adormidera, flauta, tubo de viento. Levanta tu cabeza, cáliz de pan, ven nómada, 
regresa, hágase la justicia y alegrémonos: Ecce homo.


 

Lectura de verano - I

“Los cuadernos de Malte Laurids Brigge” de Rainer María Rilke. Traducción de Francisco Ayala. Prólogo de Fernando de Torres. 2da. Edición. Editorial Losada. Buenos Aires. 1968. (Colección Biblioteca Clásica y Contemporánea. N° 104. Portada Silvio Baldessari. Título original: Die Aufzeichungen des  Malte Laurids Brigge)



jueves, 28 de enero de 2016

RICARDO JAIMES FREYRE (Perú, Tacna 1868- Argentina, Buenos Aires,1933)


SIEMPRE…
 
Peregrina paloma imaginaria
que enardeces los últimos amores;
alma de luz, de música y de flores
peregrina paloma imaginaria.
 
Vuela sobre la roca solitaria
que baña el mar glacial de los dolores;
haya, a tu paso, un haz de resplandores,
sobre la adusta roca solitaria…
 
Vuela sobre la roca solitaria
peregrina paloma, ala de nieve
como divina hostia, ala tan leve
 
como un copo de nieve; ala divina,
copo de nieve, lirio, hostia, neblina,
peregrina paloma imaginaria…


 

miércoles, 27 de enero de 2016

WU CH´ENG-EN (República Popular China, Huai'an, 1500-1582)


LA SENTENCIA
 
Aquella noche, en la hora del descanso, el emperador soñó que había salido de su palacio y que en la oscuridad caminaba por el jardín, bajo los árboles en flor. Algo se arrodilló a sus pies y le pidió amparo. El emperador accedió; el suplicante dijo que era un dragón y que los astros le habían revelado que al día siguiente, antes de la caída de la noche, Wei Cheng, ministro del emperador, le cortaría la cabeza. En el sueño, el emperador juró protegerlo.
Al despertarse, el emperador preguntó por Wei Cheng. Le dijeron que no estaba en el palacio. El emperador lo mandó buscar y lo tuvo atareado el día entero, para que no matara al dragón. Al atardecer le propuso que jugaran al ajedrez. La partida era larga, el ministro estaba cansado y se quedó dormido.
Un estruendo conmovió la tierra. Poco después irrumpieron dos capitanes, que traían una inmensa cabeza de dragón empapada en sangre. La arrojaron a los pies del emperador y gritaron:
-¡Cayó del cielo!
Wei Cheng, que había despertado, la miró con perplejidad y observó:
-Qué raro. Soñé que mataba a un dragón así.



martes, 26 de enero de 2016

JUAN JOSÉ PANNO (Buenos Aires, 1949)

SUEÑOS
 
El sábado a la noche el delantero soñó que en el partido del día siguiente ejecutaba un penal y era gol porque amagaba y disparaba a la izquierda del arquero que se iba, engañado, hacia su derecha.
El domingo el árbitro cobró un penal para su equipo y el delantero, que tenía muy presente el sueño, amagó a la derecha y le dio hacia la izquierda del arquero, casi con displicencia, respondiendo a la premonición.
El arquero, que se había volcado justamente hacia su izquierda, no tuvo que hacer mucho esfuerzo para detener la pelota.
El delantero se quedó estático, azorado. La perturbación se multiplicó cuando el arquero, al pasar a su lado, mientras sacaba la pelota le dijo en tono canchero: “los sábados a la noche me tiro a la derecha: los domingo a la tarde, no”.
 
De “En cancha chica. Minicuentos de fútbol” (2015)



lunes, 25 de enero de 2016

LEOPOLDO LUGONES (1874-1938)


LA MUERTE DE LA LUNA
 
En el parque confuso
Que con lánguidas brisas el cielo sahúma,
El ciprés, como un huso,
Devana un ovillo de de bruma.
El telar de la luna tiende en plata su urdimbre;
Abandona la rada un lúgubre corsario,
Y después suena un timbre
En el vecindario.

