CELOSÍA
La hermana Luisita nos mandaba al confesionario cuando nos portábamos mal. Le decíamos que íbamos a ser buenas como ángeles de retablo a partir de entonces, que por favor no. Pero ella era inflexible, al confesionario, decía, hijas bastardas del diablo. Y marchábamos temblando a la capilla del colegio, con ella siguiendo nuestros pasos como un perro negro. Y abríamos la puerta de celosia y aspirábamos el olor a muerto de cera y palo y se hacía de noche allá dentro. Nunca nos sentábamos en la silla, porque la hermana Luisita nos ordenaba desde fuera que nos quedásemos de pie, como Cristo cuando le azotaron. Y así, agruárdabamos hasta que el aire comenzaba a oler a azufre y nos anunciaba que llegaba nuestro padre, el demonio, que asomaba sus ojos amarillos a las rendijas, nos decía cuánto se alegraba de vernos y empezaba a confesar, uno a uno, todos sus pecados.
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