Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

jueves, 3 de octubre de 2013

PARA COMPARTIR: FERNANDA GARCÍA CURTEN (Buenos Aires, 1968)

LA NOCHE DESDE AFUERA

Él jamás le había hablado de una hermana.
Cuando tres días después de casarse Lucía entró en la cocina y vio a una mujer desayunando en enaguas corrió a buscar a su esposo que ya estaba en la puerta de calle, listo para salir.
-Hay una mujer desnuda en la cocina –le reclamó.
-No te preocupes –dijo él sin alterarse-, es mi hermana Merced.
Dejó un beso breve en su frente azorada y se alejó por la calle arbolada de tilos.
Lucía empezaba a notar que al mirarse en el espejo de la sala o en el del tocador, la única presencia extraña recortada sobre aquel cargado paisaje doméstico parecía ser ella misma. Y cuanto más lo notaba más necesitaba ir y mirarse para comprobar. Era como si a cada paso cada sector de la casa fuera cerrándose, mostrando el revés, conduciéndola por corredores laterales y desvanes, sin dejarla acceder a la casa verdadera. Aunque en apariencia pudiera estar tranquilamente sentada en el comedor o recostada en la cama de la habitación principal o subir los pies cuanto quisiera sobre el sillón de la sala, era como si la casa se resistiera. Lucía no podía dejar de ver ese aspecto maltrecho de ciertos rincones vacíos donde había siempre un revoque caído, una costra de humedad. Pasaban los días pero la casa era grande y siempre acababa perdida; se topaba con el caparazón de algún baúl en el camino o con la misma puerta condenada. Había por todas partes aquel mobiliario hostil. Armarios tapiados de libros, objetos que no conocía se alzaban oscureciéndolo todo como ídolos resucitados.
Era probable, pensaba, que fuese aún demasiado chica para haberse casado con Mauricio, demasiado débil para ser ama y señora de una casa semejante. Se sentía tan ajena e inerme entre sus paredes como un pájaro en el desierto. Prefería encontrar algún rincón en el patio, lejos, junto a las flores, donde ir a sentarse y respirar.
Su cuñada, en cambio, podía recorrer la casa cuanto quisiera. Andaba por las habitaciones sin rumbo fijo, caprichosamente, como si paseara, siempre a medio vestir, con esa enagua descolorida y el cabello suelto. Daba la impresión de ir dejando un rastro íntimo, algo como la estela brillante y silenciosa que deja un caracol. Lucía, inmóvil, la miraba pasar. Sentía una especie de miedo racial por aquella piel que lindaba con lo violáceo. Intentaba mimetizarse con los objetos para espiarla, pero la casa la dejaba siempre al descubierto. De a poco aprendió a agazaparse y cuando la presentía llegar se ocultaba detrás de un sillón o debajo de una mesa. Porque no podía ignorarla. Tenía que mirarla inevitablemente ya que Merced, a pesar de su aspecto, estaba al borde de la belleza o de algo más, no sabía bien qué, de aquello que causaba ese vértigo feroz de mirarla. La hipnotizaba ese pelo negro y desgreñado, los ojos turbios, su majestad de sonámbula. La sola idea de que Mauricio pudiera sentir una fascinación similar por su propia hermana casi la horrorizaba. Aquella mujer era, pensaba Lucía, una especie de fenómeno natural de la casa. Sin embargo, de tanto en tanto, desaparecía durante días. Cuando imaginaba que pudiera haberse ido, haber muerto, o que sencillamente se la había tragado la tierra ella volvía a aparecer, con ese semblante algo violáceo. Casi desnuda salía de su cuarto y caminaba hasta el baño donde luego se oía correr el agua durante horas.
Había oído a Mauricio, una vez, hacer referencia a cierto problema de su hermana. Por algún motivo, cuando Lucía intentó averiguar algo más, él no había querido seguir hablando. Qué clase de secreto guardaba él, de otra mujer, que no pudiera compartir con su propia esposa, pensaba con indignación. Extirparla de la casa, se dijo. Si lograra hacerlo, quizá, la casa la aceptaría por fin.
Otro asunto que la desanimaba era no encontrar los objetos en su lugar habitual. Cosas que se pierden durante un tiempo y luego se las encuentra en sitios insólitos. El frasco del azúcar en el canasto de la ropa sucia o atrás de alguna puerta.
