El garage de Rembrandt
La calle está revuelta y sucia,
ramas que se frotan como espadas
a la altura de cornisas y balcones
donde la lluvia se resume
en un mínimo de luz, de gris sucio
y en un chisporroteo como de aceite frito.
Se ve la mala maniobra de un camión
frigorífico, la puerta de atrás que se abre.
Una media res colgando del travesaño
oscila, sola, a la vista de la gente.
Y habría que pensar que no la llevan
a la carnicería, sino al garage
donde montó su atelier un naturalista
tardío, un futuro nuevo Rembrandt
que a esta hora de la madrugada
debe estar limpiando los pinceles
en la manga de su camisa
-libros viejos ocupando la escalera
que sube a una puerta clausurada,
debajo una mesita con pomos
estrujados y porrones de ginebra,
trapos, viandas frías y restos de café
en las tazas que ahora se usan de cenicero.
Treinta segundos de ingravidez
Yo sabía que las ramas
arriba llevan una vida más libre,
absolutamente aislada, casi abstracta;
pero ahora es distinto, yo también vivo arriba,
mi cabeza y los hombros se pierden
entre las hojas más altas
y hasta siento y pienso como algo
que está solo, absolutamente aislado
y no tiene raíz.
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