EL TÍTULO
El Chino le pidió que se quedara; que no fuera a dejarlo solo, por favor, le rogó en su media lengua. Ya eran las seis y diez de la tarde y ella no podía ni quería quedarse: tenía que pasar por su casa, bañarse, cambiarse ese ridículo uniforme que le hacía poner el Chino por alguna otra ropa más decente, pintarse un poco, peinarse y estar en la nocturna a las siete en punto, le iban a entregar el diploma.
Por favor, hoy necesito que se quede, le repitió el Chino casi con lágrimas en los ojos.
Pero no.
Ella no aceptó.
Ni siquiera cuando el Chino, en la puerta y de muy mal modo, le tironeó la manga del saquito azul del uniforme.
Su horario de trabajo terminaba a las seis. Y, además, la China, la mujer del Chino, podía reemplazarla como lo hacía siempre. No todos los días le entregan a una el diploma de la secundaria. ¿Y si no iba? Capaz que hasta le negaban el título y la hacían repetir. Qué se pensaba, el Chino de mierda. Tanto esfuerzo, dos años larguísimos yendo a la escuela después de trabajar todo el puto día. El título era el título. Y también la ilusión de renunciar a la caja de ese sucio supermercado y conseguir algo mejor. Algo, no sabía todavía qué, cualquier cosa. Por eso no le importó cuando, ya a tres o cuatro metros de la puerta, oyó que el Chino le gritaba, ahora en perfecto castellano, que estaba despedida, que no volviera nunca más por ahí.
No le importó.
No le importó nada.
Cómo le iba a importar si eso era, precisamente, lo que quería para su futuro. Sobre todo a partir de que, dentro de un rato, la directora de la escuela, en medio de los aplausos de sus compañeros, le entregara, finalmente, el dichoso diploma por el que tanto se había esforzado.
El Chino estaba nervioso. Le habían llegado rumores de que había saqueos en el barrio. Pero eran rumores, seguramente mentiras que se inventaba la gente para asustarlo. No lo querían. Y, en el improbable caso de que fuera verdad, por qué iban a saquear justo ese supermercado y no cualquier otro, alguno de los grandes, por ejemplo. Qué podría hacer ella para detener un saqueo. No tenía sentido. Mañana vería. Se presentaría a trabajar a la hora de siempre y que el Chino decidiera. Aunque si la echaba, por supuesto le tendría que pagar los días del mes que le debía. También la indemnización. Qué se pensaba, que era tan fácil sacársela de encima después de tanto tiempo. Y, si no le pagaba, se buscaría un buen abogado.
La calle estaba desolada.
El ruido hueco de sus tacos contra el asfalto parecía ser el único ruido que se oía en cuatro leguas a la redonda. Tendría que pasarles un trapo húmedo a los zapatos. No olvidarse, con el apuro. Realmente estaban muy sucios. Sería horrible que la directora enfocara sus ojos hacia los zapatos justo en mitad de la ceremonia y los descubriera así de sucios. Le daba miedo, la mirada de la directora. A ella y a los demás. Seguro que haría una mueca de asco. O hasta podía llegar a negarle el título, gritarle delante de todos que cómo se le ocurría presentarse de esa manera, que jamás se lo entregaría con esa mugre en los zapatos. Bien mala, la vieja. Era capaz de hacer cualquier cosa si se enojaba, ella sabía. No podía olvidarse de pasarles un trapo húmedo.
Por suerte, su madre todavía no había llegado del centro.
Así resultaría más fácil.
