LA HIGUERA
Cuando el argumento lo exigía
yo era el que despertaba a los fantasmas
y llamaba a los ovnis
para viajar en el torrente sanguíneo
de lo absurdo.
Las runas se trazaban
sobre las axilas,
las esquinas de los barrios
que escondían duendes ostrogodos,
y así la invocación surtía efecto.
La higuera era el buque pirata
que conducía a la selva del fondo,
la máquina del tiempo que me acercaba
al dinosaurio perro
que me mordió una tarde
y terminó ahorcado por el vecino,
el malo de la jungla
al que yo bombardeaba
con piedras de Hiroshima
para reírme de la radioactividad
que se elevaba
sobre el tejado de sus cejas.
Cierto día el buque se hundió:
mamá decidió parquizar el fondo
y eliminar las malezas
que afeaban las fuentes de las ninfas,
seres de yeso
que se comieron la tierra de las parras
y confabularon con el vecino
para terminar con mi reinado
sobre la higuera.
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