LA VUELTA MALA
La lancha salió apenas llegué al puerto. El día se demoraba, el sol empezaba tímidamente a lanzarse a la mañana con una luz pálida, distante e inútil. El hombre que me llevaba a la casa me había pedido salir temprano porque tenía otros compromisos. Recordé todos esos viajes de niña a la madrugada, con la luz tenue, el frío y la niebla. Desde aquel tiempo no había vuelto a las islas. Habían pasado muchos años, muchas cosas, pero nada parecía haber cambiado demasiado. La vegetación seguía creciendo compacta sobre el margen del río. La niebla de la mañana naciente cubría el agua como un manto fino. Daba la sensación de que el agua crecía hacia arriba, hasta transformarse en aire.
El río en el que estaba la casa era un poco peligroso. La corriente se intensificaba en esa parte porque muy cerca daba una vuelta. Si la corriente lograba arrastrarnos hasta la curva, era muy difícil salir. Valeria la llamaba “la vuelta mala”. Todo el tiempo el río empujaba hacia ese lugar, como si tuviera esa misión y toda su fuerza, constante y silenciosa, se concentrara en ella. Había que estar en continua lucha con él. A mí eso me gustaba. Me hacía sentir que estaba ante algo que no me trataba como a una niña, que no era condescendiente.
Valeria era mi amiga del colegio y su familia era dueña de la casa. Entre los 11 y los 13 años solía ir con ellos a pasar el fin de semana.
En el jardín había muchas plantas. La primera vez que fui, Valeria me mostró cada una. La señalaba y me decía su nombre, también me decía lo que daba, la flor, el fruto. Era el fin del otoño y muchas veces yo sólo veía ramas peladas. Eso me producía mucha ansiedad. Cada vez que señalaba una planta o una rama, después de decirme el nombre, señalaba otra rama, en ese mismo lugar, y me decía otro nombre. Esto es una morera, esto es un pecán. Las ramas se diferenciaban ligeramente para mí. En la escuela la profesora nos decía que la naturaleza fértil era desbordante, que todo crecía fácilmente, pero lo que me sorprendió de lo que me había mostrado Valeria era la superposición. En cada planta crecía otra. Nunca había una planta sola. A veces había tres o cuatro. Todas se entremezclaban, se asfixiaban y competían por el mismo pedazo de tierra y por la luz del sol. Había que luchar constantemente para contener ese crecimiento aberrante.
Me acuerdo de que después de ese recorrido apareció Pedro, el hermano de Valeria. Le colgaba baba de la boca y le salían mocos por la nariz. Venía del monte de atrás y parecía contento porque hacía un ruido similar a una risa. Después Valeria me explicó que era de miedo. Tenía las piernas desnudas llenas de rasguños por las ramas bajas con espinas. Al parecer había visto un bicho o escuchado un ruido, pero también podía ser que simplemente hubiera visto la casa desde el monte. La casa desde el monte daba miedo. Se veía la parte trasera, que estaba desprolija y despintada, y que no se correspondía con la belleza y la delicadeza del frente. De cara al monte la casa parecía abandonada, como si estuviera en cierta sintonía con él, con el crecimiento caótico y descontrolado de la vegetación, en un diálogo íntimo y secreto. Verla de ese lado daba la sensación de estar espiando su cara oculta.
El estruendo de lanchas en una dirección y en otra todavía no había empezado plenamente. Íbamos casi solos en ese día que comenzaba. La niebla empezaba a disiparse y dejaba ver con más claridad la costa. Los colores se volvían más intensos, menos grises. Había pasado de niña muchas veces por esos mismos lugares en las diferentes estaciones, y los cambios en el paisaje se percibían especialmente en la nitidez de la naturaleza, en los contornos y en los colores. Había cierta irrealidad en el invierno, cierto desaparecer de las cosas y de los sonidos, que daba la sensación de que no estuvieran enteramente ahí, hasta que la primavera los traía nuevamente y se iban volviendo contundentes y desbordantes, cansados de tanta ausencia y levedad. Con el verano todo se volvía tan denso y saturado, que uno podía sentirse abrumado por tanta presencia.
