Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

viernes, 28 de octubre de 2016

JUAN YANES (España, Tenerife, 1947)


LA PINACOTECA DE MI ABUELA

En la casa de mi abuela Paca cada habitación tenía, por lo menos, un cuadro colgado con cierto desaliño, es verdad, enseñando medio metro de cuerda por encima, para sostenerlo a una alcayata clavada en la pared de mala manera. La pinacoteca de mi abuela Paca tenía dos características fundamentales: la primera, que todos los cuadros eran de tipo religioso, no había ni una sola pintura, digamos, profana; la segunda, ningún cuadro era original, todos eran reproducciones baratas y bastante malas, hechas sobre una especie de tela de hule, castigadas por el paso del tiempo, las huellas de las cagarrutas de moscas que iban opacando aquello y la mordida de la luz del sol que hacía que los cuadros tomaran un color cerúleo y sucesivamente todos los grados del palor. En la época que yo conocí la pinacoteca, ya estaba bastante deteriorada y muchos cuadros habían empezado a descascarillarse.
El mayor número de ellos estaba dedicado a la representación del Sagrado Corazón, que debió ser una de las obsesiones místicas de mi abuela en la postmenopausia. Las personas de mi generación se tienen que acordar de esos retratos, porque no creo que hubiera una casa de clase media que se librara de exhibir aquella especie de eventración de la víscera cordial de Cristo. Unas veces el Cristo sostenía en la mano su propio corazón flamígero, con toda normalidad, y otras flotaba el solo, manteniéndose en el aire tan campante. Del corazón se veía caer todavía la sangre fresca y era lógico, pues algunos estaban atravesados por un puñal. Todos tienen, sin embargo, una corona de espinas y una llama que sale de la parte superior con una crucecita. La cara de los distintos Cristos que componían la colección, no se corresponde con lo terrorífico de la escena, están casi siempre sonrientes, no parece dolerles lo más mínimo. Son Cristos, por lo demás, guapísimos, medio rubios, medio andróginos. Yo, que pasé meses postrado en una cama en aquella casa ―en aquellos tiempos los niños teníamos que pasar enfermedades larguísimas, que te servían, por ejemplo, para quedar deslumbrado por la lectura de un libro o para convertirte en un miserable onanista profesional― conozco bien esas caras. Pensaba entonces en el dolor que puede producir que te arranquen el corazón y luego le prendan fuego, lo atraviesen con un estilete y le coloquen una corona de espinas. Aquello era un verdadero tormento.
Después estaban los cuadros de la Virgen, pero no de cualquier virgen no, sino de la Virgen de los Dolores. Esta Virgen tiene el semblante afligido, incluso en algunas de las reproducciones se ve rodar las lágrimas por las mejillas. El dolor tiene que ser terrible porque el corazón sangra profusamente. Tiene siete puñales que lo atraviesan de parte a parte y por el costado superior asoma una llamita. También es, pues, un corazón ignífero. Recuerdo que había un cuadro muy grande de La Dolorosa en el cuarto de costura, donde también se rezaba el rosario todas las tardes, directamente retransmitido por radio desde la Basílica Matriz. Como corresponde, el comedor de la casa estaba presidido por un cuadro de la Última Cena. Era una reproducción de la Última Cena de Juan de Juanes, un cuadro magnífico, con un ritmo fantástico ―yo lo vi una vez en el Museo del Prado―, pero aquella era una copia infame, hecha, seguramente, por algún principiante indocumentado que se la vendió por cuatro perras a mi abuela.
Me queda por nombrar el cuadro más exótico de todos, una Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de la Isla de Cuba, que trajo mi abuelo cuando regresó de allí sin un duro. Se lo estalló todo en juergas y ron. Ese cuadro estaba arrinconado en lo alto de un estante en la despensa porque mi abuela sospechaba que se lo había regalado una amante mulata que tuvo mi abuelo y que se volvió loco perdido por ella. En un cuarto que quedaba a trasmano había, en fin, una carta enmarcada del Papa Pío XII, dirigida a las familias cristianas advirtiéndoles de los riesgos tan grandes que corrían en la civilización actual y de los peligros sin cuento a los que estaban expuestos los que vivían en el mundo.
El único cuadro de la pinacoteca de la abuela Paca que me caía simpático era un San Antonio, que estaba en la habitación de mis padres. Mi madre era muy devota del santo. Cualquier cosa que le pidieras al tío te la concedía: era bueno para los exámenes, recuperaciones, reválidas y oposiciones, tanto si ibas de libre como de oficial. Encima si se te perdía algo, bastaba con rezar tres padresnuestros y una salve para encontrarlo, era fantástico. Había otro San Antonio mejor que el de mi madre que estaba en la Orden Tercera junto a la iglesia de San Francisco, pero ese era de pago. Había una hucha a los pies del santo, con un cartelito que rezaba: «Después de hacer la petición a San Antonio, deposite su limosna aquí». A veces a mi madre le entraba una especie de conflicto de competencias, que resolvía diciendo:
―Bueno, esto se lo vamos a pedir a los dos: al San Antonio de casa y al de la Orden Tercera, ¿vale?.

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