LA ARAÑA
Apenas subí al tren vi la araña sobre el hombro de la señorita. La joven, muy bonita por cierto, tenía los ojos cerrados y escuchaba música por sus auriculares. A su lado estaba sentada una señora mayor, que tampoco se había dado cuenta de nada. Yo me senté enfrente.
La araña estaba quieta, o apenas si movía una pata. Se ve que se sentía segura ahí escondida, aunque era imposible no distinguir su cuerpo tan negro sobre el fucsia furioso del vestido de la señorita. Pero ella seguía como dormida y la señora de al lado…, ella no hubiese notado ni un elefante colgando de sus propios anteojos. Yo no sabía qué hacer, porque veía cómo le apuntaba los colmillos directamente a su cuello. ¡Podía atacarla en cualquier momento!
Cada tanto, la señorita se despertaba, y entonces yo intentaba hacerle una seña, pero ella enseguida miraba para la ventana, se quedaba así unos segundos, y volvía a su música y a sus ojos cerrados. Ni me registraba, igual que a la araña. Y esta, tan silenciosa, tan negra, tan inmóvil… ¿sería venenosa? Pero un valiente no es quien le avisa al otro que tiene un problema, sino el que se lo resuelve. Y a la señora de al lado no se le podía pedir gran cosa… Entonces junté coraje, me levanté, me acerqué a la señorita y le barrí la araña del hombro con la mano. Ella se sacó los auriculares y me miró horrorizada, como a un bicho asqueroso. Recuerdo muy bien lo que me dijo:
–¿Pero qué hacés, tarado?
La araña, o el estampado negro que tenía en el hombro de la camisa, no se había movido. Lo mismo que otras manchas idénticas, en la espalda, el codo y otros rincones, que adornaban el vestido y que yo no había visto desde mi asiento.
Creo que alcancé a pedirle perdón, cuando el tren frenó en la estación Salsipuedes. Apenas se abrieron las puertas, salté al andén, aunque todavía faltaban dos estaciones para bajarme. Pero no importaba, necesitaba caminar un poco y tomar aire fresco. Además, estaba llegando un poco temprano a mi turno con el oculista.
De “¡No es excusa! y otros minicuentos” (2015)
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