LEOPOLDO
“La puerta del salón, y entonces el puñal en al mano,
la luz de los ventanales, el alto respaldo del sillón de terciopelo verde,
la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.”
Continuidad de los parques
Julio Cortázar
Soy Arturo Benjamín Caratti. Escritor.
Escribo libros para niños. A lo mejor alguno de ustedes ha leído mi libro (hasta el momento sólo publiqué uno) Los vampiros también mastican chicle.
No siempre fui escritor. Antes trabajé muchos años en el correo y después, cuando me despidieron, en un supermercado. Pero cuando me di cuenta de que lo mío era la escritura, empecé a asistir a un taller literario. Fue más o menos en esa época cuando publiqué Los vampiros también mastican chicle. Ahora estoy escribiendo la historia de Leopoldo.
Si te cuento todo esto es para que te des cuenta de que no soy un escritor experimentado ni mucho menos. Tal vez a un escritor con experiencia no le pasaría lo que me está pasando a mí.
Todo empezó una noche de invierno, yo había terminado de mirar una película de suspenso en la tele y me dije: “Caratti, ¿por qué no te escribís un cuento de miedo?”
Me preparé el mate y empecé a pensar y a pensar hasta que se me cruzó por la cabeza, el nombre de Leopoldo. El personaje del cuento se iba a llamar Leopoldo.
Seguí pensando y pensando hasta que tuve clarito que Leopoldo tenía que ser un tipo muy malo, malísimo. Que apenas apareciera, todos murieran de miedo. O de asco, porque también pensé que tenía que ser un tipo asqueroso. Leopoldo tenía que ser el maldito asqueroso de la película.
La primera página del cuento empezaba así:
Leopoldo se estaba preparando un caldito de gallina cuando se le ocurrió la gran idea.
-¡Sí señor!- gritó con tanta fuerza que un moco verde y largo se le descolgó de la nariz y fue a caer en la olla del caldo.
Mejor, más espesito, pensó Leopoldo y siguió revolviendo.
-¡Qué idea! ¡Soy un genio! ¡Un verdadero genio!
Leopoldo se tomó el caldo hirviente y especito para quemarse bien la lengua. Y después emocionado como estaba por la gran idea que se le había ocurrido, se fue a dormir parado, como siempre.
Esa costumbre la tenía desde chico. Cada vez que el pequeño Leopoldo se portaba mal (o sea todas las noches, invierno y verano), su madre, la terrible Leopoldina, lo obligaba a dormir parado, en el patio.
Hasta ahí el cuento me gustaba. Me parecía que cualquiera que empezara a leerlo tendría ganas de seguir. ¡Bien hecho, Caratti! Me dije entusiasmado. Y todo el fin de semana me dediqué a pensar cuál podía ser la idea que se le había ocurrido a Leopoldo.
Llovió todo el tiempo así que no asomé ni la nariz a la calle. Ni te imaginás todo lo que pensé. Agarré un cuadernito (la profesora del taller de escritura nos dijo que lo primero que tiene que hacer alguien que quiera ser escritor es comprarse un cuadernito para escribir ahí todas las ideas que se le ocurran) y escribí, no sé, como ciento sesenta ideas. Sí. Más o menos ciento sesenta. Después taché un montón porque algunas realmente eran muy tontas. Al final, cuando pasé todo en limpio me quedaron cincuenta y dos ideas bastante buenas. Decidí probar con la de los sobres amarillos.
A la mañana siguiente, Leopoldo puso manos a la obra en su genial plan. Había descubierto cómo conseguir dinero rápido y sin mancharse las manos de sangre.
Como siempre, apenas se despertó, Leopoldo hizo algunas flexiones para aflojarse un poco de lo endurecido que amanecía y, aunque era pleno invierno, se dio una ducha con agua helada. Para desayunar se preparó un par de huevos podridos revueltos con leche cortada. A Leopoldo le gustaban los sabores fuertes. Y café.
Inmediatamente después de desayunar Leopoldo se metió a revolver en la habitación de Leopoldina. La habitación de Leopoldina parecía la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones. Era una enorme habitación que estaba en el fondo de la casa donde la terrible Leopoldina había ido guardando todas los objetos que había robado a lo largo de su vida. Al morir, la terrible Leopoldina le había dejado todo como herencia a su hijo Leopoldo.
Después de mucho revolver, Leopoldo salió de la habitación con una caja llena de sobres amarillos.
Los sobres amarillos le trajeron un montón de recuerdos a Leopoldo. Aunque era muy pequeño se acordó perfectamente de la noche en que su madre llegó a su casa cargada con el enorme botín después de haber asaltado la librería del barrio. Leopoldo se ponía muy sensible cuando recordaba a su madre, así que moqueó un rato pero se repuso enseguida. Se limpió los mocos en la manga del pulóver y apoyó la caja sobre la mesa de la cocina. A otra cosa mariposa.
El plan era simple. Simple y genial. Sólo tenía que sentarse a escribir amenazas.
Lo primero que hizo Leopoldo fue una lista de posibles víctimas. No quedó prácticamente nadie afuera porque a quien más a quien menos, a todos podía sacarles algo.
Empezaría por amenazar a los grandes empresarios. Después seguiría con los pequeños comerciantes, los curas, los presidentes de los bomberos, los presidentes de los clubes y de las asociaciones de beneficencia, los jugadores de tenis, etc, etc.
El primer sobre amarillo se lo envió Leopoldo al dueño de la fábrica de corchos sintéticos. Le escribió bien clarito (con letras que había recortado en diarios y revistas para que no pudiera descubrirlo la policía) que si no le entregaba un millón de dólares, lo asesinaría él mismo en el transcurso de los próximos quince días.
Te digo que hasta acá estaba realmente entusiasmado con la historia de Leopoldo. Anoté un montón de ideas en el cuadernito y también se me plantearon un montón de dudas, no te lo voy a negar. Por ejemplo, ¿viste esto último que acabás de leer? ¿Las últimas tres líneas? La verdad es que me costó un Perú escribirlas. ¿De dónde vendrá eso de un Perú? Bueno, no importa, ahora no viene al caso. Te decía que escribí varios borradores. Lo primero que hice fue preguntarme (la profesora del taller de escritura también nos recalcó que si queremos ser escritores tenemos que hacernos muchas preguntas), me pregunté: “¿Cómo querés contar esto, Caratti?” Y me respondí que si quería que el lector sintiera repulsión por Leopoldo entonces tenía que hacerlo hacer algo repulsivo. Y pensé que por lo tanto la carta de amenaza que Leopoldo le iba a escribir al dueño de la fábrica de corchos sintéticos tenía que ser repulsiva, no había otra. En la primera versión de la carta, Leopoldo le explicaba de qué manera lo iba a asesinar si no le entregaba el millón de dólares como le pedía. Era una amenaza sangrienta y cruel. Me acuerdo de que la noche en que la escribí terminé todo tensionado, con dolor de cuello y una angustia que no me permitió pegar un ojo. A la mañana siguiente me dije, “¡No, Caratti, vos no podés escribir esto! ¡Los chicos se van a impresionar! Después me dije, “Caratti, los chicos no se impresionan así nomás con cualquier cosa, mirá si no las porquerías que ven por la tele. ¿Y? ¿A vos te parece que se impresionan, Caratti?” Bueno, así estuve haciéndome un montón de preguntas (como nos recomendó la profesora del taller de escritura), hasta que al final decidí que no era necesario escribir todo lo que había escrito en la carta. Y si algo no es necesario no hay que ponerlo y punto. Borré todo y escribí esas últimas tres líneas tal cual como vos las leíste.
Igual, todo esto no tiene importancia, te lo cuento para que veas que un escritor no es que la tenga clara desde el principio. O al menos yo. Y tal vez por eso me pasó lo que me pasó.
Bueno, la cosa es que después de aquellas tres líneas, escribí esto, mirá:
Leopoldo siguió mandando sobres amarillos a sus víctimas, amenazándolos con asesinatos, secuestros y todas las maldades inimaginables.
Casi de inmediato el maléfico plan de Leopoldo comenzó a dar frutos. Todos los amenazados, muertos de miedo, le enviaron a Leopoldo el dinero que les pedía.
“¡Bien, Caratti, caracho!” Me decía a cada rato. La verdad, estaba contento. Con muchas dudas, pero contento. Porque escribir no es como todo el mundo se imagina que el escritor se sienta, agarra papel y lápiz, o la compu, y entonces llega la Musa inspiradora que le dicta y el escritor escribe, escribe a todo vapor, hasta que terminan el cuento y la Musa le dice, “Chau, llamame cuando empieces a escribir otro”. No. El escritor empieza a escribir y por ahí se da cuenta de que no sirve y tacha todo y empieza de nuevo. O le hace decir algo a su personaje y después se da cuenta de que no le conviene y le hace decir lo contrario. Pero con dudas y todo yo estaba contento. Me gustaba el personaje de Leopoldo y la historia me parecía interesante.
Todo iba bien hasta aquel fatal lunes por la mañana. Me tocan el timbre, pero antes de que yo llegue para atender, me tiran un sobre amarillo por debajo de la puerta. Quedé petrificado.
Cuando junté coraje, abrí el sobre y leí la nota. Te digo tal cual lo que decía:
¿Caratti, sos idiota o te hacés? ¿Qué significan todas esas estupideces que venís escribiendo? Si no escribís las cosas como son, la vas a pasar mal, Caratti, muy mal. Leopoldo.
Me quedé sin aire. Pensé que me iba a desmayar. ¡¿Cómo era posible?! ¡¿Leopoldo?! ¡¿Mi Leopoldo?!
No sé cómo hice para llegar hasta mi sillón de terciopelo verde y ahí me derrumbé. Ya no me levanté en todo el día. Primero porque las piernas me temblaban y segundo porque no se me ocurrió, la mente me había quedado en blanco como si le hubieran pasado una aspiradora. Me quedé todo el día sentado en mi sillón de terciopelo verde agarrado de los apoyabrazos y dormí ahí toda la noche con el sobre amarillo encima de mis piernas.
Me despertó el timbre. Desde el sillón donde estaba sentado alcancé a ver que pasaban otro sobre amarillo por debajo de la puerta.
“¡Ay, caracho, Caratti!” , me dije. Agarré el sobre y volví al sillón. Decía esto, mirá:
Caratti, sos un inútil y me estás ofendiendo. Yo soy un delincuente fino y sofisticado. ¿Escuchaste hablar alguna vez de los delincuentes de guante blanco? Seguro que no. ¿Quién habrá sido el que te hizo creer que podías ser escritor? Qué disparate.
Tirá inmediatamente a la basura toda esa porquería que escribiste acerca de los mocos y el caldito y la leche cortada. A ver si te enterás, Caratti. Yo uso perfumes carísimos, y corbatas de seda y me sirven los manjares más refinados, ¿entendiste? Y apurate, Caratti, porque soy un tipo de poca paciencia. Y peligroso. Sobre todo soy un tipo peligroso, Caratti, no te olvides.
Leopoldo.
¡Ay caracho! ¿Por qué me pasaba esto a mí? A un escritor experimentado seguro que no le hubiera ocurrido. Pero era evidente que a mí este personaje se me había ido de la manos. Pensé que lo mejor era romper todo y tirarlo a la basura. “Mejor escribite un cuento de dragones y princesas, Caratti, a los chicos les encanta”, me dije.
Apenas terminé de pensar eso cuando escuché el ruido de otro sobre que raspaba el piso por debajo de la puerta.
¡Ni se te ocurra, imbécil!
Leopoldo.
¡Ay caracho! “¡Calmate, Caratti!”, me decía. “¡Calmate! Tenés que pensar mucho, como te recomendó la profesora del taller de escritura. Pero no podía pensar. Estaba aterrorizado. Tenía los dedos endurecidos y tocaba todas la teclas de la computadora a la vez.
Al final, después de un esfuerzo sobrehumano, logré escribir esto:
El señor Leopoldo era un delincuente muy elegante, siempre usaba corbatas de seda, guantes blancos y perfumes caros. Su madre, la bondadosa Leopoldina, podía estar muy orgullosa de su hijo. Daba gusto que el señor Leopoldo te asaltara, porque aunque se llevara el televisor y la videocasetera, dejaba un aroma tan lindo en la casa que a uno no le importaba quedarse en la ruina.