Un verano caí en “la vuelta mala”. Estuve nadando un largo rato para mantenerme en el mismo lugar y no ser arrastrada más allá. No había nadie cerca y no tenía forma de pedir ayuda. Los padres de Valeria nunca estaban vigilando que no fuéramos para ese lado del río ni para ningún otro lado. Nosotras ya sabíamos del peligro y era nuestra responsabilidad cuidarnos de él. También era nuestra responsabilidad cuidar de Pedro, porque según los padres él no comprendía el peligro. A mí me parecía, sin embargo, que Pedro conocía muy bien los peligros.
Salí gracias a que una lancha pasó a toda velocidad e hizo olas que me ayudaron a llegar a la costa. Estaba muerta de miedo, casi sin aire. Nunca les conté a los padres de Valeria que estuve a punto de ahogarme. Tenía miedo de que no me dejaran meterme en el río por no saber cuidar de mí misma.
El papá de Valeria era tartamudo. Le gustaba contar historias largas que se hacían más largas por su tartamudez. Yo sufría un poco por él y cuando terminaba de hablar quedaba agotada. Una vez en la cena nos contó una anécdota de cuando era chico. Estaba particularmente trabado y yo quise ayudarlo un poco. Le terminaba las palabras en las que se quedaba atascado, a veces le decía la frase completa que suponía que iba a decir para agilizar el relato. En un momento el padre se hartó y me dijo: Conozco perfectamente las palabras que tengo que decir, gracias. Dijo la frase sin tartamudear en lo más mínimo. Me quedé muda del asombro. Valeria me contó después que cuando se enojaba, curiosamente, no tartamudeaba.
Una vez en el colegio Valeria me mostró una foto. Al principio me pareció normal y sonreí. Era la casa de Tigre. Ella me había alcanzado la foto sin decir nada. Al rato me di cuenta de que había algo extraño. La casa era la misma, no había dudas, pero el lugar era diferente. Toda la vegetación que había alrededor era distinta, los árboles eran más altos y había menos plantas y flores. Después vi que en vez del río había un camino de tierra. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue que había sido transportada desde ese lugar hasta Tigre y que la habían implantado en medio del jardín. Puse cara de asombro y Valeria se echó a reír. Había encontrado por casualidad esa foto en una revista. Era una réplica de su casa, y la guardaba como un tesoro extraño. Me quedé viendo la foto para encontrar alguna diferencia, pero lo único que podía hacer era confirmar el parecido. Al cabo de un rato me pareció ver la figura de un hombre que se asomaba por la puerta entreabierta. Apenas se distinguía una mancha con zonas grises más claras. Al principio no se lo veía, pero después de un tiempo aparecía su figura. Era como si la foto tuviera movimiento y en un momento el hombre abriera la puerta.
Miré el río. Ya no quedaban rastros de la niebla. El sol resplandecía en el cielo y dejaba reflejos dorados en el agua. Era un hermoso día de finales de otoño, de un azul limpio y transparente. Empezaba a haber más movimiento. Algunas lanchas que iban más rápido que nosotros nos pasaban a los saltos, se cruzaban. En un momento se generó una ola que nos mojó a mí y al conductor. Fue una sensación violenta.
Estaba ansiosa por ver la casa y el jardín. La vegetación de la costa daba la idea de un mundo constante, como si todo se hubiera mantenido al resguardo del tiempo. Parecía un lugar al que volver siempre. Siempre hermoso, siempre extraordinario. Nunca en mi vida al volver a un lugar lo había sentido igual, había sido decepcionante, más pequeño, más insignificante, pero eso no me pasaba con lo que iba viendo a los lados de la lancha. La vegetación y el agua marrón escondían todo vestigio de cambio. Aunque en el puerto había sentido un penetrante olor a agua sucia, a nafta, a pescado muerto, que no recordaba.
Mi propia vida no se había dado en un tiempo continuo, había transcurrido en saltos abruptos que hacían imposible la idea de permanencia. Yo misma me sentía ajena a otros momentos de mi vida. Las cosas no habían salido como yo habría querido, como había imaginado. ¿Cómo imaginar una vida? Había pensado que volver al Tigre, después de tanto tiempo, sería una pausa en mi tortuoso presente y me daría la posibilidad de hacer un cambio, de encontrar una salida, pero a medida que avanzaba se iba convirtiendo en algo distinto: un regreso a un tiempo que creía perdido.
Después de ver aquella foto la casa se volvió algo más fantasmal. Ya sabía que era una réplica exacta de otra que estaba en otra parte. No sé por qué pensaba que la otra era la original. Nunca pensé que podría haber más de dos. En mi mente eran sólo dos, gemelas, separadas geográficamente pero conectadas por la simetría, por el diseño. Lo único diferente era ese hombre que asomaba desde las sombras. Me obsesioné con esa imagen borrosa y siniestra. Me parecía que con esa puerta que se abría se fugaba un secreto, algo horrible que había pasado ahí adentro. Una vez, caminando por el monte al atardecer, le pregunté a Valeria de la nada: ¿Nunca pensaste que el espíritu del hombre de la foto vive en esta casa? Valeria se paró en seco y me dijo: Siempre. Nos quedamos las dos en silencio, mirándonos, impactadas. De esa parálisis nos rescató Pedro, que empezó a berrear como loco.
La madre de Valeria parecía estar en otro mundo, pero siempre tenía todo listo para la comida. No se pasaba a través de su comida como a través de algo rutinario. Cada plato tenía un sabor especial, que parecía irrepetible. Los preparaba como si realmente le importara lo que íbamos a sentir al comerlos. Y sin embargo, cuando le contábamos nuestras aventuras en el parque o en el río parecía estar pensando en otra cosa. Ponía siempre cara de sorpresa y después asentía rítmicamente con la cabeza, como si finalmente la sorpresa no fuera para tanto. Sólo prestaba atención cuando se trataba de Pedro.
Valeria y yo íbamos y veníamos por el parque. Nos lastimábamos todo el tiempo, nos embarrábamos. Mirábamos el río correr y llevarse cosas. Observábamos bichos y pájaros. Ella tenía un libro de pájaros que a mí me encantaba. Tenía las imágenes y algunos rasgos de su comportamiento. Jugábamos a identificarlos y competíamos a ver quién lo hacía primero. Muchas veces yo decía cualquier nombre, con tal de decir algo. Valeria, en cambio, siempre decía el nombre correcto.
Una vez le conté que había visto un perro abandonado en una plaza en Buenos Aires. Era un perro muy lindo, de raza, y me había impactado que lo hubieran abandonado siendo tan lindo. Le conté que el perro había estado todo el día atado a un árbol. Inmediatamente Valeria me preguntó: ¿A qué árbol? Yo no supe qué responderle. No había prestado atención al árbol, y, de todas maneras, seguramente no habría podido saber qué árbol era. Hasta ese momento no había pensado en la importancia de ese dato en el asunto, pero después de la pregunta de Valeria se volvió central, una parte de la historia que yo desconocía por completo. A partir de entonces cada vez que le contaba algo, tenía la sensación de que ella me señalaría datos fundamentales de la historia que yo había dejado de lado; así que cada vez le contaba más detalles. Entonces Valeria se distraía. Me escuchaba como lo hacía su madre, con cara de leve asombro y asintiendo con la cabeza. A mí eso me exasperaba. Una vez no pude más y le dije: Me contestás igual que tu mamá, ¿no ves? No me dijo nada pero me miró con cara de reproche contenido.
No sé por qué yo me sentía con tanto derecho como ella de recibir la atención de su madre. Valeria y yo nos habíamos convertido en un bloque indiferenciado; o más bien, yo trataba de convertirme en un bloque indiferenciado de ella. Creía que así podría entrar a su familia como una más. En la casa de Valeria se sentaban a comer todos juntos, para mí eso era una novedad. En mi casa comíamos en lugares distintos y a horas diferentes. Y ante cada plato que cocinaba la madre siempre pensaba, casi con éxtasis, que ese era el mejor de todos los que había probado. Mientras comía despacio, deteniéndome en cada bocado, me decía para adentro como si fuera un rezo: Quiero comer esto por el resto de mi vida, por el resto de mi vida.
