Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

sábado, 17 de enero de 2015

LUR SOTUELA (España, Bilbao, 1978)

LA BICICLETA
 
Hay instantes perfectos que se extienden únicos durante toda la vida: sensaciones que dan sentido a la existencia, recuerdos COMO relámpagos que nos imaginan, nos construyen y nos hacen ser lo que somos. Sobre uno de esos momentos quiero hablarles. Es necesario inventar unas palabras, empezar desde el principio esta historia, para que puedan ver con mi mirada, para que logren sentir con mi piel, para que logren soñar con mi corazón.
Una claridad tímida, violentamente frágil, se filtró por la ventana e iluminó con su calidez la habitación. Yo me encontraba apoyado contra uno de los tabiques de aquel cuarto que había perdido el pálido colorido de sus paredes con el ingobernable paso del tiempo. El mar no se hallaba lejos de mi hogar, y por las noches, cuando la ciudad dormía nerviosamente y el silencio cubría con su llanto espeso la realidad, se podía escuchar el fragor indómito de las rocas luchando con las olas, y casi imaginar cómo pequeños esquifes entraban perezosamente en el puerto. Siempre he soñado con ser un navío, pero nací para la tierra y mi DESTINO son los valles y los ríos, las carreteras solitarias y las plazas del pueblo. La casa dónde yo vivo si que parece un barco que se hubiera olvidado de navegar y que ahora viviera en tierra, COMO una triste ballena varada, y los que habitábamos en ella, náufragos o quizás marinos que hubiesen, por la terca edad de sus brújulas, perdido el rumbo de su travesía. No tengo tiempo, ni las palabras necesarias para establecer, siquiera una simple presentación y sucesión de los habitantes de la casa. Sólo hablaré de una persona; de Elisa, la joven Elisa, pero antes deben saber quién soy yo.
Es complicado hablar de uno mismo. Las palabras se escapan, huyendo de los significados que quiero otorgarlas. Pero de un modo u otro tengo que hacerlo, podría decir, por ejemplo, para empezar: soy una bicicleta. Si, una bicicleta, un viejo modelo del siglo pasado. De color rojo y aunque el tiempo me ha desgastado dejándome algo naranja mi peculiar forma y la calidad de los materiales que me forman me han permitido sobrevivir a diferentes dueños, muchos inviernos y complicadas averías. Una cadena oxidada es el corazón de mi funcionamiento; eso y el motor animal que mueve los pedales. Todas las bicicletas tenemos formas parecidas, más modernas o más viejas, y nuestro servicio a la humanidad es sencillo: mover al ocupante del sillín de un lado a otro del mundo. Esa simple tarea debería ofrecerme felicidad pero jamás en todos estos años lo ha hecho. Fui en mi juventud una bicicleta triste. Una melancolía profunda e intensa devoraba mis paseos, se dilataba salvaje por cada fibra de mi ser; era una criatura incompleta, que mostraba mi profunda soledad con cada vuelta que mis ruedas daban. Mi vida se fue rodando bajo el peso de las risas, ilusiones y amores de los demás.
Culos gordos, culos flacos y huesudos, culos blandos como el aire del amanecer, culos sudorosos un día de verano, culos mullidos, culos malolientes, culos limpios, culos tranquilos y culos de mal asiento, culos de hombre, de anciano y de niño, culos olvidables y olvidados. Son incontables los culos que se han montado en mi sillín, los muslos que se han frotado mientras pedaleaban, son innumerables las caídas, los esfuerzos realizados, las cumbres que mis dos ruedas han hollado, pero siempre una insatisfacción, un vacío vibraba en mi interior conquistando todo mi mundo. Había perdido la esperanza de entender, de ser feliz, hasta que llego el culo de Elisa.
Al comenzar he comentado que hay momentos perfectos, exhalaciones, latidos en los que la vida cobra sentido. Mi momento; ese único e inolvidable instante en el que sentí que el Universo daba vueltas sobre mí, como si yo fuera el centro, como si todo en la vida hubiese estado prefigurado para llegar a ese relámpago de luz, de placer inesperado, llegó un sábado en el que un suave sol de invierno regalaba su consistencia a la mañana.
Hacía dos semanas que nadie soñaba mis senderos, cuando de repente, sin avisar, como todas las cosas buenas de la vida, entró en el garaje, la tierna Elisa. Nunca la había visto, pero ahora está en mí permanentemente, como si un espejo se hubiese diluido en mi interior y todo lo que ahora fuera capaz de sentir, de ver, de vivir, fuera el reflejo perfecto de Elisa. Se acerco a mí, y con ternura me agarró por el manillar, y con lentitud me sacó a la calle. Yo no la conocía pero su tacto era mágico, profundo. Comenzó a pasear conmigo entre sus dedos. La cadencia de sus caderas traspasaba el aire como un cuchillo envenenado. Todo le mundo nos miraba. Me sentía importante. Elisa saludaba a la gente, sonreía, cruzaba amables palabras, mientras continuaba caminando. Derramaba su luz generosamente, y poco a poco, con cada paso comencé a enamorarme. El metal de mi cuerpo subió unos grados su temperatura. Elisa, llevaba una falda corta, un palmo por encima de la rodilla y una sudadera azul. Su epidermis era la frontera de lo desconocido, el límite de lo concebible, y brillaba bajo aquel cálido sol de invierno como una perla en el suelo oceánico.
Pensé que su tacto era el cielo, estaba equivocado, entonces llego su culo. Se montó en mí y comenzó a pedalear mientras el mundo se detenía. Puso los pies en los pedales. Sentí su peso. Mi cuerpo se tensó como una flecha a punto de ser lanzada. Llevaba unas sencillas braguitas blancas con un ribete rosa claro. Primero, de pie, pedaleó y sus muslos elásticos empujaron mi cuerpo. El aire rozó la textura caliente de mis formas. Su culo subía y bajaba como la deriva de los océanos, como la danza de las nubes, como la noche y la madrugada. Qué espectáculo, qué maravilla, qué instante cuando sus nalgas descendieron finalmente y se apoyaron en mí. Sentía su profundidad latiendo mientras levemente entraba en su misterio, mientras penetraba en su ser. El éxtasis es una luz pura y auténtica atravesándote salvaje como un relámpago, es la vida latiendo en cada átomo de tu ser, es el vislumbrar el secreto de la existencia, es el discernimiento de lo incomprensible. Profané todos los límites del placer, todas las fronteras de la conciencia durante aquel día. No recuerdo bien todo lo que sucedió; sé que recorrimos la costa y que fuimos uno.
Al atardecer me dejó de NUEVO en el garaje, en la misma posición en la que estaba, apoyado contra la blanca pared desde la que se escucha el mar. Jamás la volví a ver pero nunca la he podido olvidar, nunca la podré olvidar, ya que aquel día, aquel recuerdo, aquel instante, hace que la vida, mi vida, merezca la pena ser vivida.

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