AÚN A LA INTERPERIE
Pero no voy a contar ninguna historia. Odio las historias. No voy a mover la lengua, la boca, los pelos blancos del bigote, los labios para nadie en las casas de piedra.
A mis pies, los pastos crecidos. Arriba, algunas nubes, dos quebrantahuesos.
Siempre a esta boca mía le gusta estar moviéndose. Boca sin sosiego ni dientes, le digo. No sirve para masticar: con las encías peladas recibe comida de mi mano y no se mueve. Espera a que el alimento se disuelva contra el paladar, en la saliva. No se mueve, no mastica nunca. Boca vieja.
Las nubes se cierran sobre mi cabeza por sobre las casas de piedra obstruyendo la tarde. Se desplazan juntas como los quebrantahuesos, igual que ahora mis labios que se mueven hacia el habla. Desde afuera se ve el movimiento: se separan, se humedecen un poco. Se prepara la lengua.
¿Qué va a decir la lengua? (esa no es la pregunta).
La lengua de la cabeza, la sin dientes que me susurra cosas entre las sienes, la lengua mental, esa nunca se detiene. Algunas veces, la lengua mental, la sin dientes, tuvo cuchillos. Porque cortaba con las palabras a los habitantes de las casas de piedra. A mi María cuando lo del niño, por ejemplo. O a mi María cuando lo del no niño. Siempre a mi María. Y al (no) niño.
Las nubes se fueron. Los quebrantahuesos se fueron. Todos me dejaron. Soy solo yo, rojo en el atardecer, el único habitante del cuadro. Siempre. Así, día tras día. Invierno, primavera, verano, otoño. Digamos, invierno tras invierno rumiando gargajos, como si fueran una medicina para el alma sola.
Hasta hace un par de años atrás, algunos de nosotros éramos viejos y estábamos juntos en el caserío cerca del fuego por las noches, todos juntos recién llegados al pueblo. Todos nosotros jóvenes con las espaldas dobladas por el trabajo. Hambrientos. Con el alma temblorosa esperando la lluvia para el sembradío. Amenazados por los lobos. Heridos, tantas veces heridos por el trueno, la escasez, el miedo. Por la lengua mental y todo lo que cortaba, ¿cortaba o arrasaba la carne del alma? (esa no es la pregunta). Y sin embargo, hacia esas noches ásperas del antes-antes viajo. Me gusta volver a esas noches pretéritas, recordarlas.
Volvió un quebrantahuesos. ¿La hembra? Sí, el ave más pequeña de las dos, las más clara. La más fiel, la más constante se va y regresa aquí. Siempre. El macho no. El macho no siempre vuelve. Como yo que, a veces, tantas veces, muchas veces, demasiadas veces no estuve aquí. Como cuando lo de mi María y el (no) niño. Hoy tampoco estoy aquí, en este atardecer de montaña. Hoy estoy pero como si no estuviera: estoy recordando.
Toda la historia de este pueblo es hoy mi historia. Debería contarla para dejarla atrás o empujarla hacia adelante, hacia el precipicio donde se mueren las nubes, hacia el final del pueblo. El precipicio que mira en los ojos de los suicidas. Debería empujarla y ponerle una piedra encima, una lápida, y que le crezcan los pastos. Que la cubra el moho. Pero no voy a contarla porque yo odio las historias (mi historia, nuestra historia, la historia). Hilvanar las palabras, ¿hasta cuándo?
Cuándo, esa es la pregunta.
El quebrantahuesos desconoce la pregunta. Vuela y no la sabe. Los pastos no la pronuncian. Crecen. Las casas de piedra la no conocen. Resisten. Las nubes la ignoran. Se desplazan. Mi María no hablaba de esa pregunta. ¿Y el niño que apenas vivió tres días sin siquiera abrir los ojos? Ojos mudos.
Se perderá mi historia (nuestra historia), pero ¿cuándo? No sé. ¿Cómo? No sé. ¿Dónde? ¿Por qué? No sé.
Pero llegará el final. Contundente como el granizo sobre los campos.
El final, que es magma, y que es principio, esmegma. Siempre la historia es circular como el vuelo del quebrantahuesos, pero no en este caserío de montaña. Todos los que habían venido hasta estas casas de piedras (esmegma) se fueron yendo hacia la noche (son magma). Yo también iré hacia la noche, detrás de la noche, a por la noche bajando la montaña.
Iré solo.
¿Iré hacia ellos? ¿Hacia mi María, el (no) niño, hacia los otros? Hacia ellos bajaré. ¿Quién me llevará? ¿Quién bajará mi cuerpo dentro de la tierra, al corazón de la tierra, si estoy solo?
Mis ojos giran trescientos sesenta grados. Norte, sur, este, oeste, ¿de dónde llegará el rayo que me reclame?
Las casas de piedra, erguidas y agarradas al terreno, han resistido el trueno, la helada, los lobos. Ahora se borran los contornos de las casas en lo oscuro de esta noche sin luna que las
devora. La boca de la noche, la desdentada boca de la noche que se lo traga todo.
Se tragó a mi María y a nuestro niño, a las otras gentes. ¿Hace ya cuánto? ¿Cómo? Salieron de nuestra casa (la primera a la izquierda), no se movían: la noche los vino a buscar al caserío. De pronto, los pies fríos. Los pulmones y el corazón callados. Se fueron yendo: el niño primero, los ojos que nunca pudo abrir, los puños cerrados. No caminaban. Las médulas frías, las sienes frías, los labios azules.
Yo he besado el azul, he acariciado con estos dedos el color más triste.
Para siempre yo los vi irse bajo la tierra con estas pupilas sin pestañear, con estos ojos que no ven nada ahora. Los vi irse jóvenes (el niño nunca abrió los ojos, los ojos de mi niño para siempre encadenados al magma de la tierra). Los vi irse viejos, mujeres, hombres, buenos y malos. ¿Buenos y malos? (Qué más da: esa no es la pregunta). No tenían nada. Tenían penes, vaginas, mocos, cacas blandas. Tanto cansancio en las venas. Más dueños de sus dolores que de la muerte.
Antes, mis ojos veían lágrimas cuando la carne, cuando la carne del alma se cortaba, como cuando lo de mi María y el niño. María, la de los pechos llenos de leche. Humores blancos como el cielo del alba. Ahora mis ojos son esta opacidad del cristalino, humor vítreo de la ceguera. Apenas distinguen las nubes y los rapaces cuando vuelan en círculos bajos.
Oigo gritar a los quebrantahuesos. Las cabezas grises se confunden con las nubes.
Todo es nubes en este caserío de montaña. Se adivinan aún de noche: una tonelada de algodón blanco atragantada en la garganta del cielo. Y yo. ¿Yo cuándo, llaga de mi lengua, yo cuando veré a mi María y al niño?
Pero no voy a contar mi historia, nuestra historia. No habrá historia. Quedan y quedarán: casas de piedra, pastos crecidos, nubes sobre un caserío de montaña en una noche sin luna.
Un quebrantahuesos que grita. Ahora, dos. No dicen mi nombre. No todavía.
Todo lo que propicia el encuentro hacia abajo, hacia el corazón de la tierra (es magma) está inmóvil. Yo (esmegma), aún a la intemperie.
De: “La condición animal” (2016)
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