El padre a veces tomaba una copita de vino. Me daban ganas de probarlo, pero sabía que era muy chica para eso y que, si se lo decía, me mirarían mal. Con el vino se ponía más tartamudo y, a la vez, más hablador. Nos contó que le había comprado la casa a un extranjero que quería volver a su pueblo. Valeria y yo nos miramos con cara de asombro. Enseguida entendimos lo que pensaba la otra. Estábamos seguras de que se trataba del dueño de la otra casa, el hombre de la foto. Valeria le preguntó si él la había construido. El padre no se acordaba pero creía que sí. Le parecía que había dejado a su familia allá en su país y no la había visto nunca más.
—¿Y si mató a alguien? –pregunté de pronto.
Valeria se puso tensa. Mi comentario no le gustó nada. Nosotras nunca hablábamos con sus padres de la foto ni de nuestras ideas sobre la casa. Considerábamos que ellos no entenderían ni aportarían nada. Era nuestro mundo y ellos no tenían nada que hacer en él.
El padre contestó:
—¡Qué imaginación! Habrá venido a trabajar y extrañaba a su familia.
Esa noche se desató una tormenta y se cortó la luz. Llovía a cántaros y las gotas chocaban en las chapas del techo haciendo un ruido ensordecedor. La oscuridad era total pero cada tanto los rayos iluminaban todo. Eran como explosiones que dispararan una claridad brutal sobre los objetos.
El viaje se me estaba haciendo muy largo y no tenía con quién conversar. Necesitaba contar lo que había vivido en ese lugar y lo que, a medida que lo atravesábamos, volvía a mi memoria, como si mi niñez hubiera anidado en sus árboles o crecido junto con sus hojas y flores en cada estación que recomenzaba, permaneciendo, regenerándose. Todos estos años había evitado recordar, pero ahora que nos acercábamos a la casa me reconocía dispuesta a reencontrarme con ese pasado.
La madre había empezado a responsabilizarnos por los llantos y los gritos de Pedro. Nos retaba duramente. Nuestra conexión le parecía un problema. Creo que sentía que eso nos llevaría a no ocuparnos tanto de él.
Una vez que Pedro se lastimó por haber ido al monte, la madre de Valeria la retó muy fuerte y no la dejó cenar. Era nuestra tarea cuidar de Pedro. En solidaridad con ella, yo tampoco cené. Supongo que eso era lo que la madre de Valeria esperaba que hiciera, porque si bien no se sentía con derecho a retarme a mí, yo sabía que en el fondo me consideraba la culpable de todo. Esa noche estuve lamentándome por la deliciosa comida que me había perdido. Al día siguiente tuvimos que estar pendientes de Pedro y prácticamente no pudimos hacer nada. Valeria se sentía culpable por no haber cuidado de su hermano. No sos su niñera, le dije de pronto. Ella no me contestó pero se quedó mirándome seria, con un silencio triste.
Recuerdo un invierno en el que hubo una ola polar y hacía temperaturas bajo cero. El frío se sentía dentro del cuerpo y no había con qué sacarlo. Llevábamos puestos los guantes y la bufanda tanto dentro como fuera de la casa. Pasábamos de tomar sopa a tomar té o chocolate caliente. Era difícil sentir los dedos de las manos. Pedro temblaba y lloraba de frío. A la noche se levantó niebla y todo adquirió un aspecto irreal. La madre se preocupó mucho por él y decidió darle más frazadas. No sé por qué pensó que nosotras sufriríamos menos el frío. La noche fue una pesadilla. Tenía la nariz y la cara congeladas. Me hacía un bollo dentro de las frazadas pero no era suficiente para calentarme. Era como si entre el cuerpo y las frazadas se hubiera depositado una capa de hielo que impedía que el calor la traspasara. En un momento le pregunté a Valeria si tenía frío y ella me dijo que sí, pero que pronto amanecería y empezaría a calentar un poco. Me sorprendía ver cómo Valeria aceptaba su suerte. En cierto sentido todo ese trato preferencial hacia Pedro le parecía justo, como un castigo que ella debía soportar por no ser como él. Esperé el amanecer como a la salvación. Recién entrada la mañana empecé a sentir el calor y caí dormida. Ese día los padres de Valeria decidieron que nos iríamos porque el frío le iba a hacer mal a Pedro.
Tomamos por un canal que quedaba cerca del río en el que estaba la casa. Faltarían unos pocos minutos más para llegar. El conductor me lo confirmó cuando le pregunté. Sentí un ligero mareo. La proximidad de la casa me producía una mezcla de ansiedad y de temor. Quería llegar pero a medida que nos acercábamos mi ánimo se enrarecía. El día irradiaba luz como si quisiera mostrar la belleza del paisaje en todo su esplendor. La lancha bajaba la velocidad cada tanto para pasar una ola con suavidad. Miraba instintivamente a las personas sentadas en los muelles mientras las dejábamos atrás. Levantaban la cabeza y me miraban como si estuviera en otro mundo, ajeno y provisorio, en tránsito y no detenido como el de ellos, en el que se sentaban a contemplar el paso del río, la evolución de la luz en el paisaje, el suave ondular del viento en las hojas y en las ramas peladas de los sauces, el ruido de los pájaros en un ir y venir renovado y constante.
Pedro empezó a berrear más seguido. Había algo que le daba miedo y no sabíamos qué era. Cada vez que lloraba, la madre gritaba: ¡Valeria! Y Valeria dejaba todo lo que estuviera haciendo para ir con él. Eso me molestaba. Se hacía muy difícil hacer cualquier cosa y nosotras queríamos conversar. Había unos chicos que nos gustaban de la escuela y hablábamos todo el tiempo de ellos. Llevábamos a Pedro con nosotras y le decíamos algo cada tanto para tenerlo más tranquilo.
Una noche Valeria quiso que hiciéramos una excursión por el monte. A mí me daba un poco de miedo y traté de convencerla de que no fuéramos, pero ella insistió. Tuvimos que ir con Pedro. Él caminaba unos pasos y de pronto se detenía, se sentaba en el suelo y se quedaba ahí mirando la tierra, jugando con las ramas. De pronto se levantaba y se largaba a correr desaforado. Teníamos que perseguirlo. Pasar de la quietud al movimiento descontrolado lo llevaba a caerse. Había algo en Pedro que no le permitía poner los brazos para protegerse de la caída y daba de lleno con la cabeza en el barro. Entonces gritaba y se enojaba con nosotras. Yo tenía ganas de decirle que él era la propia causa de su sufrimiento, pero Valeria se preocupaba por él y revisaba que no tuviera nada serio. Al cabo de un rato se ponía nuevamente a caminar; dos pasos más adelante se sentaba en el suelo otra vez y no había forma de hacerlo avanzar. El tiempo con él no parecía ser lineal. Hacía lo que él quería, cuando quería, y lo hacía una y otra vez. Era el único de la familia que hacía lo que quería sin preocuparse por los demás.
La madre de Valeria leía mucho. Por lo general se sentaba en el jardín con un libro en la mano y el mate en el pasto, pegado a su pierna. Leía horas enteras. Tenía una mesita al lado con una pila de libros, que cada tanto intercambiaba. El padre estaba del otro lado, o más bien la silla del padre, pero él iba y venía. A veces leía junto con la madre. Otras veces se iba a visitar a un vecino que tenía televisión y miraban los partidos, mientras que la madre permanecía ahí, sentada con la misma postura, eterna, como el paisaje. La posición del sol cambiaba en el cielo sobre su figura estática. Sin embargo, cada tanto yo echaba una mirada en esa dirección y veía las dos sillas vacías. Tiempo después volvía a mirar y la madre estaba nuevamente sentada como si nunca se hubiera movido. Parecía una luz que solo de vez en cuando parpadea.
