La leyenda del hueco del Diablo
Cuentan que el diablo estaba harto de navegar encerrado en una botella. Pero esperaba que se le diera la buena porque sabía que siempre que llovió, escampó.
Y así fue. Un día la botella se hizo pedazos en una roca y el diablo salió como loco haciendo tumbacabezas.
Enseguida se puso a buscar un buen lugar para vivir. Era pretencioso y haragán, quería verlo todo desde arriba y que lo transportaran, lo cuidaran.
Cuando vio pasar a la hermosa muchacha, no dudó más. Se le prendió como un abrojo en el pelo. Imposible de desenredar. Se acomodó muy contento sobre la espalda y así andaba, de patas cruzadas.
Criticaba todo lo que veía, decía groserías a los demás y se tiraba pedos con el mayor desparpajo.
La muchacha vivía llena de rabia y de vergüenza, sin poder sacárselo de encima. Trató de ocultarlo, de esconderse, de parar el planeta, pero todo fue inútil.
El diablo le comía la comida, le enturbiaba el agua y se le metía en los sueños.
Entonces la muchacha decidió hacer huelga de soledad. Se recluyó durante mucho tiempo dispuesta a no comer ni hacer nada de nada.
El diablo se las vio feas porque si había algo insoportable para él era el hambre. Tuvo tanta hambre que le crujía el estómago y, berreando lastimeramente, se lo contó a la muchacha.
Le contó que tenía un hueco en el estómago. Un hueco que le dolía mucho.
—Ay Ay Ay —dijo ella—. Veremos qué se puede hacer.
Y se puso a pensar durante un rato largo.
—Hay que vomitar —dijo por fin—. Vomitá, vamos.
El diablo se puso los dedos en la garganta con temor. Entre arcadas, vomitó sobre la tierra.
Ella miró con gesto de asco y vio que había vomitado el hueco. Era un círculo hondo, muy hondo, la boca de una bolsa sin final. La pura oscuridad.
Miró al diablo. Estaba pálido, pero daba ínfimas señales de reponerse con celeridad de diablo.
Ella pensó que no había tiempo que perder.
Venciendo el miedo se asomó al hueco y miró muy interesada. —Así debe ser estar ciego —se dijo aturdida por los oscuro.
El aturdimiento le dio la idea. Miró al diablo de reojos.
—Oh —gritó, fingiendo sorpresa.
—¿Qué? —preguntó el diablo, inquieto.
—Hay... se ve...
Su voz temblaba y sintió que la tensión la hacía balancearse en el borde. Pero bien valía la pena el riesgo.
—Nunca me imaginé —siguió diciendo mientras se inclinaba hacia el hueco—. Nunca, nunca me imaginé que vería esto.
—¿Qué? —dijo el diablo inquieto—. ¿Qué ves en mi hueco? —y se precipitó hacia el borde como queriendo proteger todo lo que allí existía.
Entonces ella se plantó sobre la tierra y con las palmas de las manos ensanchadas para que no le fallaran, dio un golpe firme sobre el diablo y lo perdió para siempre.
El llanto le surgió a borbotones y sin permiso, salpicó al hueco. Y la tierra volvió a quedar áspera y tersa como de costumbre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario