Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

martes, 30 de agosto de 2016

MIGUEL ÁNGEL MALPARTIDA (Perú, Lima, 1983)


ÍNSULA

Será por siempre un secreto, que algunas noches, entre las
copas más altas de los árboles, mi cuerpo empieza a hacerse 
intermitente, sombra indecisa.
Soy una excrecencia trashumante entre los colores del
mapamundi.
Como ya dije, las noches en que se acumulan el tiempo y
la garúa, levanto mi niebla como brazos sobre palmeras
desvalidas, inocentes, y aspiro profundo, y ese olor de tierra
mojada como un despertar da el primer aviso, viaja silente
por entre oscuras pieles flotantes en pantanos, serpientes
ocultas en ojos de agua y fieras cuyo nombre conviene callar
por su monstruosidad…y se convierte en mi exhalación
mas nerviosa, una invitación sorpresiva a huir.
La niebla avanza destructiva y serena, empecinada en tocar
cada tronco resinoso y brote reciente, cada liana que cuelga
como puente fantasma, precediendo a la carga desesperada
de aleteos que en pequeños vórtices sonoros deslumbran por
su color y confusión inconstantes.
Entonces ellos corren casi nebulosos ya, buscando dejarse,
correr más rápido que el latido de sus sienes, mientras huyen
por entre complicados ramajes hacia sus guaridas,
húmedos de sudor y confiados a su suerte, pero,
¡pobres!, sus antros los envuelven también intermitentes, al
igual que los grandes árboles y toda mi jungla, amados todos
por mis brazos de penumbra espesa.
Me conocen bien, saben de mis ratos críticos, de mi nocturnidad
incoherente y solitaria de viajera.
Mi cuerpo entonces de torna suspiro, y los barcos, los
grandes trasatlánticos que llevan miles de ojos a bordo nunca
me encuentran en cuanto isla maciza o bruma superficial que
cabalga los aires, salvo en sueños febriles de camarote que se
desgastan después en la taberna, hasta convertirse en mitos 
deformes.
Una vez, y de eso ya hace muchos años, un tal Humboldt,
caballero infalible, rozó mi lado más oscuro, apoyado en la
cubierta, catalejo, brújula y libro de apuntes abierto en una
mano, atento a los copos de bruma fría que intrigaron a los
marineros por su color indefinible.
Poco después cerró la libreta muy despacio, guardó el catalejo
en el profundo bolsillo del abrigo, y se dispuso a ordenar la
cena, no sin antes plantear, en el más correcto alemán, una
tesis tranquilizante a los marineros holandeses (fenomenología 
normal en estas zonas del trópico durante el equinoccio de 
otoño), pero sin poder explicarle a su conciencia el porqué
de un persistente aroma de flores y desencanto.


No hay comentarios:

Publicar un comentario