Una tarde los vio a través de una ventana, en el patio. Vio a Mauricio y a Merced, sentados junto a los malvones. Merced hacía dibujos en la tierra con la punta de su pie descalzo; hablaba sin mirarlo. Mauricio parecía escucharla y luego le respondía alguna cosa. De pronto sintió un golpe en el corazón aunque era quizá una ilusión provocada por el vidrio de la ventana que su propia respiración empezaba a empañar, o un mero efecto de la distancia porque mientras ellos hablaban tuvo la impresión de que sus cuerpos se estaban rozando.
Para expulsarla, para desterrarla de su vida debía saber más de Merced, conocer su secreto. Esperaría la siguiente reclusión y abriría por sorpresa la puerta de aquel cuarto. Un mes después, una tarde, cuando sospechó que ya estaría haciendo nido otra vez, silenciosa como un topo, se acercó y, muy despacio, abrió la puerta. Ella estaba allí, tendida boca arriba en su cama. Pero lo primero que Lucía vio no fue el cuerpo de Merced sino aquello que al principio no pudo reconocer aunque se trataba de algo familiar. Un terrón de azúcar impregnado de sangre rodó por la sábana hasta desintegrarse en el suelo. Sangraba por todo el cuerpo; con una sangre opaca, casi negra, como la de las imágenes de cera de la capilla. Las gotitas brotaban como lágrimas de sus ojos, le salían por la nariz, por la comisura de los labios, por las raíces del pelo, por debajo de las uñas, por los pezones oscuros. Teñida en su propia sangre, era como un animal echado, desollado vivo. Aturdida, Lucía recordó haberla visto pasar alguna vez con un pañuelo inmundo apretado sobre la boca. Y ahora la veía tantear en la mesita de luz, su mano buscando el frasco; se echaba cucharaditas de azúcar sobre los ojos, sobre la frente, un surco de azúcar nueva como una delicada corona de sangre cristalizada. Retrocedió y cerró la puerta desde afuera. Necesitó apoyarse un instante en la pared del pasillo pero al hacerlo su espalda se contrajo de asco y soltó inmediatamente el picaporte de esa puerta infame. Era esto lo que había estado sucediendo, cada vez, allí dentro, el secreto que engendraba la casa como su más preciado tesoro.
Despertó en una habitación abstracta.
Poco a poco Lucía reconoció por encima de su cabeza la moldura de la cama matrimonial. Era su propia habitación y era de noche. Oyó voces lejos, en el comedor. Una era la voz de su esposo, y luego un rumor apagado que parecía venir agitándose por los pasillos como el jadeo magnificado de un gusano. Apenas podía recordar unos brazos fuertes que la habían cargado hasta la cama, los botones de una camisa conocida, una mano oscura sujetándole las piernas. De golpe tuvo la visión clara de esa mano repugnante, la mano de Merced. Ellos la habían traído hasta allí, la habían arrumbado en la penumbra de esta habitación mientras cenaban al otro lado de la casa, en el comedor iluminado. La casa es ella, piensa. Estaban hechas de lo mismo, la casa y Merced. Cada cuarto, cada mueble tenía el color y el olor del cuerpo de Merced. Merced era vergüenza y prodigio de esta casa y ella, Lucía, algo como una perla maldita. Debía levantarse, salir de la sombra, andar y andar bajo esos techos y encender la luz de todos los cuartos hasta ser reconocida. Con un solo impulso saltó de la cama y acechó detrás de los muebles. Subió y bajó escaleras. Como un animal subterráneo gateó dentro de los grandes armarios, restregó su cuerpo contra las paredes. Sin saber cómo fue deslizándose hacia el patio, confundiéndose con la oscuridad. Ahora los mira desde allí. A través de las ventanas los ve andar por la casa. Ve a Mauricio y a Merced, sentados a la mesa, comiendo. Afuera, la noche se ha puesto cóncava y un rocío de muerte arrasa la frescura de las flores. Lucía golpea los vidrios. Adentro no oyen sus golpes.

Las luces de toda la casa están encendidas.

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