EL ELEFANTE TARDARÁ UN POCO MÁS
Lo vi por primera vez una mañana de domingo. Me dirigía al puesto de periódicos que está sobre la calle Miraflores. Entonces pasó a mi lado.
De inmediato escuché el sonido que hacían sus pies al caminar, como arrastrando hojas secas. Era un hombre de rasgos geométricos, adecuados para su oficio: nariz de escuadra, labios curvos, arrugas uniformes y ojos rasgados. Iba acompañado de una mujer de cabello canoso, que cargaba un maletín antiguo, pequeño, del cual extrajo un sombrero, un par de tirantes de colores y un frasco de maquillaje. Se detuvieron enfrente de una puerta azul en la esquina, intercambiaron algunas palabras que no llegué a descifrar y dejaron sus pertenencias en el piso.
Es Romualdo, me dijo el tipo de los periódicos, viene acá de las once a las dos y después se va para Los canarios, el restaurante que está llegando al entronque, dos calles para arriba; pero ahí sólo va a comer. ¿Y ella?, pregunté, intrigado por la complicidad que tenían. Lo acompaña siempre, comentó, y entonces tuve claro qué hacía con él. Pagué una cajetilla de cigarros junto con un paquete de galletas. Crucé la calle y me senté sobre el escalón de un local. Prendí un cigarro. El hombre, al que le calculé setenta años, comenzó a alistarse con la ayuda de su compañera, quien le cubría el rostro de pintura blanca; luego, con la misma delicadeza, lo ayudó a ponerse una flor en el bolsillo del pecho, un guante en cada mano y, como toque final, un moño rojo y puntos negros. Estaba listo para comenzar con el espectáculo. Miró a su alrededor. Alcanzó a verme del otro lado y arrojó la primera llamada con el dedo índice arriba. ¡Uno!, leí en sus labios.
Para cuando inició, los atentos éramos al menos diez, entre niños acompañados por sus padres y personas asiduas a las caminatas matutinas. El viejo mimo comenzó con el clásico acto de las paredes de cristal, el cuerpo encerrado por cuatro muros invisibles. Podría jurar que la gracia de Romualdo surgía de la improvisación, pero había movimientos que enseguida resumían la experiencia de los años. Luego pasó a otra escena de mayor complejidad. Se entregaba con ímpetu; sus manos eran como dos pinceles dibujando figuras en el aire, que podían identificarse fácilmente, como si estuvieran ahí en realidad: un perro, un globo, una soga, una pelota… cualquier cosa, sin importar qué, era digna de presentarla. Su mujer, contenta, aplaudía desde lejos. El acto terminó y, tras darle algunas monedas, los presentes se dispersaron.
Volvimos a encontrarnos dos semanas después en la misma esquina. Esa vez no lo asistía nadie. El mimo estaba solo y llevaba puesto un saco negro; se le veía cansado. Romualdo, le dije al pasar, pero permaneció en silencio e incluso bajó el rostro. ¿Qué le pasó?, pregunté al tipo del periódico y me hizo una seña para que me acercara. La esposa, contestó en voz baja, se ha ido. ¿Lo dejó?, repuse con ingenuidad y comencé a hojear cualquier revista. No, no, se fue… para siempre, por eso no puede iniciar, hace cinco días del entierro. Ah, dije desorientado, ya veo.
La tristeza resaltaba a simple vista, era la de un mimo derrotado. El tipo de los periódicos y yo estuvimos al pendiente veinte minutos, pensando que en algún momento podría retomar su espectáculo, pero el mimo optó por retirarse.
El siguiente domingo, al preguntar qué había ocurrido con Romualdo, el mismo tipo de los periódicos sentenció: quién sabe, yo digo que no va a regresar. Prendí un cigarro y le ofrecí uno; me lo aceptó, se acomodó el cabello y quiso decir algo, pero enseguida se ocupó con otro cliente. Cuando terminó de atender, me preguntó si sabía lo que era eso. ¿Eso qué?, repuse. Perder a un ser querido, contestó. Le dije que no, que los únicos parientes muertos en mi familia eran mis abuelos, pero de su funeral habían pasado varias décadas. Es terrible, agregó; su voz era fría como la de una grabación telefónica. ¿Y no hay nadie más con él?, dije. No, nadie, respondió secamente. Me dio la impresión de que ahí debía finalizar nuestra charla, me despedí y comencé a caminar.
Durante el trayecto pensé en Romualdo, en sus últimos días junto a su compañera. ¿Qué sería de ese viejo mimo que prefería dar su mejor cara a desconocidos que pasar la vejez haciendo cualquier otra cosa? Sin equivocarme, supe que era una cuestión de dinero. Me imaginé en sus zapatos y fue más que deplorable. Ahora no sólo tenía que lidiar con la edad y la economía, sino además tratar de disminuir el dolor de la pérdida. Entendí de pronto que su vida, como un barco gigante y pesado, había anclado en esa isla de palmeras secas llamada soledad. Decidí, motivado por la idea de averiguar su paradero, visitar Los canarios, aquel restaurante mencionado por el tipo de los periódicos, y preguntar si sabían sobre un mimo de rasgos geométricos.
¿Romualdo?, preguntó el mesero que me recibió, como si tratara de recordar el nombre. Asentí. Se metió a la cocina; volvió a los minutos con una servilleta en la mano y una dirección apuntada. Ahí vive, contestó. Antes de preguntarle si tenía más información, se perdió entre las mesas del restaurante.
La casa del mimo estaba a unas cuadras de Los canarios. Tenía un portón gris y un árbol sobre la banqueta, con dos bolsas de basura recargadas en el tronco. En una de ellas alcancé a ver el moño y la flor de plástico que Romualdo solía usar. Se ha retirado, pensé, y por un segundo dejó de tener sentido mi búsqueda. No tenía caso que lo molestara. ¿Quién era yo para pedírselo? Ni siquiera sabía mi nombre; era un desconocido que se había infiltrado en su luto sin autorización.
Me fui del lugar con una serie de incertidumbres que no supe resolver.
Nada esperaba ya el próximo domingo. Y, sin embargo, me dirigí a la calle Miraflores con cierta ilusión que, al final, no fue en vano. El tipo de los periódicos, en cuanto se percató de que me acercaba, sonrió y señaló hacia la esquina. Ahí está, dijo discretamente. Y lo vi. Aunque no llevaba su ropa habitual, Romualdo mantenía el estilo de artista callejero. Casi de inmediato inició con la rutina de la cuerda, con la cual nos llevó hacia la banqueta; accedimos, por supuesto. ¿Qué intenta?, pregunté. Me ha dicho que la idea le vino en un sueño, y que así no va a estar triste, dijo el tipo de los periódicos. Con maestría en el oficio, el mimo abrió el maletín y sacó una mesa redonda imaginaria. La colocó en el asfalto y, sobre ella, puso un mantel, dos tazas de té y un florero con gerberas.
Enseguida extrajo dos sillas invisibles, silbó una canción que no sonaba, colgó un cuadro que nadie pintó, se colocó su sombrero frente a un espejo ficticio. Y se vio guapo, como en la juventud. Miró el reloj de su mano, que tampoco existía, pero que en algún lugar marcaba la hora, y sonrió. Levantó la cara. Entonces entendimos que había encontrado una cura para su soledad. Romualdo distinguió una silueta que cruzaba la calle. Escuchó cada paso acercándose. Tocaron a su puerta, sutilmente, y la abrió: era su mujer, perfumada, bien vestida. Quiso abrazarla pero se aguantó las ganas porque la cortesía fue primero: la hizo pasar, le acercó la silla para que tomara asiento. Luego pasó al lugar correspondiente, acarició la mano de ella y se dieron un beso, sólo uno, pero fue largo.
Cuando terminaron de besarse, Romualdo le propuso que escogiera entre un vestido, una caja de chocolates o un elefante como regalo de reencuentro —como si el amor no bastara—. Con cualquier cosa la podría complacer, estaba claro. Por lo pronto, nosotros teníamos la certeza de que con ella a su lado siempre sería un mejor mimo: edificaría paredes intocables, capturaría globos traslúcidos, pasearía perros de polvo… todo con la mayor de las felicidades, siempre y cuando estuviera ella, al menos de ese modo. Romualdo nos hizo saber que ella, finalmente, había escogido las tres opciones de regalo, y él con gusto la consentiría.
Romualdo se incorporó, abrió el maletín de nuevo, metió la mano y sacó un vestido y una caja de chocolates que le entregó en sus manos. Regresó al maletín, aguzó la vista, abrió la boca con un gesto de sorpresa extrema y un temblor le vino de manera cómica, de los pies a la cabeza, al sentir las pisadas del mamífero. Esperó un poco, tomó el tiempo con su reloj. Asomó la cabeza en el maletín y el barritar inesperado del animal lo despojó de su sombrero. El mimo le explicó a su mujer que la salida era muy angosta. El elefante tardará un poco más, pensé, pero saldrá. Ellos rieron a carcajadas como si fuera el desenlace de una película romántica. No les importó cómo los miraba el resto de los espectadores. Los miraban sin entender que ella vivía y no. Que ella estaba pero no todos podían verla.
¿Cómo llamas a esto? ¿Cómo se nombra al amor después de la muerte?, pregunté al tipo de los periódicos que parecía tener una respuesta para todo. Se volvió hacia mí con sigilo, me puso la mano en el hombro y dijo: unos lo llaman locura y otros, felicidad. Seguro de que mi lugar estaba entre los segundos, agregué: sí, debe ser eso, Romualdo debe estar muy feliz. Reímos como si fuéramos amigos desde siempre. No tuve que cuestionar más, era así de simple. Prendí un cigarrillo y, mientras lo fumaba, me dediqué a observar la función. Al final nosotros, por supuesto, aplaudimos.
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