Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

jueves, 10 de abril de 2014

ALEJANDRA  LAURENCICH (Buenos Aires, 1963)

CUANDO DEN LAS NUEVE EN EL BARRIO DE JARDINES


El colectivo da un rodeo y deja atrás el barrio industrial. Un carro de asalto viene a contramano y la cocinera ruega que no aminore la marcha, que no bajen los uniformados a parar colectivos, pedir documentos, toda esa roña. Le han contado que hubo procedimientos en las casillas de la esquina la noche anterior. Que eran muchos los culatazos de itaka contra las puertas de chapa. Por suerte ella no estuvo, eran  las ventajas de tener un trabajo nocturno. Hacia dónde se dirige, podrá preguntarle alguno de estos y ella dirá: Soy cocinera en el Ibérico. Mi turno comienza a las ocho. Busca su documento en el bolso, y ve el reflejo de los cascos al sol de la tarde, la piel transpirada de esos hombres. Pero el vehículo verde oliva sigue de largo y se interna entre las casas de revoque a la vista y techo de zinc. Ella suelta el aire. Se mira las uñas, el pellejo áspero de la piel. Trata de quitarlo con un mordisqueo y huele el olor a cebolla. Ojalá tuviese pastillas de menta en su bolso, piensa, sabiendo que por un tiempo será difícil darse ese gusto, porque su hermano, ayer, la ha dejado más pelada que un pollo pasado al fuego. Se acomoda un poco el pelo y vuelve a oler sus dedos. No es sólo cebolla sino una combinación picante de cebolla y lavandina lo que tiene ante su nariz, lo que tendría pues –en el caso de inclinarse  para besarla- el príncipe encantado que ella ha dejado de imaginar hace tiempo. Cuando era jovencita ese príncipe tenía la cara de Sandro. Sandro de América cantando Dame fuego, o Señor cochero, o Para Elisa. Su hermano obedecía cuando ella le pedía que la llamara así: Elisa. Cuánto daría ahora por compartir unas pastillas de menta bajo la colcha, por soñar con un hombre. Acomoda la cabeza contra el vidrio y mira la curva que da al puerto, la avenida está congestionada por los coches de los turistas. En temporada, estos autos cargados de sombrillas y heladeras portátiles la obligan a salir media hora antes de su casa para poder conservar la puntualidad en el trabajo. El colectivo toma por el boulevard marítimo hacia el centro. Después de la planta de gas ella cierra los ojos, prefiere no ver el mar, la muchedumbre de vacaciones. Tiene unos cincuenta minutos para descansar hasta llegar al centro. Sabe que estará aún tranquilo cuando llegue y no se equivoca. Porque mientras ella se adormece al calor de la tarde contra la ventanilla, en el Ibérico las dos chicas que han entrado pueden elegir mesa a su antojo. Siempre eligen la misma mesa cuando pueden y hoy es uno de esos días. Hay poca gente en ese bar en tardes como ésta,  porque el gentío está en la playa, amontonado en la franja de arena que se extiende a orillas de los bares y los cines, de las marquesinas de los teatros que se encenderán por la noche. Las dos chicas que han entrado al bar adoran ese raleamiento urbano. Pueden fumar y conversar a gusto, sin verse acosadas por miradas reprobatorias, sin arriesgarse a escuchar a alguna mujer y madre que las insulta: Mocosas de mierda, ¿por qué no tiran esa porquería y se van a ayudar a sus padres? Circula entre la gente una pregunta latiguillo que un famoso conductor de televisión lanza al éter cada noche: ¿Usted sabe dónde está su hijo ahora? Parece que la pregunta se encarnara en las caras de la gente que las mira cuando encienden un cigarrillo en la calle. Como si se tratara de un acto terrorista.  Ellas dos son hermanas gemelas y han cumplido quince años hace poco, pero saben que su genética les juega en contra, que siempre han parecido más chicas de lo que son, la piel blanca, las pecas, la nariz respingada, el pelo lacio como llovido. No aparentan más de doce o trece años, por más ropa sobria que vistan. Ropas de profesora de latín, según dice una de ellas -le gusta decir eso, hablar de una lengua muerta. Muerta, repite mientras se pone la camisa negra y se abrocha los botones hasta el cuello antes de salir para el Ibérico en esa tarde de sol-. La otra hermana es apenas más desenfadada en su vestuario, su remera es color ciruela -morado, dice la otra, morado de moretón- y tiene un escote suave pero escote al fin que deja ver el dibujo de esos pechos insinuados.  Ahora están allí, las dos sentadas a una mesa de ese bar tradicional en una ciudad balnearia, mientras va cayendo la tarde y la muchedumbre de turistas en malla inicia su regreso a los hoteles, a los departamentos con olor a bronceador, a los cuartos con televisores donde un locutor con cara de extraterrestre arenga a los padres a convertirse en policías de sus propios hijos. Son las siete y media en el reloj y ellas tienen los atados de cigarrillos sobre una mesa del Ibérico, al lado de las tazas de café doble que han pedido al llegar, como todas las tardes, imitando a otros adultos que han admirado desde su niñez, cuando acompañaban a sus hermanos a las reuniones con los compañeros de la facultad. Dos tazas enormes de café negro que irán vaciando al pasar de las horas. Y que el mozo retirará a las ocho y cuarenta, cuando ellas paguen la cuenta para emprender el regreso, obligadas a cambiar los cigarrillos por los chiclets de mentol. A las nueve en casa ha sido siempre la orden de sus padres y ellas saben que no pueden desobedecerla a riesgo de perder esas tardes de bares y  conversaciones en libertad. Si nos acercáramos a su mesa podríamos oírlas: hablan de la revolución industrial como principio de la explotación capitalista. Eso es lo que una de ellas ha podido leer anoche en un libro rescatado del desván, eso es lo que entiende y trata de explicar a la otra. Que allí comenzó la cosa, aunque se podría rastrear la raíz de aquello en la edad media, los siervos de la gleba, ¿Sabés lo que son los siervos de la gleba? La otra enciende un cigarrillo y asiente, Cómo no voy a saber, tarada, le contesta. A esta también le ha impactado el asunto ese del encadenamiento a la tierra. Luego el tema de las fábricas textiles irá pasando a otros y finalmente acabarán soñando ambas con acariciarlo a él, a ese músico de rock que les fascina, acariciarle el torso desnudo, bajar el cierre de sus vaqueros, mirarlo a los ojos, ojos tristes como no hay otros, mirarlos hasta que él los cierre porque el placer es mucho. Podríamos dejarlas allí, ellas susurrando Divino, no puedo creer que sea tan divino, y  encendiendo otro cigarrillo para disimular lo que les sucede cada vez que lo imaginan a ese músico echado sobre su espalda. Disimular la sensación, sin tocarse – están en el Ibérico, no en su cama-  sin llevar la mano allí, adonde el cosquilleo cálido bulle, como una soda contagiosa, intolerable, un veneno que se irá amansando de a poco, ellas saben cómo, fumando en silencio y mirando hacia alguno de los habitués del bar, o hacia el mozo. ¿Un vaso de agua, por favor, puede ser? dice una, y carraspea. El mozo hace una inclinación de cabeza. Por eso les gusta ese bar: tanto respeto, el mozo con su chaqueta limpia zurcida en un codo, consumido por los años o la artritis o vayan a saber ellas qué enfermedad de viejo encoge la espalda del hombrecito correcto y servicial. Trae dos vasos de agua que brillan sobre la mesa mientras ellas se han quedado así, como perdidas, mirando la espesura de sus sueños. Hay tanto por hacer aún, vivir frente al mar, ser artistas capaces de mandar todo a la mierda como Gauguin, Prefiero Utrillo, dice la otra, y piensa en las borracheras de ese pintor que admira.

Con ellos nunca se sabe, dice el mozo, ahora acodado a un costado del bar, por donde ha entrado la cocinera del turno noche cargando su cansancio a cuestas, su olor a cebolla y su cabello despeinado y se ha detenido un instante para desahogar la rabia que la consume: Ayer le tuve que dar todo el dinero de la quincena. Habla de su hermano, y el mozo la escucha, ella sigue: Pensar que lo crié como a un hijo, malparido, ojalá me diera el cuero para denunciarlo, dice y tiene ganas de llorar al recordar la noche de ayer, él sabe ya dónde encontrarla desde que supo que trabajaba en el Ibérico. El reloj está dando las ocho, ella ve impacientarse al patrón, que la mira desde la caja, y hace un gesto resignado al mozo que la consuela ahora con una palmada en el hombro. Ella sigue su camino hacia la cocina, rogando que su hermano se haya aplacado con el dinero, que no venga a caerle hoy. Si supiera qué cosas ha decidido hacer hoy ese hombre, esa noche, cuando el reloj dé las nueve en el barrio de chalets y jardines, desearía ella que él viniera a verla entonces, a molestarla, a distraerse con sus extorsiones y sus canalladas antes de entrar al servicio. Pero ella se ata el pelo, se pone el gorro, el delantal y sólo pide Que me deje en paz el hijo de puta.

Él no escucha el insulto de la cocinera, está acostado en el sofá descuajeringado de su departamento, termina la botella de vino que queda sobre la mesa y busca el arma, mira si está cargada, aunque lo sabe, todos los días se ocupa de poner más balas, como una rutina que lo alivia del dolor, un trámite obligatorio que más tarde alguien llamará obediencia debida. La hace girar y apunta hacia la ventana, hacia la rama del nogal en el patio vecino, donde dos pichones de calandria esperan el regreso de su madre, demorada quizá para siempre por algún gato hambriento. Los pichones sueñan con el abrigo de las alas de su madre, bajo la noche y el rocío, o con la enseñanza de vuelo del próximo día. Ya es tarde para que vuelva su madre, quiere avisarles el hombre, no va a venir. Va tirando hacia atrás el gatillo porque  piensa en la noche, los murciélagos chillando sobre esos pares de ojos asustados.  Pero ahora baja el arma y se ríe, aunque siente el picor en los ojos, como cuando duerme mal, o como cuando era chico y lloraba bajo la colcha, esperando en la oscuridad. Bebe la última gota de vino que queda en la botella y comienza a calzarse el uniforme. Piensa en la calandria. Mira el nido. Pero es claro que si la calandria madre viviera aún debería haber regresado ya desde el centro de la ciudad, trayendo algo en el pico para sus pichones, un vuelo de cinco, siete minutos, dicho esto tan sólo para que pudiera verse lo poco que separa el nogal, lindero al barrio de chalets, del ventiluz del Ibérico donde la cocinera ha dejado destapado el tacho de basura y ha mirado el cielo rogando por su suerte. A pocos metros, sobre la mesa trece del salón, hay un billete que una de las hermanas ha sacado de la billetera, el reloj está por dar las ocho y cuarenta y cinco. El mozo se acerca y les cobra gentilmente. Hasta mañana, les dice, sin dudar de la afirmación que encierra el saludo. Tal vez debería agregar un Ojalá así sea, niñas. No sabe por qué las mira irse con su pelo lacio cayéndoles sobre los hombros como las alas de ángeles vencidos. Los pantalones ajustados, las zapatillas sin cordones. La puerta del Ibérico se cierra  y ellas cruzan la calle que ya está poblada de turistas de piel tostada bajo las remeras polo de color celeste o blanco, color del verano, sueters color crema. Ellas van con ropas oscuras. Ha caído la noche y el mozo ve a las dos que empiezan a correr hacia la parada. Una pierde los cigarrillos en la carrera y no lo advierte.  Por el televisor encendido en el Ibérico dan los avances del programa de las diez: ¿Usted sabe dónde está su hijo a esta hora? El mozo camina hacia la puerta del bar, con la intención generosa de salir a la calle, recoger el atado y entregarlo a su dueña. Tal vez llegue a tiempo, tal vez la demora en chistarla y en explicarle lo que ha visto, le haga perder a las niñas el colectivo, pero al menos tendrán cigarrillos para fumar a escondidas esa noche. ¡Mozo! llama alguien, y el hombrecito deja de mirar hacia la calle donde las dos hermanas se trepan a un colectivo. ¡Marche un tostado de jamón y tomate para la cuatro! escucha la cocinera y se acerca hacia el pasaplatos que da al salón. Tal vez tengamos suerte esta noche, dice ella mirando el reloj, esperanzada al ver transcurrir el tiempo que a su hermano le queda antes de entrar al servicio. El mozo quisiera repetirle Con estos nunca se sabe, pero prefiere el silencio.

