EL PASEO
Fueron caminando por las vías. Partieron desde donde alguna vez estuvo la vieja estación (ahora es sólo un dibujo en la pared que la evoca, una locomotora a vapor como homenaje). Cuando chico venía con sus hermanos y primos a la hora en que llegaba el tren, apostaban cuántos vagones traía y el que ganaba tenía por premio darle un puntapié a cada uno de los perdedores.
Con su mujer y sus dos pequeños hijos de nueve y seis años, habían regresado hacía poco de un largo exilio y el padre quería mostrarles los territorios de su niñez, darle un lugar a la nostalgia, reconstruir su memoria, proyectarse en ellos.
El pueblo había sido el lugar de veraneo familiar en su infancia, cuando el médico recomendara que los pulmones delicados del hijo menor necesitaban el aire puro de la montaña. Allá, en el portal de los Andes, con el verdor todavía exuberante del Valle de Lerma, habían saboreado el verano año tras año, alquilando una casita, y el padre recordaba ahora el olor untoso del matadero donde juntaban las orejas de los animales sacrificados, donde miraban con ojos enormemente abiertos los hombres que bebían la sangre caliente de los animales recién degollados, donde se las ingeniaban para robarse las vejigas inflándolas luego para jugar al fútbol entre gritos salvajes, mimetizados con el primitivo ritual; rememoraba el bañarse alegre y temerariamente en los canales que llevaban las turbias aguas del Toro, a veces las cristalinas del Blanco, hasta el remanso de esa especie de garita kilómetros abajo, desde donde bajaban precipitadamente por un tobogán hacia las turbinas de la usina; evocaba entonces el mareo que le producían esas aguas vertiginosas, el temor y la atracción de caer en ellas. ¡Cuántos deleitosos miedos se asociaban a cada uno de los lugares, de los olores, de los colores de ese privilegiado lugar de los valles de su infancia! Como mirar tapándose los ojos, pero dejando un resquicio para seguir aterrándose con ese extraño goce que provocan las películas de miedo.
A menos de un kilómetro de caminar, las vías son bordeadas a su derecha por un cerro. El hombre divisa a la izquierda lo que resta de la represa misteriosa de sus estadías veraniegas: está seca. Mira los caranchos que sobrevuelan el hoy árido terreno; recuerda la comadreja muerta, flotando en las aguas, que lo estremeciera tantos años atrás. Observa las inútiles manivelas que comandan las compuertas ya inexistentes, semejando timones de barcos abandonados. Allí jugaban, allí los Tigres de la Malasia, Sandokan y Yánez, maniobraban las intrépidas naves. Se ven todavía los canales que desembocaban en el estanque, en los que se bañaba cuando muy pequeño agarrado de las manos de su madre, siempre temeroso de que alguna súbita correntada lo arrastrara hacia el fondo barroso y enramado del embalse. “¡Pero no, si te estoy cuidando, nada te va a pasar!” –lo reconvenía amorosamente la sonriente matrona.
“Por acá me llevaba a cococho mi papá” –les dice mientras avanzan por las vías y siguen alejándose del pueblo.
“¿Te llevaba a qué...?” –pregunta el mayor de los hijos.
“Sobre los hombros, a babucha. Acá le decimos cococho” –responde el padre, contento de participar a sus hijos uno de sus remotos códigos. Con una distendida sonrisa les cuenta que el abuelo siempre recordaba que en una de esas incursiones, un desagradable olor le advirtió que su pequeño había depositado sobre su cuello un fecal obsequio, mientras repetía “nene caca”. Los chicos ríen. “Cagón” –bromea su mujer, mientras lo abraza por la cintura.
“Hablando de ‘cagón’ -dice el hombre- ¡qué miedo me daba cuando mi padre me azuzaba para que cruce con él este puente!”
Habían llegado al primer puente ferroviario que cruza el Toro, en el inicio de la quebrada. Abajo corre crecido el río, arremolinando sus marrones y fragorosas aguas por el encajonamiento que producen las columnas de piedra del puente carretero, metros más allá.
“¡Vamos, lo crucemos, ya no pasan trenes por estas vías!” –los anima ante el gesto de duda de los niños. “Ni ferrocarriles dejaron en este país.”
Comienzan a caminar por los durmientes. ¡Otra vez el vértigo placentero, ahora compartido con sus hijos! Entre travesaño y travesaño, las rumorosas aguas que se ven allá abajo marean levemente. Avizora una de las hermosas casonas del callejón de Río Blanco. ¿Estará todavía esa tenebrosa capilla de aires góticos, que poblara de temores nocturnos sus sueños infantiles? ¿Florecerán todavía esas majestuosas bella-hortensias rosadas y violáceas? ¿Estarán tapizados de musgos los enrojecidos ceibos? ¿Azularán las campanillas los bordes del camino? ¡Les hará con ellas collares a los hijos, como le hiciera tiempo allá su hermana, cada temporada!
A la mitad del puente, siente el lejano bisbiseo de un motor. Mira el camino que remonta hacia los Andes, buscando divisar el camión que seguramente produce ese ruido en la subida.
La locomotora aparece de golpe desde la curva. Ve el gesto de terror que paraliza a sus hijos. Trata desesperadamente de aferrarlos.
El grito desgarrador de la madre tapa el poderoso silbato.
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