Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

domingo, 16 de febrero de 2014

ORLANDO VAN BREDAM (Villa San Marcial, Entre Ríos, 1952)

UN POCO DE ORDEN

En mi barrio hay un dicho muy conocido:” Fulano va y viene como tonto que perdió el vuelto”. En realidad, yo no soy un tonto. No pertenezco a esa clase inequívoca, sino a la raza sublime de los locos. De chico me tomaron por loco y desde entonces hice todo lo posible para que mi fama no decayera. A los nueve años corrí con una cuchilla a un vecino de mi edad porque se atrevió a hablar mal de mi padre, santo varón, oficial del ejército argentino, para más datos, del cual conservo siempre sus palabras:” Orden y disciplina y mucho rigor, eso es lo que se necesita en este país para que los cosas anden bien”.

En la primaria me sentaba en el primer banco y señalaba a los gritos las deslealtades de mis compañeros con nuestra maestra, un verdadero ángel, del que todos abusaban, hasta que decidí intervenir. Me llevé un rebenque, una gomera y una sevillana. En muchos casos, sólo bastaba mostrarles mi arsenal para que no molestaran en clase. “No tenga miedo, señorita- le decía a mi maestra- así la van a respetar”. Lo más suave que se animaron a decirme pero llenos de miedo fue “loco”, “caballo loco” y torpezas similares. “No te preocupés- me alentaba mi padre- en este país cada vez que querés poner un poco de orden te llaman loco”.
El que en realidad iba y venía como tonto que perdió el vuelto, era don Pessoa, el vecino de al lado, hombre que tenía cara irremediable de tonto y su mujer hacía también todo lo posible para que su fama no decayera. Con ese fin le ponía los cuernos con otro vecino, un tal Esteban, un vivillo de aquellos que mi padre soñaba con tener en el cuartel y ranearlo todo el día. “A este sinvergüenza lo corrijo en unas horas, es una pena que el servicio militar sólo dure uno o dos años, inmorales como éste merecen estar toda la vida salto de rana”. Mi madre escuchaba en silencio y bajaba la cabeza. Cada vez que mi padre se exaltaba durante una comida, mi madre bajaba la cabeza y hasta creo que asentía mecánicamente. Mi padre argumentaba, y a mí me fascinaba escucharlo cuando argumentaba. Decía que la verdadera función del ejército argentino en este país, era devolverle la decencia que se había perdido por culpa de los políticos y los sindicalistas. Cuando Onganía derrocó a los radicales, mi padre nos hizo brindar a mi madre y a mí por los buenos tiempos que se venían. Fue claro:”Todos tenemos que colaborar con la nueva Argentina, aún los niños en las escuelas, impidiendo que el mal avance, porque el único refugio seguro es el hogar y la fe en Dios”. Todas estas ideas que yo escuchaba en el almuerzo o la cena, fueron templando mi carácter, mi orgullosa condición de loco. Tenía que ayudar a mi padre en esta gesta, ayudar al país, no sólo en la escuela cuando denunciaba los atropellos de mis compañeros, sino también en la calle. Yo tenía catorce años y la energía y el entusiasmo que me contagiaba mi padre hacían que me sintiera un elegido para grandes obras que la humanidad ,después de tildarme de loco como a todo genio, reconocería. Todos me pedirían perdón y caerían rendidos a mis pies. Imaginaba estatuas en las plazas y calles con mi nombre en homenaje a quien había salvado a todos de la ignominia ( me gustaba esta palabra que había aprendido de mi padre) y el libertinaje. Fue entonces que en la secreta penumbra de mi habitación fundé el Comando de Moralidad Barrial. Me dedicaría a hacer lo que mejor hacía: denunciar la obscenidad, los malos hábitos, enderezar el mundo, en fin.
Todas las mañanas, mi madre corría apenas las cortinas de la ventana del comedor y miraba hacia la calle. Alrededor de las nueve, el vivillo de Esteban pasaba en su auto y se llevaba a la vecina que lo esperaba, para disimular, a la vuelta de la esquina. Mi madre no hacía ningún comentario, sólo le brillaban los ojitos con malicia y me pedía que dejara de observarla, que éstas son cosas de adultos. Puntualmente, después de almorzar, le decía a mi padre:”Hoy también”. Mi padre suspiraba con fingida angustia y se lamentaba:”Es un pobre infeliz, él se va a las ocho y el gavilán le cae al nido a las nueve”. Yo me hacía el que no entendía nada pero una idea brillante, como toda idea de un genio loco, me visitaba la cabeza.
Escribí en una hoja de cuaderno:”Su mujer lo engaña con Esteban. Firmado: Comando de Moralidad Barrial” y la pasé por debajo de la puerta. Esperé, no sabía exactamente qué esperaba, pero sí una reacción violenta. Había leído en la revista “Así” que llegaba todas las semanas a mi casa y desvelaba a mi madre, infinidad de crímenes pasionales, hombres heridos en su amor propio que no habían dudado en acuchillar o balear a sus mujeres e incluso a los amantes para lavar la afrenta. Mi padre ,mientras hacía alusión al caso Pessoa, se golpeaba las cartucheras y exclamaba: “A mí, ninguna mujer me humilla tanto”. Mi madre componía una sonrisa y bajaba la vista.
No se vaya a pensar que el temor a un desenlace trágico me produjo algún remordimiento, no, para nada, me excitaba la idea de escuchar tiros y gritos del otro lado del muro. Pero nada sucedió ese día, ni el otro, ni el siguiente, de modo que comenzó a fastidiarme la paciencia de Pessoa y decidí cambiar el método. Suponía entonces que la mujer de Pessoa había visto primero el papel y lo había roto antes de que llegara su marido. Estaba muy lejos de pensar a los catorce años en la cobarde complicidad que es capaz de construir una pareja por comodidad o vaya a saber por qué.
Cambié el método. Esta vez tiré un papelito con la misma denuncia en el fondo de la casa, cerca del galpón donde Pessoa por las tardes se entretenía desarmando radios a transistores. Tampoco sucedió nada, al contrario, su mujer salía cada vez más confiada, más segura de que nada ni nadie podría impedirle disfrutar la mañana junto a su Esteban. Mi madre la veía también regresar a través de la cortina del comedor y se decía:”Qué descarada, esta vez se quedó tres horas”.
Por unos meses me olvidé del asunto, cambié de tema, mi madre dejó de espiar a mi vecina y por las mañanas se iba de compras al centro. En esos años, mi madre era muy bonita, mucho más joven que el oficial y mi padre no parecía tener muchas ganas de conversar con ella. Uno de los pocos temas que preocupaban a ambos eran nuestros vecinos y cuando se perdió ese interés se perdió el diálogo.
Una tarde, aburrido y enojado conmigo mismo, decidí hacer un ataque a fondo y preparé una flotilla de aviones de papel con la típica denuncia:”Su mujer lo engaña con Esteban. Firmado: Comando de Moralidad Barrial”. Me acerqué al muro y los arrojé a todos como en una batalla final, para terminar con tanta ignominia.

Tampoco sucedió nada en la casa de Pessoa, en cambio, con asombro y perplejidad, vi a mi madre recoger un avioncito que había cambiado su rumbo con el viento en contra y romperlo casi con desesperación. Ese día dejó de existir el Comando de Moralidad Barrial.

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