El colectivo apura la marcha cuando entra a la avenida costanera. Ellas ven la luna sobre el mar, el infinito, las playas vacías lamidas por la espuma de las olas. Llevan la ventanilla abierta y el aire cargado de humedad les da en la cara, se les mete entre las blusas oscuras, rozándoles la piel, encendiéndolas otra vez con el deseo de ese alguien echado de espaldas para ellas.         

Tres minutos faltan para las nueve y el  hombre de uniforme apaga la radio de su Falcon.  En el barrio de jardines y chalets se escuchan los grillos. Hay cuatro cuadras desde la parada del colectivo hasta la casa donde dice Las Nenas en el portón rodeado por un nicho tupido de jazmín del país. Él ha estacionado en una perpendicular, bajo un tilo enorme que lo protege de la luz de las estrellas. Tiene el caño del arma apoyado contra la ingle, lo frota cada tanto y anticipa el momento de ver de cerca esa piel blanca y virginal de las hermanas. Hace calor. Desabrocha el cinto de su pantalón. Escucha el motor de un colectivo y se pone alerta. Ve las luces sobre el pavimento. El colectivo arranca. Un viejo con un maletín gastado pasa por delante del Falcon. Cincuenta años de oficina sobre la espalda. Arrastrando esos mocasines y el saco arratonado y el maletín. El uniformado levanta el arma, lo apoya sobre el volante. Podría acabar con esa vida de mierda también, piensa. Una bala más y a cargarse al viejo, tan fácil. Sigue la trayectoria de esos pasos que se detienen antes de cruzar la calle. El uniforme le aprieta el abdomen. Baja el cierre del pantalón y lo deja así. Eructa y la acidez del aliento lo obliga a entrecerrar los ojos. Se los restriega y vuelve a girar la perilla de la radio para saber la hora. Las nueve de la noche en todo el país.

La cocinera se asoma al pasaplatos, contenta: ¿La Oropel la quieren con crema o sin? pregunta y da gracias al cielo por haberla salvado esta noche.

Ellas bajan del colectivo y se apuran a cruzar. Una busca los chicles en su cartera. Él ve los cuerpitos turgentes acercándose, repartirse las golosinas, llevárselas a la boca con apuro. Se le ha cruzado la imagen de su madre volviendo a la casa en la oscuridad. En los oídos del uniformado zumban las voces de inocentes. Algo que crece y se intensifica como el sonido de los grillos. Tiene las manos sudadas. Los pasos se acercan. Respira profundo. No hay nadie en el barrio de jardines. Sólo dos hermanas vestidas de oscuro que vienen hacia el Falcon. Vamos, vamos, dice con los dientes apretados. El chillido de una calandria cruza la noche y lo distrae. Se agacha para verla  pero sólo ve unas manos que sacan de su bolso de sirvienta el estuche de pastillas. Cierra los ojos. Puede sentir el gusto de la menta. Algo le arde en los ojos. No son las manos de su madre sino las de su hermana las que lo acarician. Comela despacio, le dice la voz. Y le canta: digamé señor cochero ¿es verdad que viene aquí?, hace tanto que lo espero…Lloran los hermanos bajo la colcha y llora él ahora, el cuerpo sacudido contra el volante. Un aroma a chicle se mezcla con el aire salado que viene del mar. Cuando abre los ojos él ve la calle desierta, las ventanas bajas, la luz de los televisores encendidos detrás de las persianas y escucha los grillos. El arma aún sobre la ingle. La aferra, mira el caño apuntando hacia sus ojos. Piensa que algún día quizá va a terminar apoyándola en su frente como hace casi todas las noches con los detenidos. Pero no hoy, no todavía. Cinco pares de ojos lo esperan en el servicio. Guarda el arma y ajusta el cinto. Ellas oyen el escape de un auto perdiéndose en la noche y cierran con llave el portón, haciendo temblar a los jazmines.


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