Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

domingo, 17 de agosto de 2014

FABIÁN SEVILLA (Mendoza, 1970)

UN OSO EN LA HELADERA... Cuento con frío y fútbol
 
El señor Aceituno Olivares tenía una esposa, dos hijas mellizas y una heladera.
La esposa y las mellizas andaban por toda la casa; la heladera, en cambio siempre estaba en la cocina.
Una madrugada, el señor Aceituno Olivares despertó con sed. Se levantó, fue a la cocina y al abrir la heladera encontró un oso polar.
Blancamente peludo y más bien grandote, el oso polar estaba sentado sobre un pote de yogur de vainilla. Al ver al señor Aceituno Olivares, le dijo:
–Buenas noches. 
–Lo mismo para usted –respondió el dueño de casa y le pidió que le llenara un vaso con gaseosa.
El oso le hizo el favor.
Y en tanto el señor Aceituno Olivares se bebía la gaseosa, conversaron sobre lo mala que era la programación televisiva, la dureza de la cáscara de nuez, el agujero en la capa de ozono y cosas por el estilo. Al terminar se despidió del oso polar y regresó a la cama.
–¿Con quién hablabas? –le preguntó entredormida su mujer, que se llamaba Froilana.
–Con el oso que hay en la heladera.
Froilana resopló pensando que su marido andaba sonambuleando o todo era un sueño; se dio vuelta en la cama y volvió a dormirse.
Dejó de pensar eso, cuando en la mañana la melliza llamada Dositea fue a buscar el dulce de leche para untar en las tostadas y descubrió varios pingüinos emperador patinando sobre la gelatina.
A los gritos llamó a su hermana Lugerica y a sus padres para que vieran los ochos perfectos que los pingüinos dibujaban en la afrutillada superficie de la gelatina.
–¡Miren esto!–Froilana se fijaba dentro del congelador.
Ahí, una parejita de zorros árticos, que eran novios de toda la vida, armaba un iglú usando cubitos de hielo como si fueran ladrillos; después se encerraron y no se los volvió a ver más.
–¡De fábula! –corearon las mellizas.
Una ballena azul lucía fastuosa nadando dentro de la botella con jugo de naranjas. Formaba inmensas olas, generaba gigantemente jugosos estallidos al sacar la cola y cada tanto por el lomo lanzaba altísimos chorros que dejaron hechos sopas a los Olivares.
Escurriéndose la trenza, Froilana ordenó sentarse a desayunar porque ya se hacía tarde y cerró la heladera para que no se le echase a perder lo que había dentro.
Esa misma noche, el señor Aceituno Olivares leyó en el diario que el viernes se jugaría un partido de fútbol teniendo como sede esa ciudad. En el enfrentamiento medirían sus destrezas un equipo del Polo Sur y uno del Polo Norte.
Luego de comentarlo a la familia, entendieron tanta presencia antártica y ártica en los estantes, gavetas, huevera y el congelador de la heladera.
–El fútbol es una pasión hasta para los animales –filosofó el señor Aceituno Olivares entendiendo que tenían la heladera llena de hinchas de uno y otro equipos.
Fue el oso polar, que ahora estaba sentado sobre un pote de yogur de durazno, quien les explicó el resto: 
–El partido lo organizaron aquí desconociendo que en esta parte del planeta es pleno verano. Los hoteles tenían aire acondicionado y pileta con agua fría, pero ninguna habitación contaba con pisos, paredes y techos de hielo.
–Eso sucede cuando se compran paquetes turísticos por internet –aseveró Dositea.
–Supongo –masculló el oso y le pidió una cucharita para probar el yogur–. ¡Esto está buenísimooooo! –gruñó con los morros teñidos de color durazno.
–Es casero –se vanaglorió Froilana–. La receta me la pasó mi madre, que la aprendió de mi abuela, a quien se la enseñó mi bisabuela.
–Pues mis felicitaciones a usted y a todas ellas –se relamió la bestia.  
Entre cucharada y cucharada siguió contándoles que, desesperados por los calores y asustados a causa de que por primera vez en sus vidas habían transpirado, los hinchas llegados de ambos polos habían encontrado el alojamiento ideal en la heladera de los Olivares.
–Si no molestamos, nos quedaremos hasta que se juegue ese partido. ¿Podemos? –rogó poniendo ojos de oso mimoso.
Froilana plantó algunos peros, aunque por insistencia de su marido y las mellizas terminó aceptando.
Los Olivares pasaron días en los que la heladera podía depararles cualquier sorpresa.
La vez que Dositea abrió para sacar el queso untable, se quedó fascinada con los veinte perros esquimales. Divididos en dos filas, se habían atado a una bandeja y corrían delante de ella llevando a un cebú que quería conocer cada rincón de la heladera, el congelador incluido.   
Una noche Froilana escuchó ruidos dentro del aparato. Eran tres morsas que afilaban las puntas de sus descomunales colmillos raspándolos contra las latas de tomates al natural.
Un búho nival les pidió que le abrieran la latita con sardinas en aceite; una morsa asestó un atinado puntazo al envase y el ave tuvo para comer hasta quedar rechoncha.
Lugerica debió mediar entre las bandadas de albatros y gaviotas que se disputaban los calamares de la olla que tenía lo que había sobrado de una paella. Cuando llegaron a un acuerdo, los pájaros picotearon hasta el último grano de arroz azafranado, aunque el ajo les cayó algo indigesto.
El señor Aceituno Olivares pasó horas contemplando a una jauría de lobos árticos que intentaba enseñarle a aullar a una familia de lobos marinos; usaban el pan de manteca como pizarrón para escribir los sonidos de cada aullido.
Aunque no molestaban, había focas por montones en la heladera de los Olivares. Algunas se revolcaban en el queso rallado, quizás pensando que era nieve. Otras se embardunaban con mermelada para sacarse un poco el olor a foca que es en realidad insoportable. Un tercer grupito hacía rodar sobre las puntas de sus hocicos sandías, melones, calabazas, repollos y toda circunferencia vegetal que hallaban en la gaveta de las frutas y verduras.    
Una de las focas, separada del resto, le dirigía pícaras caiditas de pestañas al foco de la heladera; al encenderse y apagarse la había confundido, haciéndole creer que le estaba coqueteando descaradamente.
El partido Polo Sur versus Polo Norte finalmente se realizó el viernes y aunque debieron desempatar por penales, el referí lo dio por ganado a ambos equipos; fue después de que una ballena saltara al campo de juego y los dejara sin balones de un solo coletazo.
Los Olivares estuvieron en la tribuna gracias a las entradas de cortesías que les entregó el oso polar, que ya no podía dejar de sorber el yogur que Froilana le preparaba a diario.
Sin embargo, la heladera no perdió su encanto polar. Los acalorados visitantes debían esperar todavía a que los barcos vinieran a buscarlos para llevarlos de regreso a sus polos de origen.
Llenos de agradecimientos y con los mejores deseos para el futuro de la familia, poco a poco comenzaron a irse pingüinos, focas, ballenas, zorros y aves. Como un favor, antes limpiaron y ordenaron la heladera. 
El último en partir fue el oso.
Se marchó con los ojos entintado en lágrimas, después de abrazar a cada uno de los Olivares.
 
Les dejó su dirección por su alguna vez iban al Polo Norte y se llevó la receta de yogur que la bisabuela le había enseñado a la abuela quien para su fortuna la traspasó a la madre de Froilana.

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