EL GRAN ESCAPE
Horas antes de la primera función en la nueva ciudad, mientras Rubinstein promocionaba el circo con el altavoz en las calles, decidimos, desde nuestras jaulas, pensar en cada paso del escape. El objetivo era pedir ayuda en el exterior.
Uno de los payasos de nariz azul, quien parecía haberlo pensado antes que todos, me dijo: hagamos dos cosas, que los enanos pongan más dinamita en el cañón y, en lugar de la red, que apunten hacia la carpa, así podrás perforarla, caer por fuera y huir. Roque, el trapecista, basándose en su experiencia en las alturas, comentó que el plan era factible. Acepté.
Mr. Salgado, quien antecede mi participación con actos de ilusionismo, extendería la duración de sus trucos para que los enanos prepararan el cañón tras bambalinas. Lo llenaremos de explosivos, luego lo traeremos de vuelta para que puedas meterte, dijo uno de ellos –Dalman–. Cuando demos la señal, que serán unos redobles, encenderemos la mecha, dijo el otro –Portman–. Entonces volarás por los aires como un pájaro, expresó el gigante Keppler, con su voz pausada y lenta, tratando de asimilar lo que implicaría dejar el circo. La contorsionista Mélany y el fortachón Campeón de Loreto escribieron un mensaje de auxilio en un trozo de papel. Tienes que llevarlo al dueño de otro circo, dijo Laura, la mujer barbuda, y agregó: quizás alguien más se interese por nuestro talento.
Con cierta nostalgia en la mirada, que se reprodujo en todos los rostros, dimos por concluida la junta.
Sabíamos de la ambición del tirano Rubinstein, que se hacía llamar nuestro amo y dueño; nos utilizaba para superarse y superar a cualquier circo existente. Tiene a los leones y tigres de bengala de su lado. No hay forma de acabar con él; escapar es la única alternativa. El espectáculo del circo ha rebasado los límites de lo artístico. Si la gente viene a vernos no es por la maestría de las actuaciones, sino por el riesgo continuo de morir en cualquier momento. Siempre, aparentemente, por un error de ejecución. Pero, al final, él decide quién vive y quién no. Estoy cansado.
Lo hará de nuevo esta noche. Rubinstein escogerá a uno de nosotros.
Se han abierto las puertas del circo. Espío desde los barrotes de mi jaula; la gente de la nueva ciudad ocupa los asientos con una calma metódica que cumple un par de pasos: comprar palomitas de maíz y tomar fotografías de la carpa. Las tres llamadas que anticipan el inicio del espectáculo suceden rápidamente. Ahora, la media luna está repleta de personas de todas las edades. Rubinstein sale a escena con un sombrero negro, un saco rojo brillante y grandes botas cafés que le llegan hasta las rodillas.
Luego de captar las miradas de los espectadores, hace la presentación habitual: habla de la historia del circo, de los animales que ha recolectado a lo largo y ancho del mundo; describe lo que el asistente está a punto de atestiguar, y dice: éste es un circo en el que cualquier cosa puede ocurrir, sólo tienen que desearlo. Es una señal, pienso, una provocación que incita a la muerte. Debo concentrarme.
Rubinstein ingresa a la zona de las jaulas y nos quita los candados y las cadenas conforme llega nuestro turno en el escenario. Los payasos son los primeros. Con música alegre, llevan a cabo un sketch que provoca pocas risas. Ellos saben lo mucho que molesta a Rubinstein no ver a la gente feliz. Regresan a su jaula deprimidos. Sigue el turno de Laura, quien muestra su barba y deja que la toquen, que la maltraten. Después Campeón de Loreto, Mélany, Keppler y, finalmente, Mr. Salgado…
Ha llegado el momento. Como lo anticipó en la reunión, sus trucos son lentos y parecen aburrir al público. Cuando Mr. Salgado vuelve a la jaula, me guiña un ojo. Todo está listo para el gran escape.
Y con ustedes, ¡Élmer, el hombre bala!, grita Rubinstein. Entra por mí. Su aliento es fétido. Lo miro, por primera vez, de frente. Sonríe mostrándome su dentadura de plata y entonces me avienta al escenario. Me coloco el casco, las gafas; saludo a la gente, subo las escaleras para entrar al cañón. Antes de ocultar la cabeza, miro a los artistas: en su rostro está puesta la esperanza y eso me conmueve. Y a la vez me apena. Se han dejado llevar por la desesperación. Por la idea utópica de la libertad.
Hay algo que no saben: la culminación de esta noche será similar a las anteriores, salvo por un detalle. Me he anticipado a Rubinstein. Qué importa hacerlo a su modo o al mío. La dinamita no me hará atravesar la carpa –eso es imposible considerando que está reforzada–, sino que el estallido me volará en mil pedazos por todo el circo. Ése es el escape que he escogido. Suenan los redobles. Allá voy.
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