Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

miércoles, 16 de abril de 2014

MARCELO BIRMAJER (Buenos Aires, 1966)

EL MARIDO INVISIBLE

I
De vez en cuando alguien me llama para ofrecerme una historia. Naturalmente sospecho de esta clase de filantropía. Si trataran de vendermela, estaría más dispuesto a escuchar. Mis benefactores pretenden que convierta su anécdota en un cuento, una novela o un guión. Pero ni siquiera me piden que cite sus nombres; incluso me han suplicado que los mantenga en el más riguroso anonimato. Invariablemente me niego a tomarlos en cuenta. Ni siquiera arreglo para un encuentro o un segundo llamado. Sin embargo, en esta ocasión, la voz pudo más que el argumento.
Era una voz femenina, de entre treinta y cuarenta años. Y antes de que pasara a explicarme el motivo de su llamado, yo ya deseaba conocerla para averiguar si estaba más cerca de los treinta o de los cuarenta. Era una de esas voces sensuales que no intentan serlo. Dijo conocer mis libros, pero aclaró que no había leído ninguno de ellos. Como su voz realmente me atrajo, contesté: “Peor sería haberlos leído y no conocerlos”. Se rió sin ganas, por cortesía. Intuyó que había hecho un chiste, pero no lo entendió.
Dalia me explicó que acababa de sobrevivir a una historia y, por lo que sabía de mis libros, yo era la persona ideal para escucharla.
–¿Y para qué necesita que la escuche?
–Todavía no termino creer lo que me pasó- respondió sin precisiones- No es una historia para contarle a un psicólogo. Mi familia no me habla. Usted inventa historias de hombres casados. Tal vez me pueda explicar qué pasó en esta historia real.
–No creo que pueda explicarle nada- repliqué- Ni siquiera soy capaz de explicar las historias que invento.
–No lo quiero molestar… Si no tiene tiempo ni ganas…
Pero yo ya había escuchado su voz. Tiempo me sobraba. Las ganas crecían con el diálogo. Lo que me faltaba era el temperamento de Ulises: escuchar sin dejarse llevar.
Como era ella quien me había llamado, y todas las cartas estaban a mi disposición, osé:
–¿Con quién vive usted?
La pregunta, aunque promiscua, se escondía detrás de la necesidad de un autor: conocer las coordenadas básicas de la historia.
–Ahora, sola- explicó Dalia.
–¿Sabe preparar mate?
–No soy  muy buena- respondió.  Y parecía estar refiriéndose a mucho más que al oficio de cebar.
–Si puede recibirme mañana a las siete de la tarde, con yerba y agua caliente pero sin hervir, tal vez disponga de una media hora.
–¿Nos podemos tutear?
–No todavía- respondí.
–Puedo conseguir la yerba y el mate. Del agua y de cebarlo se tendría que encargar usted. A mí siempre se me hierve.
–A mi también- confesé- Pero mañana lo volveré a intentar. ¿Cuál es su barrio?
Lo podría haber adivinado: Belgrano. Un departamento a todo trapo, imaginé. La clásica separada. ¿Y si el marido se aparecía en el medio de nuestra conversación furtiva y nos mataba a ambos? Esas cosas pasaban en las mejores familias. Mucho más en las mejores familias rotas. Pero cuando me quise dar una respuesta a esa atinada pregunta, ya había cortado; con el compromiso de visitarla al día siguiente a las siete de la tarde.
II
Me recibió vestida de seda. En realidad, no tengo la menor idea de si se trataba de seda. Sólo puedo asegurar que era una tela suave; no transparente, pero que presentaba su cuerpo. Si yo hubiera querido hacerle algo, no le hubiera siquiera tocado la ropa. Nada de lo que pudiera encontrar bajo ese vestido- en rigor, una blusa y un pantalón- podía ser mejor que con el vestido puesto. En algún momento de la conversación me dijo que tenía cuarenta años.
Siempre saludamos a las mujeres bonitas con dos atenciones: la primera muda, al presentarnos a su cuerpo. La segunda con un gentil beso y el tradicional: hola. Pero yo le di la mano, como un psicólogo. El saludo mudo lo sentí en todo el cuerpo.
¿Por qué me había invitado esta beldad, cuyos pretendientes debían apilarse de a miles a todo lo largo y ancho del país, y quizás más allá? La única respuesta que me di es que debía estar desesperada. Y como dice mi amigo Troilo: “Con una mujer desesperada es fácil entrar. Lo difícil es salir”.
Yo ya estaba en aquel departamento, y me habían emboscado con aquel vestido de seda. Mi única escapatoria era el mate, y gracias a Dios la mujer había cumplido: el cacharro, la yerba y la bombilla me aguardaban sobre la mesa del comedor.
–En la cocina tengo una pava eléctrica- agregó Dalia–. La compré ayer después de hablar.
Primero enchufé la pava, y después preparé el mate. Mientras el agua era atravesada por la energía eléctrica me preguntó si era difícil vivir de la escritura y, avergonzándome de mi mismo, le respondí que vivir era difícil en cualquier caso.
Logré no preguntarle si tenía hijos. Y ella a su vez consiguió no consultarme acerca de mi estado civil. Ningún anillo manchaba sus manos de princesa de la segunda edad; pero en el dedo índice de la derecha lucía la marca, de color indefinido, de la ausencia de una sortija.
Me dijo que me había imaginado mayor. Y yo evité confesarle que prefería haber descubierto sus cuarenta, en lugar de los treinta y pico que habían podido ser según mi intuición por teléfono.
La pava me llamó con un pitido y pedí permiso para ir a buscarla. Cuando regresé al comedor, antes de poder cebar el primer mate, comenzó a narrarme la historia.
III
–Irina y yo jugábamos al ténis- me dijo Dalia- ¿Te puedo tutear?
Hice que no mientras me cebaba el primer mate. Como no había dónde escupir, tuve que tragar el primer sorbo, frío y polvoriento.
–Jugábamos en el Club Norman- siguió Dalia- Empezamos de casualidad, porque el profesor nos puso juntas.
Cuando dijo “el profesor nos puso juntas”, asocié el mito del profesor de ténis con la belleza madura de Dalia, imaginé a Irina y sopesé una barbaridad.
–¿Usted ya le había sido infiel a su marido alguna vez?- pregunté de pronto y sin saber por qué.
–Nunca- respondió con seguridad la mujer.
Como si nunca hubiera existido tampoco mi pregunta, Dalia continuó, yo no diría tranquilamente, pero con una excitación que no estaba relacionada conmigo ni mis preguntas, sino con su propia anécdota.
–Era imposible que no nos hiciéramos amigas. Compartíamos casi todo con Irina, y lo único que nos diferenciaba, que ella tuviera hijos y yo no; nos hizo más amigas aún. Estaba cansada de codearse con mujeres que fueran exactamente iguales a ella.
–¿Irina es bonita?- pregunté.
–Hermosa- acentuó Dalia.
Le cebé un mate y, al ajustarse sus labios a la bombilla, la palabra “hermosa” revirtió en ella con una fuerza nueva.
–¿Qué opinas de hacerse amigo de las parejas de tus amigos?- preguntó eludiendo mi prohibición de tutearme.
–Lo evito mientras puedo.
–Era Irina la que insistía siempre con encontrarnos los cuatro- siguió Dalia- A mi no me molestaba, pero tampoco me interesaba. No me gusta recibir matrimonios con hijos en casa. Los chicos te ensucian la alfombra, siempre.
Hubo un dejo de crueldad en esta última observación, pero ni una pizca menos de atractivo en Dalia..
–Nunca le dije, en concreto: “No quiero chicos en casa”, pero era un sobreentendido. A tal punto lo era, que el primer encuentro lo concertamos cuando me avisó que su suegra se había llevado a los chicos a Disney. En realidad, a mí no me interesaba especialmente iniciar una amistad con ellos como pareja. Esteban, mi ex, tenía sus amigos; y yo mis amigas. Privilegiábamos la intimidad en nuestra casa. Ni él tenía amigas ni yo amigos, de modo que tampoco había necesidad de conocer las amistades del uno o del otro para confirmar que efectivamente se tratara de amigos. Al contrario, que él conociera a mis amigas o yo a sus amigos, me refiero a entrar en un contacto más frecuente, podía ser más un disparador de celos que una tranquilidad. Estábamos perfectamente hasta que Irina me avisó que ella y Cacho, su marido, estaban libres, y querían invitarnos a cenar.
La yerba se había lavado, pero me daba pereza preparar el mate nuevamente. Dalia descubrió que yo ya no tomaba ni le cebaba. Me quitó el cacharro de la mano y nuestros dedos se rozaron. Se levantó, fue a la cocina y regresó con un tacho de plástico y un frasco de yerba. Cuando se levantó, pude terminar de apreciar su cuerpo. Y cuando volvió a sentarse, me sentí turbado. Golpeó rítmicamente el cacharro contra el tacho de plástico, para vaciarlo; y continuó su relato, como un percusionista folclórico que acompañara unas palabras con su instrumento. Me extendió la yerba para que llenara nuevamente el cacharro sucio.
–Yo acepté por un malentendido. Un malentendido de Irina, no mío. Irina estaba segura, me di cuenta sin que me lo dijera, de que el único impedimento para un encuentro entre las dos parejas eran sus hijos. Le había hablado muchas veces de que no sentía ninguna frustración por no ser madre. Pero la verdad es que lo de los hijos no era más que un agregado: Esteban y yo éramos muy felices a solas en casa, cada cual con su vida, y no nos interesaba cenar ni almorzar ni ver películas con otros matrimonios. ¿Te parece tan raro?
–Raro me parece salir de a cuatro- dije- De a dos ya es difícil.
Dalia sonrió y le cebé un mate.
– Pero cuando Irina me dijo que los suegros se habían llevado a sus hijos a Disney, negarme hubiera roto la amistad. Lo de los hijos, más que un agregado, hubiera sonado, en retrospectiva, como una excusa. La verdad es que era una estupenda amiga, y yo no quería herirla, ni perderla. Convencí a Esteban de aceptar la cena en “La calesita loca”.
– A mí me llevaban a esa parrilla cuando era chico- comenté.
– A mi también- coincidió Dalia- Pero fue una sugerencia de Cacho, que nos llevaba veinte años a todos.
– ¿Cacho tiene…?
– Sesenta años- completó Dalia.
– ¿Y a qué se dedica?-
– Empresario- dijo Dalia sin precisar.
– ¿En qué rubro?
– Tiene locales. No sé bien de qué. Algunos intereses en free shops, kioscos de revistas en aeropuertos, ropa en Miami…
– Ah- corté- Un empresario.
Dalia asintió y siguió.
–Ellos llegaron antes que nosotros. Yo me acerqué a Irina y la saludé con un beso. Cacho se puso de pie, me abrazó suavemente y me besó en la mejilla también. Olía a la colonia de hombres que usaba mi papá: Old Spice. Esteban saludó a Irina, y Cacho se quedó con la mano extendida.
Dalia hizo una pausa.
–No entiendo- dije.
–Esteban no lo saludó.
–Sigo sin entender.
–Cacho le extendió la mano y Esteban se sentó sin saludarlo.
–¿Por qué?
–Ese es el centro de la anécdota. Esperá.
Pensé que por fin iba a poner en funcionamiento sus dotes de anfitriona y mejoraría el mate o me ofrecería algo más. Pero no, sólo se refería a que esperara para entender la historia.
–Si Cacho le hubiera querido dar un beso a Esteban, yo hubiera entendido que se apartara, porque a Esteban no le gustan los besos entre hombres. Pero que no le estrechara la mano era incomprensible. Llegué a pensar algo bizarro: que de algún modo cuestionaba que una mujer tan bonita estuviera con un hombre que le llevaba veinte años. Pero Esteban no estaba tan loco. Claro, yo no le podía preguntar delante de todos por qué no le había dado la mano, por qué ni siquiera le había dicho “hola”. Me guardaba mi curiosidad para retarlo cuando volviéramos a casa.
Sonó el teléfono y Dalia no atendió. Se activó el contestador automático, pero cortaron sin dejar mensaje. La voz de Dalia en el contestador me volvió a intranquilizar, como cuando la escuché por primera vez.
–Esteban nos miraba a Irina y a mí con una cara muy rara. De pronto soltó una carcajada, y nadie sabía de qué se reía. Cuando Cacho le preguntó a Esteban si había visto el partido, y Esteban se puso queso blanco en su pan sin contestarle, le pellizqué un brazo, pedí permiso a Irina y Cacho, y me lo llevé para el baño.
–Que está detrás de los juegos para chicos- recordé.
Dalia asintió.
–Irina y Cacho nos miraban como a dos locos. Me hacían responsable también a mí de la locura de Esteban. Detrás del tobogán, le pregunté a Esteban qué carajo le pasaba.
–¿Qué les pasa a ustedes?- respondió Esteban igual de enojado- Pensé que era un juego, pero ya está durando mucho. ¿Qué es lo que quieren?
–No te entiendo- dije- ¿Por qué no saludaste a Cacho? ¿Por qué no le contestás cuando te habla?
–¿Qué quieren?- insistió Esteban- ¿Un trío? Me lo hubieras dicho.
–¿Qué trío? ¿De qué me estás hablando?
–Dalia, me encanta el juego. Pero no me pidas que yo también hable con el marido invisible. Si les gusta así, yo, chocho. Siempre quise algo como esto. Pero no me voy a poner a hablarle al aire, como ustedes dos. Me calienta verlas, pero no me pidas más que eso.
–Esteban… me estás asustando. Si no querés salir con otra pareja, te juro por Dios que nunca más vuelvo a aceptar. Pero te suplico que por hoy los trates bien.
–Fue inútil- siguió Dalia, mirándome a los ojos- Volvimos a la mesa y Esteban continuó como si Cacho no existiera. Yo daba por hecho que era su protesta por haberlo obligado a compartir la cena con otros. Pero me angustiaba la intensidad de su impostación. Esteban era un tipo de lo más normal. Y yo lo amaba por eso. Era un gran amante, muy pasional; pero muy normal en todo el resto de su vida.
–¿De qué trabajaba?
–Esteban es ingeniero aeronáutico.
–No es un oficio en el que uno pueda hacerse mucho el loco- acoté
Dalia asintió y agregó:
–Por eso me asustaba más su comportamiento en esa cena. Después del primer plato, nos tuvimos que ir. A Irina se le caían las lágrimas y yo no sabía qué hacer. Cacho se lo tomaba con la mayor naturalidad. Muy campechano, conversaba amablemente con Irina y conmigo, y había dejado de darle bola a Esteban. Pero la situación era insostenible.
–¿Cómo te fuiste?- pregunté, olvidando mi prohibición de tutearnos.
–Me agarré la panza y dije que me sentía mal. Pero tanto Irina como Cacho entendieron perfectamente. Esteban manejó y yo no le dirigí la palabra. En casa volví a preguntarle, con las mismas palabras, qué carajo le pasaba. Y Esteban insistió con lo mismo: “Pensé que vendríamos a casa los tres juntos”.
–¿Te calienta Irina?- pregunté sin celos, cegada por el miedo a que Esteban hubiera enloquecido.
–No ella. Sino la situación que armaste.
–¡Yo no armé ninguna situación! Me invitó a cenar y, después de pedirte por favor, les dijimos que sí. Ya sé que era una amiga mía, y que yo te lo pedí, pero vos aceptaste. No podés hacer eso…
–Dalia- me dijo- Si seguís con esto… ahora que ya nos fuimos del restaurant… me vas a asustar. Si no te animaste a seguir el chiste hasta el final, ok. No tengo problema. No me muero por un trío. Pero cortala ahora.
–Había dos alternativas- dijo Dalia- O aceptar que Esteban había armado toda aquella comedia- si se la puede llamar así- para que nunca más saliéramos con otro matrimonio; o considerar un brote psicótico. Si era una comedia, estaba descubriendo un nuevo Esteban… uno que me asustaba. Si estaba loco: podíamos recurrir a un psiquiatra, medicaciones… En cualquiera de los dos casos, nuestra pareja cambiaría radicalmente.
Dalia hizo una pausa.
–¿Y cambiaron?- pregunté.
Dalia movió negativamente la cabeza.
–Esa noche hicimos el amor… con un salvajismo fuera de lo común.
–No sé si lo vas a entender…
–Lo entiendo- me adelanté- Lo entiendo. Vos decidiste que Esteban había actuado de aquel modo bizarro para marcar el terreno, para demostrar que ese empresario todopoderoso y conquistador de mujeres veinte años menores no existía para él, y que él era él único macho de la mesa, capaz de poseerte a vos y a tu amiga al mismo tiempo.
Dalia me miró admirada.
–Sos muy intuitivo.
–Ahora fui yo el que negó con la cabeza.
–Soy un boludo al que las mujeres han maltratado mucho- aclaré.
–Efectivamente- continuó Dalia- Fue como una reconciliación. Descarté la locura, y vi a Esteban como a un chico malo que había roto todo para quedarse a solas con su chica. Capaz de matar a cualquier macho por mí, utilizando la indiferencia como arma. Me entregué a él como una hembra que se entrega al lobo marino después del duelo entre los machos. Esteban nos quería a los dos solos, en nuestra casa, en nuestra cama, y estaba dispuesto a todo por no romper nuestra intimidad. Me sentí poseída, y segura entre sus brazos. Era un ingeniero aeronáutico de lo más normal; pero si la ocasión lo requería, podía ser un loco violento y posesivo. Aunque te resulte difícil de creer, eso me excitó…
–No me resulta difícil de creer- dije, tragando saliva.
–Sin embargo- intercaló Dalia- Esa misma noche hubo un detalle que casi rompe el hechizo…
La inquirí con un gesto.
–Antes de dormirnos, agotados, enamorados… Esteban me preguntó por qué yo tenía olor a Old Spice en la mejilla. Preferí no contestarle. Me hice la dormida. Y él no volvió a preguntar.
IV
Yo había ofertado escucharla media hora. Pero ya eran las nueve de la noche, y yo estaba allí desde las siete. Dalia me preguntó si quería que pidiéramos algo de comer y yo le pregunté si tenía whisky. Tenía uno muy bueno que, me aclaró, había comprado Esteban en el free shop. Quedaba media botella, porque ella no bebía alcohol.
–Hoy podés empezar- le sugerí.
Pero me sirvió mi medida, en el vaso adecuado, negándose gentilmente a probarlo.
–El encuentro con Irina, el miércoles siguiente, fue un drama. Cuando llegué a tenis, dispuesta a pedir disculpas como fuera y jugar, ella estaba vestida de calle. Me pidió ir a tomar un café. Salimos del club, avisé que dejábamos la cancha libre, y nos sentamos en el primer bar que encontramos. Me preguntó qué había pasado, y le respondí lo que me había dicho a mi misma: había descubierto en Esteban unos celos patológicos, completamente inesperados en un hombre como él. Le mentí: le dije que le armé un escándalo y que casi me separo. Que habíamos comenzado una terapia de pareja. Irina se puso a llorar. Dijo que a Cacho no le había importado, pero que ella no pudo dormir. Sus padres nunca habían aceptado del todo su casamiento con ese empresario que no se sabía muy bien qué negocios tenía y le llevaba veinte años. Pero que la tratara así el marido de una amiga… porque el destrato había sido contra la pareja… eso la había desbordado. No sabía si podría volver a tenis.
–¿Te molesta si alterno el mate con el whisky?- pregunté.
– ¿Por qué habría de molestarme?- repreguntó con toda razón.
Y yo alterné el mate y el whisky.
–Irina no volvió a jugar al tenis conmigo, ni volvió al club. De hecho, ese café en el bar fue nuestro último encuentro. Me dolió. Pero también consideré que ella exageraba. ¿Para qué quería la amistad entre parejas?, después de todo. Supongamos que mi marido estaba loco… ¿qué le importaba? ¿Por qué no podíamos seguir siendo amigas, olvidarnos de esa noche y olvidarnos de mi marido? La amistad continuaría igual que antes de esa noche fatal. Y punto.
–Sí- dije- No hay por qué alternar entre el mate y el whisky. Podían seguir compartiendo el mate, y olvidarse del whisky. Podían seguir siendo amigas y olvidarlo todo.
–Para mí era lo más fácil- reafirmó Dalia, como si fuéramos dos loros alternándose para repetir un mismo argumento con distintas palabras- Mi cuenta era muy sencilla: había hecho el amor con Esteban como nunca, y podía volver a jugar al tenis con Irina como la amiga encantadora que ella siempre había sido. Yo no veía ningún conflicto, más que un mal momento que se iría diluyendo en el tiempo hasta desaparecer. Ella tenía sus hijos, su marido, una familia… Nadie había salido herido. Tal vez ofendido, pero no herido.
