Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

lunes, 15 de febrero de 2016

NICOLÁS OLIVARI (Buenos Aires, 1900-1966)


MI MUJER
 
Cuando tenía veinticinco siglos de hastío y la fealdad repulsiva del ciudadano: cara de frente de fábrica, con dos ventanas por ojos y un cerrojo en la puerta para las buenas palabras, llegaste vos, bruta y sencilla como una vaca, con apenas cinco años de escuela primaria que, felizmente, no te hicieron mella.
 
Por más que te encanalló mi contacto, tu pureza natural estaba tatuada en tu piel blanca, olorosa a leche agria, y en el pozo de tus ojos grises y vacíos de animal alegre.
 
Cosa de carne, tenías un alma maravillosamente simple, como una columna de agua o como un dolmen de piedra de sepulcro en la que los lagartos de tus pobres instintos salían a tomar el sol de mi lujuria.
 
Eras la copa de oro de la materia inerte, sin una verruga de ideal que alterase la maravillosa liga de tu metal, opaco y sordo.
 
¡Cuánto bien me has hecho! Volatilizastes el hastío con un gruñido de felicidad al besarme y a mi mala pata le hicistes un guiño muy mono.
 
Yo te bendigo y te bendice mi entraña renovada y la entraña de todos mis antepasados, los ogros y burgueses, cargados de botín en el asesinato moral de la lucha por la vida.
 
Mi cansancio racial fue tu túnica en la alcoba y danzamos en el espasmo con la gravedad ensimismada y animal que acaso hubiera querido Nietzsche.
 
Tus vestidos eran lisos y blancos como tu espíritu, y más de una vez hirió la media luna de celuloide de tu barbilla la complicación paradógica del nudo de mi corbata: símbolo de mi abulia acuciada y tenebrosa.
 
Te amo porque aireaste los desvanes de mí mismo con el soplo de tu aliento, llenaste con la saliva de tu boca, profunda y dulce, los sótanos de mi indiferencia pesimista y clavaste en la frente de la personalidad el gallardete de sucederme en tu vientre con carne con que yo te hinchara.
 
Te bendigo en el nombre de mi madre porque eres sencilla como ella y tus manjares han su mismo sabor de pueblo.
 
Me hicistes humilde como un perro, lacio y leal, y a mí, ¡a mí! que tenía las embestidas del jabalí, pero impostadas, pero invaginadas...
 
Me animalizastes a tu nivel y te bendigo porque la coraza orinada de mí cultura aflautaba mis pulmones en el grito ocarinesco del pedagogo.
 
Eres tan del arrabal que tienes olor a tango y sabor al yuyo de la calle donde tus antepasados jugaban a los cobres.
 
Tu voz es una guitarra herida y cantas tus tres palabras esenciales: comer, gozar, vestir...
 
Tu piel granulada y blanca y blancos y granulados han de ser los 1000 gramos de tu cerebro justo.
 
Te producistes en mágico milagro de creación y yo sé que el divino alfarero que alisó tus ancas, altas y ondulantes, no te dejó la marca de fábrica. [68]
 
Eres tan del arrabal que eres mi alma ahora y a tu lado estoy en mi tierra, en mi casa, en mi traje y en mi piel.
 
Siento que te amaré toda la vida porque me has domesticado y estás en mí como una nueva circulación sanguínea y en mi mismo cerebro estás, alta y bella, pero muda, ciega y ausente, para no entrometerte en la endiablada zarabanda de mis imágenes, de las que no entenderías gran cosa.
 
Eres la perfección de lo sencillo y de lo común y sólo con mirarte pensativo siento que me agarro a ti como un pulpo negruzco se agarra a un alga elegante y derivante.
 
¡Vino de tu presencia para mi embriaguez nocturna! ¡Luz de tu figura para verme sombra y constatar que vivo! ¡Tabla a que me agarro! ¡Salvación de mi fe, puérpera y desangrada! ¡Turbión de delicias! ¡Tranquilidad de jornalero con los riñones doloridos y la mirada gozosa después de las 8 horas de trabajo! ¡Gratitud de poeta que ha encontrado su musa de carne...!, ¡de carne!
 
Darás tu alma sabiamente necia a mis hijos y yo les daré mi cochino nombre prostituido en todas las redacciones pobres.
 
Yo soy el escarabajo, redondo de angustia, que se amparó en tu luz.
 
Así, tan sin ideas generales, así, tan sin especializaciones, así, tan de carne franca y caritativa, dame siempre el agua de tu ternura fiel para templar los altos hornos de mi orgullo estéril y literatizante.
 
 
De “La musa de la mala pata” (1926)

 

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