Sobre el horizonte malva
De una mar argentina,
En curva de frente calva
La luna se inclina,
O bien un vago nácar disemina
Como la valva
De una madreperla a flor del agua marina.

Un brillo de lóbrego frasco
Adquiere cada ola,
Y la noche cual enorme peñasco
Va quedándose inmensamente sola.

Forma el tic-tac de un reloj accesorio,
La tela de la vida, cual siniestro pespunte.
Flota en la noche de blancor mortuorio
Una benzoica insispidez de sanatorio,
Y cada transeúnte
Parece una silueta del Purgatorio.

Con emoción prosaica,
Suena lejos, en canto de lúgubre alarde,
Una voz de hombre desgraciado, en que arde
El calor negro del rom de Jamaica.
Y reina en el espíritu con subconsciencie arcaica,
El miedo de lo demasiado tarde.

Tras del horizonte abstracto,
Húndese al fin la luna con lúgubre abandono,
Y las tinieblas palpan como el tacto
De un helado y sombrío mono.
Sobre las lunares huellas,
A un azar de eternidad y desdicha,
Orión juega su ficha
En problemático dominó de estrellas.

El frescor nocturno
Triunfa de tu amoroso empeño,
Y domina tu frente con peso taciturno
El negro racimo del sueño.
En el fugaz desvarío
Con que te embargan soñadas visiones,
Vacilan las constelaciones;
Y en tu sueño formado de aroma y de estío,
Flota un antiguo cansancio
De Bizancio...

Languideciendo en la íntima baranda,
Sin ilusión alguna
Contestas a mi trémula demanda.
Al mismo tiempo que la luna,
Una gran perla se apaga en tu meñique;
Disipa la brisa retardados sonrojos;
Y el cielo como una barca que se va a pique,
Definitivamente naufraga en tus ojos.


domingo, 24 de enero de 2016

GABRIELA MISTRAL (Chile, 1889-1957)

YO NO TENGO SOLEDAD
 
Es la noche desamparo
de las sierras hasta el mar.
Pero yo, la que te mece,
¡yo no tengo soledad!

Es el cielo desamparo
si la Luna cae al mar.
Pero yo, la que te estrecha,
¡yo no tengo soledad!

Es el mundo desamparo
y la carne triste va.
Pero yo, la que te oprime,
¡yo no tengo soledad!

sábado, 23 de enero de 2016

SANTIAGO VARELA (Pergamino, Buenos Aires,)

 
COMIENZO
 
Al comienzo no había nada. Nada de nada. No existía ni el tiempo ni el espacio. No existía la materia ni la antimateria, no había partículas elementales ni de las otras. No había ruido de fondo ni agujeros negros. Obviamente no había ni galaxias, ni estrellas, ni planetas, ni cometas dando vueltas. No había nada. Solo estaba Dios. Solamente. Él. No se sabe bien por qué, tal vez se sintiera demasiado solo o estuviese irremediablemente aburrido, pero lo cierto es que un buen día –aún antes que se creasen los días- Dios, por algún ignoto motivo, explotó. Así, tal cual. Una explosión de la puta madre. Tendrían que pasar miles de millones de años para que a algún científico se le ocurriese hablar del Big Bang.
 
De “Galletitas sueltas” (2014)


 

viernes, 22 de enero de 2016

FERNANDO SORRENTINO (Buenos Aires, 1942)


SUPERSTICIONES RETRIBUTIVAS
 
Yo vivo de las supersticiones ajenas. No gano mucho y el trabajo es bastante duro.
Mi primer empleo fue en una fábrica de soda en sifones. El patrón creía, vaya a saber por qué, que uno de los millares de sifones (sí, ¿pero cuál?) alojaba la bomba atómica. Creía también que era suficiente una presencia humana para impedir que aquella terrible energía se liberase. Éramos varios los contratados, uno para cada camión. Mi tarea consistía en permanecer sentado sobre la irregular superficie de los sifones durante las seis horas diarias que duraba el reparto de soda. Una tarea ardua: el camión daba barquinazos; el asiento era incómodo, doloroso; el trayecto, aburrido; los camioneros, gente vulgar; cada tanto estallaba un sifón (no el de la bomba) y yo sufría heridas leves. Al fin, cansado, renuncié. Y el patrón se apresuró a reemplazarme por otro hombre que, con su sola presencia, impediría el estallido de la bomba atómica.
En seguida supe que una señorita solterona de Belgrano tenía un casal de tortugas y creía, vaya a saber por qué, que una de ellas (sí, ¿pero cuál?) era el demonio en forma de tortuga. Como la señorita, que vestía de negro y rezaba el rosario, no podía vigilarlas continuamente, me contrató a mí para que lo hiciese de noche. Como todo el mundo sabe”, me explicó, “una de estas dos tortugas es el demonio. Cuando usted vea que a una de ellas le crecen dos alas de dragón, no deje de avisarme, porque esa, sin duda, es el demonio. Entonces haremos una hoguera y la quemaremos viva para terminar así con la maldad sobre la faz de la tierra”. Las primeras noches me mantuve despierto, vigilando a las tortugas: qué animales tontos y sin gracia. Luego mi celo me pareció injustificado y, apenas la solterona se acostaba, yo me envolvía las piernas en una manta y, encogido en una silla del jardín, dormía la noche entera. De manera que nunca pude averiguar cuál de las dos tortugas era el demonio. Entonces le dije a la señorita que prefería dejar ese empleo, pues me resultaba insalubre pasar las noches en vela.
Porque, además, acababa de enterarme de que en San Isidro había una vetusta casona sobre una alta barranca, y, en la casona, una estatuilla que representaba a una dulce muchacha francesa de fines del siglo xix. Los dueños –una pareja de grises ancianos– creían, vaya a saber por qué, que esa muchacha se hallaba enferma de amor y de tristeza, y que, si no se le conseguía novio, moriría a corto plazo. Me asignaron sueldo y me convertí en novio de la estatuilla. Empecé a visitarla. Los ancianos nos dejan solos, aunque sospecho que secretamente nos vigilan. La muchacha me recibe en la melancólica sala, nos sentamos en un gastado sofá, le llevo flores, bombones o libros, le escribo poesías o cartas, ella toca lánguidamente el piano, me echa suaves miradas, yo la llamo Amor mío, la beso a hurtadillas, a veces voy más allá de lo que permiten el decoro y la inocencia de una muchacha de fines del siglo xix. También Giselle me ama, baja los ojos, suspira tenuemente, me dice: “¿Cuándo nos casaremos?”. “Pronto”, le respondo. “Estoy juntando plata”. Sí, pero la fecha se difiere, pues es muy poco lo que puedo ahorrar para nuestro casamiento: como ya dije, no se gana gran cosa viviendo de las supersticiones ajenas.

jueves, 21 de enero de 2016

JULIO RICARDO ESTEFAN (Monte Buey, Córdoba, 1963)


SUSTO
 
-¡Papá,  papá! ¡Hay un hombre debajo de mi cama!
-Tranquilo, hijo. Tuviste una pesadilla. Recuerda lo que siempre nos dice tía Elvira: “¡Los hombres no existen!”.
Y el pequeño monstruito volvió a dormirse
 
De “La torre de papel y otros microrrelatos” (2013)

miércoles, 20 de enero de 2016

JUAN DE TASSIS (España, 1582-1622)


A UN BESO DE UNA DAMA
 
Divina boca de dulzores llena,
dichoso el labio que te besa y toca,
que no hay en cuantas hay tan dulce boca,
ni para aprisionarme tal cadena.

No el sabroso panal de la colmena
a tanto gusto y suavidad provoca,
que está el dulzor en ti y el suyo apoca
el ámbar, el clavel, el azucena.

Mas dentro de la miel está escondido
el aguijón crüel con que me hieres,
y nadie de la vida ve este signo;

boca tierna y pecho empedernido,
no, ni jamás en todas las mujeres
boca tan blanda y corazón tan digno.



martes, 19 de enero de 2016

CHRISTIAN SOLANO (Perú, Lima, 1976)


UNA MEJOR EXCUSA
 
Sin dejar de chupármelo, acomoda su sexo en mis narices. Me excita su olor irrespirable. Al lamer su clítoris, sus labios rosados tiemblan. Beso su ano, mordisqueo sus nalgas. Ya me vengo, me dice y me riega la cara con un chorro largo. Me ahogo con su líquido. Termino en su boca. Se mojan las sábanas, el colchón. Enseguida, nos vestimos y la niñera plancha lo mojado para que mi esposa no lo note. Es probable que ya no se crea que el bebé volvió a orinarse en la cama. 
 
De “Motivos de fuerza mayor” (2015)

lunes, 18 de enero de 2016

SANDRO CENTURIÓN (Formosa, 1975)


EL CLON PERFECTO

Había creado al clon perfecto. No sólo era idéntico a él sino que también pensaba como él, tenía sus mismos sueños, miedos y ambiciones.
—Pensar que lo hice con barro —dijo y se sentó a descansar.
 
De “Rinocerontes bajo la cama” (2011)


 

domingo, 17 de enero de 2016

SAMANTA SCHWEBLIN (Buenos Aires, 1978)


