Eran las tres de la mañana.
En Manglar la hora de los muertos
eran todas las horas.
Mi madre dormía sola
─como siempre─
en el cuarto de paredes negras
comidas por el gorgojo
y los cantos del bosque mutilado
que entraban sin pedir permiso.
Mi padre debía ser por esa época
el corazón negro de un girasol
o quizá la rama de un árbol
sostenida por las raíces
viejas de la guerra.
Un perro comenzó a ladrar
y ya se sabía
que íbamos a ser nosotros
los que tendríamos que escondernos
y pedirle a Dios que nos cuidara.
Pero ya estaba la historia del pueblo
trazada en una cartografía de espinas
lejos de su alcance
lejos de su omnipresencia
lejos de su bondad y su mirada de halcón.
Y fue así como decidí cubrirme
detrás de las manos
detrás de los ojos de pescado
detrás de la piel de tierra sombría
como si todavía estuviera jugando
con mis hermanos a las escondidas
mientras esperaba el 1,2,3
y de seguido mi nombre pronunciado
como un largo día de lluvia.
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