Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

lunes, 8 de mayo de 2017

MARÍA CRISTINA RAMOS (Mendoza, San Rafael, 1952)


LOS CISNES

-¡Tan lindo que estaba el sol!- dijo el cangrejo, mirando las nubes. Avanzaban juntas como un grupo de amigas. Una traía ovillos de agua de un lago lejano, otra había guardado espumas invisibles del mar y la tercera, las palabras que los chicos dicen a orillas de los canales.
Una bandada de cisnes de cuello negro venía viajando hacia el Este, desde la Cordillera del Viento. Elegían las corrientes que se estiran en el cielo como ríos de aire. Iban en una fila extensa para acompañarse y para decidir, entre todos, cuál sería el mejor lugar para anidar. Se detuvieron apenas en una inmensa aguada que la lluvia había dejado junto a un monte de jarillas. Bebieron y siguieron viaje.
Las nubes se extendían flotando en la brisa de la altura y habían vuelto gris el paisaje que antes brillaba al sol. Si el viento seguía templado podrían continuar viaje, pero ellas sabían que, en cualquier momento, un golpe de aire frío podría convertirlas en lluvia.
-¡Suerte que se nubló! – dijo un cazador furtivo -. Son mejores los días grises, porque se puede apuntar mejor y dar en el blanco -. Y salió, silbando, con su rifle a la espalda. 
El cangrejo juntó palitos y cerró la entrada de su casa de arena. Luego construyó una terraza para estar a salvo por si la lluvia entraba. También les avisó a sus vecinas las arañas de agua que, en caso de tormenta, tejen unas telas para envolverse y evitar que los coletazos del viento se las lleven.
Cuando los cisnes atravesaron el bosque sonaron algunos disparos. Las aves sintieron en el plumón del pecho el recuerdo de los hermanos que habían caído el año anterior. Entonces, modificaron el rumbo. Esta vez, nadie cayó, pero sólo volvieron a estar tranquilos cuando entraron a un paisaje de bardas, donde sólo había guanacos y algún piño de cabras buscando pastitos tiernos para comer.
Finalmente, cuando vieron el río Limay caracoleando rumoroso entre álamos y manzanos florecidos, los cisnes fueron descendiendo. Eligieron una de sus orillas, la que acaricia una solitaria isla con escondites de arbustos. Ése era un buen lugar para hacer el nido. 
-Ya no estaré solo –dijo el cangrejo cuando los vio llegar, otra vez, por sus orillas. Se llevaba bien con los pichones de cisne; le gustaba verlos sumergirse en el agua, se divertía con sus piruetas.
Esa noche, mientras los cisnes se juntaban a descansar en un escondite de ramas, las nubes cayeron en una lluvia mansa. Las arañas de agua soñaron en hamacas de seda; el cangrejo se acostó pensando que en poco tiempo más los días serían más largos y podría pasear por la costanera. Los cisnes cerraron sus ojos y soñaron con los pichones que pronto nacerían. Y serían tan pequeños que aprenderían a nadar en una gota de agua, y a volar en una gota de cielo.


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