LA
PRISIONERA
Estoy en el jardín de un
antiguo palacio que no sé de quién fue ni cuál es hoy su dueño. La tarde es
húmeda, y otoñal el ocaso; en el blando suelo las hojas mueren adheridas al
barro. No hace viento, no oigo ningún ruido entre los árboles que forman paseos
en los que mudas estatuas, sobre pedestales de hiedra, alzan su desnudez.
Quisiera recorrer este
extraño jardín, pero estoy quieto. Nadie lo visita, nadie hace crujir el
puentecillo de madera sobre el constante arroyo. Nadie se apoya en las
balaustradas del parterre ante la fila de bustos que la intemperie enmascaró
con manchas verdinegras.
Estoy ante la gran fachada
cubierta de ventanas que termina en altas chimeneas sobre el oscuro alero del
tejado. Todo en ella muestra haber sufrido los ataques del tiempo pero estos
rigores no dañaron a la única ventana que yo miro. Cada día, tras los
cristales, aparece ella, su delicada silueta, y aparta la cortina de tul y
largamente pasea su mirada por los senderos que se alejan hacia el río. Vestida
de color violeta, siempre seria, eternamente bella, conserva su rostro juvenil,
su gesto de candor, atenta a la llegada de alguien que ella espera. Inmóvil,
tras el cristal, no habla, no muestra si acepta mi presencia, acaso no me ve.
Resignada se dobla mi cabeza sobre el hombro mordido por las lluvias; desearía
que sus dedos me rozasen antes de que su mano se haga transparencia. Desfallece
mi cabeza enamorada; tras mis ojos vacíos atesoré palabras y palabras de amor
dedicadas a ella. Acaso un día logren mover mis labios de durísima piedra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario