CEREMONIA ÍNTIMA
El riachuelo era de papel de plata, la diligencia de palillos y corcho, la hierba verde de fideos pintados y los muñecos de plástico. Lo único auténtico era el juez, pues aunque jubilado, el abuelo se había dedicado toda su vida a administrar justicia.
Nos disponíamos a casar a Caperucita Roja con Spiderman en una ceremonia íntima. La abuelita y el lobo estaban invitados y también los tres cerditos. El abuelo comenzó con las formalidades y leyó despacio los primeros preceptos que dictamina la Ley, pero antes de acabar, Billy el niño, que siempre había estado enamorado de la bella muchacha del bosque, se escapó de la caja de juguetes, apareció pistola en mano delante del abuelo y le dijo: “suelte inmediatamente el Código Civil o le meto una bala entre ceja y ceja”. Tuvimos que suspender la boda.
Nos disponíamos a casar a Caperucita Roja con Spiderman en una ceremonia íntima. La abuelita y el lobo estaban invitados y también los tres cerditos. El abuelo comenzó con las formalidades y leyó despacio los primeros preceptos que dictamina la Ley, pero antes de acabar, Billy el niño, que siempre había estado enamorado de la bella muchacha del bosque, se escapó de la caja de juguetes, apareció pistola en mano delante del abuelo y le dijo: “suelte inmediatamente el Código Civil o le meto una bala entre ceja y ceja”. Tuvimos que suspender la boda.
A VISTA DE PÁJARO
“Me contaron del éxito de tus expediciones y no sabes cuánto me alegré. Desde muy pequeño mostraste una firme claridad de ideas. Recuerdo que a los cinco años ya te subiste a la mesa de la profesora de religión, y acabó levantándote el castigo cuando le explicaste que querías tocar el cielo. Después fueron las cabinas telefónicas, alguna farola, el techo de un autobús de dos pisos, incluso el campanario de la iglesia. Todos te consideraron un loco, un pirado que quería estar por encima de los hombres, caprichoso y rebelde. Todos menos yo, que siempre supe verte las alas. Cuando alcanzaste tu primera cima, una pequeña montaña de apenas seiscientos metros, me invitaste a salir. Teníamos dieciséis años. Estrené ropa y zapatos de tacón y por primera vez maquillé mis mejillas y puse color a mis párpados apagados pero no te diste cuenta, sólo cuando al llegar al campo me reprochaste que llevara tacones para pisar la hierba. Entonces me pediste que cerrara los ojos, “son más azules por fuera que por dentro”, comentaste burlón. Te obedecí ruborizada, y los cerré con tanta fuerza que me temblaron las pestañas, esperaba un beso, con los labios entreabiertos y el corazón al galope, pero en su lugar me cogiste de la mano y me guiaste unos pasos hacia delante. “Ábrelos ahora”, susurraste de pronto. El sol, como una bola de fuego, se escondía despacio tras la montaña en el único momento del día que nos permite mirarlo de frente y dibujaba, anaranjados, los contornos de los árboles como un pintor impresionista. Entonces comprendí que eras libre, que tu horizonte era diferente a la fina línea que todos vemos y me aparté.
No tardaste en marcharte del pueblo, fiel a tu sueño, y yo te seguí en la distancia, sin que lo supieras. Me contaron que cruzaste el océano para recorrer Chile y Argentina, siempre a vista de pájaro, que estuviste por Europa, y que finalmente, con poco más de veinte años, llegaste al Himalaya. Tú, el niño pequeño que trepaba ilusionado por todos los muebles de la casa, el chaval solitario que perdía las horas tumbado sobre la hierba observando la puesta de sol, has coronado la cima del Everest, y aunque ya no puedas venir a contármelo sé que has sido, en la Tierra, el hombre más feliz de las nubes”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario