LA CÓLERA
Cerraba los ojos al sol. Se mojaba los pies en el mar. Se fijó
por primera vez en la expresión de sus manos.
Un cansancio escondido,
y amplio como la libertad. Gentes enviadas
iban y venían, trayendo regalos y promesas,
prometiendo botín y títulos más altos.
Él, sin dejarse convencer,
observaba un cangrejo subir trastabillando a un guijarro,
despacio, con desconfianza, y, sin embargo, solemne, como si
ascendiera la eternidad.
No sabían que la cólera era sencillamente una excusa.
PIEDRAS
Llegan y se van los días, sin plan y sin sorpresas.
Las piedras se empapan de luz y de memoria.
Hay uno que coloca una piedra por almohada.
Otro que, antes de bañarse, deja su ropa debajo de una piedra,
que no la lleve el aire. Otro que usa una piedra por escaño
o mojón en su huerto, el cementerio, el establo, el bosque.
Tarde, tras la puesta del sol, al volver a casa,
cualquier piedra de la playa que pongas en tu mesa
es una estatuilla – una pequeña Niki, o el perro de Artemisa -,
y esa piedra en que a mediodía un joven posó sus pies mojados,
es un Patroclo, con pestañas cerradas y sombrías.
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