Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

jueves, 8 de septiembre de 2016

GILDA MANSO (Buenos Aires, 1983)


REPTIL

Llovía, pero ella no lo podía saber. No sabía nada desde hacía tres días. Nada externo. En cuanto a lo de adentro, sabía que el lugar donde estaba era un dormitorio, que las sábanas tenían sangre vieja –sangre que no era de ella–, que la comida siempre se comía fría (aunque eso, en la situación en la que ella se encontraba, era una nimiedad), que no había ventanas, que las sogas –hoy– no estaban tan apretadas, que ya no sentía ganas de mear porque se había meado encima, que el perro era capaz de despedazarla, que el dolor que sentía en los pies era tan increíble que dudaba de si alguna vez podría volver a caminar. Si es que salía de ahí. Lo que no sabía era dónde se había metido el tipo. Hacía horas que no aparecía, y, en el tiempo que ella llevaba ahí, él nunca había dejado pasar tantas horas sin entrar en esa habitación.

Las sogas estaban flojas porque el tipo no estaba ahí para ajustarlas. ¿La habría abandonado? Ella deseaba que sí, aunque era poco probable. Siguió moviendo las muñecas con la fuerza que todavía tenía, para ver si las sogas cedían; tenía los brazos acalambrados: llevaba tres días con los brazos hacia atrás y hacia arriba, atados a las patas de la cama. Cada movimiento que hacía para intentar desatarse le generaba el mismo dolor que sentiría si tuviera agujas clavadas en los brazos, como las que el tipo le había clavado en los talones. Enfermo hijo de mil putas. Le había roto los pies, estaba segura. Nunca había imaginado que podía sentir dolor al mismo tiempo y en el mismo lugar donde no se siente nada: cada tanto miraba hacia abajo, para asegurarse de que sus pies seguían ahí; le dolían como el infierno, pero no los sentía.

Para lograr salir de ahí tendría que arrastrarse, tendría que convertirse en reptil. Se acordó de un ex novio que tenía una lagartija. Ella sentía asco, y le preguntaba por qué no tenía un perro como la gente normal. El perro. Ese perro la iba a matar. Si no la mataba el tipo, la mataría el perro. Ese perro mataría a un león viejo, cómo no la iba a matar a ella que, encima, no podía caminar. Un león viejo al menos podía intentar correr. Ella tenía que arrastrarse, tendría que reptar. Hijo de mil putas, agujas en los talones. ¿Qué mierda tenés que tener en la mente para secuestrar a alguien y clavarle agujas en los talones? No sabía de dónde había sacado esas agujas; eran similares a las agujas de tejer, largas, grises, pero con la punta bien afilada, hijo de mil putas. Cabía la posibilidad de que las agujas fuesen creación de su torturador. Ella sabía que en algún lado dentro de esa casa de mierda había un taller, una habitación de trabajo, un espacio, un lugar en el que el tipo pasaba horas con hierros y máquinas; lo sabía por el ruido, y lo sabía por la suciedad de la ropa del tipo. Cuando no estaba ahí, con ella, clavándole agujas en los talones, el tipo estaba en ese lugar, con ese ruido. Al principio, ella se preguntó cómo era posible que nadie escuchara nada; luego se respondió: sí escuchaban, la gente escuchaba, pero suponía que el tipo estaba trabajando. La mente humana no está preparada para creer que una casa común y corriente esconde un infierno. Aunque una persona escuche ruido de máquinas y fierros, jamás pensaría que ahí hay un tipo que fabrica agujas y se las clava en los talones a una mujer secuestrada. ¿Cuántas veces habrá sido testigo inconsciente, ella, de horrores similares? ¿Cuántas veces habrá escuchado gritos salientes de las casas, y habrá conjeturado que solo era una discusión? Y aunque hubiese pensado que no, que tal vez ocurría algo grave: ¿cómo tocar el timbre, cómo golpear la puerta, y exigir al dueño de casa que revele lo que allí ocurre? ¿Con qué cara, con qué desubicación?

No le quedaban lágrimas y se asombró de que aún le quedara sangre. También la asombraba no seguir desmayada por el dolor. Pero ya que no le quedaban lágrimas y sí le quedaba sangre, tenía que salir de ahí.

Las sogas aflojaron lo suficiente y ella sacó los brazos. Dios santo. No sentía los brazos. No sabía cómo haría para arrastrarse si no sentía los brazos. Tenía que esperar y no desesperar; después de todo, las agujas de los brazos solo eran imaginarias. Miró alrededor, mientras tanto. Tendría que romper el espejo. No sabía para qué el tipo había puesto ese espejo ahí, tan grande, apoyado contra la pared. Para que ella se viera, supuso. Enfermo hijo de mil putas. Tendría que lograr romper el espejo.

Volvía, de a poco, a sentir los brazos. Se incorporó en la cama hasta quedar sentada. Primera vez en tres días que se sentaba. Era un lujo lo que antes, en la normalidad, ni siquiera se registraba: se sentó, qué afortunada. Se tomó unos segundos para respirar como respira una persona sentada. Luego giró hasta dejar las piernas colgando de la cama; el dolor fue una atrocidad, pero no gritó, no quería llamar al tipo ni al perro. Inspiró con toda la profundidad de la que fue capaz y pisó el suelo. Se desplomó. En la caída arrastró el reloj y el florero que el tipo, tan amablemente, hijo de mil putas, le había dejado en la mesita de luz. (Durante su hospedaje tortuoso ella supuso que el tipo le había dejado un reloj para que fuera consciente del paso del tiempo, y un florero con jazmines para que fuera consciente de la belleza y de la alegría; ahora, el reloj se había roto y los jazmines estaban marchitos, amarillentos, ya doblados sobre sí mismos y con ese olor dulzón, el dulce de la podredumbre, no el dulce de la vida, y eso tenía más sentido, eso era más coherente). Arrastró el reloj y el florero y se acordó de James Caan en Misery. ¿Qué le haría su Kathy Bates? ¿Romperle los pies? No podría, ya no. Podría romperle las piernas, las manos, los brazos, la espalda, la cervical, la cabeza, podría arrancarle el corazón y dárselo, en trocitos, junto al alimento balanceado, a ese perro de mierda.

Desde el suelo miró a su alrededor. El florero de acrílico transparente, los jazmines podridos y amarillos, y el reloj negro en el piso. Un ropero cerrado con llave; ahí guardaría, seguro, los cuerpos de las personas anteriores, o ropa. A ella le daba lo mismo. La mesita de luz, sin luz. La puerta corrediza, por un milagro. El espejo de pie, largo –como las agujas–, rectangular, parado sobre el piso y apoyado en la pared. Se vio a sí misma ahí tirada, sangrante, doliente, en apariencia vencida. Escuchó la respiración del perro del otro lado de la puerta. Estaba ansioso, gemía; en otra situación y con otra persona, la desesperación del perro habría resultado graciosa: el ser humano, con sus ínfulas de superioridad, se suele enternecer y divertir con esas cosas. “Mirá, qué lindo, cómo espera su comida; no la toca hasta que el dueño le da la orden de hacerlo”. Mientras, el perro domesticado junta saliva por el hambre o la gula. Pero ella nunca se había reído con esas cosas. No le causaba gracia la sumisión de los perros, el abuso amoroso del amo. Y sin embargo ahí, como si no existiera la justicia, como si no existiera el karma en vida, había un perro que, ajeno a su respeto, estaba dispuesto a matarla.

Agarró el reloj y se arrastró hasta el espejo. Se volvió a incorporar hasta quedar otra vez sentada, qué lujo. Golpeó el espejo con el reloj, una vez, sin fuerza. Otra vez. Otra. Rompete, la puta madre. Por favor, rompete. El perro ladraba. El espejo se rompió y se desplomó como un rato antes se había desplomado ella, que eligió el trozo más afilado. Sabía que tendría que tener muchísima suerte para tener una única oportunidad.
Reptó hasta la puerta y se detuvo frente a ella. El perro jadeaba al otro lado. Se sentó una vez más y estiró el brazo hacia arriba: llegaba justo a la traba. Volvió a respirar hondo, enderezó la espalda, empuñó el trozo de espejo por su lado más cómodo, giró la traba de la puerta y la corrió. El perro se abalanzó sobre ella con la boca abierta, ella abalanzó su brazo con el espejo afilado sobre la boca abierta del perro. Dejó de ser James Caan y se convirtió en Atreyucontra Gmork, Atreyu contra la Nada. Si el perro no hubiese tenido tanta fuerza y tanta furia, ella habría muerto. Qué paradoja. Luego de arrojar su paladar contra el pedazo de espejo filoso, al perro le tocó el turno de desplomarse. En esa habitación todo se desplomaba.

Se quitó al perro de encima y se dio el gusto de mirarlo mientras moría. Le arrancó el espejo ensangrentado del paladar –salió entero, vidrio de excelente calidad– y reptó hacia afuera, preparada para rebanar los tobillos del tipo. Eso lo había visto en Cementerio de animales. Stephen King le ganaba dos a uno a Michael Ende. Avanzó a ras del suelo, cubierta de adrenalina. Al llegar al living vio al tipo. Estaba tirado en el suelo y no se movía. No respiraba. Ella dedujo que le había dado un infarto y, eufórica, se corrigió: en esa casa todo se desplomaba.

Le sacó el celular del bolsillo al hijo de mil putas y marcó el 911. El operador le preguntó si conocía la dirección. La conocía: el hijo de mil putas era su vecino de al lado, el que tenía un taller. El operador le pidió que no se moviera y le dijo que un patrullero y una ambulancia ya estaban yendo hacia allá. “Que no se moviera”. Más tarde se reiría con eso. Se acostó en el piso, al lado del tipo. El tipo estaba muerto, el perro estaba muerto, ella estaba viva. Pensó eso y se desmayó.

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