SALIR
Tres relámpagos iluminan la noche y alcanzo a ver algunas terrazas sucias y las medianeras de los edificios. Todavía no llueve. Los ventanales del balcón de enfrente se abren y una señora en pijama sale a recoger la ropa. Todo esto veo mientras estoy sentada en la mesa del comedor frente a mi marido, tras un largo silencio. Sus manos abrazan el té ya frío, sus ojos rojos siguen mirándome con firmeza. Espera a que sea yo la que diga lo que hay que decir. Y porque siento que sabe lo que tengo que decir, ya no puedo decirlo. Su frazada está tirada a los pies del sillón, y en la mesa ratona hay dos tazas vacías, un cenicero con colillas y pañuelos usados. Tengo que decirlo, me digo, porque es parte del castigo que ahora me toca. Me acomodo la toalla que me envuelve el pelo húmedo, ajusto el nudo de mi bata. Tengo que decirlo, me repito, pero es una orden imposible. Y entonces algo sucede, algo en los músculos complicado de explicar. Sucede paso a paso sin que alcance a entender exactamente de qué se trata: simplemente empujo la silla hacia atrás y me incorporo. Doy dos pasos al costado y me alejo. Tengo que decir algo, pienso, mientras mi cuerpo da otros dos pasos y me apoyo contra el mueble de los platos, las manos tanteando la madera, sosteniéndome. Veo la puerta de salida, y, como sé que él todavía me mira, yo me esfuerzo en evitarlo. Respiro, me concentro. Doy un paso al costado alejándome un poco más. Él no dice nada, y me animo a dar otro paso. Mis pantuflas están cerca y, sin soltarme de la madera del mueble, estiro los pies, las empujo hacia mí y me las pongo. Los movimientos son lentos, pausados. Suelto las manos, piso un poco más allá, hasta la alfombra, junto aire, y en solo tres pasos largos cruzo el living, salgo de casa y cierro. Se escucha mi respiración agitada en el pasillo del edificio, a oscuras. Me quedo un momento con la oreja apoyada contra la puerta, intentando escuchar ruidos dentro, su silla al incorporarse o sus pasos hacia acá, pero todo está en completo silencio. No tengo llaves, me digo, y no estoy segura de si eso me preocupa. Estoy desnuda bajo la bata. Soy consciente del problema, de todo el problema, pero de alguna manera mi estado, este insólito estado de alerta, me libera de cualquier tipo de juicio. Las luces de los tubos parpadean y luego el pasillo queda ligeramente verde. Voy al ascensor, lo llamo y llega enseguida. Las puertas se abren y un hombre se asoma sin sacar su mano de los botones. Me invita a pasar con un gesto cordial. Cuando las puertas se cierran siento un fuerte perfume a lavanda, como si acabaran de limpiar, y la luz, ahora cálida y muy cerca de nuestras cabezas, me alivia y reconforta.
–¿Sabe qué hora es, señorita?
Su voz grave me confunde y es difícil saber si lo que dijo es una pregunta o un reproche. Es un hombre muy petiso, me llega a los hombros, pero es mayor que yo. Parece ser uno de los encargados del edificio o personal contratado para reparar algo en particular, aunque conozco a los dos encargados y es la primera vez que veo a este hombre. Casi no tiene pelo. Lleva abierto un mameluco gastado y debajo una camisa limpia y planchada que le da un aire fresco, o profesional. Niega, quizá para sí mismo.
–Mi mujer va a matarme –dice.
No pregunto, no me interesa saber. Me siento cómoda en su compañía, descendiendo, pero no tengo ganas de escuchar. Los brazos me cuelgan a los lados, sueltos y pesados, y me doy cuenta de que estoy relajada, de que salir del departamento me está haciendo bien.
–No quiero ni contarle –dice el hombre, y vuelve a negar.
–Se lo agradezco –digo. Y sonrío, para que no se lo tome a mal.
–Ni contarle.
Nos despedimos en el hall con un gesto de asentimiento.
–Le deseo muchísima suerte –dice.
–Gracias.
El hombre se aleja hacia el estacionamiento y yo salgo por la puerta principal. Es de noche, aunque no podría decir exactamente qué hora. Camino hasta la esquina para ver cuánto movimiento hay en la avenida Corrientes, todo parece dormido. Junto al semáforo me quito la toalla de la cabeza, que dejo colgando del brazo, y me acomodo un poco el pelo hacia atrás. Los días de esta semana fueron húmedos y calurosos, pero ahora una brisa agradable llega desde Chacarita, fresca y perfumada, y camino hacia allá. Pienso en mi hermana, en lo que hace mi hermana, y me dan ganas de contárselo a alguien. A la gente le interesa mucho lo que hace mi hermana y a mí me gusta, cada tanto, contar cosas que a la gente le interesen. Entonces sucede algo que, de alguna manera, estoy esperando. Quizá porque un segundo antes de escuchar la bocina ya he pensado en él, en el hombre del ascensor, y por eso no me incomoda su coche arrimándose, su sonrisa, y pienso podría contarle sobre mi hermana. –¿Puedo alcanzarla a algún lado?
–Sí podría –digo–, pero la noche está muy linda para meterse en un coche.
El asiente, mi observación parece cambiar de alguna forma sus planes. Detiene el coche y me acerco.
–Voy para mi casa porque mi mujer va a matarme, y tengo que estar ahí para que suceda.
Asiento.
–Es un chiste –dice.
–Sí, claro –digo y sonrío.
El también sonríe y me gusta su sonrisa.
–Pero podríamos bajar las ventanillas, todas las ventanillas, e ir con el coche bien despacio.
–¿Cree que molestaríamos a alguien, yendo tan despacio?
Mira la avenida hacia adelante y hacia atrás, tiene algo de pelo en la nuca, pelusa apenas rojiza.
–No, si casi no hay nadie en la calle. Podríamos hacerlo así sin problema.
–Bueno –digo.
Doy la vuelta y me acomodo en el asiento de acompañante. El baja las ventanas y corre el vidrio del techo. El coche es viejo pero cómodo y huele a lavanda.
–¿Por qué va a matarlo su mujer? –pregunto, porque para contar lo de mi hermana primero pregunto por algo de los demás.
El pone primera y por un momento se concentra en el embrague y el acelerador, mueve el coche lentamente, hasta encontrar una velocidad confortable, me mira y yo asiento con aprobación.
–Hoy es nuestro aniversario y quedamos en que yo iba a pasar por ella a las ocho, para ir a cenar. Pero hubo un problema en el techo del edificio. ¿Está al tanto?
El aire circula por mis brazos y mi nuca, ni frío ni caliente. Perfecto, pienso, esto es todo lo que necesitaba.
–¿Usted es el nuevo encargado del edificio?
–Bueno, que se diga “nuevo”... Hace seis meses que estoy en el edificio, señorita.
–¿Y es techista también?
–Soy escapista, en realidad.
Vamos pegados a la vereda, casi siguiendo a una señora que avanza a paso rápido con una bolsa de supermercado vacía y que nos mira de reojo.
–¿Escapista?
–Arreglo los escapes de los coches.
–¿Está seguro de que eso es lo que hace un escapista?
–Se lo puedo asegurar.
La mujer de la vereda nos mira molesta, camina más despacio para obligarnos a pasarla.
–Cuestión que ahora es demasiado tarde para ir a cenar, y ella debe haberme esperado durante horas. Ya es tan tarde que los restaurantes deben estar cerrando.
–¿La llamó para avisarle del retraso?
El niega, consciente del error.
–¿No quiere llamarla por teléfono?
–No, realmente no me parece una buena idea.
–Bueno, entonces no hay mucho que hacer. No puede tomar ninguna decisión hasta no llegar y ver cómo está ella.
–Eso mismo pienso yo.
Miramos hacia adelante. La noche es silenciosa y no tengo nada de sueño.
–Yo voy a lo de mi hermana.
–Pensé que su hermana vivía en el mismo edificio.
–Trabaja en el edificio, tiene su taller dos pisos sobre el mío. Pero vive en otro lugar. ¿La conoce? ¿Sabe a qué se dedica mi hermana?
–Disculpe, ¿le molesta si paro un momento? Me dieron muchas ganas de fumar.
Detiene el coche frente a un kiosco, apaga el motor y se baja. Qué genial va todo hasta acá, me digo. Qué bien me siento ahora mismo. Parece haber algo especial en todo esto que se me está escapando, ¿algo como qué?, me pregunto, tengo que saber qué es lo que está funcionando para retenerlo y replicarlo, para poder volver a este estado cuando lo necesite.
–¡Señorita!
El escapista me hace señas desde el kiosco para que me acerque. Dejo la toalla en el asiento de atrás y bajo.
–No tenemos cambio, ninguno de los dos –dice el escapista señalando al hombre del kiosco.
Me esperan. Busco cambio en los bolsillos de mi bata.
–¿Se encuentra bien? –dice el hombre del kiosco.
Concentrada todavía en los bolsillos, tardo en entender que la pregunta va dirigida a mí.
–Tiene el pelo mojado. Así –dice señalándome extrañado–, como recién salida de la ducha. –Mira también mi bata aunque no dice nada sobre eso–. Solo diga que está bien y seguimos con el tema del cambio.
–Estoy bien –digo–, pero tampoco traigo cambio.
El hombre asiente una vez, desconfiado, y después se agacha tras el mostrador. Lo escuchamos hablar para sí mismo, decirse que en algún lado, entre las cajas, guarda siempre unas monedas extra. El escapista me mira el pelo. Tiene el entrecejo fruncido y por un momento temo que algo se quiebre irremediablemente, algo de este bienestar.
–Sabe –el hombre del kiosco vuelve a asomarse–, atrás tengo un secador. Si quiere...
Miro al escapista, alerta a su reacción. No quiero, no quiero secármelo, pero tampoco quiero negarle nada a nadie.
–Estamos en eso –dice el escapista señalando el coche–, ¿ve? Conducimos con las ventanas bajas, en primera, y hace mucho calor. En un rato el pelo va a estar sequísimo.
El hombre mira hacia el coche. Tiene en la mano unas monedas, que aprieta y afloja un par de veces antes de volver a mirarnos y entregárselas al escapista.
–Gracias –digo cuando salimos.
El hombre del kiosco no parece convencido con mi actitud y, aunque se aleja hacia las heladeras, se vuelve todavía un par de veces para mirarnos. Afuera el escapista me ofrece un cigarrillo, pero le digo que ya no fumo y me apoyo en el coche dispuesta a esperar. El prende uno y fuma exhalando el aire hacia arriba, como hace mi hermana. Pienso que es una buena señal, y que, otra vez en marcha, recuperaremos lo que sea que perdimos en el kiosco.
–Compremos algo –digo de pronto–, para su mujer. Algo que a ella le guste y con lo que usted pueda demostrar que su retraso no fue mal intencionado.
–¿Mal intencionado?
–Flores, o algo dulce. Mire, ahí en la otra esquina hay una estación de servicio. ¿Caminamos?
Asiente y cierra el coche. Las ventanas quedan abiertas, tal como habíamos acordado al empezar el paseo. Eso está muy bien, me digo. Y avanzamos hacia la esquina. Los primeros pasos son desordenados. El camina cerca del cordón, sin ritmo, cruza a veces los pies, sorprendido por su propia torpeza. No encuentra el paso, me digo, hay que ser paciente. Dejo de mirar para no incomodarlo. Miro el cielo, el semáforo, me doy vuelta para ver cuánto nos alejamos del coche. Me acerco un poco intentando recuperar una distancia de comunicación. Camino un poco más despacio, a ver si eso ayuda, pero termina alejándolo a él hacia delante, hasta que se detiene. Fastidiado, se vuelve hacia mí y me espera. Cuando volvemos a juntarnos coincidimos en un par de pasos, pero enseguida estamos otra vez desincronizados. Entonces me detengo yo.
–No está funcionando –digo.
El da unos pasos más, rodeándome desconcertado, mirando nuestros pies.
–Volvamos –dice–, todavía podemos seguir con el coche.
Un subte pasa más abajo, la vereda tiembla y una oleada de aire caliente sube desde las bocas enrejadas del piso. Niego. Unos metros más atrás, el hombre del kiosco se asoma y nos mira. Ya no es el camino correcto, pienso, todo venía saliendo tan bien. El se ríe, triste. Mi cuerpo se contrae, siento rígidas las manos y la nuca.
–Esto no es un juego –digo.
–¿Cómo dice?
–Esto es muy serio.
Se queda quieto, desaparece su sonrisa. Dice:
–Discúlpeme, pero ya no sé si entiendo bien lo que está pasando.
Lo perdimos, pienso, se fue. El se queda mirándome, pero hay un brillo en sus ojos, un segundo en el que los ojos del escapista me miran y parecen entender.
–¿Quiere contarme lo de su hermana?
Niego.
–¿Quiere que la alcance al departamento?
–Son ocho cuadras, mejor vuelvo sola. Usted llame a su mujer. Es probable que ahora sí quiera llamarla. –Corto unas flores, tres flores que sobresalen a unos metros desde las rejas de un edificio–. Tome, déselas en cuanto llegue.
Las agarra sin dejar de mirarme.
–Le deseo muchísima suerte –digo, recordando sus palabras en el ascensor, y empiezo a alejarme.
Paso junto al coche y saco mi toalla por la ventanilla de atrás. Cruzo de vereda, regreso. Espero un semáforo, llevo la toalla colgada del brazo como la llevaría un mozo. Me miro los pies, las chinelas, me concentro en el ritmo, tomo mucho aire y lo largo con prolijidad, consciente de su sonido y su intensidad. Este es mi modo de caminar, pienso. Este es mi edificio. Esta es la clave de la puerta principal. Este es el botón del ascensor que me llevará a mi piso. Las puertas se cierran. Cuando se abren las luces del pasillo vuelven a parpadear. Frente a mi departamento me envuelvo el pelo otra vez con la toalla. La puerta no tiene llave. Abro despacio y todo, todo en el living y en la cocina, está aterradoramente intacto. La frazada está tirada a los pies del sillón, las colillas y las tazas sobre la mesa ratona. Están los muebles, todos los muebles en su sitio, guardando y sosteniendo todos los objetos que puedo recordar. Y él todavía está en la mesa, esperando. Levanta la cabeza de sus brazos cruzados y me mira. Salí un momento, pienso. Sé que me tocaba hablar a mí, pero si él pregunta, eso es todo lo que voy a decir.