Asentí.
–Pero, te repito, ella no lo vio así. Y no nos vimos nunca más.
–Ni a ella ni a Cacho- dije, un poquitín borracho.
–No- me contradijo Dalia- A Cacho volvimos a verlo…
Por la sorpresa, bajé un trago de whisky con un sorbo de mate.
–Bueno- se interrumpió- Yo volví a verlo.
En la calle sonó la sirena de una ambulancia. Ninguno de los dos hizo el menor ademán de interesarse. El mundo externo no era más que la banda sonora casual. Temblé ante la posibilidad de haber rechazado aquel prodigio como había rechazado tantas historias que me habían ofrecido desde hacía tantos años.
–Unos meses después, Esteban tuvo que viajar a Francia y me invitó a acompañarlo. Cuando hacía sus viajes de cabotaje, o latinoamericanos, generalmente viajaba solo. Pero si lo mandaban a Nueva York, Londres, París, me llevaba .
–Estábamos en Ezeiza, haciendo la fila para el check inn, y me dejó con las valijas para ir a comprar el diario. Unos minutos después, escuché unos gritos. Cuando me di vuelta, Esteban discutía con el kioskero. Dejé las valijas en el lugar, y me acerqué. Entonces lo vi: Cacho miraba la discusión, a un costado. El quioskero le decía a Esteban que era un pelotudo, y Esteban le respondía que estaba loco. Por suerte apareció un policía y los separó. Gracias a Dios no lo demoró a Esteban. Esteban vino hacia mí, muy alterado, y ocupó nuevamente el lugar en la fila; hablando en unos susurros furiosos, y gesticulando, muy alterado. Me dijo que había pedido el diario y que el quioskero le había dicho que esperara a que terminara de hablar con el señor.
–Yo ya me había dado cuenta que estaba hablando solo- me explicó Esteban- Pero no me importó. Simplemente le insistí que me diera el diario. Y ahí el tipo se enojó, me dijo que era un diarero, pero no un esclavo. Y que si estaba hablando con otra persona, yo tenía que esperar. Le dije que no se alterara y me diera el diario, saqué la plata. Ahí fue que el tipo me dijo que yo era un pelotudo, y yo le dije que era un loco. Y se metió el cana.
–Yo no podía creer que Esteban llevara tan lejos su locura. Era evidente que Cacho estaba hablando con el diariero, y que Esteban había pasado a los dos por encima… como si no lo viera. Pero… ¿para qué? Si había descubierto a Cacho de casualidad en el kiosco… ¿por qué no esperar a que terminara de hablar?
–Los celos no tienen explicación- dije.
–Lo sé- respondió Dalia- Y yo no intenté encontrárselas. Era su única isla de locura. Esteban era todo mío y yo era completamente suya. Nos íbamos a París. Esa noche hicimos el amor en el avión…
–¡¿Cómo!?
–Hay maneras- dijo Dalia- Las mantas, la oscuridad, los pasajeros duermen… Si uno es lo suficientemente silencioso… y te conocés mucho…
Paradójicamente, Dalia y yo nos encontrábamos en un departamento, a solas, con la noche plena sobre nosotros, con mate y whisky… y no eran las circunstancias adecuadas como para repetir lo que había hecho con su ex marido en ese sitio imposible, en el medio del cielo.
–Esa madrugada en el avión, después de que lo hicimos como dos escolares en el micro del viaje de egresados, y la azafata le trajo un whisky, Esteban me hizo una confesión: “Esa noche, la que intentaste enfiestarme con tu amiga y no te animaste, te sentí olor a Old Spice en la mejilla, y te pregunté, pero ya te habías dormido. Por primera vez, sentí celos. ¿De dónde habías sacado ese olor a Old Spice? Es una colonia de viejos. Pero después me acordé de dos cosas: una, que te bañaste antes de salir para “La calesita loca”, y de ida y de vuelta solamente estuviste conmigo. Y segundo, que esa era la colonia que usaba tu viejo. Así que después de una noche de pasión como la que tuvimos, podía ser una alucinación olfativa. Como un deja vu. Y la verdad es que me dormí tranquilo. Pero hoy, con el quioskero… ¿sabés? Volví a sentir el mismo olor. ¿Será que lo huelo cuando me altero por algo? ¿Me andará algo mal en el balero?”.