SALIR

Tres relámpagos iluminan la noche y alcanzo a ver algunas terrazas sucias y las medianeras de los edificios. Todavía no llueve. Los ventanales del balcón de enfrente se abren y una señora en pijama sale a recoger la ropa. Todo esto veo mientras estoy sentada en la mesa del comedor frente a mi marido, tras un largo silencio. Sus manos abrazan el té ya frío, sus ojos rojos siguen mirándome con firmeza. Espera a que sea yo la que diga lo que hay que decir. Y porque siento que sabe lo que tengo que decir, ya no puedo decirlo. Su frazada está tirada a los pies del sillón, y en la mesa ratona hay dos tazas vacías, un cenicero con colillas y pañuelos usados. Tengo que decirlo, me digo, porque es parte del castigo que ahora me toca. Me acomodo la toalla que me envuelve el pelo húmedo, ajusto el nudo de mi bata. Tengo que decirlo, me repito, pero es una orden imposible. Y entonces algo sucede, algo en los músculos complicado de explicar. Sucede paso a paso sin que alcance a entender exactamente de qué se trata: simplemente empujo la silla hacia atrás y me incorporo. Doy dos pasos al costado y me alejo. Tengo que decir algo, pienso, mientras mi cuerpo da otros dos pasos y me apoyo contra el mueble de los platos, las manos tanteando la madera, sosteniéndome. Veo la puerta de salida, y, como sé que él todavía me mira, yo me esfuerzo en evitarlo. Respiro, me concentro. Doy un paso al costado alejándome un poco más. Él no dice nada, y me animo a dar otro paso. Mis pantuflas están cerca y, sin soltarme de la madera del mueble, estiro los pies, las empujo hacia mí y me las pongo. Los movimientos son lentos, pausados. Suelto las manos, piso un poco más allá, hasta la alfombra, junto aire, y en solo tres pasos largos cruzo el living, salgo de casa y cierro. Se escucha mi respiración agitada en el pasillo del edificio, a oscuras. Me quedo un momento con la oreja apoyada contra la puerta, intentando escuchar ruidos dentro, su silla al incorporarse o sus pasos hacia acá, pero todo está en completo silencio. No tengo llaves, me digo, y no estoy segura de si eso me preocupa. Estoy desnuda bajo la bata. Soy consciente del problema, de todo el problema, pero de alguna manera mi estado, este insólito estado de alerta, me libera de cualquier tipo de juicio. Las luces de los tubos parpadean y luego el pasillo queda ligeramente verde. Voy al ascensor, lo llamo y llega enseguida. Las puertas se abren y un hombre se asoma sin sacar su mano de los botones. Me invita a pasar con un gesto cordial. Cuando las puertas se cierran siento un fuerte perfume a lavanda, como si acabaran de limpiar, y la luz, ahora cálida y muy cerca de nuestras cabezas, me alivia y reconforta.
–¿Sabe qué hora es, señorita?
Su voz grave me confunde y es difícil saber si lo que dijo es una pregunta o un reproche. Es un hombre muy petiso, me llega a los hombros, pero es mayor que yo. Parece ser uno de los encargados del edificio o personal contratado para reparar algo en particular, aunque conozco a los dos encargados y es la primera vez que veo a este hombre. Casi no tiene pelo. Lleva abierto un mameluco gastado y debajo una camisa limpia y planchada que le da un aire fresco, o profesional. Niega, quizá para sí mismo.
–Mi mujer va a matarme –dice.
No pregunto, no me interesa saber. Me siento cómoda en su compañía, descendiendo, pero no tengo ganas de escuchar. Los brazos me cuelgan a los lados, sueltos y pesados, y me doy cuenta de que estoy relajada, de que salir del departamento me está haciendo bien.
–No quiero ni contarle –dice el hombre, y vuelve a negar.
–Se lo agradezco –digo. Y sonrío, para que no se lo tome a mal.
–Ni contarle.
Nos despedimos en el hall con un gesto de asentimiento.
–Le deseo muchísima suerte –dice.
–Gracias.
El hombre se aleja hacia el estacionamiento y yo salgo por la puerta principal. Es de noche, aunque no podría decir exactamente qué hora. Camino hasta la esquina para ver cuánto movimiento hay en la avenida Corrientes, todo parece dormido. Junto al semáforo me quito la toalla de la cabeza, que dejo colgando del brazo, y me acomodo un poco el pelo hacia atrás. Los días de esta semana fueron húmedos y calurosos, pero ahora una brisa agradable llega desde Chacarita, fresca y perfumada, y camino hacia allá. Pienso en mi hermana, en lo que hace mi hermana, y me dan ganas de contárselo a alguien. A la gente le interesa mucho lo que hace mi hermana y a mí me gusta, cada tanto, contar cosas que a la gente le interesen. Entonces sucede algo que, de alguna manera, estoy esperando. Quizá porque un segundo antes de escuchar la bocina ya he pensado en él, en el hombre del ascensor, y por eso no me incomoda su coche arrimándose, su sonrisa, y pienso podría contarle sobre mi hermana.
–¿Puedo alcanzarla a algún lado?
–Sí podría –digo–, pero la noche está muy linda para meterse en un coche.
El asiente, mi observación parece cambiar de alguna forma sus planes. Detiene el coche y me acerco.
–Voy para mi casa porque mi mujer va a matarme, y tengo que estar ahí para que suceda.
Asiento.
–Es un chiste –dice.
–Sí, claro –digo y sonrío.
El también sonríe y me gusta su sonrisa.
–Pero podríamos bajar las ventanillas, todas las ventanillas, e ir con el coche bien despacio.
–¿Cree que molestaríamos a alguien, yendo tan despacio?
Mira la avenida hacia adelante y hacia atrás, tiene algo de pelo en la nuca, pelusa apenas rojiza.
–No, si casi no hay nadie en la calle. Podríamos hacerlo así sin problema.
–Bueno –digo.
Doy la vuelta y me acomodo en el asiento de acompañante. El baja las ventanas y corre el vidrio del techo. El coche es viejo pero cómodo y huele a lavanda.
–¿Por qué va a matarlo su mujer? –pregunto, porque para contar lo de mi hermana primero pregunto por algo de los demás.
El pone primera y por un momento se concentra en el embrague y el acelerador, mueve el coche lentamente, hasta encontrar una velocidad confortable, me mira y yo asiento con aprobación.
–Hoy es nuestro aniversario y quedamos en que yo iba a pasar por ella a las ocho, para ir a cenar. Pero hubo un problema en el techo del edificio. ¿Está al tanto?
El aire circula por mis brazos y mi nuca, ni frío ni caliente. Perfecto, pienso, esto es todo lo que necesitaba.
–¿Usted es el nuevo encargado del edificio?
–Bueno, que se diga “nuevo”... Hace seis meses que estoy en el edificio, señorita.
–¿Y es techista también?
–Soy escapista, en realidad.
Vamos pegados a la vereda, casi siguiendo a una señora que avanza a paso rápido con una bolsa de supermercado vacía y que nos mira de reojo.
–¿Escapista?
–Arreglo los escapes de los coches.
–¿Está seguro de que eso es lo que hace un escapista?
–Se lo puedo asegurar.
La mujer de la vereda nos mira molesta, camina más despacio para obligarnos a pasarla.
–Cuestión que ahora es demasiado tarde para ir a cenar, y ella debe haberme esperado durante horas. Ya es tan tarde que los restaurantes deben estar cerrando.
–¿La llamó para avisarle del retraso?
El niega, consciente del error.
–¿No quiere llamarla por teléfono?
–No, realmente no me parece una buena idea.
–Bueno, entonces no hay mucho que hacer. No puede tomar ninguna decisión hasta no llegar y ver cómo está ella.
–Eso mismo pienso yo.
Miramos hacia adelante. La noche es silenciosa y no tengo nada de sueño.
–Yo voy a lo de mi hermana.
–Pensé que su hermana vivía en el mismo edificio.
–Trabaja en el edificio, tiene su taller dos pisos sobre el mío. Pero vive en otro lugar. ¿La conoce? ¿Sabe a qué se dedica mi hermana?
–Disculpe, ¿le molesta si paro un momento? Me dieron muchas ganas de fumar.
Detiene el coche frente a un kiosco, apaga el motor y se baja. Qué genial va todo hasta acá, me digo. Qué bien me siento ahora mismo. Parece haber algo especial en todo esto que se me está escapando, ¿algo como qué?, me pregunto, tengo que saber qué es lo que está funcionando para retenerlo y replicarlo, para poder volver a este estado cuando lo necesite.
–¡Señorita!
El escapista me hace señas desde el kiosco para que me acerque. Dejo la toalla en el asiento de atrás y bajo.
–No tenemos cambio, ninguno de los dos –dice el escapista señalando al hombre del kiosco.
Me esperan. Busco cambio en los bolsillos de mi bata.
–¿Se encuentra bien? –dice el hombre del kiosco.
Concentrada todavía en los bolsillos, tardo en entender que la pregunta va dirigida a mí.
–Tiene el pelo mojado. Así –dice señalándome extrañado–, como recién salida de la ducha. –Mira también mi bata aunque no dice nada sobre eso–. Solo diga que está bien y seguimos con el tema del cambio.
–Estoy bien –digo–, pero tampoco traigo cambio.
El hombre asiente una vez, desconfiado, y después se agacha tras el mostrador. Lo escuchamos hablar para sí mismo, decirse que en algún lado, entre las cajas, guarda siempre unas monedas extra. El escapista me mira el pelo. Tiene el entrecejo fruncido y por un momento temo que algo se quiebre irremediablemente, algo de este bienestar.
–Sabe –el hombre del kiosco vuelve a asomarse–, atrás tengo un secador. Si quiere...
Miro al escapista, alerta a su reacción. No quiero, no quiero secármelo, pero tampoco quiero negarle nada a nadie.
–Estamos en eso –dice el escapista señalando el coche–, ¿ve? Conducimos con las ventanas bajas, en primera, y hace mucho calor. En un rato el pelo va a estar sequísimo.
El hombre mira hacia el coche. Tiene en la mano unas monedas, que aprieta y afloja un par de veces antes de volver a mirarnos y entregárselas al escapista.
–Gracias –digo cuando salimos.
El hombre del kiosco no parece convencido con mi actitud y, aunque se aleja hacia las heladeras, se vuelve todavía un par de veces para mirarnos. Afuera el escapista me ofrece un cigarrillo, pero le digo que ya no fumo y me apoyo en el coche dispuesta a esperar. El prende uno y fuma exhalando el aire hacia arriba, como hace mi hermana. Pienso que es una buena señal, y que, otra vez en marcha, recuperaremos lo que sea que perdimos en el kiosco.
–Compremos algo –digo de pronto–, para su mujer. Algo que a ella le guste y con lo que usted pueda demostrar que su retraso no fue mal intencionado.
–¿Mal intencionado?
–Flores, o algo dulce. Mire, ahí en la otra esquina hay una estación de servicio. ¿Caminamos?
Asiente y cierra el coche. Las ventanas quedan abiertas, tal como habíamos acordado al empezar el paseo. Eso está muy bien, me digo. Y avanzamos hacia la esquina. Los primeros pasos son desordenados. El camina cerca del cordón, sin ritmo, cruza a veces los pies, sorprendido por su propia torpeza. No encuentra el paso, me digo, hay que ser paciente. Dejo de mirar para no incomodarlo. Miro el cielo, el semáforo, me doy vuelta para ver cuánto nos alejamos del coche. Me acerco un poco intentando recuperar una distancia de comunicación. Camino un poco más despacio, a ver si eso ayuda, pero termina alejándolo a él hacia delante, hasta que se detiene. Fastidiado, se vuelve hacia mí y me espera. Cuando volvemos a juntarnos coincidimos en un par de pasos, pero enseguida estamos otra vez desincronizados. Entonces me detengo yo.
–No está funcionando –digo.
El da unos pasos más, rodeándome desconcertado, mirando nuestros pies.
–Volvamos –dice–, todavía podemos seguir con el coche.
Un subte pasa más abajo, la vereda tiembla y una oleada de aire caliente sube desde las bocas enrejadas del piso. Niego. Unos metros más atrás, el hombre del kiosco se asoma y nos mira. Ya no es el camino correcto, pienso, todo venía saliendo tan bien. El se ríe, triste. Mi cuerpo se contrae, siento rígidas las manos y la nuca.
–Esto no es un juego –digo.
–¿Cómo dice?
–Esto es muy serio.
Se queda quieto, desaparece su sonrisa. Dice:
–Discúlpeme, pero ya no sé si entiendo bien lo que está pasando.
Lo perdimos, pienso, se fue. El se queda mirándome, pero hay un brillo en sus ojos, un segundo en el que los ojos del escapista me miran y parecen entender.
–¿Quiere contarme lo de su hermana?
Niego.
–¿Quiere que la alcance al departamento?
–Son ocho cuadras, mejor vuelvo sola. Usted llame a su mujer. Es probable que ahora sí quiera llamarla. –Corto unas flores, tres flores que sobresalen a unos metros desde las rejas de un edificio–. Tome, déselas en cuanto llegue.
Las agarra sin dejar de mirarme.
–Le deseo muchísima suerte –digo, recordando sus palabras en el ascensor, y empiezo a alejarme.
Paso junto al coche y saco mi toalla por la ventanilla de atrás. Cruzo de vereda, regreso. Espero un semáforo, llevo la toalla colgada del brazo como la llevaría un mozo. Me miro los pies, las chinelas, me concentro en el ritmo, tomo mucho aire y lo largo con prolijidad, consciente de su sonido y su intensidad. Este es mi modo de caminar, pienso. Este es mi edificio. Esta es la clave de la puerta principal. Este es el botón del ascensor que me llevará a mi piso. Las puertas se cierran. Cuando se abren las luces del pasillo vuelven a parpadear. Frente a mi departamento me envuelvo el pelo otra vez con la toalla. La puerta no tiene llave. Abro despacio y todo, todo en el living y en la cocina, está aterradoramente intacto. La frazada está tirada a los pies del sillón, las colillas y las tazas sobre la mesa ratona. Están los muebles, todos los muebles en su sitio, guardando y sosteniendo todos los objetos que puedo recordar. Y él todavía está en la mesa, esperando. Levanta la cabeza de sus brazos cruzados y me mira. Salí un momento, pienso. Sé que me tocaba hablar a mí, pero si él pregunta, eso es todo lo que voy a decir.