Pedro nunca estaba al lado de la madre. Vagaba solo por el parque o por el monte, o estaba con nosotras. Le costaba quedarse quieto en un lugar. Con el tiempo se había puesto más demandante y más peligroso. Se accidentaba con más frecuencia y después la madre de Valeria nos retaba. Una tarde corrió por el muelle con tanta fuerza que al tocarme me tiró al agua. Yo estaba vestida porque hacía frío. Sentí el agua helada como si me clavaran pequeñas agujas. Pedro se asustó y empezó a llorar a los gritos. La madre de Valeria lo consoló como si le hubiera pasado algo a él.
El agua crecía cada tanto y cubría todo el jardín. A veces se iba a la mañana siguiente pero otras veces se quedaba estacionada ahí y era imposible salir de la casa. Un fin de semana nos quedamos encerrados, rodeados de agua por todos lados. No sabíamos qué hacer. Llegó un momento en el que no podíamos tirar la cadena del baño porque corríamos el riesgo de que el agua empezara a salir por el inodoro. Con la crecida las cañerías no podían desagotar. A pesar de todo la madre de Valeria se puso a leer como si nada. El agua no le afectaba. Se sentaba en el sillón de la sala con sus libros apilados al lado. Siempre tenía varios, como amigos que la acompañaban. Pedro estaba bastante molesto, gritaba y pataleaba. En eso se parecía al padre de Valeria, necesitaba moverse, ir de acá para allá. El padre de Valeria tampoco podía con su alma, se movía de un lado a otro, no poder pasear era insoportable para él. En un momento no aguantó más y salió con el agua hasta la cintura. Se fue haciendo de noche y no volvía. El agua seguía sin bajar y se formaban corrientes en el jardín que transportaban troncos, botellas, camalotes. La madre estaba muy preocupada. Cada tanto dejaba el libro y se asomaba por la ventana o salía a mirar desde la galería. Todo era una gran laguna oscura. Yo tuve miedo de que nos mandara a buscarlo. Finalmente, a la hora de la comida apareció. Muchas veces no se sabía dónde se había metido, siempre se iba sin anunciarlo, pero a la hora de la comida indefectiblemente volvía. De pronto estaba ahí, rondando la mesa. Respetaba esa hora como una cita insoslayable que estructurara su día en momentos muy definidos, aunque no tenía reloj. Eso era para mí la muestra de una conexión entre los padres que se daba por debajo de lo visible. Me hacía sentir que la familia de Valeria era una familia de verdad.
Una tarde Pedro desapareció. Valeria y yo lo llamamos por los alrededores pero no contestaba. Nos separamos para buscarlo. Yo fui para el monte y Valeria para el jardín del vecino. Me interné en una zona que se fue haciendo cada vez más espesa y húmeda. Anduve caminando unos cuantos minutos, esquivando troncos caídos y saltando charcos de agua hasta que escuché ruido de pasos y seguí en esa dirección, más profundo en el monte. Podía ser un cuis pero estaba segura de que era él. Se iba oscureciendo a medida que avanzaba por la espesura de los álamos, los sauces y los ligustros que entrecruzaban sus copas en lo alto, ocultando el cielo. Las ramas ocupaban el espacio en diferentes niveles, adueñándose de todo ese mundo, algunas me golpeaban en la cabeza y otras en las piernas, y me raspaban. Me ayudaba con los brazos y las manos para apartar las que se me venían contra la cabeza, con movimientos firmes y sostenidos; partía las que podía con la esperanza inútil de dejar más transitable el terreno. Más de una vez estuve a punto de caer y me salpiqué de barro las piernas y la cara en el intento torpe y brusco de no perder el equilibrio. Mis pasos resonaban, chapoteando, y si bien escuchaba ruidos por todas partes, y trataba de seguir los que me parecían humanos, el sonido de mis propios pasos los atenuaba y los confundía. Por momentos alcanzaba claros donde la luz podía entrar un poco más. Me detenía en ellos y miraba alrededor para decidir qué camino seguir.
Un poco más tarde Pedro gritó. Fue un grito desgarrador. Valeria llegó después que yo. Tenía sangre, que le chorreaba por la cara y le recorría el cuerpo. Gritaba algo que no podíamos entender. Salimos del monte. Los padres de Valeria vinieron corriendo y cuando lo vieron así se desesperaron. El padre fue corriendo a llamar a la lancha ambulancia y la madre se puso pálida y lo abrazó temblando, manchándose de sangre la ropa. Lo abrazaba con fuerza mientras le decía las palabras más cariñosas que le oí decir nunca: Pedrito, corazón mío, mi angelito. Después se lo llevó corriendo a la casa para lavarlo. Pedro gritaba y repetía una palabra incomprensible. Valeria y yo los seguimos corriendo detrás. En un momento se dio vuelta y me miró. Señalándome exclamó a los gritos: ¿Po’ qué? Yo me paré en seco. La madre de Valeria y Valeria me miraron con horror. Se alejaron unos pasos de mí. Valeria se quedó mirando las manchas de sangre que yo tenía en la ropa. Después se metieron los tres dentro de la casa. Yo me quedé quieta en el lugar, no me animé a seguirlas.
La lancha ambulancia llegó unos minutos más tarde. Se llevaron a Pedro al hospital que estaba en un río cercano. Nos enteramos después de que lo habían tenido que trasladar al continente porque el médico no estaba y había que darle unos puntos en la cabeza. La madre fue con él y el padre se quedó con nosotras. No se acercaba a mí y se mantuvo correcto pero distante.
El tiempo que transcurrió hasta que nos fuimos de la casa fue eterno. Valeria me evitaba y no me podía mirar a los ojos. Yo estaba desencajada y todo me parecía irreal. Ellos se habían vuelto un bloque compacto y cerrado, y yo estaba afuera. Nadie dudó ni por un instante de mi responsabilidad.
Tiempo después pensé que quizás ese quiebre no había sido más que la culminación de una serie de desencuentros previos que habían estado formándose de manera imperceptible. Nunca más pude hablar con Valeria. Ella nunca consideró necesario preguntarme o pedirme explicaciones y yo siempre tuve temor de acercarme. Tampoco sabía qué decirle. Directamente era como si fuéramos de especies distintas.
A veces la veía a la salida del colegio con Pedro y con su madre que habían ido a buscarla. La madre tampoco me miraba. El único que me miraba era Pedro, y se ponía a berrear.
Alcé mi vista y vi que estábamos llegando a la casa. Desde lejos, detrás de unas palmeras, la reconocí. Parecía intacta, extendida hacia el cielo, con sus techos altos y sus ventanas alargadas; erguida sobre sus pilotes de quebracho. El hombre que manejaba la lancha me la señaló:
—Esa que está allá es la casita. Vas a ver que tiene una estructura muy noble, como las típicas casitas de río. Y para ser tan vieja está bastante bien conservada. Ya vas a darte cuenta de que el precio que piden por ella no es caro.
—Pero se ve un poco descuidada. ¿Creés que se pueda discutir el precio? –dije para decir algo.
—Sí, claro, siempre se puede discutir. Desde que murieron sus padres la dueña está ansiosa por venderla.
Al acercarnos pude verla mejor. Estaba con las ventanas abiertas y oscura por dentro. Por el hueco de las ventanas no se podía ver nada, como si fuera la abertura de una caverna que resguarda su interior. El hombre amarró la lancha y bajamos. Cuando caminábamos hacia la casa por el jardín vi que la puerta se abría lentamente. Me quedé paralizada. No se distinguía nada hacia adentro. En un momento se escuchó un grito desesperado que venía de la casa. Empecé a caminar hacia atrás, hacia el muelle, con intenciones de saltar a la lancha, o al río. El hombre se acercó a la puerta casi corriendo y cuando se asomó me gritó con voz potente:
—No te asustes.
Se acercó rápidamente hasta el muelle y me comentó en voz baja:
—Es el hermano de la dueña; cada tanto lo traen. Grita mucho pero es inofensivo.
Retomamos el camino hacia la casa. Ligeramente detrás del hombre fui acercándome a la puerta con una mezcla de emoción, de ansiedad y de miedo.
De: “Señora Planta” (2016)
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