–Yo creo que te anda todo… todo…muy bien- dije. Y me reí. Porque consideré que el Old Spice había pasado a ser nuestra broma interna, un chiste que sólo nosotros dos podíamos entender, un secreto que compartíamosr sin explicitar, como un cigarrillo de una marca exclusiva para nosotros dos, que fumábamos después de hacer el amor de esa manera.
–Ese viaje a París fue el mejor momento de nuestra relación. Durante el viaje, no volvimos a hacer el amor con la intensidad de aquella noche después de “La calesita loca”, ni con la suavidad increíble de la noche en el avión; pero la pasamos genial. Mientras Esteban trabajaba, yo paseaba y compraba. Teníamos plata, nos queríamos, estábamos en París… ¿Qué más se puede pedir?
Hice un gesto con los hombros y la cabeza que significaba que no podía estar más de acuerdo, pero creo que quedé como un pelotudo.
–Una semana después de volver a Buenos Aires- volvió a la realidad Dalia- Cacho se apareció en el umbral de este mismo edificio.
Palidecí. Me levanté con la intención de preparar un nuevo mate. Pero llegué a la cocina, dejé el cacharro sobre la mesada, y regresé al living. Me aferré a mi vaso de whisky. La pava eléctrica lucía ridícula sin el cacharro del mate al lado. Calentando el agua para nada. Dije:
–Lo mató. ¿Cuántos años le dieron?
–No lo vio- me desengañó Dalia- Cacho entró como Pancho por su casa, con Esteban y conmigo, y subió al ascensor. En la puerta de entrada al edificio, me costó aceptar que era él. Me quedé muda, impávida. Pero cuando acepté que era él, Cacho, el marido de Irina, y estaba por gritar, Cacho se llevó el dedo a los labios, pidiendo silencio. Y yo, no sé por qué, obedecí. Subió con nosotros al ascensor.
Dejé el whisky sobre la mesa ratona de vidrio que nos separaba. Y hablando con sensatez por primera vez en la noche, dije:
–No lo veía.
–No lo veía- asintió Dalia.
–Ahora- dijo Esteban en el ascensor- Ahora estoy sintiendo el olor a Old Spice.
Se mantuvo un segundo en silencio y agregó:
–Pero ahora no hay nada que me altere… O será que vos querés meterte en la cama conmigo…y es eso lo que…
Como yo no sabía que hacer, asentí.
–Tal parecía que esa noche estaba a merced de los hombres: a uno le obedecía cuando me pedía silencio; y al otro le decía que sí a acostarnos cuando en realidad lo que quería era salir corriendo y pedir a ayuda.
-¿Ayuda a quién?- pregunté.
–No sé… A un mago, me imagino. Ahora te la estoy pidiendo a vos.
–Yo no creo poder ayudar a nadie- dije- Pero te voy a escuchar hasta el final.
Y faltó que agregara: “sin pedirte que te calles ni que te acuestes conmigo”.
–Cacho nos siguió en silencio y entró a casa con nosotros. A este mismo departamento. Se metió en la pieza. Esteban empezó a buscarme, pero yo lo sacaba. Me preguntó qué me pasaba, si le había dicho que sí en el ascensor… Le dije que acababa de venirme la regla… en ese mismo instante… que no la esperaba… Esteban resopló, me dijo que no importaba, que siguiéramos… Pero yo me negué. Esteban me preguntó si me estaba volviendo la histeria de nuestro noviazgo. Y aproveché para enojarme, para decirle que yo era la mejor de las esposas y que por una vez que le dijera que no, no tenía derecho a armarme un escándalo. Cacho aguardaba expectante. Yo no pensaba desnudarme delante de él, ni siquiera besar a Esteban en su presencia. Cacho se dio cuenta y sonrió…
De pronto Dalia hizo la observación más absurda de la noche:
–Tenía una sonrisa encantadora.
–Esteban se tiró en la cama refunfuñando y prendió la tele. Cacho abandonó la habitación, y me pareció escucharlo dar vueltas por la casa. Cuando Esteban se concentró  en el canal deportivo, me vine al living. Aparentemente Cacho se había ido. Había dejado la puerta abierta. La cerré.
–¿Qué pasó?- me preguntó Esteban cuando volví a la habitación.
