Lluvia de verano
Las lluvias son más hermosas cuando nadie habla de ellas. Lo supe desde la primera gota, desde esa lágrima que no cayó de mis ojos.
Era un catorce de febrero. Un día caluroso y sin posibilidades de tormentas según el pronóstico. Una fecha especial para las armas, las rosas, los amantes y los novios. Un día normal para mí, o, mejor dicho, la hora más difícil de mis labios, pues debía elegir entre la queja del tiempo perdido o un grito con la boca cerrada. Mi reloj de repisa daba las seis de la tarde y se acercaba el momento.
Las cosas seguían su curso aunque algo estaba por terminar. Las grandes y pequeñas cosas: una taza moviéndose de un lado a otro, una mano temblando, temiendo, moviendo la taza; la televisión apagada, el espacio cada vez más inmenso; unos pasos que encontraban el espejo, un rostro amordazado; el sonido de una canilla que se abría, se cerraba, se abría por nadie más que yo.
Caminé de un lado a otro. Volví a mirarme en el espejo, volví a abrir la canilla; me seguí peinando y lavando la cara. Sabía que era en vano: Tania… Tania me iba a dejar.
Salí de casa. Me tomé el colectivo de las siete, que iba repleto de gente, diálogos y besos hambrientos. Parecía que el amor y las fortunas del pueblo conspiraban contra mi soledad. Parecía que cada paisaje mirado desde la ventanilla me recordaba lo que estaba a punto de perder. Esos mismos lugares fueron vividos con Tania en otro tiempo y, ahora, debían concluir.
Me bajé del colectivo. Sentí un viento helado en mi pecho... Caminé por la ciudad mendocina.
Sucedí entre la gente y los comercios. Pensé: ‘‘Faltan dos cuadras… solo dos cuadras para verla en ese bar’’. Seguí enlazando mis miedos con la multiplicidad de las ideas. Imaginé lo que estaba por ocurrir. Supuse que me devolvería todas mis cartas y el paraguas violeta que le regalé una tarde de lluvia. Era el obsequio más preciado. ¿Sería capaz de devolverlo?
Avancé tres pasos y, antes de llegar al bar, se me dio por mirar las vidrieras de los negocios. Observé el interior de una tienda. Vi ropas elegantes y una bella mujer, delgada y de ojos verdes. Ella también me vio. Permaneció unos segundos perdida en mi mirada y luego hizo un gesto de indiferencia. Escondiendo una risa entre los dientes y sin dudarlo, entré a la tienda.
–Buenas tardes –dije.
–Buenas tardes, ¿en qué te puedo ayudar? –respondió ella.
–Ando buscando una camisa color salmón, que sea a mi medida.
–No vendemos ropa de hombre.
– ¿En serio lo decís? ¿No me estás mintiendo?
– ¿Tengo cara de mentirosa?
–No. Sólo preguntaba.
–Acá se trabaja con prendas femeninas. Lo dice el cartel.
– ¡Ah, qué bien! Entonces no te va a molestar que le eche un vistazo a esas faldas que se ven muy buenas, ya que a mi novia le gustan las faldas…
–Podés mirar todo lo que quieras –dijo, decepcionada y tratando de ignorarme.
–Mejor no. Se ven muy caras.
–No hay problema. Que te vaya bien.
– ¿Y a qué hora cerrás?
–Dentro de media hora.
– ¿Y después?
– ¿Después qué?
– ¿Hacés algo?
– ¿Eso a vos qué te importa?
–Me importa. Podríamos…
–Mirá, para serte sincera, no saldría con alguien tan caradura que ni siquiera sabe cómo agradarle a una mujer.
–Puedo sacarme la máscara.
Sonrió, volvió a su fingida idiotez, y contestó:
– Para salir conmigo, vas a tener que esperar un milagro.
Acepté sus palabras. Me despedí amablemente y salí de la tienda despreocupado.
Al fin y al cabo, la vida no es un cuento de hadas y no todas las historias terminan en un final feliz. Miré por última vez la vidriera: noté que la muchacha, después de mi partida, tenía un reflejo de tristeza en su semblante, lo que me pareció extraño. No obstante, mi rumbo era otro. Me acercaba al bar. Era el momento decisivo de mi relación. El peor momento: un viento que se llevaba las promesas no cumplidas y los cinco años de noviazgo.
Llegué y Tania estaba ahí. Me esperaba con el frío de sus ojos. Me senté a charlar con ella y sucedió tal como lo imaginé. Me dijo que lo nuestro no podía continuar y… me devolvió el paraguas (a mis cartas se las quedó).
Permanecí en silencio. La saludé con un beso en la mejilla. Me fui del bar.
En la calle tuve ganas de llorar, y al parecer, alguien lo hizo por mí. El cielo derramó sus primeras gotas. La lluvia regó las horas que se extinguían y las que estaban a punto de nacer.
Al observar el paraguas en mis manos, me di cuenta de que nada era casualidad. Sentí una extraña alegría. Empecé a correr…
Me dirigí a la tienda de ropa femenina. Encontré a la muchacha, quien estaba cerrando el negocio con sus manos frágiles y su rostro preocupado por la tormenta. Al verme, sonrió, me tomó del brazo, miró el paraguas y dijo: ‘‘Acepto el milagro’’.
