BARÓN DEL ENFISEMA
Bajé del taxi en la entrada principal. Me abrió la puerta un valet, le di propina con rebaja porque me dijo señora, pisé la alfombra que llevaba al predio pero no estaba la mujer de siempre vendiendo la Rosa. En su lugar había un chico que decía “buenas, vamos, que hay reunión”, con una voz aflautada, parecida a la de ella, casi en su tono. Pensé en llamar a Albano y reportar ese accidente de la cábala pero opté por no asustarlo. ¿Cómo podía afectarle a mi Príncipe del EPOC, Barón del Enfisema, que lo llamara tan pronto y le dijera: “no está la mujer de siempre en el kiosco de la entrada”? Compré la revista y tomé mi camino hacia la luz y el deporte en vez de optar, como la mayoría, por el submundo de las tragamonedas y las ruletas electrónicas. Hasta afuera llegaba el olor a pucho viciado de ese lobby infinito con luz flúo.
En las pantallas de la confitería y las columnas del comisariato repetían los metros finales de la carrera anterior. Me quedé en la zona de la tribuna, para ver si captaba al pasar algún dato relevante, pero no fue el caso:
-Antes se comía bien en Palermo-, decía un señor vestido de tweed bajo el sol agobiante.
-Las porciones de pizza con el vasito de vino-, dijo, y aplaudió al aire.
Seguí camino, recibiendo comentarios como golpes del azar. Prefería que me resbalaran pero el inconsciente es una esponja y la cabeza se resiente.
-En todos estos años sólo vi un jockey que nunca se cayó.
-A veces se caen porque el caballo se quiebra y rueda.
-Los hacen correr tan jóvenes que en vez de huesos tienen cartílagos.
-El ruido que hacen al romperse.
-Yo hablaba de otra cosa. Hay un jockey que no se cayó nunca en todos estos años.
Los caballos desfilaban por la redonda. En el centro estaba Cuco, un conocido nuestro. Hablaba con los dueños de un ejemplar. Siempre estaba cerca de los dueños, por eso figuraba en las fotos de los grandes premios del Jockey Club y del bodegón Rodi, en Recoleta. Sonreía como un cuis para compensar que le dijeran Cuco. Fue la segunda vez que quise llamar a Albano y me contuve. Cuando me mandó a jugar también me dijo que me distrajera un poco. Pero entre llamar y no llamar, mandé un mensaje: “Está Cuco”. Albano contestó: “Ojo”. Cuco me saludó con la mano. Abrí la revista para ahuyentarlo. Caí en la página del Diabólico Cronometrista. Me apoyé en la reja, y pasaban los caballos. Cuco no captó mi indirecta y se acomodó a mi lado. Me preguntó por Albano. Le dije que estaba muy bien. “Aparentar normalidad frente a los acreedores”, decreté, inspirada. Pero Cuco dijo:
-Espero que se cure,- y su piedad me dio una pauta de lo mal que estábamos.
Ese día debutaba Going Away, un caballo recién llegado de Brasil, al que nadie le prestaba atención. El favorito era argentino y se llamaba Indy King. Llegaba desfilando en ese mismo momento. Cuco me dijo:
-Ahí viene.
Me puse los anteojos negros porque Indy King brillaba mucho y miraba de reojo, como hacen los caballos potentes y mañeros.
En casa, hacía un rato, Albano me había hablado de los dos: Going Away, Indy King, Indy King y Going Away. La disyuntiva se volvió tan angustiante que entramos juntos en Todopingos.com para dirimirla. La mayoría de los foristas apostaba por Indy King. Ninguno conjeturaba que el brasilero tuviera chances. Going Away ni siquiera existía en el foro. Albano me dijo: “Voy a tirar una botella al mar”. Compartió su pálpito y tecleó:
“Ojo con el brasuca.”
“Que se vaya el Boeing Away de vuelta a su tierra”, le contestó un refinado de la lengua inglesa, y todos siguieron ponderando a Indy King.