Eso de la ruina no me gustaba mucho, pero lo dejé así. Después lo corregiría. En ese momento no podía escribir una palabra más. Me había llevado el día entero escribir lo que leíste. Me dolía todo el cuerpo de los nervios que tenía.
Hacía un frío de locos, así que me preparé una sopita y me fui a dormir temprano. Al día siguiente pensaría qué hacerle hacer a Leopoldo.
A mitad de la noche me despertó un ruido. Me levanté y habían roto el vidrio del living con un piedrazo. Atado a la piedra había otro sobre amarillo.
Estoy perdiendo la paciencia, Caratti.
Leopoldo.
Por supuesto que me desvelé. Ya no pude pegar un ojo el resto de la noche. Me senté en mi sillón de terciopelo verde y me agarré lo más fuerte que pude de los apoyabrazos. Era evidente que a Leopoldo no le había gustado lo que había escrito. Cuando amaneció me arrastré hasta mi computadora y logré escribir solamente dos líneas, pero quedé agotado como si hubiera escrito una novela entera:
Antes de morir, la dulce Leopoldina le dejó a su hijo Leopoldo, que era un maravilloso y elegante delincuente, todos los detalles de un fabuloso plan.
A media tarde recibí otro piedrazo en el vidrio de la cocina.
¿Dulce Leopoldina? Dejá de escribir macanas, Caratti. Mi vieja está vivita y coleando y si te llega a agarrar te hace picadillo.
Leopoldo.
No podía más. Estaba aterrado y sin ánimo para nada. Me senté en mi sillón verde y dormí profundamente.
El inútil de Caratti tenía muy pocas luces. Quería ser escritor, pero su carrera era un fracaso tras otro. No daba pie con bola. Un día por fin se dio cuenta de su imbecilidad y decidió abandonar todo e irse a la China para no volver nunca más.
¡¡¡¡NOOOO!!!!
¡¡¡¡CUIDADO!!!! ¡LEOPOLDO APROVECHÓ QUE YO DORMÍA LA SIESTA PARA TOMAR POR ASALTO MI COMPUTADORA Y TE QUIERE HACER CREER QUE ME FUI A LA CHINA!!
¡AY CARACHO, CARATTI!
Apenas llegó a la China, los chinos hicieron una multitudinaria manifestación (como ellos son millones, no les cuesta nada volverse multitudinarios). La mayoría de los chinos llevaban carteles que decían (en chino): “¿Qué culpa tenemos nosotros para que nos manden al inútil de Caratti?” Firmado: Los Chinos.
¡NO LE HAGAS CASO! ¡QUIERE SACARME DEL MEDIO! ¡INTENTA ARRUINAR MI BUEN NOMBRE Y HONOR! ¡NO LO ESCUCHES!
Los chinos enviaron al inútil de Caratti a las montañas de la China. Unas montañas lejanísimas donde solamente hay monjes budistas y osos pandas. Nunca nadie supo ni una palabra más sobre el inútil de Caratti. Fin.
¡MENTIRAS! ¡MENTIRAS! ¡QUIERE BORRARME DEL MAPA! ¡LEOPOLDO ES MUY ASTUTO!
¡AY CARACHO, CARATTI! ¡HAS CREADO UN MONSTRUO!
¿TOCARON EL TIMBRE DE TU CASA O ME PARECIÓ? TENÉ CUIDADO. SI TE PASAN UN SOBRE AMARILLO POR DEBAJO DE LA PUERTA, ¡¡NO LO ABRAS!! ¡¡NO LO ABRAS!! ¡ES LEOPOLDO QUE AHORA QUIERE ELIMINARTE A VOS, LECTOR!
¡¡¡CUIDATE!!! LEOPOLDO ES PELGROSO. ¿ME OíS? ¡LEOPOLDO ES PELIGROSO!
¡AY CARACHO, CARATTI!
Para conocer más sobre Sandra Siemens sugerimos su página en facebook: http://www.facebook.com/sandra.siemens.50
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