–Nada.
–Escuché la puerta.
–La dejamos abierta.
–¿Dejamos la puerta abierta?. Y sigo sintiendo ese olor… Che… ¿no tendré algo?
Por primera vez le dije, con seriedad, con piedad, y con pánico:
–Tal vez tendrías que hacerte ver…
V
–Al día siguiente, al mediodía, cuando Esteban salió para la oficina, Cacho entró. Se metió en el edificio cuando Esteban abrió la puerta, y me tocó el timbre. Como Esteban acababa de bajar, abrí sin preguntar, segura de que se había olvidado algo. Es más, tenía la ilusión, ahora que había pasado esa noche, de entregarme para indemnizarlo por el rechazo…
–Pero le habías dicho que estabas indispuesta…
–Eso se podía arreglar. Ustedes nunca terminan de saber cómo funcionamos las mujeres. Como sea, no era Esteban: era Cacho. Se metió en el departamento antes de que yo pudiera reaccionar. Se sentó en ese sillón donde ahora estás vos, se prendió un cigarrillo y me dijo:
–No me ve.
–Andate- le dije.
Cacho siguió fumando.
–No te voy a hacer nada- dijo con esa calma que había mantenido desde el primer encuentro– No es algo que le pueda explicar a Irina, ni a nadie. Lo tengo que hablar con alguien, porque sino me voy a volver loco. Tu marido no me ve. No me percibe.
–Te huele –dije, rendida.
–Ah- dijo- Lo del Old Spice. No me lo puse.
Recién entonces descubrí que, efectivamente, no olía a esa colonia.
–Pero el cigarrillo –agregué– Ni Esteban ni yo fumamos.
–Una amiga que fuma –dijo Cacho, y sonrió.
–Ninguna de mis amigas fuma cigarrillos negros.
Cacho se levantó, apagó el cigarrillo en la alfombra, y me besó.
– Perdoname– dijo mientras yo lo miraba paralizada–. No había dónde apagarlo.
Abrió la ventana del balcón, tiró el cigarrillo y dejó que el aire limpiara el humo.
Me llevó a la cama con la certeza de que no corríamos ningún riesgo. Yo no sabía cómo detenerlo. La situación me superaba. Era otra dimensión. De hecho, cuando escuché la llave en la cerradura, no me asusté. Bastaba con taparme. De haber sido un engaño- y no lo era, porque yo no había hecho nada para estar en esa situación, y de haber podido, hubiera rechazado a Cacho; pero no me podía mover- era el engaño perfecto: el amante invisible. Me tapé con la colcha, y Cacho salió de la cama como si pudiera ser visto, y se quedó a un costado, junto al espejo, tapándose con sus propios pantalones.
–¿Y por qué volvió Esteban? –pregunté como un niño interrumpiendo la mejor parte de una película para adultos.
–Vio caer el cigarrillo por nuestro balcón- dijo Dalia, como si eso fuera lo más increíble de todo. Se lanzó contra Cacho hecho una fiera. Destrozó el espejo. Sangraban los dos. Pero Cacho se lo sacó de encima. Por suerte lo dejó sentido en el piso de un trompazo.
–¿Por qué por suerte?- pregunté.
–Porque después de noquearlo, se vistió a los piques y se fue. De haber sido al revés, creo que Esteban le hubiera seguido pegando hasta matarlo. Además, estaban los pedazos rotos del espejo, podría haberlo degollado…
–Entonces, esa mañana, lo vio- dije.
Dalia asintió.
–No volvimos a vernos desde entonces.
–Es una historia increíble –dije. Sin preguntar quiénes eran los que no habían vuelto a verse.
–Si vas a mi pieza, todavía está el espejo roto.
Me puse de pie como si fuera una invitación. Sonó el teléfono.
Para mi alivio, Dalia lo dejó sonar otra vez. Pero en esta ocasión el contestador grabó un mensaje:
–Ya salgo para allá– dijo una voz masculina. Era la una de la mañana– Te llamé antes. Ojalá estés dormida. Me encanta despertarte.
Me quedé parado en el lugar, y Dalia dijo, como pidiendo disculpas:
–Es Cacho. Desde que me salió el divorcio, estamos tratando de construir algo. Pero no sé… El todavía no se separa de Irina.

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