PARA UNA ALEGORÍA
En un pequeño pueblo extraviado entre Turquía y Armenia vivía una prostituta legendaria cuya animadversión hacia los hombres le había hecho ser temida en todo el Cáucaso.
Su mezquindad llegaba a tal extremo, que cada vez que daba a luz a un hijo subía a un precipicio para arrojarlo al mar.
Tres veces procedió del mismo modo, sacrificando a los recién nacidos. Al cuarto alumbramiento, sin embargo, sintió el aguijonazo de la culpa y decidió cuidar de su retoño.
Para sorpresa suya, se encariñó con él. Su rostro era adorable, de una belleza angélica. Ella lo había engendrado, criado y protegido sin el amor de un padre innominado; había logrado que una simple célula, un gusanillo informe, torpe y gelatinoso llegara a ser un niño que más tarde podría sentir el gozo y la alegría como también el miedo y el espanto. Se emocionaba a veces al pensarlo, como si solo ahora pudiera percatarse del verdadero alcance del milagro que lo insufló de vida y hubiera de evocar su nacimiento con una intensidad retrospectiva.
La noche de su sexto cumpleaños subieron juntos a un acantilado para mirar el mar, como él le había pedido. En un descuido el niño se desgajó de ella y se detuvo frente al precipicio.
–¿Qué estás haciendo ahí?, clamó su madre.
El niño contemplaba el oleaje con expresión ausente.
–Escucho cómo lloran mis hermanos, dijo, y se dejó caer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario