Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

miércoles, 30 de septiembre de 2015

RICARDO LLOPESA (Nicaragua, Masaya, 1948)

LA PREDICCIÓN DE LOS BRUJOS
 
       Nada más nacer el niño los padres convinieron en llamar a los brujos de los cuatro horizontes para que adivinasen el porvenir del recién nacido. Cuando los brujos se reunieron el sol caía vertical sobre el centro de sus cabezas y su ser se reducía a una mancha, una sombra que se apretaba a los pies, por lo que tuvieron que esperar un rato, el tiempo prudencial que tarda el sol en inclinarse hacia adelante, para dar comienzo a las predicciones.
         En el momento en que las sombras comenzaron a despegarse de los pies, los cuatro brujos empezaron a conversar en una lengua de otros milenios, inconcreta y confusa, sin llegar a ningún acuerdo.
         El brujo del Norte, el más parco, insistía en sus teorías. Se rebeló contra los demás brujos intentando demostrar que su horizonte, por ley magnética, poseía mayor atracción sobre el recién nacido que el resto de los horizontes. Algo similar defendió el brujo del Sur, pero en otro sentido. Aludió a las coordenadas de latitud, pero ninguno quedó convencido. En cambio, el brujo del Este fue más despótico. Afirmó que el recién nacido había venido al mundo bajo el imperio de sus límites, porque él encarnaba el origen del día y de la vida, como padre del alumbramiento. El brujo del Oeste, donde mora y duerme el sol, trató de convencer a los demás brujos, afirmando que el recién nacido todavía guardaba los ojos vendados al sueño y que su reino era pertenencia de la oscuridad.
         Después de mucho tiempo, sin llegar a ningún acuerdo, entre discusiones, gritos, insultos y conjuros, la conversación adquirió un tono más grave. Comenzó a cambiar la expresión en los rostros, éstos adquirieron los rasgos de la oscura crueldad y algo macabro se filtró en las miradas como si el artificio del destino les hubiese jugado una traición por la espalda.
         Fue cuando los cuatro brujos, apoyados en sus varas de caña seca, se acercaron a los padres del niño.
         —Hay que cuidar al recién nacido —dijeron—. El destino dice que morirá de picadura de alacrán antes de cumplir los siete años. Si pasa esa edad será un niño feliz y un hombre afortunado.
         Desde ese instante los padres se tomaron el cuidado de velar por la existencia del pequeño. Cuando ella hacía las cosas de la casa, Carmelo cuidaba del niño. Cuando Carmelo trabajaba la tierra, ella vigilaba al hijo. De noche, mientras uno dormía el otro la pasaba en vela. De día y de noche, todos los días y todas las noches, escarbaban hasta debajo de las piedras los más recónditos escondites de la casa y los alrededores. Así fue pasando el tiempo. Pero la vida a los padres no les resultaba insoportable sino placentera, quizás porque tenían el tiempo ocupado como para no aburrirse y porque le tomaron sentido de distracción a la existencia. Así pasaron los días, las noches, los meses y el calendario.
         Un día inconcreto, de esos que invitan al desaire y el olvido, venía la mujer bajando la cuesta de un cerro, con un manojo de leña verde bajo el brazo, cuando se topó con uno de los brujos.
         —¿Cómo está el niño, doña? —preguntó.
         —Crecidito, don, crecidito.
         —Cuídelo —aconsejó el brujo—. Ya falta poco para que cruce el peligro.
         —Pues sí —agregó la mujer—. Figúrese que hasta las piedras están lucias de tanto rebuscar.
         —Desconfíe de todo, hasta de los papeles y las hojas secas —advirtió el brujo, haciendo un saludo de despedida con la mano en alto.
         Cuando el niño cumplió los cinco años sus padres celebraron el cumpleaños compartiendo la alegría con un coco lleno de agua, algunos mangos verdes y unos jocotes en almíbar que parecían ciruelas. Creyeron entonces que el niño estaba en la edad de comprenderlo todo. Hablaba, jugaba, preguntaba el origen de las cosas y por qué eran así y no de otro modo. Pero el niño nunca supo la razón por la que nunca lo dejaban solo y ni siquiera le permitían alejarse de la casa, hasta ese día.
         La madre lo sentó sobre sus piernas y Carmelo, el padre, con un libro abierto entre las manos, le mostró el dibujo de un alacrán, al tiempo que explicaba la peligrosidad del arácnido, del que debía huir en caso de encontrar alguno.
         El padre estaba con el libro abierto, explicándole al niño los detalles, para que conociera el color del animal, la forma alargada del cuerpo con el abdomen ensanchado, las largas patas filosas y la enorme cola terminada en aguijón curvo lleno de veneno, cuando, de pronto, saltó el alacrán del libro, clavándose en la mejilla del niño.
         El niño comenzó a gritar, pero el grito se atravesó en la garganta. Su cuerpo se sacudió lleno de convulsiones por el grito que no pasaba ni salía, atascado en la garganta.
         En un momento quedó tenso, estirado, rígido de pies y manos, como un muerto y, posiblemente, según los brujos, en ese instante bajaron los espíritus malignos a maniatarlo, metiendo sus manos sucias dentro del pecho para robarle el alma inocente.

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