No insistimos en el tanteo para no correr la voz. Lo raro fue que los nervios lo reanimaron. El stress lo hizo entrar en foco, y por un momento Albano se olvidó de que se ahogaba.
-La cabeza me marca a Indy King- me dijo- pero Going Away… -y se tocó el pecho a la altura del corazón.
Le pregunté:
-¿Le juego a Going Away?
Me dio nuestra plata y me dijo:
–Confío en vos.
Ahora los candidatos de crin y hueso estaban tan cerca que podía tocarlos cuando pegaban la vuelta. Indy King pasó de nuevo, tranquilo, bufando un poco, y Cuco dijo:
-Ahí tenés al ganador. ¿Te gusta?
–Es precioso.
-¿Pero?- preguntó Cuco.
-No sé… ¿Cómo saber?
-Los caballos son como las mujeres- me dijo. –Tienen que tener clase. Acá ninguno tiene cabeza de elefante, o patas cortas. Por algo llegaron a Palermo. Pero algunos tienen clase. La diferencia es ésa.
En la forma de decirlo, y de mirarme al hablar, había una galantería cifrada, difícil de imputar, terrible por eso. Fue la tercera vez que quise llamar a Albano esa tarde, pero me abstuve. El reporte equivalía a atacar su hombría, su fe en la vida, en el ser humano. Los jockeys y las jocketas salían de la boca de la redonda. Hacían sociales con los dueños de los caballos y los entrenadores antes de montar. Busqué las predicciones del Jockey Enmascarado en la Rosa. En la revista Palermo Rosa hay alguien que en un recuadro, llamado El Jockey Enmascarado, supuestamente da un imperdible a cada reunión. Decía:
“Indy King es la carta fuerte de este premio. El brasilero Going Away viene buscando hazaña”.
Cuco me dijo:
-El Jockey Enmascarado era un clásico antes de que llegáramos a este mundo.
Lo dejé varado entre los estudiosos que analizaban a los caballos y los jockeys en la redonda. Cuco era un tipo conservador: apostaría por Indy King. Es más: yo hubiera apostado todo lo que tenía a que Cuco iba a apostarle a Indy King si alguien hubiera levantado en ese momento ese tipo de apuestas. Cuco no se arriesgaba, por eso era usurero.
Un jockey salió dando pasos rápidos hacia la pista y montó el caballo de un salto. Después estiró la mano para que le alcanzaran el celular. Pasó hablando a mi lado. “Hola”, decía, “te llamo en un rato y arreglamos para la noche”, como si fuera lo más normal del mundo. Le tiró el celular al peón y trotó, galopó, picó, volvió y empezó de nuevo, en un circuito breve, para entrar en calor. Iban y venían los caballos con los jockeys mientras el relator decía sus nombres, tan lindos que daban ganas de ser caballo al escucharlos: Storm Ranger, Escritor Inglés, Ricky Guitar. En ese momento también me dieron ganas de llamar a Albano para compartir la belleza, la luz del sol pegando al bies, el brillo muscular, los números que rotaban en el tablero de apuestas. Pero me abstuve porque toda emoción fuerte podía hacerle mal. Me abstuve porque contarle lo que pasaba era lo mismo que recordarle que no podía verlo. “Andá y distraete un poco”, me había dicho en un tono que era una orden y un pedido, y nos dimos un beso de pasión fatigada. Algunos días nos parecía que el tiempo se estiraba hasta un límite insoportable. Nos quejábamos y la noche se nos venía encima.
Indy King y su jockey avanzaban escoltados por el palafrenero. Ya los llevaban a las gateras. Venían a mí, con las expectativas de los burreros impulsando su victoria y la ganancia de Cuco garantizada desde el futuro. “O no, un momento”, pensé, y corrí al ligustro que cercaba la pista, saqué el celular de la cartera y les disparé una, dos, tres, cuatro fotos a Indy King y su piloto. El jockey, furioso, se me vino encima:
-Fotos no- me gritó- que traen mala suerte-. Y me sostuvo la mirada mientras se alejaba, pero el zumbido de la desgracia ya lo rodeaba con su halo fantasma.
Cuco miraba con cara de espanto. Sus ojos de cuis me inculpaban por el crimen fatídico y legal que acababa de cometer delante de todo el mundo. Lo ignoré, amparada por el beneficio de la duda y mis anteojos negros. Fui a la boletería y le jugué a Going Away.
-¿A ganador?-, me preguntó la chica de la boletería, con mirada maternal, aunque podía ser mi hija.
-Sí, a ganador-, le dije, en voz baja.
Después corrí a la gradas. Cada cual combatía la ansiedad de acuerdo a su carácter. La víspera de la carrera es un test psicológico de libre proyección. A mi derecha había un grupo de sujetos caucásicos:
-Las chicas de ahora no secan los platos. Salís, van a tu casa, se quedan a dormir, a veces cocinan, a lo mejor lavan los platos pero te los guardan sin secarlos.
-A mí no me gusta que hurguen en mis cosas. Mejor que ni laven ni sequen nada.
Eso había que soportar mientras la carrera se atrasaba, como de costumbre, aunque todos nos quejábamos como si fuese la primera vez. Albano mandó un mensaje para saber cómo andaba todo. “Going Away, corazón”, le escribí. Me contestó: “Ya pongo Crónica”.
En la pantalla del centro de la pista, se veían los movimientos de los animales y sus pilotos. El número 4 no quería ingresar en gatera. El relator hacía comentarios intrascendentes para no desfasarse con la demora, pero tuvo que cortarla porque largaron.
Los competidores iban muy agrupados. Trató de hacer la delantera por el lado exterior de la pista el competidor Ricky Guitar. Empezó a ganar terreno Escritor Inglés. Por el centro de la pista avanzaba Indy King para tomar la delantera, dejando atrás al resto. Iban en la vanguardia Indy King y atrás abierto, expectante, Going Away. Comandaba la carrera Indy King. Empezó a ganar posiciones y presentarle lucha Going Away. Going Away dejaba atrás al resto y se acercaba a Indy King. Los competidores llegaban a la señal indicativa de los 100 metros finales. Indy King y Going Away luchaban cuerpo a cuerpo. Ya descontaban los últimos 50 metros de la carrera y por el lateral Going Away se imponía con ventaja sobre Indy King. Cruzaron el disco.
Fue Eso. Hay una parte del Evangelio de San Mateo donde los apóstoles miran a Cristo y le reconocen el nivel, lo señalan y dicen que no hay dudas, es el Mesías, es Él, él es Eso. Y ese momento fue así. Un caballo recién llegado de Brasil, ignorado en estas tierras, montado por un piloto brasilero, de perfil bajo. Going Away surgió como un fantasma en los 200 metros finales.
En las pantallas de la confitería y de las columnas del comisariato, Going Away y su jockey reingresaban al trote en el mundo terrenal. Un periodista se acercaba a la gente para hacer preguntas pero todos esquivaron la cámara, el que había perdido por control de daños y el que había ganado, por las dudas. Tocaban We Are The Champions. Cuco ya estaba con los propietarios y el entrenador de Going Away, listo para colarse en la foto con el caballo, la copa, el grupo, el jockey. En el taxi me acordé de lo que nos dijo, una vez, Dante, el encargado de la agencia hípica de la calle Suipacha: “Lo que busca un apostador, en el fondo, es perder”. Lo había dicho para consolarlos porque esa vez habíamos perdido una pequeña fortuna, pero ahora, en el taxi, me dio un poco de tristeza. No mucha, sólo un poco. Podía ser la famosa melancolía del ganador. Era una especie de anhelo irónico, de tristeza apremiante, y entré en casa corriendo, buscando a Albano como si llegara tarde. Estaba recostado en el sillón. Le di un beso y me quedé ahí, en sus brazos; los dos tranquilos
-Viste lo que fue Eso- me dijo, complacido, mientras se llevaba la máscara del nebulizador a la boca, con su gesto elegante de fumar.
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