AL SÉPTIMO DÍA
Mi mundo está acabado, dijo. Enseguida pensó, con un dejo de satisfacción, que por única por única vez en su vida, la siesta de los domingo estaría justificada. Así que se acostó nomás. Pero no logró conciliar el sueño. Abandonó la cama. Se asomó a una de las ventanas y vio lo que había hecho. Entonces abrió bien grande los ojos y así continúa, con los ojos abiertos, inmóvil, en silencio.
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