Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

jueves, 13 de octubre de 2016

FERNANDO SÁNCHEZ SORONDO (Buenos Aires, 1943)


LAS HERMANAS DE JAVIER WICONDA
 
Hay un día de su vida que Javier Wiconda no olvidará. No porque ese día muriera su hermana, sino por otras circunstancias, sin duda arbitrarias, que constituyen el argumento y la justificación de este relato.
El 7 de febrero de 1950, Javier Wiconda, que vivía en el campo, a tres leguas de un precario poblado de provincia, recibió este telegrama: "Tu hermana ha muerto. Te esperamos. Mamá".
Lo primero que hizo Wiconda fue encaminarse al pueblo -de donde un chacarero vecino le había traído el cable- para averiguar a cuál de sus tres hermanas se refería el mensaje. Nada; en el correo no lograron superar la condolencia. Y el escribano Ezequiel, recién llegado de la metrópoli, no traía esta vez noticias sobre la familia Wiconda.
Lo primero que pensó, o sintió, no se puede consignar sin peligro de error. Así, pues, sin respetar el orden en que afloraron pensamientos, sentimientos y sensaciones, diremos que Wiconda ya de vuelta en el campo y sin saber en cuál hermana concentrar su dolor, agotó sus recursos contra la realidad.
Poco antes de cumplir los treinta (siete años atrás) Wiconda se había trasladado de Buenos Aires, donde residía su familia, a una robusta casona de campo que perteneció, antaño, al casco de una estancia centenaria. Allí solían veranear su padre (a quien valoró, tal como aquél le predijo, sólo después de su muerte) y sus casi irreales antepasados, cuyos retratos decoraban ahora las paredes de la casa, expuestos por orden de desaparición, como trofeos de la muerte. Allí los muebles de jacarandá y caoba (su cama, por ejemplo, que cobijaba generaciones de sueños) sahumaban los silenciosos recintos con una fragancia ancestral, sólo comparable a la que despedían las páginas amarillentas de los viejos libros de cuentos, que habían nutrido la imaginación infantil de los antepasados de Wiconda.
Allí estaba él ahora, acodado en su escritorio de ébano, enfrentando la fúnebre concisión del telegrama que tenía delante. "Este telegrama -divagaba- como tantos otros, pudo muy bien haberse extraviado en el correo, en cuyo caso no me habría enterado de nada." La posibilidad de una ignorancia tan dichosa constituyó una primera evasión. Perfeccionando este razonamiento disfrutó la conclusión de que su hermana no había muerto.
Su hermana no había muerto; pero imprevistamente, agazapada como un perro detrás de una reja, le ladraba de pronto la realidad, y su hermana -¿cuál de ellas?- volvía a morir aquella tarde.
La caligrafía indiferente del telegrama le sugirió, más tarde, otro atajo de evasión: se trataba, imaginó, de una de las consabidas artimañas del viejo ese del correo, tan proclive a la imbecilidad. En la monotonía tenaz de la pampa parecía hasta comprensible despabilar de vez en cuando a la imaginación con semejantes baldazos de agua fría. Sin duda era por eso que el viejo del correo se había mostrado, sospechosamente, tan condolido por él.
Empero, su viaje por la fantasía se tornaba paulatinamente insostenible; desde su frágil tabla de salvación, con una serenidad nueva, divisó Wiconda la tierra firme de los hechos.
A las seis de la tarde, abatido por la incongruencia de su fantasía, aceptó la incongruencia de la realidad.
Había muerto una hermana suya, y no sabía cuál. El viento del oeste abrió el ventanal de su cuarto. Un tenue rayo de sol se proyectó libremente en la pared opuesta al ventanal, cuyas hojas batientes lo desviaban aquí y allá. Con la precisión interrogativa de un puntero escolar, el rayo de luz señalaba ante Wiconda, alternadamente, las fotografías de sus hermanas colgadas en la pared. Cynthia : una niñita rubia que acaricia concentradamente su gata blanca de angora. Luisa: vivaces ojos que se entre cierran con un gesto esquivo de impaciencia ante la cámara fotográfica, Teresa: una cara ensanchada por la risa.
Wiconda se levantó, cerró la ventana, ensilló su caballo y al cabo de dos horas llegó al pueblo. Tomó un pasaje de ómnibus y ocupó su asiento, junto a una ventanilla. Eran las ocho de la noche; dentro de once horas estaría en Buenos Aires.
El ómnibus arrancó con su creciente acoplado de humo. A la vera del camino los álamos se iban consustanciando con la noche. El día artificial de los faroles se inauguraba en la llanura. Era la hora en que el campo multiplica sus dimensiones: tras su apariencia cotidiana encubre una esencia mágica y fugitiva, que sólo se deja presentir, ante la cual quedamos confusamente extasiados, como frente a alguien que se empeñara en transmitirnos un mensaje sobrenatural en un idioma sobrenatural. No hubo somníferos eficaces para Wiconda. Su memoria citó primero a Cynthia, la mayor. Desde, su incómodo asiento de viaje, él pronunció ese nombre y ella acudió, con su tapado marrón y su pelo rubio trenzado por el viento. Era el puerto; ​Cynthia partía. Grúas que miraban hacia el río como impávidas jirafas de hierro. El bello nombre de un barco. Gente que se abrazaba como por última vez. El fogonazo de una fotografía sobre una sonrisa puntual. Cynthia hablaba como nunca, sin control, agitándose cual una víbora que acabasen de matar, riéndose; hablaba con las manos y con los ojos; parecía un prestidigitador sacando palabras hasta debajo de las mangas. Porque ella no hubiese soportado aquel silencio al que se confinó Wiconda en medio de la torpe intensidad de su emoción. En la cubierta del buque se encendieron los faroles; lentamente, Cynthia se fue haciendo cada vez más pequeña en la tarde y cada vez más grande en el corazón de Wiconda, mientras se alejó la enorme mole blanca del buque, entre aguerridas órdenes marineras.
Tuvo otro recuerdo de Cynthia, y otro, y otro más. Era una noche estival, en un jardín. Hamacas blancas, magnolias, furtivo ruido de alas entre los árboles. Junto a la mesa de Cynthia, una tímida especie de hombre parecía injuriarla; Wiconda había acudido en su defensa. Recordó la sonrisa de Cynthia (no intervenían los labios) con que le dijo) al verlo: "Perdónalo".
Hondamente, impunemente, como versos recordados sin querer, allanaron su memoria las imágenes de Luisa y de Teresa. La voz de Luisa y el barullo juvenil del ómnibus se disputaron la atención de Wiconda. Luisa triunfó, su voz pausada, su mirada pausada. Como antaño, él examinó otra vez el escritorio de su hermana: los exámenes escritos por los alumnos dé Luisa -bajo la severa imagen del escudo nacional- y corregidos por ella con enérgico lápiz rojo ("El desastre de Cancha Rayada: muy bien 1O"; "Una mañana de otoño: reguIar"), un crucifijo, un poema surrealista, y todo cuanto deparaban, por orden de azar, aquellos cajones procelosos. Wiconda la recordó compartiendo la mesa familiar; sus manos llenas de tiza, su dulce voz abatida por las aulas. La vio regresar de sus tareas -aprendía filosofía, enseñaba castellano--reclamar sin dilación la comida, definir el amor (amor benevolente, amor concupiscente) y partir. La vio arreglarse ante un espejo, en oprimentes días de verano, para una repartición de premios escolares; vio sus zapatos masculinos; vio su torpe maquillaje, y tuvo piedad, y lloró, al observar su partida marcial, con sus discursos bajo el brazo y aquella lenta gota de sudor reptando por su rostro, antes de convertirse en piel
¿No volvería a ver a Luisa? ¿No volvería a encontrarla caminando, sobrellevando su femineidad como un lastre?
Y Teresa, Teresita, su hermana menor, a la que vio nacer. .. a quien le enseñó los colores, las letras del abecedario. ¡A quien llevaba, una vez por mes, al zoológico! ¿ Quién cuidaría ahora los seis hijos de Teresa? ¿Detrás de qué persona se esconderían ellos al visitar "la casa grande" de la abuela?
¿ Quién alegraría la casa grande con jirones de risas infantiles o con la noticia, casi periódica, de un nuevo miembro en la familia?
Wiconda trató de concentrarse en los detalles del viaje. Miró afuera y sólo encontró su propio rostro reflejado en la ventana. Con una curiosidad voluntariosa averiguó la hora. Los pasajeros, que en un principio permanecieran bien sentados, tiesos de educación, se hallaban ahora familiarizados con el ómnibus, y no disimulaban su cansancio. Reposaban a sus anchas, relajadamente, y los privilegiados habían puesto sus piernas sobre los asientos, dando al ómnibus aquel aspecto exhausto de los bares a la madrugada, cuando las sillas descansan encima de las mesas.
Desperezándose, alguien bostezó el nombre de una estación. El ómnibus, después de superar tantos villorrios, arribaba por fin a una ciudad.
Wiconda se lanzó del asiento en busca de un teléfono. Imposible: le avisaron que había cincuenta minutos de demora; el ómnibus partiría en menos tiempo. La noche era húmeda y brillante como la piel de una foca. Wiconda fue al bar de la estación y pidió té. Sus compañeros del ómnibus, que ya habían trabado amistad entre sí, reían y hablaban con voz de viaje largo. El pan tenía el sabor avinagrado de su garganta, por donde se abría paso con dolorosa dificultad. En el vidrio de la ventana se  veía aún, adherida por la humedad, la pálida cortina de estrellitas blancas de flit, dispuesta contra las moscas.
Al regresar al ómnibus, en la más densa oscuridad, en la borra de la noche, Cynthia volvió a su lado. Como cuando él, por asustarla, tocaba las notas más graves del órgano en la estancia, Cynthia volvió a su lado y ellos volvieron a mirarse con solidario pavor.
Fue entonces cuando Wiconda, en un penoso intento de soborno al destino, formuló la promesa. Si Cynthia no estaba muerta, él sé la llevaría al campo y la colmaría de paz. Reconstruirían su guarida secreta del vivero, adonde Cynthia llegaba montada en su tobiana, eludiendo la hora de la siesta, con una furtiva provisión de licor de coquitos, jamón crudo y galleta con sabor a arpillera. Volverían a aspirar las madrugadas de alfalfa, a levantarse tan temprano como entonces, que apenas podían reconocer sus caballos en la oscuridad polvorienta del corral. Como entonces, cuando salían a cabalgar entre la niebla y Cynthia cantaba porque sí. Y el infortunio de Cynthia-su extraño destino de mujer- quedarían soterrados como una plantación exhausta al paso del arado, para que resurgiera la limpia tierra de su .infancia. Si ella no estaba muerta, Wiconda la libraría de esa ciudad odiosa y se la llevaría al campo.
Un incisivo sentimiento de culpa sobrecogió a Wiconda. Sintió que el lamentar a Cynthia implicaba una actitud fratricida respecto a las demás. Sintió que había elegido, que él era él verdugo. Odió su imposibilidad de abstracción, de sueño. Trató de recordar y recordó, en vano, el método que su madre le había enseñado, cuando niño, para contraer el sueño: cerrar los ojos, apretar los párpados y concentrar la ciega mirada en la nariz. Wiconda se levantó del asiento y se puso a caminar por el pasillo. Los pasajeros dormían un sueño tan lejano y profundo, que el ómnibus parecía vacío, mientras él caminaba atrozmente despierto, como el sereno de un edificio en peligro.
Al volver a su asiento, con ilusoria divagación de sueño, se resignó Wiconda a las imágenes de sus hermanas que emergían al unísono, en punzante discordancia, como distintas melodías irradiadas a la vez. Cynthia, Teresa, Luisa, Cynthia, Cynthia.
Luego, la noche abominable. Los minutos que se sucedían como en cámara lenta. Y todo lo que faltaba todavía: las puertas que tendría que abrir, las veces que debería repetir buenos días antes de saberlo todo. Y la certeza de que él, quisiera o no, seguiría existiendo.
A la seis de la mañana el ómnibus franqueó la última ciudad: los lentos suburbios de Buenos Aires, tristes como un día domingo, con olor a fritanga y zaguanes húmedos y muchachitas que salían de sus casas, desgreñadas, desoyendo mecánicos piropos. Wiconda sentía lejanas estas cosas, ajenas, como un sonámbulo. Una casa anaranjada, una cancha de deportes, un hombre, aparecían en su ventanilla con la tácita arbitrariedad de los dados sobre la mesa de juego. Había agotado en el viaje toda su ansiedad y se sentía exhausto, vacío como antes de existir. Puesto que ignoraba cuál de sus tres hermanas estaba destinada para morir, había matado a todas, con herodiana injusticia, y las había llorado.
Lo demás, Wiconda lo recuerda vagamente, como si otra persona se lo hubiera contado. Lo demás pertenece al día, siguiente, al día cualquiera que siguió al día inolvidable.
Entre rostros y trajes parecidos, entre amagos de abrazos, Wiconda se abrió paso en la sala de su casa, donde halló a su madre. En un tono lánguidamente inquisitivo, ella le dijo que por qué no había venido a la primera noticia, cuando telegrafiaron que "estaba grave". Wiconda no entendió.
No entendió a qué se refería. (Tal vez a uno de esos telegramas que podían muy bien perderse en el correo, y que acaso contenía el nombre improferible.) Su madre le explicó que "había tenido un ataque al corazón". Mientras se dejaba abrazar por ella, Wiconda se preguntó si alguna vez -no ahora, sin duda, pero alguna vez- resolvería el enigma.
En las inmediaciones del féretro se integraban y desintegraban pequeños grupos ambulantes devisitas, que parecían no hallar la postura y el lugar adecuados. El ataúd estaba colocado al fondo de la casa, en la salita del arpa. Lo rodeaban dos mujeres hostilmente llorosas (que Wiconda no se atrevió a mirar), y monótonas letanías. Con una serenidad desconcertante, Wiconda reconoció el cadáver de su hermana. Por fin sabía cuál era, aunque fuera Cynthia.


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