Con su madre alrededor, el asunto más simple se hacía extremadamente complicado. Se metía en todo, no paraba de criticarla. Por eso, aprovechó la soledad de la casa y tiró el uniforme sobre la mesa de la cocina, corrió por el pasillo sacándose la bombacha y el corpiño y se introdujo, feliz, debajo del chorro caliente de la ducha. Usó un montón del champú caro que le había robado al Chino y también de la crema de enjuague. Después se enjabonó bien el cuerpo, sobre todo las tetas; le gustaban sus tetas grandes, eran lo mejor que tenía. También le gustaban al Chino, pensó y se rió a carcajadas: cómo la iba a despedir, a quién le iba a mirar las tetas si la echaba. Tanto se rió que le entró algo de agua por la boca. Casi se ahoga. Entonces puteó al Chino con entusiasmo, se quitó el jabón lo más rápido que pudo y con algo de bronca cerró la canilla. Enseguida se secó y fue hasta su habitación. De la mesa de luz sacó la bombacha y el corpiño negros, el conjunto más nuevo que tenía y se los puso. Luego abrió el ropero, completamente indecisa respecto de cómo vestirse para una ocasión tan importante. Pantalón, no. Pantalón usaba todos los días. Tenía que ser un vestido. O, al menos, una pollera con una buena remera o una camisa. No, un vestido era lo mejor. ¿Sería demasiado el que había usado para el casamiento de Carola? Le pareció que no. Y, la verdad, tampoco tenía muchos más. Tendría que ser ése. Mejor pecar por exceso que aguantarse la cara de reprobación de la directora. Seguro que la vieja también iba a ponerse lo mejor que tenía, siempre estaba impecable. Y sus compañeros que pensaran lo que quisieran, qué le importaba, era su día de gloria y lo iba a disfrutar al máximo. Además, estaba convencida de que no los volvería a ver por el resto de sus días.
Sonó el teléfono.
Era su madre: que estaba todo cortado, que había un lío bárbaro en las calles, que pasaban muy pocos colectivos, que no sabía cómo iba a llegar, que mejor se quedaba en Floresta, en lo de su hermana, que por favor no saliera, que le daba miedo lo que estaba viendo, que etcéteras y etcéteras. Ni se acordaba, la muy egoísta, que su única hija recibiría el título de la secundaria esa misma tarde. Y ella no se lo recordó. ¿Para qué? Le contestó a todo que sí, se puso los zapatos, pensó mientras se los ponía en que sería mucho mejor de ese modo, que si a sus compañeros se les ocurría irse por ahí a festejar la obtención del título, ella no tendría ningún problema para llegar a cualquier hora, nadie iba a estar vigilando a la hora que llegaba, nadie le pediría explicaciones. Contenta, pasó por el baño, se secó el pelo, se pintó un poco, volvió hasta la habitación a buscar la cartera negra, se echó perfume en el cuello y en las manos y salió disparada hacia la calle, se tendría que apurar, ya eran las siete menos cinco y la escuela quedaba a unas ocho cuadras de distancia.
La calle seguía igual de desolada.
Así las cosas, sus tacos volvieron a retumbar sobre la vereda y, de inmediato, tuvo que reconocer, repleta de odio hacia sí misma, que había olvidado pasarles un trapo húmedo a los zapatos.
Cuando llegó, la puerta del edificio estaba cerrada. Y también estaba cerrado, con una gruesa cadena y un candado, el portón de rejas de hierro que habían puesto el año pasado después de que una noche robaran las computadoras de la secretaría y rompieran un montón de bancos. Miró el reloj, eran las siete y diez. Resultaba extraño. Podía ser que la ceremonia se hubiera retrasado y empezara un rato más tarde, eso sí, pero que ninguno de sus compañeros hubiese llegado, eso no le parecía del todo normal. Entonces se agachó y aprovechó para limpiarse los zapatos con la ayuda del dobladillo del vestido y un poco de saliva. Aunque el dobladillo quedara sucio, nadie se daría cuenta.
Entonces.
Y como le ocurría casi siempre, justo en el preciso momento en que estaba terminando de limpiar el talón del segundo de los zapatos, el izquierdo, escuchó que uno de sus compañeros le preguntaba, a menos de un metro de distancia de su dobladillo, qué era lo que estaba haciendo. Nada, le contestó con naturalidad, estaba esperando que abrieran la puerta. ¿Y si golpeamos? Con el quilombo que hay, capaz que suspendieron el acto, le propuso su compañero. Dale, le respondió ella, mientras aprovechaba que el otro le sacaba los ojos de encima para alisarse la parte baja del vestido y, de esa forma, terminar de esconder el dobladillo sucio.
Su compañero golpeó la puerta con fuerza. Pero no se oyó ningún movimiento en el interior. Pasaron algunos segundos y el muchacho se vio en la obligación de volver a golpear, seguramente a instancias de su gesto suplicante. Esta vez sí retumbaron unos pasos dentro, luego se oyó el ruido de la llave girando en la cerradura y, enseguida, el chirrido de una de las hojas de la puerta abriéndose apenas. Era la portera: que la directora no estaba, que no había nadie, en realidad, sólo había quedado ella; que la directora, por teléfono, le había dado la orden de que cerrara bien todo y había agregado que aunque no creía, si por casualidad llegaba a aparecer algún marciano a buscar el título, que se lo entregara ella, nomás, que los había dejado sobre su escritorio, en orden alfabético.
―Mi nombre es Arnoldo Bovio.
―Y el mío, Emmalía Leonarduzzi.
La mujer desapareció de inmediato y, al cabo de unos minutos, volvió a sacar la cabeza por la hendija abierta entre las dos hojas de la puerta: los títulos estaban ordenados según los apellidos y en el trayecto, lamentablemente, se los había olvidado; que por favor se los escribieran en un papel, que estaba muy cansada, que no quería ir y volver de la Dirección una y otra vez. Entonces ella sacó una lapicera y un papel de la cartera, escribió en letra de imprenta los dos apellidos, le pasó el papel a su compañero y éste se lo acercó a la portera. La mujer volvió a desaparecer. Y tardó. Lo suficiente como para que a ella se le cayeran unas cuantas lágrimas y, entonces, desde una voz entrecortada, le contara a Bovio que eso no era lo que había imaginado para ese día, que tanto esfuerzo para que las cosas terminaran así. Bovio la escuchó desde una lástima compartida y, si no se largó a llorar también él, fue sólo porque tuvo la suerte de que llegara, justo en ese momento, otro de los compañeros de curso.
El cabezón, bastante más extrovertido que Bovio, aprovechó la ocasión para abrazarla y decirle cerca del oído que no era nada, que se trataba de un título, nomás; que el país acababa de explotar en mil pedazos, que no llorara más, que era demasiado linda para llorar, que qué lindo perfume se había puesto, que.
―Bovio, su título.
―Leonarduzzi, el suyo.
El cabezón los dejó adelantarse y amagó un tímido aplauso. Pero se detuvo apenas descubrió que ella estaba a punto de asesinarlo con la mirada. Entonces escondió las manos en los bolsillos y le pidió a la portera, desde alguna improvisada timidez, que le alcanzara el suyo, que por favor, que su nombre era Romañona, Edgardo.
―Escríbamelo acá.
De inmediato, el cabezón hizo lo que le ordenaba la mujer. Entonces ella tomó el papel y volvió a desaparecer detrás de la puerta, no sin antes jurar y perjurar, enfocando sus ojos al cielo, que esa tarde no iría a buscar ni un solo título más.
La calle continuaba vacía, como durante toda la tarde. Sin embargo, algún rumor brutal llegaba desde muy lejos. Según Bovio provenía de la estación de trenes. Según ella, y aunque no se animó a decirlo en voz alta, podía llegar de cualquier parte o de ninguna, ser una sensación de rumor, nomás, proveniente de la soledad de la calle o de su propia tristeza.
―Romañona, su título. Y por favor váyanse ahora mismo de acá. Voy a cerrar y no pienso abrirle a nadie más. Si se encuentran por ahí con alguno de sus compañeros, le dicen que vuelva otro día. Cualquier día, no importa, prácticamente yo vivo en el colegio, pero hoy que no vengan.
La portera cerró de un golpe la hoja abierta de la puerta y, mientras oían cómo la llave daba un par de vueltas interminables dentro de la cerradura, se miraron sin saber qué hacer. ¿Se podía ir a festejar en un día así? ¿Habría algún lugar abierto para hacerlo? ¿Tenían ganas?
Justo en ese momento, unas treinta o cuarenta personas, no más, atravesaron corriendo la bocacalle a los gritos. No se entendía lo que querían ni lo que gritaban.
―¿Qué hacemos?
Bovio lo miró a Romañona con cierta desesperación. El Cabezón, seguro de su ascendencia sobre el grupo, pensó un instante y, de inmediato, propuso que acompañaran a Emmalía hasta su casa, por las dudas, para no dejarla sola en medio del quilombo, y agregó que, si por una de esas casualidades encontraban algún bar abierto en el camino, entonces ahí podrían detenerse y brindar, como se lo merecían, con un par de cervezas.
Estuvieron de acuerdo.
Es para allá, señaló ella ayudándose del título enrollado que cargaba en su mano derecha, mientras el Cabezón se le arrimaba sin sacarle los ojos de las tetas y le decía que muy hermoso el vestido, que le quedaba muy bien el verde, que le combinaba con los ojos y con el pelo, que estaba hecha una reina. Bovio parecía incómodo, del otro lado. Se limitaba a observar, una por una, las baldosas desparejas que iba pisando. Pero a ella no le molestaba, estaba acostumbrada a que cada hombre que le pasaba más o menos cerca le mirara las tetas. Aunque era medio viejo y bastante feo, el Cabezón resultaba muy simpático y, además, ella necesitaba levantar el ánimo de cualquier modo.
De manera increíble, la librería de la otra cuadra de la escuela estaba abierta. Parecía lo único abierto en el universo a esa hora. Y tenía un barcito al fondo. Entraron. Se sentaron a una mesa. Enseguida vino el dueño a preguntarles qué querían tomar y el Cabezón le pidió una cerveza bien fría: tenían que festejar el título de la secundaria. Acá van a estar seguros, a nadie se le va a ocurrir saquear una librería, les dijo el tipo y los tres se rieron a carcajadas. Volvió con los vasos y la botella, Bovio sirvió, se pararon y brindaron con cierta solemnidad. Romañona, emocionado, contó que para él era muy importante el diploma, que había cumplido cuarenta y dos años, que tenía tres hijos, que había sido muy vago en su juventud, que ahora las cosas cambiarían para siempre. Brindaron otra vez, terminaron de vaciar los vasos y pidieron una segunda cerveza. Bovio aseguró que él iba a seguir una carrera, que para eso había querido terminar la secundaria, que quería ser alguien en la vida, aunque todavía no había decidido qué iba a estudiar.
Tomaron la segunda botella riéndose de algunos de sus profesores. Parecían felices, ajenos a cualquier otra cosa que no fuera la celebración. Claro que al rato, nomás, el dueño de la librería se acercó hasta ellos con otra botella, les dijo que los felicitaba, que esa última botella era una invitación de la casa, pero que sería la última, que la tomaran tranquilos pero tenía que cerrar, ya iban a ser las nueve de la noche. Entonces volvieron a llenar los vasos hasta el tope, brindaron por última vez, el Cabezón le dio a ella un beso muy exagerado mientras le pasaba una de sus manos por la cintura y la otra justo por debajo del final del escote, casi rozándole las tetas, y Bovio, nervioso frente a la escena, muy serio, se ofrecía gentilmente para acompañarla hasta su casa.
―Dale, acompañame vos.
Aunque no conocía a ninguno de los dos en profundidad, le pareció que ya estaba bien de las manos y de los besos del Cabezón. Bovio era más joven, más alto y daba toda la impresión de ser un buen muchacho. Romañona se dio cuenta de inmediato de su jugada. Aceptó su derrota, decidió que estaba bien así, que no era su día y que no iba a llegar mucho más lejos de donde había llegado. Entonces, se pararon en silencio, pagaron y se despidieron, sin ningún exceso, en la puerta de la librería.
Ya era noche cerrada.
Al doblar en la esquina, encontraron a un grupo grande de personas que venían a los gritos, hacia donde estaban ellos. Se detuvieron. No sabían si seguir adelante o si volver. Decidieron que lo mejor era volver, desviarse un poco y tomar por cualquier otra calle. Pero no pudieron. Apenas darse la vuelta, un móvil policial frenó de manera aparatosa frente a ellos. Y luego un segundo. Y otro más. Los policías bajaron empujándose, con palos, con armas. A sus espaldas, la gente, sin importarle la irrupción de esa jauría de policías armados hasta los dientes, continuaba su lento avance. Puesta a elegir, no lo dudó, se olvidó de la existencia de Bovio y corrió hacia donde estaba la gente. Claro que el taco de su zapato izquierdo no soportó la velocidad de su corrida y quedó, separado para siempre, en alguno de los pliegues de la vereda. También quedó su cuerpo, tirado, sobre la misma vereda. Las rodillas le dolían, le sangraban un poco. Constató que las lastimaduras no eran más que rasguños, se descalzó y siguió su marcha agarrándose como podía el vestido que se había partido en dos desde los tobillos hasta el nacimiento de la espalda. Al llegar adonde estaba la gente, metió los zapatos en la cartera, comprobó que era muy complicado unir con una sola mano las dos partes escindidas de su vestido, buscó sin ningún éxito a Bovio en los alrededores y, casi con el culo al aire y a punto de llorar, se dispuso a intentar cruzar por entre medio de la marea humana que la circundaba, cargada con las objetos más inverosímiles: televisores, ruedas de autos, cajas de whisky, bolsas con comida para perros, escobas. Resultaba difícil: eran demasiados, iban repletos de cosas y, encima, caminaban muy apretados en sentido contrario.
No lloraría.
Era fuerte. Se las iba a aguantar.
Con decisión, dejó de juntar las partes imposibles de juntar del vestido y se abrió paso a los manotazos entre el gentío. No parecía que nadie tuviese demasiado tiempo ni ganas, en ese lugar, para mirarle el culo. Sólo para putearla o pedirle que tuviera un poco más de cuidado. Y si a alguno se le ocurría mirarle el culo que lo hiciera, nomás, por suerte tenía puesta la bombacha negra, la de encajes, la más nueva de todas. Sin embargo, cuando había transpuesto las primeras hileras de gente, algo cambió. De repente, todos empezaron a acompañarla en la carrera. Ahora parecían querer ir para el lado de su casa. Corrieron unos diez o veinte metros y volvieron a detenerse. Según lo poco que entendía de lo que decían sus vecinos, la policía había amagado atacarlos. Pero ya no. Muchos pedían tranquilidad. Algunos se iban, directamente. Entonces aprovechó también ella para seguir su camino siguiendo a los que, temerosos, abandonaban el campo de batalla.
―No dejemos que nos rompan el culo.
Eso lo gritó uno de los que se quedaban. Lo gritó, quizá, para que no se fueran los que estaban huyendo. Ella, instintivamente, recordó la rotura de su vestido y con mucha vergüenza y la precaria ayuda de su mano izquierda, juntó las partes escindidas. Miró a su alrededor, pero Bovio no estaba. Y no podía quedarse a esperarlo. Tenía que seguir ahora que el conglomerado humano se había dispersado. Ahora que era más fácil. Su casa no estaba tan lejos, a unas cinco o seis cuadras de allí, no más. Bovio se las podría arreglar muy bien solo: era varón y, además, no andaba con un vestido partido a la mitad.
Volvió a correr.
Con entusiasmo.
Hasta que vio detenerse un coche policial, justo en la esquina hacia la que estaba corriendo. Y luego otro. Y otro más. Igual a como había pasado un rato antes, en la otra esquina, los policías bajaron empujándose, con palos y con armas. Resultaba obvio que los habían encerrado. Por eso, de inmediato, sus compañeros de fuga volvieron sobre sus pasos hacia la mitad de la cuadra. Pero ella no. Ya no podía más. Que pasara lo que tenía que pasar. Era demasiado. Se sentó en la vereda, apoyó la espalda contra la pared, se aferró a la cartera, agachó la cabeza hasta ubicarla entre sus rodillas y comenzó a llorar.
No podía parar de llorar.
Sus lágrimas le atravesaban los dedos con los que se había tapado la cara, negras de rímel, silenciosas, y se derramaban por sus rodillas, lentamente, en surcos, hasta llegar a sus pies descalzos.
Era el final.
Estaba vencida.
Que pasara lo que tenía que pasar, nada ya podía ser peor. El día tan esperado se había convertido en una catástrofe. Como aquel otro de su infancia en Güemes. Las maestras de todos los quintos grados se habían puesto de acuerdo para organizar una fiesta distinta de fin de curso: cada una de las divisiones iba a elegir a su campeona de elástico y las tres se enfrentarían en el acto. Ella había sido la elegida de la C. Estaba tranquila, en los recreos le ganaba fácil a Anabella, la de la B y aunque le costaba un poco más, también le ganaba a la estúpida de María Laura, la elegida por la división A. Sin embargo, la tarde de la fiesta todo había salido mal. Fue subir al escenario y morirse de ganas de hacer pis. Pasó el tobillo y la rodilla. A punto de estallar pasó también la cintura. Pero la axila no. No podría estirar la pierna tan alto. Si lo hacía se haría pis, estaba segura. Y prefería perder a pasar el ridículo. De todas maneras, el chorro bajó por sus piernas antes de que estirara nada y ella se sentó en el piso, exactamente como estaba sentada ahora, a llorar mientras el charco, a su alrededor, se hacía cada vez más grande y la estúpida de María Laura no paraba de reírse a carcajadas. Después pasó lo que pasó: unos meses más tarde, su madre se divorció y se fueron de Salta para siempre.
¿Se habría divorciado por culpa de ella?
Levantó apenas los ojos cuando oyó el ruido de las botas acercándose. Y vio entre lágrimas cómo pasaban los policías al trote, hacia donde estaba agrupada la gente, sin siquiera mirarla. De inmediato, sin pensar en el tajo del vestido, se puso de pie y comenzó a correr en la dirección contraria.
Y no paró hasta llegar a la puerta de su casa.
Estaba agitada. Tuvo que apoyarse contra la pared y esperar unos segundos antes de buscar las llaves dentro de la cartera. Ya no lloraba. Pero igual le costó abrir, su cabeza no le funcionaba del todo bien, estaba en cualquier lado. Entró. Dejó la cartera sobre la mesa de la cocina, al lado de donde había quedado el uniforme del supermercado y fue hacia su habitación. Apenas se quitó el vestido, las lágrimas volvieron: lo miró con detenimiento, estaba destrozado, sería imposible arreglarlo. No servía más.
Se tiró sobre la cama con ganas de llorar hasta el otro día. Sin embargo, mientras todavía estaba buscando entre las sábanas una posición más o menos cómoda para desahogarse, recordó que le habían entregado el título y fue corriendo hasta la mesa de la cocina. Metió las manos en la cartera. Estaba doblado en dos partes, tenía las puntas arrugadas. Pero no le importó. Desató la cinta con los colores patrios y, con sumo cuidado, lo abrió.
Por supuesto.
A Emmalía lo habían separado en dos nombres. Y Leonarduzzi, como siempre, estaba escrito sin una de las zetas.
Lo dejó sobre la mesa y volvió rápido a su habitación. A tirarse sobre la cama. No quería llorar más. Se le habían acabado las lágrimas. Sólo necesitaba dormir. Dormir mucho. En apenas unas horas saldría el sol justo encima de las chapas del galpón de enfrente. Ella lo vería por la ventana. Y, quizás, eso significara alguna esperanza.
O quizá no.
Quizá sólo se tratara del aviso de que se vendría otro día de muchísimo calor.
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