Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

sábado, 10 de enero de 2015

NARRATIVA MEXICANA AMAURY COLMENARES (México, 1968)

LA OBESA
 
Canto I
 
Dime, mosaico, canta cómo la juánida Fernanda, la de los granos múltiples, batió el luengo dedo para expulsar a los impuros alimentos de las cóncavas entrañas de su ancho cuerpo adolescente. Dime cómo en aquel campo de batalla los áureos grifos la vieron aligerar el vientre sobre el ponto desinfectado del excusado.
Creyóse pingüe, Fernanda, la de miembros anchos, acaso porque el hado quiso cubrirle el pensamiento con tal creencia, o quizá atendiendo a los sabios consejos de su madre, la ilustre Juana, la de cara restirada, que en reunidos en torno a la mesa para consumir los alimentos, arengábala siempre de este modo:
JUANA. ¡Ah, mi ánimo se constriñe de verlos todo el día sin hacer nada, comiendo con exceso los alimentos y abusando de las bebidas altas en carbohidratos! Pero bien me decía mi madre que iba yo a terminar de ama de casa. Pero quiso el hado funesto que tuviera yo esta suerte. He de soportar la ignominia de un consorte panzón e impotente y de una hija con tal mal gusto, con el rostro tan cacarizo, tan gordita ya a esta edad, tan tontita en la escuela y tan… tan… desaliñada. ¿No podrías vestirte mejor, bajar unos kilitos?
O fuera que Fernanda creyó que conquistaría el amor de Armando, el de los brazos peludos, joven insigne y magnífico atleta. Porque Fernanda con el ánimo turbado por ardiente pasión suplicaba el amor del magnífico Armando, mas éste le rehuía con aladas palabras:
ARMANDO. Nel, pinche gorda gacha.
Así decía Armando y Fernanda pasaba el día y la noche revolviendo en su mente la manera de ganarse su amor. Y viendo que aquél se rodeaba de hermosas mujeres de pies ligeros y vientres nulos sintió asco por su persona.
Así que pudo ser alguna de estas razones, o todas, o ninguna, las que llevaron a Fernanda a odiar los alimentos, por mantenerla en estado grosso graso.
Canto II
Fernanda, tendida sobre suave lecho, sufría en su pecho doloroso amor y gran frustración, y no la abandonaba la imagen de Armando, y de sus párpados manaban múltiples lágrimas, pensaba en su madre, que la despreciaba, sollozaba amargamente hasta que su padre le gritaba que se callara el hocico, no dejas ni dormir, chinga. Así transcurría la vida de Fernanda, quien muchas veces lloró en silencio hasta la llegada de la aurora.
No menos sufría Juana, la de cuerpo pasable a pesar de la edad, que aun viéndose rodeada por decorosos muebles, calzadas en los nítidos pies hermosas sandalias, y envuelta en hermosas vestiduras tejidas, se lamentaba y lloraba su suerte, deseando otra vida y otra familia, echando de menos un destino que le fuese negado. Así como el profeta, que andando con su ejército de caudillos, repentinamente se topa de frente con el mar, y el aire está fresco y el oleaje tranquilo, el sol se apaga en el agua y todo está azul y el ponto parece cubierto de oro y un fuerte viento húmedo le golpea el cuerpo y le recuerda lo que fue, el profeta caudillo camina la arena y siente la espuma salada y decide no partir porque volverá a ser pescador y su tropa confundida se retira bajo la orden del olvido, así, de igual modo pero al contrario, se sentía Juana la frustrada, añorando la partida, el día de emprender grandes hazañas y de sortearse la gloria y la fama.
Cuando la aurora llegaba y Fernanda arribaba a la escuela, entraba al blanco y bien desabrido edificio a escuchar con atención lo que los maestros decían, cuando por fin salían a descansar las mentes y a corretear por el patio durante el receso, entonces Fernanda contemplaba con inigualable envidia a las núbiles jovencitas que siempre rodeaban a Armando. Como un enjambre de mil moscas, que rodean y envuelven un pedazo de caca, y lo chupan y lo prueban con sendas trompas, y luego revolotean alrededor produciendo molesto sonido agudo, del mismo modo las muchachitas rodeaban a Armando, el de los brazos peludos, y lo saludaban y alababan con delicados besos, y luego correteaban a su alrededor diciendo miles de cosas sin sentido con sus vocecitas. Entonces Fernanda las contemplaba, comparábase con ellas para descubrir la diferencia, admiraba sus pies ligeros, sus pantorrillas fuertes, sus muslos tersos y rosados, sus nalgas erguidas, sus vientres planos y sus tetas duras y apretadas, y… y… se miraba a sí misma y descubría la barriga y los granos, revolvía en su mente la idea de que todo era culpa del alimento, pues aquellas muchachitas comían lunches frugales apenas catalogables como alimenticios. En cambio Fernanda se atascaba de rezumantes chilaquiles y tortas de huevo con chorizo. Una mañana de tibio éter decidió no comer más churros ni champurrados y se puso a masticar un pedazo de lechuga, sintiéndose en la senda del amor.
Así comenzó a evitar las grasas y a contar las calorías, cuando era hora de sentarse a la mesa en compañía de su padre Omar el de aliento etílico y su madre Juana la de los pelos reteñidos, procuraba beber abundante agua y masticar mucho, si no podía evitar probar el postre sentía la necesidad de expulsarlo. Como un hombre cuyos hijos viven atrapados bajo tierra y él trabaja diariamente rompiendo palas,[1] de igual modo Fernanda sentía gran culpa al comer como si por hacerlo mereciera cada vez menos el amor de Armando, pastor de mujeres, y el cariño de su madre Juana, que no la dejaba tranquila. Así como a Prometeo, encadenado en una roca saliente, el buitre lo visita diariamente y le devora el hígado que se regenera jornada tras jornada, así Juana devoraba la autoestima de su hija, lanzándole furiosos picotazos, aguzados improperios e indirectas.
Una noche que Fernanda lloraba en su lecho le sobrevino dulce sueño. Sus miembros se relajaron y la oscuridad cubrió su pensamiento. Hubiese conseguido placentero descanso si un panquecito con chispas de chocolate ataviado con un papelito rojo no se le hubiese presentado. El pan[2] se le puso sobre la cabeza y, mirándola con torva faz, díjole estas aladas palabras.
PAN. Oye, gorda, atiende a lo que te diré: si nos comes, si insistes en engullir alimento, te vas a morir, perra. ¡No me digieras!
Dichas estas palabras, el simpático panecito le soltó migajas en ojos y nariz, Fernanda despertó llorando y estornudando, removiendo en su memoria las palabras del apetitoso visitante nocturno y pasó en vela la noche, tratando de entender el mensaje. De tanto pensar en el bien horneado panecillo nació en su paladar inevitable antojo. Así como un hombre que ha muerto es enterrado por su familia en una bien dispuesta tumba, y en la primer noche llegan hasta su tumba el bocor y sus ayudantes, que desentierran su ataúd y lo abren, sacan al muerto y le soplan menjurjes mágicos, lo reaniman y lo llevan con ellos a trabajar como esclavo embrutecido y sin poder evitarlo el hombre por estar privado de su libre albedrío, así de igual manera Fernanda fue arrastrada esclava del antojo hasta la cocina, donde degustó un pedazo de pastel de elote, y comiéndolo ávidamente sintióse después culpable y enferma, y corrió entre sombras hasta el baño y vomitó lo recién comido. Y se sintió tan bien que ganó la certeza de que ésa era la respuesta a sus súplicas y problemas, y adquirió tal costumbre desde ese día.
Canto III
Y así transcurrieron los días, Fernanda comía muy poco y lo poco lo expulsaba, y a pesar de las llagas y los ardores aquello le gustaba. Pero siempre que se miraba al espejo descubría la sempiterna barriga. Y de tal manera obró durante varias jornadas. Pero no fue fácil empresa, pues a Juana, de ingenio culinario múltiple, le dio por preparar ese postre que tanto les gustaba a Fernanda y a Omar, su padre. La adolescente no podía evitar probar ese helado de chocolate con galletas de mantequilla y chispas de coco, preparado por las hábiles manos de Juana. Así como el mortal que prueba el loto, alimento de los dioses, y luego ya no puede dejar de comerlo, así Fernanda y Omar comían sin parar aquel postre que alegró la mesa durante una semana. Pero Fernanda no podía evitar vomitarlo, pues sentíase sobremanera invadida de calorías y grasas.
Se dirigía al baño, cerciorándose de no ser escuchada, se arrodillaba frente al altar acuoso del desperdicio humano y, del modo en que un hombre taladra con el barreno el mástil de un navío, otros lo mueven debajo con una correa, que asen por ambas extremidades, y aquel da vueltas continuamente,[3] así ella hundía su dedo en la boca hasta hacer brotar el tibio vómito entre estertores salivosos. Quemábale la garganta al principio, pero la esperanza de ser perfecta mujer de brazos delgados y graciosas maneras hizo que en su ánimo se soportasen mejor lo espasmos y los ardores, y hasta llegó a sentir como placentera aquella actividad.
Canto IV
Así se sucedieron los días, y ésa hubiera sido su vida, pero el destino lo quiso de otra manera. Una mañana de domingo, en que aurora ya anunciaba la llegada del potente lumínico, candela de dioses, Fernanda despertó de pesado sueño y salió a la cocina a beber agua. Su casa lucía desierta y silenciosa, en la cocina todo estaba dispuesto en su lugar, los utensilios exánimes le parecieron plantas de extraño país allende el mar. Y pensó luego que ya era hora de que su madre cocinara el desayuno y de que su padre viera Chabelo, atravesó la sala y con cautela penetró en el aposento de sus padres, sólo para descubrir que no se habían levantado.
El cuarto estaba frío y miró que en el lecho reposaban los cuerpos de sus progenitores, parecióle extraño que no advirtiesen su presencia, cuando siempre que los iba a ver la corrían a zapatazos. Apartó el ligero manto tejido de diversos colores que los cubría y miró los dos cuerpos hinchados y llenos de excreciones múltiples. Como un sapo hervido que no ha notado su inminente muerte, y sus ancas revientan y sus líquidos vitales se riegan, así encontró a sus padres, inertes y tiesos, rodeados de vómito.
Cuando logró reponerse de la impresión que aquella visión le provocara llamó a emergencias y pidió ayuda. No tardaron en llegar policías, ambulancias y el perito examinador, cuyo ingenio determinó que sus padres habían muerto por intoxicación por alimentos venenosos. Un policía encontró en el refrigerador una copa de helado, con una nota enrollada y clavada a manera de galleta de mantequilla. El perito la desenvolvió y leyó lo que decía de esta manera:
CARTA HELADA. «No quiero vivir atada a esta familia, pero tampoco quiero vivir atada a la culpa. Mi vida ha sido un continuo de lágrimas y risas, un catálogo de ignominia y frustración. Soy sólo un ama de casa más. Y si este tarado impotente me negó la vida artística junto al mar, y si esta maquinita viva de grasa que me dice mamá me ancla al fondo de esta pinche ciudad, entonces tendré que hacer lo único sincero que puedo y los mataré. Confieso haber envenenado a mi familia durante una semana. Con este caballo de Troya introduzco incógnito el potente veneno. No pueden evitar comerlo y yo misma lo he ingerido, y esta tarde les he dado la dosis letal. No puedo odiarlos tanto y seguir tan unida a ellos, pero tampoco podré vivir con la culpa (ni espiritual ni penal), así que me hundiré con mi barco. Éste es el final de una bitácora imaginaria de penares estériles. A continuación un poema a manera de epitafio, que espero –y estoy segura– será publicado en los periódicos. Para que el mundo conozca por fin mi arte perfecto, la expresión de una artista radical que ha tenido toda una vida para pulir cada palabra, para criar cada verso. Atención, pues, que aquí viene:…»
Pero el fragmento estaba borrado por el helado, y de todo el mancherío de tinta y chocolate sólo se pudo sacar en limpio una letra «h». Y ése fue el poema más corto jamás publicado, el más congruente y el más evocativo de la vida de un ama de casa.
Pero Fernanda estaba viva. Viva por haber vomitado cada dosis de veneno. Sólo había percibido una porción mínima que le causara malestares, pero estaba a salvo. Pasó al cuidado de una tía anciana, decrépita y olvidadiza y cobró el seguro de vida de sus padres. Vivió con holgura y pudo costearse el gimnasio y la nutrióloga. Así adquirió el cuerpo más egregio de la ciudad, y así su vida hubiera sido perfecta si el hado funesto no hubiese dispuesto algo distinto. Pues Armando, pastor de mujeres, junto con toda la escuela, creyó que la asesina era Fernanda, pues era muy fácil falsificar una nota suicida. Así que la injusticia y la estulticia de la humanidad la hizo víctima del desprecio, del vituperio a sus espaldas y la eterna soledad.
Y así Fernanda cumplió su destino.

[1] Atenea, la que porta la égida.
[2] Dios mensajero con patas de cabra, fanático de las buenas costumbres.
[3] «La Ciclopea», Rapsodia IX de La Odisea, editorial Austral, 1978.

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