Era un catorce de febrero. Un día caluroso y sin posibilidades de tormentas según el pronóstico. Una fecha especial para las armas, las rosas, los amantes y los novios. Un día normal para mí, o, mejor dicho, la hora más difícil de mis labios, pues debía elegir entre la queja del tiempo perdido o un grito con la boca cerrada. Mi reloj de repisa daba las seis de la tarde y se acercaba el momento.
Las cosas seguían su curso aunque algo estaba por terminar. Las grandes y pequeñas cosas: una taza moviéndose de un lado a otro, una mano temblando, temiendo, moviendo la taza; la televisión apagada, el espacio cada vez más inmenso; unos pasos que encontraban el espejo, un rostro amordazado; el sonido de una canilla que se abría, se cerraba, se abría por nadie más que yo.
Caminé de un lado a otro. Volví a mirarme en el espejo, volví a abrir la canilla; me seguí peinando y lavando la cara. Sabía que era en vano: Tania… Tania me iba a dejar.
Salí de casa. Me tomé el colectivo de las siete, que iba repleto de gente, diálogos y besos hambrientos. Parecía que el amor y las fortunas del pueblo conspiraban contra mi soledad. Parecía que cada paisaje mirado desde la ventanilla me recordaba lo que estaba a punto de perder. Esos mismos lugares fueron vividos con Tania en otro tiempo y, ahora, debían concluir.
Me bajé del colectivo. Sentí un viento helado en mi pecho... Caminé por la ciudad mendocina.
Sucedí entre la gente y los comercios. Pensé: ‘‘Faltan dos cuadras… solo dos cuadras para verla en ese bar’’. Seguí enlazando mis miedos con la multiplicidad de las ideas. Imaginé lo que estaba por ocurrir. Supuse que me devolvería todas mis cartas y el paraguas violeta que le regalé una tarde de lluvia. Era el obsequio más preciado. ¿Sería capaz de devolverlo?
Avancé tres pasos y, antes de llegar al bar, se me dio por mirar las vidrieras de los negocios. Observé el interior de una tienda. Vi ropas elegantes y una bella mujer, delgada y de ojos verdes. Ella también me vio. Permaneció unos segundos perdida en mi mirada y luego hizo un gesto de indiferencia. Escondiendo una risa entre los dientes y sin dudarlo, entré a la tienda.
–Buenas tardes –dije.
–Buenas tardes, ¿en qué te puedo ayudar? –respondió ella.
–Ando buscando una camisa color salmón, que sea a mi medida.
–No vendemos ropa de hombre.
– ¿En serio lo decís? ¿No me estás mintiendo?
– ¿Tengo cara de mentirosa?
–No. Sólo preguntaba.
–Acá se trabaja con prendas femeninas. Lo dice el cartel.
– ¡Ah, qué bien! Entonces no te va a molestar que le eche un vistazo a esas faldas que se ven muy buenas, ya que a mi novia le gustan las faldas…
–Podés mirar todo lo que quieras –dijo, decepcionada y tratando de ignorarme.
–Mejor no. Se ven muy caras.
–No hay problema. Que te vaya bien.
– ¿Y a qué hora cerrás?
–Dentro de media hora.
– ¿Y después?
– ¿Después qué?
– ¿Hacés algo?
– ¿Eso a vos qué te importa?
–Me importa. Podríamos…
–Mirá, para serte sincera, no saldría con alguien tan caradura que ni siquiera sabe cómo agradarle a una mujer.
–Puedo sacarme la máscara.
Sonrió, volvió a su fingida idiotez, y contestó:
– Para salir conmigo, vas a tener que esperar un milagro.
Acepté sus palabras. Me despedí amablemente y salí de la tienda despreocupado.
Al fin y al cabo, la vida no es un cuento de hadas y no todas las historias terminan en un final feliz. Miré por última vez la vidriera: noté que la muchacha, después de mi partida, tenía un reflejo de tristeza en su semblante, lo que me pareció extraño. No obstante, mi rumbo era otro. Me acercaba al bar. Era el momento decisivo de mi relación. El peor momento: un viento que se llevaba las promesas no cumplidas y los cinco años de noviazgo.
Llegué y Tania estaba ahí. Me esperaba con el frío de sus ojos. Me senté a charlar con ella y sucedió tal como lo imaginé. Me dijo que lo nuestro no podía continuar y… me devolvió el paraguas (a mis cartas se las quedó).
Permanecí en silencio. La saludé con un beso en la mejilla. Me fui del bar.
En la calle tuve ganas de llorar, y al parecer, alguien lo hizo por mí. El cielo derramó sus primeras gotas. La lluvia regó las horas que se extinguían y las que estaban a punto de nacer.
Al observar el paraguas en mis manos, me di cuenta de que nada era casualidad. Sentí una extraña alegría. Empecé a correr…
Me dirigí a la tienda de ropa femenina. Encontré a la muchacha, quien estaba cerrando el negocio con sus manos frágiles y su rostro preocupado por la tormenta. Al verme, sonrió, me tomó del brazo, miró el paraguas y dijo: ‘‘Acepto el milagro’’.
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