CHARLAS DE VERDULERÍA
Frutería y verdulería Doña Amalia.
Atendida por su propia dueña.
¡Una divinura el negocito!
Cajones con relucientes manzanas, jugosísimas naranjas, soberbias mandarinas, duraznos con las pelusas que no causaban alergia.
Canastillas con pimientos que parecían rubíes o esmeraldas; escarola como enrulada en la peluquería; cebollas de túnicas doradas en una playa del Caribe; lechugas con todos los tonos de verdes.
Melones y sandías apiladas al mejor estilo acróbatas chinos; paltas y zapallitos acomodados siguiendo un orden según el tamaño; coliflores y brócolis que engalanarían cualquier cuadro de naturaleza muerta.
Frutería y verdulería Doña Amalia.
Atendida por su propia dueña.
¡Un lujo el negocito!
Los precios eran bajos, más o menos o altos, según la mercadería o la estación; y aunque nunca se vendía de fiado, siempre en las bolsas algo se iba como yapa.
También era el centro de la vida barrial. Además de su destacable mercadería tenía algo infaltable para el éxito en ese rubro: vecinas chismosas que, a la vez que hacían sus compras, iban enterándose de las últimas novedades del vecindario.
Frutería y verdulería Doña Amalia.
Atendida por su propia dueña.
¡Una joya el negocito!
Hasta que la clientela comenzó a escasear. Enfrente, justo enfrente de lo de doña Amalia se instaló un competidor imbatible: un supermercado.
Vendía de todo, aunque lo que más perjudicó a la histórica verdulera era que a diario ofrecía morrocotudos descuentos en frutas y verduras, y asombrosas ofertas en hortalizas. Estaba abierto las veinticuatro horas y como plus, prestaba teléfonos celulares a las clientas para que pudieran chusmear mientras recorrían los pasillos entre las góndolas.
No pasó mucho tiempo hasta que en el localcito de doña Amalia solo quedaban los gusanos que salían a tomar aire de los choclos donde vivían. En tanto ella contemplaba a sus otrora fieles clientas salir del súper con los carritos hasta el tope con verdura, fruta y hortalizas que habían comprado a un cuarto del precio que ella podía cobrar.
Doña Amalia no se contentó con resignarse a ventitas ocasionales o al negro destino de tener que cerrar.
No.
Se compró un libro sobre técnicas de venta. Y estudió a fondo el capítulo titulado:
CLAVES PARA TRIUNFAR EN EL NEGOCIO AGRÍCOLA.
Una de las claves aseguraba:
Para ganarle a la competencia informe los potenciales compradores sobre los talones de Aquiles de la mercadería de su rival.
–¡Esas peras son transgénicas! Las que yo vendo son naturales, ningún ingeniero especializado en genética metió sus aberrantes manos en ellas –comenzó a gritarle a las clientas que salían del súper con sus bolsas abarrotadas con peras que parecían cultivadas por un gigante.
–¡Está llevando zanahorias de frigorífico! Las mías estuvieron hasta ayer en una huerta –les avisaba viendo a sus ex compradoras llevarse toneladas de zanahorias tan anaranjadas que parecían pintadas al óleo.
–¡Acaba de comprar ananás del Brasil! Las mías llegaron de Misiones, es decir son made in Argentina…
Y comentario por el estilo, que no cumplían con su objetivo. Las clientas volvían cada día al súper a aprovechar ofertas, descuentos y los celulares gratis para chismear a tono con el siglo XXI.
En el mismo capítulo del libro, doña Amalia leyó otra clave para vencer al monstruo que tenía calle por medio:
Dote a su mercadería con un extra que la vuelva irreemplazable por la del competidor.
Doña Amalia tuvo una tormenta de ideas. Tal vez si vendía pomelos cuadrados, bananas con cierre zip como los de las cartucheras, damascos con la pulpa afuera y la piel del lado de adentro, uvas rosadas rellenas con vino moscatel…
¡Ninguna le pareció convincente! Para colmo estaba el problema de los chismes: ¿Cómo competir con una empresa que brindaba la última tecnología aplicada al arte de los dimesydiretes?
Mando a freír churros al libro de técnicas de ventas.
Y mientras esperaba a que las cuentas impagas a sus proveedores y la mercadería pudriéndosele la obligaran a bajar la persiana, mataba la angustia intentando que su loro aprendiera a decir al menos una palabra.
Se llamaba Alejandro Magno el loro y aunque era viejo, jamás había podido decir ni un simple: ¡Quiero papa!
Inesperadamente, Alejandro Magno fue quien la inspiró.
Consiguió otro libro. Se llamaba CONVERSANDO CON LOS VEGETALES y su autor, aseveraba que si uno le daba charla a las plantas, estas creían más fuertes, radiantes, felices.
A doña Amalia se le ocurrió invertir la consigna. Le enseñaría a hablar a sus frutas, verduras y hortalizas. Y no sencillas palabras deshilvanadas o bobas frases sin sentido.
No.
Las alfabetizaría para que la ayudaran a remontar su negocito.
Probó con una cebolla.
Estuvo horas enseñándole algunos truquitos que ella había aprendido en un programa sobre cocina en la tele. Cuando creyó que la cebolla había grabado algo de lo transmitido, se dispuso a probar los resultados.
En la cocina se paró frente a la cebollezca alumna y antes de comenzar a trozarla…
–Vaya mojando el cuchillo con agua fría, así evitará terminar llorando a causa del irritante sulfóxido de tiopropanal que inevitablemente liberaré –le recomendó la cebolla.
Le hizo caso doña Amalia. Y al terminar de picarla, sus ojos seguían secos, ni una lágrima o un mínimo picor.
Con los tomates estuvo tres días. Pero logró instruirlos.
–Si va a prepararnos en salsa –le dijo uno de los tomatitos antes de que lo echara en la licuadora–, le sugiero que en la cocción agregue una pisca de azúcar para cortarnos la acidez…
–O un chorrito de edulcorante, si por si acaso está a dieta –añadió otro tomate.
–Nada de queso rallado si va salsearnos sobre los fideos –chilló un tercero–. ¡En Italia eso es un pecado mortal!
Doña Amalia celebró. Había descubierto como vencer a su adversario.
Recordando una de las claves del libro de técnicas de ventas, comenzó a regalar sus frutas, verduras y hortalizas parlanchinas.
–Llévela sin miedo; luego me cuenta –le decía a cada clienta que desconfiaba por llevarse gratis lo que siempre debía pagar.
Se corrió la voz entre el vecinerío sobre las virtudes de su mercadería y poco a poco fue ganándole clientes al súper de enfrente; no cerró sus puertas, pero debió anular la sección frutas, verduras y hortalizas.
No podían competir contra los zapallitos zucchini, que mientras eran pelados, advertían:
–Hará maravillas si nos ralla ya que le sumaremos nutrientes y humedad a su plato.
Era imposible ganarle con los membrillos o kiwis que siempre sugerían:
–Cortados en gajos y bañados con una crema de caramelo somos un postre para chuparse los dedos.
Tampoco había con qué darle a las papas, batatas o calabazas que, con la autoridad de un pediatra, opinaban:
–Si su bebé no quiere comernos como puré, engáñelo sirviéndonos con formas divertidas, como circulitos, estrellas o jugando al avioncito con la cuchara.
También encontró la forma de que sus clientas se fueran de su localcito conformes con la cuota necesaria de chismes.
Cada mañana, antes de abrir, doña Amalia ponía al día a la mercadería sobre los últimos acontecimientos ocurridos en el barrio.
Así las bolsas se iban llenando con frutas, verduras y hortalizas, entre tanto las cerezas comentaban a toda voz por qué la hija mayor de los López se había peleado con su novio o qué motivó a que el quiosquero y el carnicero se trenzaran a trompadas en plena vereda.
Los kinotos se ocupaban de cotorrear sobre quién se había teñido las canas para sacarse cinco años de encima o con quién estaba noviando la solterona que vivía frente a la plaza.
Las coliflores eran incansables al instante de revelar cómo hacía el que vivía junto al baldío para cambiar de coche todos los años si no tenía un trabajo conocido o cosas más íntimas de los demás, que ponían colorados hasta a los tomates…
Frutería y verdulería Doña Amalia.
Atendida por su propia dueña.
¡De nuevo un exitazo el negocito!
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