LA MATRONA DE ÉFESO
En Éfeso había una matrona con tal fama de honesta que incluso, desde países vecinos, las mujeres venían a conocerla. Cuando perdió a su esposo, no se contentó con acompañarlo tras el cortejo fúnebre, con la cabellera despeinada y golpeándose el pecho desnudo ante los ojos de todos, como era costumbre popular, sino que fue con su difunto esposo hasta su tumba y, luego de depositarlo en el hipogeo, se consagró a velar el cuerpo y a llorarlo día y noche. Sus padres y familiares no pudieron apartarla de su aflicción y de su intento de morir por hambre. Hasta los magistrados dejaron de intentarlo al verse rechazados por ella.
Todos lloraban como si ya hubiera muerto a aquella mujer que daba ejemplo sin igual, consumiéndose desde hacía ya cinco días sin probar bocado. La acompañaba una sirvienta muy fiel que compartía su llanto y que, cuando comenzaba a apagarse, renovaba la llama de la lamparilla que alumbraba el sepulcro. En la ciudad sólo se hablaba de la abnegación de esta mujer, y hombres de toda condición social la ponían como ejemplo único de castidad y amor conyugal.
En ese tiempo el gobernador de la provincia ordenó crucificar a varios ladrones cerca de la cripta en donde la matrona lloraba la muerte de su marido. Durante la noche siguiente a la crucifixión, un soldado, que vigilaba las cruces para impedir que alguno desclavase los cuerpos de los ladrones para sepultarlos, notó una lucecita que titilaba entre las tumbas y oyó los lamentos de alguien que lloraba. Llevado por la curiosidad, quiso saber quién estaba allí y qué hacía. Bajó a la cripta y, al descubrir a una mujer de extraordinaria belleza, quedó paralizado de miedo, creyendo hallarse frente a un fantasma o una aparición. Pero, cuando vio el cadáver tendido, las lágrimas de la mujer y su rostro rasguñado, se dio cuenta de que estaba ante una viuda desconsolada. Llevó a la cripta su cena de soldado y comenzó a exhortar a la afligida mujer para que no se dejara dominar por aquel dolor inútil ni llenara su pecho con lamentos sin sentido.
-La muerte -dijo- es el fin de todo lo que vive: el sepulcro es la última morada de todos.
Acudió a todo lo que suele decirse para consolar a las almas embargadas de dolor. Pero esos consejos de un desconocido exacerbaban a la matrona en su padecer y se golpeaba más duramente el pecho, se arrancaba mechones de cabellos y los arrojaba sobre el cadáver. El soldado, sin desanimarse, insistió, tratando de hacerle probar su cena. Al fin, la sirvienta, tentada por el olorcito del vino, no pudo resistir la invitación y alargó la mano a lo que les ofrecía, y cuando recobró las fuerzas con el alimento y la bebida, comenzó a atacar la terquedad de su ama:
-¿De qué te servirá todo esto? -le decía-. ¿Qué ganas con dejarte morir de hambre o enterrada, entregando tu alma antes que el destino la pida? Los despojos de los muertos no piden locuras semejantes. Vuelve a la vida. Deja de lado tu error de mujer y goza, mientras sea posible, de la luz del cielo. El mismo cadáver que está ahí tiene que bastarte para que veas lo bella que es la vida. ¿Por qué no escuchas los consejos de un amigo que te invita a comer y a no dejarte morir?
Al fin la viuda, agotada por los días de ayuno, depuso su obstinación y comió y bebió con la misma ansiedad con que lo había hecho antes la sirvienta.
Se sabe que un apetito satisfecho produce otros. El soldado, entusiasmado con su primer éxito, cargó contra su virtud con argumentos semejantes.
-No es mal parecido ni odioso este joven… -se decía la matrona, que además era acuciada por la sirvienta que le repetía:
-¿Te resistirás a un amor tan dulce? ¿Perderás los años de juventud? ¿A qué esperar más tiempo?
Después de haber satisfecho las necesidades de su estómago, la mujer no dejó de satisfacer este apetito… y, así, el soldado tuvo dos triunfos. Se acostaron juntos no sólo esa noche sino también el día siguiente y el otro, cerrando bien las puertas de la cripta de modo que si pasara por allí algún familiar o un desconocido, creyesen que la fiel mujer había muerto sobre el cadáver de su esposo. El soldado, fascinado por la hermosura de la mujer y por lo misterioso de estos amores, compraba de todo lo mejor que su bolsa le permitía y, al caer la noche, lo llevaba al sepulcro.
Pero he aquí que los parientes de uno de los ladrones, notando la falta de vigilancia nocturna, descolgaron su cadáver y lo sepultaron. El soldado, al hallar al otro día una de las cruces sin muerto, temeroso del suplicio que le aguardaría, contó lo ocurrido a la viuda:
-No, no -le dijo-, no esperaré la condena. Mi propia espada, adelantándose á la sentencia del juez, castigará mi descuido. Te pido, mi amada, que una vez muerto me dejes en esta tumba. Pon a tu amante junto a tu marido.
Pero la mujer, tan compasiva como virtuosa, le respondió:
-¡Que los dioses me libren de llorar la muerte de los dos hombres que más he amado! ¡Antes crucificar al muerto que dejar morir al vivo!
Una vez dichas estas palabras, le hizo sacar el cuerpo de su esposo del sepulcro y colgarlo en la cruz vacía. El soldado usó el ingenioso recurso y, al día siguiente, el pueblo admirado se preguntaba cómo un muerto había podido subir a la cruz.
NOTA: Cayo Petronio Árbitro, (escritor latino nacido a principios del siglo I de la era cristiana y muerto el año 66 d. C) fue una figura del mundo romano sobre la que se ha discutido apasionadamente desde hace largo tiempo. Lo que sabemos de él se debe sobre todo al historiador romano Tácito, que le llamó elegantiae arbiter(«árbitro de la elegancia»), y cuenta que fue un aristócrata, gobernador y procónsul en Bitinia, dotado de grandes facultades, de una extraordinaria inteligencia y sentido del humor, creativo, brillante, cínico y profundo en su pensamiento, pero hedonista en la conducta. Su sentido de la elegancia, del buen gusto y el lujo lo convirtieron en organizador de muchos de los espectáculos que tenían lugar en la corte de Nerón. Acusado de haber participado en una conjura contra el Cesar, se suicidó abriéndose las venas, no sin antes remitirle una relación detallada de todas y cada una de las tropelías que Nerón había cometido desde su subida al poder.
Se le atribuye una novela satírico-picaresca titulada El Satiricón de la que solamente se conservan algunos fragmentos en los que se narran costumbres romanas de la época, algunas declaradamente obscenas. Es una obra en prosa con algunos pasajes en verso que narra las aventuras de unos jóvenes libertinos. Estructurada en diferentes episodios y repleta de novedosos recursos estilísticos, constituye una sarcástica descripción de la sociedad romana de la época, partiendo, con especial énfasis, de la observación de la vida real, de la cotidianidad social y de la manera de ser y sentir de la gente común.
El lenguaje utilizado por Petronio ha sido muy estudiado por los filólogos, pues a pesar de que el narrador emplea el erudito latín clásico, muchos de los variopintos personajes se expresan en lenguaje coloquial, lo que ofrece elementos valiosos para rastrear los orígenes de las lenguas romances que se desarrollaron a partir de la lengua viva y vulgar, no del latín erudito en el que se escribía la mayor parte de las obras.
El relato que presentamos se encuentra en El Sattiricón dentro del episodio de la «Cena de Trimalción». Se trata de una viuda inconsolable y finalmente seducida, una historia misógina, cómico-satírica, con antecedentes en la literatura greco-latina y cuyo origen remoto parece ser que se sitúa en Oriente. A partir del texto de Petronio la fábula se extendió por toda Europa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario